martes, 20 de abril de 2010

Poéme en forme de Violoncelle, Guillaume Apollinaire.



Guillaume Apollinaire, Poéme en forme de Violoncelle, http://usuarios.multimania.es/vanguardias/cubismo2.htm. Seleccionado por Silvia Alviz Gil, segundo de Bachillerato, curso 2007 - 2008.

Calligrammes, Gillaume Apollinaire.





Guillaume Apollinaire, Calligrammes, http://usuarios.multimania.es/vanguardias/cubismo2.htm. Seleccionado por SilviA Alviz Gil, segundo de Bachillerato, curso 2007 - 2008.

Calligrammes, Guillaume Apollinaire.




Guillaume Apollinaire, Calligrammes, http://usuarios.multimania.es/vanguardias/cubismo2.htm. Seleccionado por Silvia Alviz Gil, segundo de Bachillerato, curso 2007-2008.

viernes, 16 de abril de 2010

Berenice, Edgar Allan Poe

Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con este aposento y con sus volúmenes, de los cuales no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el punto. Yo estoy convencido, pero no trato de convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de formas aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales, aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, y como una sombra también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón.

En ese aposento nací. Al despertar de improviso de la larga noche de eso que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y la erudición monásticos, no es raro que mirara a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi infancia entre libros y disipara mi juventud en ensoñaciones; pero sí es raro que transcurrieran los años y el cenit de la virilidad me encontrara aún en la mansión de mis padres; sí, es asombrosa la paralización que subyugó las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión total que se produjo en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades terrenales me afectaban como visiones, y sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y entera existencia.

Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la heredad paterna. Pero crecimos de distinta manera: yo, enfermizo, envuelto en melancolía; ella, ágil, graciosa, desbordante de fuerzas; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando despreocupadamente por la vida, sin pensar en las sombras del camino o en la huida silenciosa de las horas de alas negras. ¡Berenice! Invoco su nombre... ¡Berenice! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora su imagen ante mí, como en los primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo, fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no debe ser relatada. La enfermedad -una enfermedad fatal- cayó sobre ella como el simún, y mientras yo la observaba, el espíritu de la transformación la arrasó, penetrando en su mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera más sutil y terrible llegó a perturbar su identidad. ¡Ay! El destructor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocía o, por lo menos, ya no la reconocía como Berenice.

Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por la primera y fatal, que ocasionó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, debe mencionarse como la más afligente y obstinada una especie de epilepsia que terminaba no rara vez en catalepsia, estado muy semejante a la disolución efectiva y de la cual su manera de recobrarse era, en muchos casos, brusca y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad -pues me han dicho que no debo darle otro nombre-, mi propia enfermedad, digo, crecía rápidamente, asumiendo, por último, un carácter monomaniaco de una especie nueva y extraordinaria, que ganaba cada vez más vigor y, al fin, obtuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así debo llamarla, consistía en una irritabilidad morbosa de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no se me entienda; pero temo, en verdad, que no haya manera posible de proporcionar a la inteligencia del lector corriente una idea adecuada de esa nerviosa intensidad del interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no emplear términos técnicos) actuaban y se sumían en la contemplación de los objetos del universo, aun de los más comunes.

Edgar Allan Poe, Berenice, http://www.blogger.com/img/blank.gifCuentos, http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/poe/berenice.htm. Seleccionado por Cristina Martín, segundo de Bachillerato.

Las aventuras de Tom Sawyer, Mark Twain.

Capítulo XXV.

Llega un momento en la vida de todo muchacho rectamente constituido en que siente un devorador deseo de ir a cualquier parte y excael aire de serenavar en busca de tesoros. Un día, repentinamente, le entró a Tom ese deseo. Se echó a la calle para buscar a Joe Harper, pero fracasó en su empeño. Después trató de encontrar a Ben Rogers: se había ido de pesca. Entonces se topó con Huck Finn, el de las Manos Rojas. Huck serviría para el caso. Tom se lo llevó a un lugar apartado y le explicó el asunto confidencialmente. Huck estaba presto. Huck estaba siempre presto para echar una mano en cualquier empresa que ofreciese entretenimiento sin exigir capital, pues tenía una abrumadora superabundancia de esa clase de tiempo que no es oro.

-¿En dónde hemos de cavar?

-¡Bah!, en cualquier parte.tt

-¿Qué?, los hay por todos lados.

-No, no los hay Están escondidos en los sitios más raros...; unas veces, en islas; otras, en cofres carcomidos, debajo de la punta de una rama de un árbol muy viejo, justo donde su sombra cae a media noche; pero la mayor parte, en el suelo de casas encantadas.

-¿Y quién los esconde?

-Pues los bandidos, por supuesto. ¿Qniénes creías que iban a ser? ¿Superintendentes de escuelas dominicales?

-No sé. Si fuera mío el dinero no lo escondería. Me lo gastaría para pasarlo en grande.

-Lo mismo haría yo; pero a los ladrones no les da por ahí: siempre lo esconden y allí lo dejan.

-¿Y no vuelven más a buscarlo?

-No; creen que van a volver, pero casi siempre se les olvidan las señales, o se mueren. De todos modos, allí se queda mucho tiempo, y se pone roñoso; y después alguno se encuentra un papel amarillento donde dice cómo se han de encontrar las señales..., un papel que hay que estar descifrando casi una semana porque casi todo son signos y jeroglíficos.

-Jero... qué?

Jeroglíficos...: dibujos y cosas, ¿sabes?, que parece que no quieren decir nada.

-¿Tienes tú algún papel de esos, Tom?

-No.

-Pues entonces ¿cómo vas a encontrar las señales?

