viernes, 21 de diciembre de 2012

Las tres hilanderas, hermanos Grimm.

    Erase una muchacha holgazana que no quería hilar; y ya podía decir su madre cuanto quisera, que le era imposible obligarla a hacerlo. Hasta que un día, la ira y la impaciencia exasperaron tanto a la madre que comenzó a pegar a la hija, que se echó a llorar desesperadamente. Acertó a pasar por allí en ese momento la reina, quien, al oír los llantos, ordenó detener su carroza, entró en la casa y le preguntó a la madre por qué  pegaba de tal forma a su hija que los gritos tenían que escucharse por toda la calle. Pero a la mujer le dio vergüenza el tener que revelar la holgazanería de su hija y mintió:
   -Nada puedo hacer para que deje de hilar; no hace más que hilar todo el santo día; y yo soy pobre y no puedo comprar tanto lino.
    A lo que respondió la reina:
    -No hay nada que me guste más que el oír hilar, y nada que me proporcione tanto placer como el zumbido de las ruecas. Dadme a vuestra hija para que me la lleve a palacio; tengo lino más que suficiente; ¡que hile allí tanto como quiera!
     La madre se alegró de todo corazón, y la reina se llevó a la hija. Cuando llegaron a palacio, la condujo a a tres alcobas de una torre que estaban abarrotadas del más hermoso lino, en montones que llegaban hasta el techo.

Hermanos Grimm,Cuentos de los hermanos Grimm, Las tres hilanderas, Alianza editorial. Texto seleccionado por Eduardo Montes, segundo de Bachillerato curso 2012/2013.

Nadja, André Breton

      El pasado 4 de octubre, hacia el final de una de esas tardes absolutamente ociosas y lúgubres, como sólo yo sé pasar, me encontraba en la calle Lafayette: tras haberme detenido durante algunos minutos ante el escaparate de la librería de L'Humanité y haber adquirido la última obra de Trotsky, seguía mi camino, vagando sin rumbo, en dirección a la Ópera. Las oficinas, los talleres comenzaban a quedarse vacíos, de arriba abajo de los edificios todo eran puertas cerrándose, las personas se estrechaban la mano en las aceras que empezaban a estar más concurridas. Sin quererlo, observaba rostros, atavíos ridículos, formas de andar. Quiá, ni de lejos estaría esta gente dispuesta a hacer la Revolución. Acababa de cruzar aquella plaza, cuyo nombre olvido o ignoro, allí, frente a una iglesia.        De pronto, cuando aún se encuentra a unos diez pasos de mí, me fijo en una muchacha, muy pobremente vestida, que viene en sentido contrario y que, a su vez, también me ve o me ha visto. A diferencia del resto de los transeúntes, lleva la cabeza erguida. Tan frágil que apenas se posa a andar. Una imperceptible sonrisa atraviesa tal vez su rostro. Curiosamente maquillada como si, habiendo comenzado por los ojos, no hubiera tenido tiempo de acabar, pero con la raya de los ojos tan negra para una rubia. La raya, de ningún modo los párpados (un brillo así se consigue, y sólo se consigue, repasando cuidadosamente el lápiz únicamente bajo el párpado.

André Breton, Nadja, páginas 147 y 148, editorial Cátedra.
Seleccionado por Esther Hernández Calvo, segundo de  Bachillerato, curso 2012-2013. 