-No necesito señales. Siempre lo entierran debajo del piso de casas con duendes, o en una isla, o debajo de un árbol seco que tenga una rama que sobresalga. Bueno, pues ya hemos rebuscado un poco por la Isla de Jackson, y podemos hacer la prueba otra vez; y ahí tenemos aquella casa vieja encantada junto al arroyo de la destilería, y la mar de árboles con ramas secas..., ¡carretadas de ellos!

-¿Y está debajo de todos?

-¡Qué cosas dices! No.

-Pues entonces, ¿cómo saber a cuál te has de tirar?

-Pues a todos ellos.

-¡Pero eso lleva todo el verano!

-Bueno, ¿y qué más da? Supónte que te encuentras un caldero de cobre con cien dólares dentro, todos enmohecidos, o un arca podrida llena de diamantes. ¿Y entonces?

A Huck le relampaguearon los ojos.

-Eso es cosa rica, ¡de primera! Que me den los cien dólares y no necesito diamantes.

-Muy bien. Pero ten por cierto que yo no voy a tirar los diamantes. Los hay que valen hasta veinte dólares cada uno. Casi no hay ninguno, escasamente, que no valga cerca de un dólar.

-¡No! ¿Es de veras?

-Ya lo creo: cualquiera te lo puede decir. ¿Nunca has visto ninguno, Huck?

-No, que yo me acuerde.

-Los reyes los tienen a espuertas.

-No conozco a ningún rey, Tom.

-Me figuro que no. Pero si tú fueras a Europa verías manadas de ellos brincando por todas partes.

-¿De veras brincan?

-¿Brincar?... ¡Eres un mastuerzo! ¡No!

-¿Y entonces por qué lo dices?

-¡Narices! Quiero decir que los verías... sin brincar, por supuesto: ¿para qué necesitaban brincar? Lo que quiero que comprendas es que los verías esparcidos por todas partes, ¿sabes?, así como si no fuera cosa especial. Como aquel Ricardo el de la joroba.

-Ricardo... ¿Cómo se llamaba de apellido?

-No tenía más nombre que ése. Los reyes no tienen más que el nombre de pila.

-¿No?

-No lo tienen.

-Pues, mira si eso les gusta, Tom, bien está; pero yo no quiero ser un rey y tener nada más el nombre de pila, como si fuera un negro. Pero dime, ¿dónde vamos a cavar primero?

-Pues no lo sé. Supónte que nos enredamos primero en aquel árbol viejo que hay en la cuesta al otro lado del arroyo de la destilería.

-Conforme.

Así, pues, se agenciaron un pico inválido y una pala, y emprendieron su primera caminata de tres millas. Llegaron sofocados y jadeantes, y se tumbaron a la sombra de un olmo vecino, para descansar y fumarse una pipa.

-Esto me gusta -dijo Tom.

Y a mí también.

-Dime, Huck, si encontramos un tesoro aquí, ¿qué vas a hacer con lo que te toque?

-Pues comer pasteles todos los días y beberme un vaso de gaseosa, y además ir a todos los circos que pasen por aquí.

-Bien; ¿y no vas a ahorrar algo?

-¿Ahorrar? ¿Para qué?

-Para tener algo de qué vivir con el tiempo.

-¡Bah!, eso no sirve de nada. Papá volvería al pueblo el mejor día y le echaría las uñas, si yo no andaba listo. Y ya verías lo que tardaba en liquidarlo. ¿Qué vas a hacer tú con lo tuyo, Tom?

-Me voy a comprar otro tambor, y una espada de verdad, y una corbata colorada, y me voy a casar.

-¡Casarte!

-Eso es.

-Tom, tú..., tú has perdido la chaveta.

-Espera y verás.

-Pues es la cosa más tonta que puedes hacer, Tom. Mira a papá y a mi madre. ¿Pegarse?... ¡Nunca hacían otra cosa! Me acuerdo muy bien.

-Eso no quiere decir nada. La novia con quien voy a casarme no es de las que se pegan.

-A mí me parece que todas son iguales, Tom. Todas le tratan a uno a patadas. Más vale que lo pienses antes. Es lo mejor que puedes hacer. ¿Y cómo se llama la chica?

-No es una chica..., es una niña.

-Es lo mismo, se me figura. Unos dicen chica, otros dicen niña... y todos puede que tengan razón. Pero ¿cómo se llama?

-Ya te lo diré más adelante; ahora no.

-Bueno, pues déjalo. Lo único que hay es que si te casas me voy a quedar más solo que nunca.

-No, no te quedarás; te vendrás a vivir conmigo. Ahora, a levantarnos y vamos a cavar.

Trabajaron y sudaron durante media hora. Ningún resultado. Siguieron trabajando media hora más. Sin resultado todavía. Huck dijo:

-¿Lo entierran siempre así de hondo?

-A veces, pero no siempre. Generalmente, no. Me parece que no hemos acertado con el sitio.

Escogieron otro y empezaron de nuevo. Trabajaban con menos brío, pero la obra progresaba. Cavaron largo rato en silencio. Al fin Huck se apoyó en la pala, se enjugó el sudor de la frente con la manga y dijo:

-¿Dónde vas a cavar primero después de que hayamos sacado éste?

-Puede que la emprendamos con el árbol que está allá en el monte de Cardiff, detrás de la casa de la viuda.

-Me parece que ése debe de ser de los buenos. Pero ¿no nos lo quitará la viuda, Tom? Está en su terreno.

-¡Quitárnoslo ella! Puede ser que quiera hacer la prueba. Quien encuentra uno de esos tesoros escondidos, él es el dueño. No importa de quién sea el terreno.

Aquello era tranquilizador. Prosiguieron el trabajo. Pasado un rato dijo Huck:

-¡Maldita sea! Debemos de estar otra vez en mal sitio. ¿Qué te parece?

-Es de lo más raro, Huck. No lo entiendo. Algunas veces andan en ello brujas. Puede que en eso consista.

-¡Quiá! Las brujas no tienen poder cuando es de día.

-Sí, es verdad. No había pensado en ello. ¡Ah, ya sé en qué está la cosa! ¡Qué idiotas somos! Hay que saber dónde cae la sombra de la rama a media noche ¡y allí es donde hay que cavar!

-¡Maldita sea! Hemos desperdiciado todo este trabajo para nada. Pues ahora no tenemos más remedio que venir de noche, y esto está la mar de lejos. ¿Puedes salir?

-Saldré. Tenemos que hacerlo esta noche, porque si alguien ve estos hoyos en seguida sabrá lo que hay aquí y se echará sobre ello.

-Bueno; yo iré por donde tu casa y maullaré.

-Convenido, vamos a esconder la herramienta entre las matas.

Los chicos estaban allí a la hora convenida. Se sentaron a esperar, en la oscuridad. Era un paraje solitario y una hora que la tradición había hecho solemne. Los espíritus cuchicheaban en las inquietas hojas, los fantasmas acechaban en los rincones lóbregos, el ronco aullido de un can se oía a lo lejos y una lechuza le contestaba con un graznido sepulcral. Los dos estaban intimidados por aquella solemnidad y hablaban poco. Cuando juzgaron que serían las doce, señalaron dónde caía la sombra trazada por la luna y empezaron a cavar. Las esperanzas crecían. Su interés era cada vez más intenso, y su laboriosidad no le iba a la zaga. El hoyo se hacía más y más profundo; pero cada vez que les daba el corazón un vuelco al sentir que el pico tropezaba en algo, sólo era para sufrir un nuevo desengaño: no era sino una piedra o una raíz.

-Es inútil -dijo Tom al fin-, Huck, nos hemos equivocado otra vez.

-Pues no podemos equivocarnos. Señalemos la sombra justo donde estaba.

-Ya lo sé, pero hay otra cosa.

-¿Cuál?

-Que no hicimos más que figurarnos la hora. Puede ser que fuera demasiado temprano o demasiado tarde.

Huck dejó caer la pala.

-¡Eso es! -dijo-. Ahí está el inconveniente. Tenemos que desistir de éste. Nunca podremos saber la hora justa y, además, es cosa de mucho miedo a esta hora de la noche, con brujas y aparecidos rondando por ahí, de esa manera. Todo el tiempo me está pareciendo que tengo alguien detrás de mí, y no me atrevo a volver la cabeza porque puede ser que haya otro delante, aguardando la ocasión. Tengo la carne de gallina desde que estoy aquí.

-También a mí me pasa lo mismo, Huck. Casi siempre meten dentro un difunto cuando entierran un tesoro debajo de un árbol, para que esté allí guardándolo.

-¡Cristo!

-Sí que lo hacen. Siempre lo oí decir.

Tom, a mí no me gusta andar haciendo tonterías donde hay gente muerta. Aunque uno no quiera, se mete en enredos con ellos; tenlo por seguro.

-A mí tampoco me gusta hurgarlos. Figúrate que hubiera aquí uno y sacase la calavera y nos dijera algo.

-¡Cállate, Tom! Es terrible.

-Sí que lo es. Yo no estoy nada tranquilo.

-Oye, Tom, vamos a dejar esto y a probar en cualquier otro sitio.

-Mejor será.

-¿En cuál?

-En la casa encantada.

-¡Que la ahorquen! No me gustan las casas con duendes. Son cien veces peores que los difuntos. Los muertos puede ser que hablen, pero no se aparecen por detrás con un sudario cuando está uno descuidado, y de pronto sacan la cabeza por encima del hombro de uno y rechinan los dientes como los fantasmas saben hacerlo. Yo no puedo aguantar eso, Tom; ni nadie podría.

-Sí, pero los fantasmas no andan por ahí más que de noche; no nos han de impedir que cavemos allí por el día.

-Está bien. Pero tú sabes de sobra que la gente no se acerca a la casa encantada ni de noche ni de día.

-Eso es, más que nada, porque no les gusta ir donde han matado a uno. Pero nunca se ha visto nada de noche por fuera de aquella casa: sólo alguna luz azul que sale por la ventana; no fantasmas de los corrientes.

-Bueno, pues si tú ves una de esas luces azules que anda de aquí para allá, puedes apostar a que hay un fantasma justamente detrás de ella. Eso la razón misma lo dice. Porque tú sabes que nadie más que los fantasmas las usan.

-Claro que sí. Pero, de todos modos, no se menean de día y ¿para qué vamos a tener miedo?

-Pues la emprenderemos con la casa encantada si tú lo dices; pero me parece que corremos peligro.

Para entonces ya habían comenzado a bajar la cuesta. Allá abajo, en medio del valle, iluminado por la luna, estaba la casa encantada, completamente aisiada, desaparecidas las cercas de mucho tiempo atrás, con las puertas casi obstruidas por la bravía vegetación, la chimenea en ruinas, hundida una punta del tejado. Los muchachos se quedaron mirándola, casi con el temor de ver pasar una luz azulada por detrás de la ventana. Después, hablando en voz queda, como convenía a la hora y aquellos lugares, echaron a andar, torciendo hacia la derecha para dejar la casa a respetuosa distancia, y se dirigieron al pueblo, cortando a través de los bosques que embellecían el otro lado del monte Cardiff.

       Mark Twain, Las aventuras de Tom Sawyer, "capítulo XXV",                      http://es.wikisource.org/wiki/Las_aventuras_de_Tom_Sawyer:_Cap%C3%ADtulo_XXV.
      Seleccionado por Beatriz Curiel Lumbreras, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.