viernes, 14 de diciembre de 2012

Demanda del Santo Grial, Anónimo

   CAPÍTULO V
Cómo un criado trajo al rey las nuevas de la espada del escalón.
     Mientras hablaban así entró un criado, que dijo al rey: ''Señor, os traigo noticias muy maravillosas.'' ''¿Cuáles?, pregunta el rey; dímelas pronto.'' ''Señor, ahí abajo, al pie de vuestro palacio, hay un gran escalón y he visto cómo flotaba por encima del agua. Venid a verlo, pues sé que es éste un acontecimiento sorprendente.'' Desciende el rey para contemplar esta maravilla y lo mismo hacen todos los demás. Al llegar al río, se encuentran el escalón de mármol rojo sobre el agua; encima del escalón estaba clavada una espada que parecía muy hermosa y rica y en cuya cruz,  que estaba hecha con una piedra preciosa, había algo escrito con letras de oro y con gran perfección. Los nobles miraron las letras que decían: ''NADIE ME SACARÁ DE AQUÍ, A NO SER QUE AQUEL DE CUYO COSTADO DEBO COLGAR. ESE SERÁ EL MEJOR DEL MUDO.''
     Cuando el rey ve estas letras le dice a Lanzarote: ''Buen señor, en legítima justicia, esta espada os corresponde, pues bien sé que sois el mejor caballero del mundo.'' Avergonzado, responde: ''Ciertamente, señor, ni ella me corresponde ni yo tendría el valor ni el atrevimiento de tocarla, pues de ninguna forma soy digno ni merecedor de tomarla; por eso, me abstendré y no la tocaré: sería una locura si pretendiera hacerme con ella.'' ''De todas formas-dice el rey-, intentaréis sacarla.'' ''Señor-contesta-, no lo haré: bien sé que cualquiera que intente hacerlo y no lo logre será castigado con alguna herida.'' ''Y vos, ¿qué sabéis?''-le dice el rey-. ''Señor-le vuelve a responder-, bien lo sé, y, además, os digo otra cosa: quiero que sepáis que en el día de hoy comenzarán las grandes aventuras y las grandes maravillas del Santo Graal.''

Anónimo, Demanda del Santo Grial, texto seleccionado por Eduardo Montes, segundo de Bachillerato, curso 2012 - 2013.

La farsa de Maese Pathelín, Anónimo.

                                                         Escena octava

(En la sala del juicio)

PATHELÍN: (Saluda al juez.) Señor, Dios os dé buena suerte y todo lo que vuestro corazón desee.

JUEZ: Sed bienvenido, señor. Cubríos. Tomad asiento.

PATHELÍN: Estoy bien situado, gracias por vuestra amabilidad, estoy más cómodo aquí.

JUEZ: Si hay algún asunto que resolver, démonos prisa, con el fin de que levante cuanto antes la sesión.

PAÑERO: Ahora viene mi abogado, está terminando lo que hacía, un asunto sin importancia, señor juez, y si os parece, os agradecería que lo esperarais.

JUEZ: ¡Empecemos! Tengo que presidir más casos. Si la parte contraria esta presente, exponed vuestro caso sin más tardanza. ¿No sois el demandante?

PAÑERO: Sí, lo soy.

JUEZ: ¿Dónde está el demandado? ¿Está aquí en persona?

PAÑERO: (Señalando al pastor.) Sí, vedlo ahí sin pronunciar palabra; ¡Dios sabe lo que piensa!

JUEZ: Ya que estáis presentes los dos, exponed vuestra reclamación.

PAÑERO: Voy a exponer lo que reclamo: señor juez, es verdad que, por Dios y por caridad, lo he educado desde su infancia, y cuando vi que ya tenía edad para trabajar en el campo lo hice mi pastor y lo puse a guardar mis bestias: pero, tan verdad como que estáis ahí sentado, señor juez, ha hecho una carnicería tal entre mis ovejas y corderos que verdaderamente...

JUEZ: Vayamos por partes: ¿Era por casualidad vuestro asalariado?

PATHELÍN: Sí, ya que, si se hubiese arriesgado a cuidarlas sin sueldo...

PAÑERO: (Reconociendo a Pathelín) ¡Reniego de Dios, si verdaderamente no sois vos!


Anónimo, La farsa de Maese Pathelín, escena octava. Seleccionado por Laura Mahíllo, segundo de Bachillerato, curso 2012-2013.

El clan del oso cavernario, Jean M. Auel.

La niña desnuda salió corriendo del cobertizo de cuero hacia la playa rocosa en el recodo del riachuelo. No se le ocurrió volver la mirada. Nada en su experiencia le daba razón alguna para poner en duda que el refugio y los que estaban dentro siguieran allí cuando regresara.
   Se echó al río chapoteando y al alejarse de la orilla, que se hundía rápidamente, sintió cómo la arena y los guijarros se escapaban bajo sus pies. Se zambulló en el agua fría y salió nuevamente, escupiendo, antes de dar unas brazadas firmes para alcanzar la escarpada orilla opuesta. Había aprendido a nadar antes de andar, y a los cinco años de edad se encontraba a gusto en el agua. En muchas ocasiones, la única manera en que se podía cruzar un río era nadando.
   La niña jugó un buen rato, nadando de un lado a otro, y después dejó que la corriente la arrastrara río abajo; cuando éste se ensanchó y empezó a hacer borbotones sobre las piedras, se puso en pie y regresó a la orilla, donde se dedicó a escoger piedrecillas. Acababa de poner una en la cima de un montoncillo de algunas especialmente bonitas, cuando la tierra comenzó a temblar.