Por quién doblan las campanas, Ernest Hemingway.

     »¿Y si esperases y los detuvieras un momento o consiguieras acertar al oficial? Eso sería cosa distinta. Una cosa bien hecha puede...»
Y permaneció tendido, inmóvil, intentando retener algo que sentía deslizarse dentro de él como cuando se siente que la nieve se desliza en la montaña, y se dijo: «Ahora, calma, calma. Déjame aguantar hasta que lleguen.»
     Robert Jordan tuvo suerte, porque los vio entonces, cuando la caballería salía del monte bajo y cruzaba la carretera. Los vio subir por la cuesta. Vio al soldado que se paraba junto al caballo gris y llamaba a gritos al oficial, que se acercó al lugar. Juntos, examinaron al animal. Desde luego, lo reconocieron. Tanto él como el jinete faltaban desde el día anterior.
     Robert Jordan los divisó en la cuesta, cerca de él, y más abajo del camino vio la carretera y el puente y la larga hilera de vehículos. Estaba enteramente lúcido y se fijó bien en todas las cosas. Luego alzó sus ojos al cielo. Había grandes nubarrones blancos. Tocó con la palma las agujas de los pinos, sobre las cuales estaba tumbado, y la corteza del pino contra el cual se recostaba.
Después se acomodó lo más cómodamente que pudo, con los codos hundidos entre las agujas de pino y el cañón de la ametralladora apoyado en el tronco del árbol.
     Cuando el oficial se acercó al trote, siguiendo las huellas dejadas por los caballos de la banda, pasaría a menos de veinte metros del lugar en que Robert se encontraba. A esa distancia no había problema. El oficial era el teniente Berrendo. Había llegado de La Granja, cumpliendo órdenes de acercarse al desfiladero, después de haber recibido el aviso del ataque al puesto de abajo. Habían galopado a marchas forzadas, y luego tuvieron que volver sobre sus pasos al llegar al puente volado, para atravesar el desfiladero por un punto más arriba y descender a través de los bosques. Los caballos estaban sudorosos y reventados, y había que obligarlos a trotar.
     El teniente Berrendo subía siguiendo las huellas de los caballos, y en su rostro había una expresión seria y grave. Su ametralladora reposaba sobre la montura, apoyada en el brazo izquierdo. Robert Jordan estaba de bruces detrás de un árbol, esforzándose porque sus manos no le temblaran. Esperó a que el oficial llegara al lugar alumbrado por el sol, en que los primeros pinos del bosque llegaban a la ladera cubierta de hierba. Podía sentir los latidos de su corazón golpeando contra el suelo, cubierto de agujas de pino.

Eenest Hemingway, Por quién doblan las campanas, http://www.google.es/#hl=es&q=por+quien+doblan+las+campanas+hemingway&start=10&sa=N&fp=1a66fe0fdfc50899
Seleccionado por Beatriz Curiel Lumbreras, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.

En los ojos de un tiburón inmenso

En los ojos de un tiburón inmenso
Dios
Asaeta la procesión de olas
Las doscientas ventanas de un hotel
Transpiran trópico
Un regimiento de uniformados
Se exhibe en su celda ronroneante
Alguien se despeña
Una sirena sonríe en la vidriera
La rabia en el dolor
El círculo
¡Largo lagarto -lóbrego-
De Dios bloqueado!


(Seleccionado por Fabiola Muñoz, segundo bachillerato, curso 2009/2010)
(Fragmento seleccionado de la obra Carta al padre, de Frank Kafka, http://www.librospdf.net/carta-al-padre-kafka/1/)

El Mendigo, Victor Hugo

Era un pobre que andaba en la escarcha y el viento.
Golpeé mi cristal; se detuvo delante
de mi puerta, que abrí con un gesto cortés.

Regresaban los asnos del mercado del pueblo,
con labriegos sentados en las toscas albardas.

Era el viejo que vive en aquella casucha
que está al pie de la cuesta, y que sueña esperando,
solitario, una luz de ese cielo tan triste,
de la tierra unos céntimos, el que tiende sus manos
hacia el hombre y las junta conversando con Dios.

Le grité: Puede entrar y caliéntese un poco.
Quise saber su nombre. Él tan sólo me dijo:
Yo me llamo el mendigo. Le cogí de la mano:

Adelante, buen hombre. Y ordené que trajeran
una jarra de leche. El anciano temblaba
por el frío; me hablaba, mientras yo, pensativo,
aunque hablándole, no conseguía escucharle.

Viene todo empapado, dije, tienda su ropa
aquí junto al hogar. Se arrimó más al fuego.

Vi su abrigo comido por polillas, que antaño
fuera azul, desplegado al calor de las llamas,
con mil puntos brillantes agujeros de luz
que mostraba el fulgor, ante la chimenea
como un cielo nocturno salpicado de estrellas.

Y entretanto secaba sus andrajos, chorreantes
de la lluvia y del agua de las hondas barrancas,
le veía como alguien que rebosa oraciones
y miraba, insensible a lo que ambos decíamos,
su sayal, refulgente de mil constelaciones.

Victor Hugo, "El Mendigo", http://www.poemasyrelatos.com/poemas/e/143_el_mendigo_hugo-victor.php. Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, Curso 2009-2010, segundo de Bachillerato.

Fernando Pessoa, Lisbon revisited

Lisbon Revisited

Fernando Pessoa, llamado Álvaro de Campos

[1923]
Em português

No: no quiero nada.
Ya dije que no quiero nada.

¡No me vengáis con conclusiones!
La única conclusión es morir.

¡No me traigáis estéticas!
¡No me habléis de moral!
¡Quitadme de aquí la metafísica!
No me prediquéis sistemas completos, no me ensartéis conquistas de las ciencias (¡de las ciencias, Dios mío, de las ciencias)
¡De las ciencias, de las artes, de la civilización moderna!

¿Qué mal les hice yo a los dioses todos?

Si tenéis la verdad, ¡guardadla!

Soy un técnico, pero tengo técnica sólo dentro de la técnica.
Fuera de eso soy loco, con todo el derecho de serlo.
Con todo el derecho de serlo, ¿oísteis?

¡No me molestéis, por el amor de Dios!

¿Me queríais casado, fútil, cotidiano y tributable?
Me queríais lo contrario de esto, lo contrario de cualquier cosa?
Si yo fuese otra persona, os daría, a todos, por el gusto.
Así, como soy, ¡tened paciencia!
¡Iros al diablo sin mí,
o dejadme ir solo al diablo!
¿Para qué habremos de ir juntos?

¡No me cojáis el brazo!
No me gusta que me cojan el brazo. Quiero ser solitario.
¡Ya he dicho que soy solitario!
¡Ah, qué lata que queráis que yo pertenezca al grupo!

¡Oh cielo azul —el mismo de mi infancia—
eterna verdad vacía y perfecta!
¡Oh suave Tajo ancestral y mudo,
pequeña verdad en donde el cielo se refleja!
¡Oh pesar revisitado, Lisboa de otrora de hoy!
Nada me dais, nada me quitáis, nada sois que yo me sienta.

¡Dejadme en paz! No tardo, que yo nunca tardo...
¡Y mientras tarda el Abismo y el Silencio quiero estar solo!

Pessoa, ''Lisbon revisited'', http://www.analitica.com/bitblio/pessoa/lisbon_espanol1923.asp

(Seleccionado por Beatriz Curiel Lumbreras, Segundo de Bachillerato, curso 2009-2010)

Lise, Victor Hugo

Yo tenía doce años; dieciséis ella al menos.
Alguien que era mayor cuando yo era pequeño.
Al caer de la tarde, para hablarle a mis anchas,
esperaba el momento en que se iba su madre;
luego con una silla me acercaba a su silla,
al caer de la tarde, para hablarle a mis anchas.

¡Cuánta flor la de aquellas primaveras marchitas,
cuánta hoguera sin fuego, cuánta tumba cerrada!
¿Quién se acuerda de aquellos corazones de antaño?
¿Quién se acuerda de rosas florecidas ayer?
Yo sé que ella me amaba. Yo la amaba también.
Fuimos dos niños puros, dos perfumes, dos luces.

Ángel, hada y princesa la hizo Dios. Dado que era
ya persona mayor, yo le hacía preguntas
de manera incesante por el solo placer
de decirle: ¿Por qué? Y recuerdo que a veces,
temerosa, evitaba mi mirada pletórica
de mis sueños, y entonces se quedaba abstraída.

Yo quería lucir mi saber infantil,
la pelota, mis juegos y mis ágiles trompos;
me sentía orgulloso de aprender mi latín;
le enseñaba mi Fedro, mi Virgilio, la vida
era un reto, imposible que algo me hiciera daño.
Puesto que era mi padre general, presumía.

Las mujeres también necesitan leer
en la iglesia en latín, deletreando y soñando;
y yo le traducía algún que otro versículo,
inclinándome así sobre su libro abierto.
El domingo, en las vísperas, desplegar su ala blanca
sobre nuestras cabezas yo veía a los ángeles.

De mí siempre decía: ¡Todavía es un niño!
Yo solía llamarla mademoiselle Lise.
Y a menudo en la iglesia, ante un salmo difícil,
me inclinaba feliz sobre su libro abierto.
Y hasta un día, ¡Dios mío, Tú lo viste!, mis labios
hechos fuego rozaron sus mejillas en flor.

Juveniles amores, que duraron tan poco,
sois el alba de nuestro corazón, hechizad
a aquel niño que fuimos con un éxtasis único.
Y al caer de la tarde, cuando llega el dolor,
consolad nuestras almas, deslumbradas aún,
juveniles amores, que duraron tan poco.

Victor Hugo, "Lise", Versión de Enrique Uribe White, http://www.poemasde.net/lise-victor-hugo/. Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, Curso 2009-2010, segundo de Bachillerato.

La vida solitaria "Canto XVI", Giacomo Leopardi

La lluvia matinal, cuando las alas
batiendo, salta alegre la gallina
en la cerrada estancia, y el labriego
sale al balcón, y la naciente aurora
vibra su rayo trómulo, esmaltando
las transparentes gotas, en mi albergue
dulcemente llamando, me despierta.
Salgo, y la leve nubecilla, el canto
primero de las aves, la aura grata
y de las playas la quietud bendigo.
Harto os he conocido, infaustos muros
de la ciudad, en donde el odio sigue
y acompaña al dolor: ¡que en la desgracia
vivo y he de morir, quizás en breve!
Un resto de piedad tienes, Natura,
para mí en estos sitios hay! un tiempo
más compasivos a mi mal. Tú apartas
del triste la mirada, y desdeñando
los dolores y afanes, a la reina
Felicidad te humillas. El que sufre
no halla en cielo ni tierra amiga mano,
ni otro refugio encontrará que el hierro.

Tal vez me asiento en solitaria parte,
sobre una altura que domina un lago
coronado de plantas taciturnas;
allí, cuando al cenit radiante asciende
el sol, refleja su tranquila imagen,
y ni hoja o yerba se conmueve al viento;
no se ve ni se siente a la redonda
encresparse las olas; ni su canto
entonar la cigarra; ni las plumas
el pájaro agitar entre las hojas,
o retozar la mariposa leve.
Calma profunda envuelve aquella orilla,
donde yo, inmóvil, reposando, casi
del mundo odioso y de mi ser me olvido;
y pienso que mis miembros se desatan,
que se extingue el sentir y que mi antigua
calma con la del sitio se confunde.