Jean M. Auel, El clan del oso cavernario. Seleccionado por Laura Mahíllo, segundo de Bachillerato, curso 2012-2013.

viernes, 30 de noviembre de 2012

La momia, Anne Rice.

    Al cuarto día de viaje Elliott comprendió que Julie no volvería a salir a comer al gran salón; que haría todas sus comidas en su camarote y que probablemente Ramsey la acompañaba.
    Henry también había desaparecido casi por completo. Hundido, borracho, se pasaba el día entero metido en su camarote y no solía vestir más que los pantalones, una camisa y la chaqueta del esmoquin. Sin embargo esto no le impedía organizar partidas de cartas con miembros de la tripulación, a los que no les hacía mucha gracia la posibilidad de ser sorprendidos jugando con un pasajero de primera clase. Los rumores decían que Henry estaba ganando mucho, pero los rumores sobre él siempre habían sido los mismos. Tarde o temprano perdería todo lo que había ganado y aún más. Desde hacía mucho tiempo siempre le había ocurrido lo mismo.
   Elliot también se daba cuenta de que Julie hacía todo lo posible por no herir a Alex. Los dos daban su paseo vespertino por cubierta lloviera o hiciera sol, y de vez en cuando bailaban un rato después de la cena.
Ramsey siempre estaba allí, contemplándolos con sorprendente ecuanimidad y dispuesto a saltar en cualquier momento a bailar con Julie. Pero era evidente que habían acordado que Julie no desentendería a Alex.


Anne Rice, La momia, capítulo 12, texto seleccionado por Laura Mahillo, segundo de Bachillerato, 2012-2013.

Julio César , "escena I", William Shakespeare.

     FLAVIO - ¡Afuera! ¡A vuestras casas, holgazanes, marchad a vuestras casas! ¿Acaso es hoy día de fiesta? ¡Qué! ¿Soy trabajadores y no sabéis que en día de trabajo no debéis andar sin la divisa de vuestra profesión? ¡Habla! ¿Cuál es tu oficio?

     CIUDADANO 1º - A la verdad, señor, soy carpintero.

     MARULO - ¿Dónde está tu delantal de cuero y tu escuadra? ¿Qué haces luciendo tu mejor vestido? Y tú, ¿de qué oficio eres?

     CIUDADANO 2º - En  verdad, señor, que comparado con un obrero de lo mejor, no soy más, como diríais, que un remendón.

     MARULO - Pero ¿cuál es tu oficio? Responde sin rodeos.

     CIUDADANO 2º - Un oficio, señor, que espero podré ejercer con toda conciencia, y es, en verdad, señor, el de remendar malas suelas.

     MARULO - ¿Qué oficio tienes, bellaco? Avieso bellaco, ¿qué oficio?

     CIUDADANO 2º - No os enojéis conmigo, señor, os lo suplico. Pero aun enojado, os puedo remendar.
     MARULO - ¿Qué significa esto? ¡Remendarme tú, mozo imprudente!

     CIUDADANO 2º - Es claro, señor, remendar vuestro coturno.

     FLAVIO - ¿Es decir que eres zapatero de viejo?

     CIUDADANO 2º - En verdad, señor, yo no vivo sino por lezna. Ni me entremeto en los asuntos de los negociantes, ni en los de las mujeres, sino con la lezna. Soy en todas veras un cirujano de los calzados viejos. Cuando están en gran peligro los restauro, y la obra de mis manos ha servido a hombres tan correctos como los que en cualquier tiempo caminaron en el cuero más lujoso.

     FLAVIO - ¿Pues por qué no estás hoy en tu taller?¿Por qué llevas a estos hombres a vagar por las calles?

     CIUDADANO 2º - A decir ver, señor,  para que gasten los zapatos y tener yo así más trabajo. Pero ciertamente, si holgamos hoy es por ver a César y alegrarnos de su triunfo.