¡Amor, amor! ha tiempo abandonaste
este mi corazón, que antes ardúa
hasta abrasar. Con su aterida mano
oprimiole el pesar, y en duro hielo
en la flor de mis años, convirtióse.
Acuérdome del tiempo en que viniste
a habitar en mi pecho. Era aquel dulce
e irrevocable tiempo, cuando se abre
al ojo juvenil la triste escena
del mundo, cual soñado paraíso.
El tierno corazón ledo palpita
de virgen esperanza y de deseos,
y se lanza a la acción, como pudiera
al juego y a la danza. Mas tan pronto
como pude entreverte, la Fortuna
mi existencia rompió, y a mis pupilas
tocó por suerte sempiterno lloro.
Si alguna vez por los abiertos campos
en la callada aurora, o cuando brillan,
al sol techos, collados y llanuras
miro de hermosa jovenzuela el rostro;
si alguna vez, en la serena calma
de estiva noche, el paso vagabundo,
de la ciudad en derredor guiando,
la hosca tierra contemplo, y de afanosa
niña, que activa nocturnal faena,
oigo sonar en la apartada estancia
el canto melodioso, se conmueve
mi corazón de piedra; pero torna
pronto el férreo sopor, que es ¡ay! extraña
toda suave emoción al pecho mío.

Oh cara luna a cuya luz tranquila
danzan las liebres en el bosque, dando
enojo al cazador, que a la mañana
halla intrincadas las falaces huellas
que del cubil lo alejan: ¡salve, oh reina
benigna de las noches! Importuno
entra tu rayo por selvosos riscos
o en ruinoso edificio, iluminando
el puñal del ladrón, que escucha atento
fragor de ruedas y de cascos duros
y rumor de pisadas en la vea,
y saliendo de pronto, con estruendo
de armas y roncas voces, y el ceñudo
aspecto, hiela al tímido viandante
a quien desnudo y semivivo, deja
entre las piedras. Importuno baja
también tu blanco rayo a las ciudades
sobre el vil corruptor que se desliza
de los muros al pie, y en las espesas
sombras se oculta, y párase y se asusta
de la luz que difunden los abiertos
balcones. Importuno a los malvados,
a mí siempre benigno, tu semblante
aquí seré, do sólo me descubres
risueñas cuestas y espaciosos campos.
En otro tiempo, lleno de inocencia,
tus bellos rayos acusar solía,
cuando me denunciaban de los hombres
a la mirada, en la ciudad, o cuando
ver me dejaban el humano aspecto.
Ora celebrarlos, ya te mire
envolverte entre nubes, ya serena
dominadora del etéreo campo,
esta morada mísera contemples.
A menudo verásme, solo y mudo,
errar por bosques y por verdes ribas,
o yacer en la yerba, satisfecho,
si aún el poder de suspirar me queda.

Giacomo Leopardi, La vida solitaria, http://amediavoz.com/leopardi.htm#La%20vida%20solitaria. Seleccionado por Fabiola Muñoz, segundo ballicherato, curso 2009/2010.

viernes, 9 de abril de 2010

Anna Karenina, León Tolstói

Séptima parte. Capítulo XXXI.
Sonó un toque de campana. Algunos jóvenes presumidos, groseros, pero con ganas de causar impresión, se adelantaron a los andenes. Piotr, enfundado en su librea y sus botas, atravesó la salida con aire estúpido y se puso al lado de Anna dispuesto a escoltarla hasta el vagón. Los hombres que charlaban a la entrada callaron al verla pasar, y uno de ellos murmuró al oído de su vecino unas palabras, sin duda alguna atrevida.
Anna escaló el estribo y se acomodó en un compartimiento vacío. El maletín, al colocarlo a su lado, rebotó sobre el asiento de muelles, cuyo forro deshilachado debió haber sido blanco algún día. Con su idiota sonrisa, Piotr levantó su sombrero galoneado a guisa de despedida. Un empleado mal encarado cerró la puerta violentamente. Una señora deforme, ridículamente ataviada, a quien Anna desnudó mentalmente para tener el placer de asustarse con su fealdad, corría a lo largo del andén seguida de una niña que reía con afectación.
-Katerina Andrievna lo tiene todo, ma tante! -gritó la pequeña.
«Esta niña ya es amanerada y presumida», se dijo Anna, y para no ver a nadie fue a sentarse al otro extremo del asiento. Un hombrecillo sucio y feo, tocado con un gorro bajo el cual asomaban sus desgrañados cabellos, andaba paralelamente a la vía, inclinándose sin cesar sobre las ruedas.
«Esta vil figura no me es desconocida», se dijo Anna. De pronto se acordó de su pesadilla, y estremeciéndose de espanto, retrocedió hasta la otra puerta, que el revisor abría para dejar subir a un caballero y una dama.
-¿Quiere usted bajar? -le preguntó aquel hombre.
Anna no respondió, y nadie pudo observar bajo su velo el terror que la tenía helada. Volvió al rincón de antes. La pareja ocupó el lado opuesto del compartimento y se puso a examinar con discreta curiosidad los detalles de su vestido. Aquellos dos seres le inspiraron también una repulsión profunda. Deseando entablar conversación, el marido le pidió permiso para encender un cigarillo. Habiéndolo obtenido, empezó a hablar con su mujer en francés de cosas intrascendentes. En realidad, no tenía más ganas de hablar que de fumar, pero quería atraer la atención de su vecina a toda costa. Anna vio claramente que estaban hartos el uno del otro, que se detestaban cordialmente. ¿Podían, acaso, vivir sin odiarse dos tipos semejantes?
El ruido, el transporte de equipajes, los gritos, las risas que siguieron a la segunda campanada, incomodaron a Anna de tal modo que le entraron deseos de taparse los oídos. ¿Qué motivos había para aquellas risas? Por fin, sonó la tercera campanada, luego el toque de silbato del jefe de estación, al que respondió el de la locomotora, arrancó el tren y el caballero hizo la señal de la cruz.
«Tengo curiosidad por saber qué significación atribuye a ese gesto», se preguntó Anna, dirigiéndole una mirada malévola, que trasladó, sobre la cabeza de la señora, a las personas que habían acudido a acompañar a los viajeros y que ahora parecían retroceder en el andén. El vagón avanzaba lentamente traqueteando a intervalos regulares al pasar sobre las junturas de los rieles. Dejó atrás el andén, una pared, un disco, una hilera de vagones de otro convoy... Se aceleró el movimiento. Los rayos del sol poniente tiñeron de púrpura la portezuela. Una brisa juguetona agitó las cortinas. Mecida por la marcha del tren, Anna olvidó a los compañeros de viaje, respiró el aire fresco y reanudó el curso de sus reflexiones.
«¿En qué estaba pensando? En que mi vida, como quiera que me la represente, no puede ser más que dolor. Todos estamos llamados a sufrir, lo sabemos y queremos disimularlo de una manera o de otra. Pero cuando vemos la verdad, ¿qué hacer?»
-La razón se ha dado al hombre para librarse del tedio -dijo la señora en francés, muy orgullosa de haber encontrado esa frase.
Sus palabras parecieron hallar eco en el pensamiento de Anna.
«¡Librarse del tedio!» -repitió ésta, mentalmente. Una ojeada lanzada sobre aquel caballero, subido de color, y su cara y escuálida mitad, le hizo comprender que ésta debía considerarse como una criatura incomprendida: su marido, que sin duda la engañaba, no se tomaba la molestia de combatir aquella opinión. Anna creía adivinar todos los detalles de su historia, penetraba hasta los lugares más recónditos de sus corazones, pero aquello carecía de interés y se puso otra vez a reflexionar.
«Pues sí, yo también estoy sufriendo gravemente del tedio, y puesto que lo exige la razón, mi deber es librarme de él. ¿Por qué no apagar la luz cuando no hay nada que ver, cuando el espectáculo resulta odioso...? Pero ese empleado, ¿por qué corre por el estribo? ¿Qué necesidad tienen esos jóvenes de compartimiento vecino, de gritar y de reír? ¡Si todos son males e injusticias, mentira y fraude...!»
Al descender del tren, Anna, evitando el contacto de los otros viajeros como si fuesen apestados, quedose rezagada en el andén para preguntarse qué debía hacer. Todo le parecía ahora de una ejecución difícil. En medio de aquella ruidosa muchedumbre, coordinaba mal sus ideas. Los maleteros le ofrecían sus servicios, los jóvenes mequetrefes la atravesaban con sus miradas, hablando en voz alta y haciendo sonar sus tacones.
Recordando de pronto su propósito de continuar la ruta si no encontraba respuesta en la estación, preguntó a un empleado si no había visto, por casualidad, algún cochero que llevase una carta al conde Vronski.
-¿Vronski? Hace poco han venido de su casa a recoger a la princesa Sorókina y su hija. ¿Qué aspecto tiene ese cochero?
En aquel momento vio Anna adelantarse a su mensajero, el cochero Mijaíl: colorado, alegre, con su hermoso uniforme azul atravesado por una cadena de reloj, parecía orgulloso de la misión que había cumplido. Entregó a su señora un sobre que ésta abrió, con el corazón angustiado. Vronski escribía con mano negligente:
Lo siento mucho, pero su nota no me encontró en Moscú.
Volveré a las diez.
-Lo que me esperaba -comentó ella, con sonrisa sardónica. Con voz apenas perceptible, porque las palpitaciones de su corazón no la dejaban respirar, se dirigió a Mijaíl:
-Gracias, ya puedes volver.
Sumida de nuevo en sus pensamientos, prosiguió: «¡No, ya no te permitiré que me hagas sufrir así!»
Esta amenaza no se la dirigía a sí misma, sino al causante de su tortura.
Se puso a pasear a lo largo del andén. Dos mujeres que también deambulaban para matar el tiempo se volvieron para examinar su atuendo.
-Son de verdad -dijo una de ellas en voz alta, indicando los encajes de Anna.
Los jóvenes lechuguinos la divisaron de nuevo, y con voz afectada cambiaron ruidosas impresiones. El jefe de estación le preguntó si subía otra vez al tren. Un muchacho vendedor ambulante de «kvas» no apartaba los ojos de ella.
«¿Dónde huir, Dios mío?», se decía sin dejar de andar.
Casi al final del andén, unas señoras y unos niños charlaban riendo con un señor de gafas que habían venido a recibir. Al aproximarse Anna, el grupo se calló para contemplarla. Apresuró el paso y se detuvo junto a la escalera que de la bomba descendía a los rieles. Se acercaba un tren de mercancías que hacía retemblar el andén. Se creyó de nuevo dentro de un tren en marcha.
De pronto se acordó del hombre aplastado el mismo día de su encuentro con Vronski, y comprendió lo que tenía que hacer. Con paso ligero y resuelto, descendió los escalones y colocándose cerca de la vía, escrutó la estructura baja del tren que pasaba casi rozándola, procurando medir a simple vista la distancia que separaba las ruedas de delante de las de atrás.
-Ahí -musitó, clavando los ojos en aquel hueco oscuro donde sobresalían los travesaños llenos de arena•y polvo-. Ahí en medio, sí, es donde él será castigado y yo me libraré de mí misma y de todos. El maletín rojo, del que le costó trabajo desprenderse, la hizo perder el momento de arrojarse bajo el primer vagón. Forzoso le fue esperar al segundo. Se apoderó de ella una sensación análoga a la que experimentaba en otro tiempo, antes de hacer una inmersión en el río, e hizo la señal de la cruz. Este gesto familiar despertó en su alma multitud de recuerdos de la infancia y de la juventud. Los minutos más felices de su vida centellearon un instante a través de las tinieblas que la envolvían. Pero no quitaba los ojos del vagón, y cuando apareció el espacio entre las dos ruedas, arrojó el maletín, hundió la cabeza en los hombros y adelantando las manos se echó de rodillas bajo el vagón, como si se dispusiera a levantarse otra vez. Tuvo tiempo de sentir miedo.
«¿Dónde estoy? ¿Qué hago? ¿Por qué?», musitó, haciendo un esfuerzo para echarse hacia atrás.
Pero una masa enorme, inflexible, la golpeó en la cabeza y la arrastró por la espalda.
«¡Señor, perdonacime!», balbució ella.
Un hombrecillo con barba murmuraba algo ininteligible, a la vez que daba golpes en el hierro por encima de ella. Y la luz que para la infortunada había iluminado el libro de la vida, con sus tormentos, sus traiciones y sus dolores, brilló de pronto con esplendor más vivo, iluminó las páginas relegadas hasta ahora en la sombra, crepitó, vaciló y se extinguió para siempre.
Lev Tolstoi, Anna Karénina, Madrid, Cátedra, Letras Universales,47,1986, edición de Josefina Pérez Sacristán.
(Fragmento seleccionado por Nazaret Martín Mahíllo)

El demonio de la perversidad;Edgar Allan Poe

La inducción a posteriori hubiera llevado a la frenología a admitir, como principio innato y primitivo de la acción humana, algo paradójico que podemos llamar perversidad a falta de un término más característico. En el sentido que le doy es, en realidad, un móvil sin motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos sin objeto comprensible, o, si esto se considera una contradicción en los términos, podemos llegar a modificar la proposición y decir que bajo sus incitaciones actuamos por la razón de que no deberíamos actuar. En teoría ninguna razón puede ser más irrazonable; pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte. Para ciertos espíritus, en ciertas condiciones llega a ser absolutamente irresistible. Tan seguro como que respiro sé que en la seguridad de la equivocación o el error de una acción cualquiera reside con frecuencia la fuerza irresistible, la única que nos impele a su prosecución. Esta invencible tendencia a hacer el mal por el mal mismo no admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un impulso radical, primitivo, elemental. Se dirá, lo sé, que cuando persistimos en nuestros actos porque sabemos que no deberíamos hacerlo, nuestra conducta no es sino una modificación de la que comúnmente provoca la combatividad de la frenología. Pero una mirada mostrará la falacia de esta idea. La combatividad, a la cual se refiere la frenología, tiene por esencia la necesidad de autodefensa. Es nuestra salvaguardia contra todo daño. Su principio concierne a nuestro bienestar, y así el deseo de estar bien es excitado al mismo tiempo que su desarrollo. Se sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado al mismo tiempo por algún principio que será una simple modificación de la combatividad, pero en el caso de esto que llamamos perversidad el deseo de estar bien no sólo no se manifiesta, sino que existe un sentimiento fuertemente antagónico.

Si se apela al propio corazón, se hallará, después de todo, la mejor réplica a la sofistería que acaba de señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta a todas las preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical. No es más incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en algún período no lo haya atormentado, por ejemplo, un vehemente deseo de torturar a su interlocutor con circunloquios. El que habla advierte el desagrado que causa; tiene toda la intención de agradar; por lo demás, es breve, preciso y claro; el lenguaje más lacónico y más luminoso lucha por brotar de su boca; sólo con dificultad refrena su curso; teme y lamenta la cólera de aquel a quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que puede engendrar esa cólera con ciertos incisos y ciertos paréntesis. Este solo pensamiento es suficiente. El impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta un ansia incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y desafiando todas las consecuencias) es consentida.

Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida velozmente. Sabemos que la demora será ruinosa. La crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces, energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la tarea, y en la anticipación de su magnífico resultado nuestra alma se enardece. Debe, tiene que ser emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para mañana; y ¿por qué? No hay respuesta, salvo que sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin comprensión del principio. El día siguiente llega, y con él una ansiedad más impaciente por cumplir con nuestro deber, pero con este verdadero aumento de ansiedad llega también un indecible anhelo de postergación realmente espantosa por lo insondable. Este anhelo cobra fuerzas a medida que pasa el tiempo. La última hora para la acción está al alcance de nuestra mano. Nos estremece la violencia del conflicto interior, de lo definido con lo indefinido, de la sustancia con la sombra. Pero si la contienda ha llegado tan lejos, la sombra es la que vence, luchamos en vano. Suena la hora y doblan a muerto por nuestra felicidad. Al mismo tiempo es el canto del gallo para el fantasma que nos había atemorizado. Vuela, desaparece, somos libres. La antigua energía retorna. Trabajaremos ahora. ¡Ay, es demasiado tarde!

Edgar Allan Poe,El demonio de la perversidad, http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/poe/demonio.htm.
Seleccionado por Cristina Martín Bonifacio, segundo bachillerato, curso 2009-2010.

El gato negro; Edgar Allan Poe

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.


Edgar Allan Poe, El gato negro, (http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/poe/gato.htm, Seleccionado por Fabiola Muñoz Hinojal