     MARULO - ¡Regocijarse! ¿De qué? ¿Qué conquista trae a la patria? ¿Qué tributarios le siguen a Roma, engalanando con los lazos de su cautiverio las ruedas de su carro? Vosotros, imbéciles, piedras, menos que cosas inertes, corazones endurecidos, crueles hombres de Roma, ¿no conocisteis a Pompeyo? ¡Cuántas y a cuántas veces habéis escalado muros y parapetos, torres y ventanas, y hasta el tope de las chimeneas, llevando en brazos a vuestros pequeñuelos, y os habéis sentado allí todo el largo día en paciente exceptación para ver al gran Pompeyo pasar por las calles de Roma! Y apenas veíais asomar su carro, ¿no lanzabais una aclamación universal que hacía temblar al Tíber en su lecho al oír en sus cóncavas márgenes el eco de vuestro clamoreo? ¿Y ahora os engalanáis  con vuestros mejores trajes? ¿Y ahora os regaláis con un día de fiesta? ¿ Y ahora os regáis de flores el camino de aquel que viene en su triunfo sobre la sangre de Pompeyo? ¡Marchaos, corred a vuestros hogares, caed de rodillas y rogad a los dioses que suspendan la calamidad que por fuerza ha de caer sobre esta ingratitud.

     FLAVIO - Id, id, buenas gentes, y por esta falta reunid a toso los infelices de vuestra clase, llevadlos a las orillas del Tíber y verted vuestras lágrimas en su cauce, hasta que su más humilde corriente llegue a besar la más encumbrada de sus márgenes. ( Salen los ciudadanos.) Mirad si no se conmueve su más vil instinto. Su culpa les ata la lengua y se ahuyentan. Bajad por aquella vía al Capitolio; yo iré por ésta. Desnudad las imágenes si las encontráis recargadas de ceremonias.

     MARULO - ¿Podemos hacerlo? Sabéis que es la fiesta lupercalia.

     FLAVIO - No importa. No dejéis que imagen alguna sea colgada en los trofeos César. Iré de aqui para allí y alejaré de las calles al vulgo. Haces los mismo dondequiera que los veáis aglomerarse. Estas plumas crecientes, arrancadas a las alas de César, no le dejarán alzar más que un vuelo ordinario. ¿Quién otro se podría cerner sobre la vista de los hombres, y tenernos a todos en servil recogimiento? (salen.)

William Shakespeare, Julio César , escena I, editorial Edaf. Seleccionado por Beatriz Iglesias , segundo de  Bachillerato, curso 2012-2013.

Otelo, "escena IV", William Shakespeare

Otra parte de la misma calle, delante de la casa de Bruto.
La misma.

     Porcia.-Corre, corre, muchacho, al palacio del senado.
No te detengas a responderme, ve al instante. ¿A qué te detienes?

     Lucio.- Para saber qué me encargáis, señora.

     Porcia.- Querría que pudieses ir y volver, aun antes de decirte lo que has de hacer allí. ¡Oh constancia! ¡Dame toda tu fuerza! Pon una montaña entera entre mi corazón y mi boca. Tengo la mente del hombre, pero la debilidad de la mujer. ¡Qué duro es para nosotras guardar secreto! ¿Todavía estás aquí?...

     Lucio.- Pero ¿qué haré señora? ¿Nada más que correr al Capitolio? ¿Y regresar lo mismo que he ido, y nada más?
     Porcia.- Sí, y avísame si tu amo parece bien, porque se fué un poco enfermo; y observa bien lo que hace César, y qué séquito le rodea. ¡Escucha! ¿Qué ruido es ése?

     Lucio.- No alcanzo a oír nada, señora. (Entra el adivino.)

     Porcia.- Acércate, mozo. ¿Por dónde has andado?

     Adivino.-En mi propia casa, señora.

     Porcia.-¿Qué hora es?

     Adivino.-Cerca de las nueves, señora.

     Porcia.-¿Ha ido ya Cérsar al Capitolio?

     Adivino.-Todavía no, señora. Voy a tomar un sitio para verle pasar al Capitolio.

     Porcia.- ¿Tienes algún lugar en el séquito de Cérsar?¿No es así?

Julio César

     Adivino.-Lo tengo, señora; y si César quiere ser tan bueno para César, que me preste oído, le suplicaré que vele por sí propio.

     Porcia.-¡Qué! ¿Sabes acaso que se intente hacerle algún mal?

     Adivino.-Ninguno, que yo sepa; pero alguno muy grande que temo podría acontecerle. Aquí la calle es angosta y la muchedumbre de senadores, pretores y secuaces comunes que se agrupan tras de los pasos de César, oprimirán a un hombre débil, quiźa hasta ahogarlo. Me iré a un sitió más despejado, y desde allí hablaré al gran César cuando pase.

     Porcia.-Debo retirarme. ¡Ay de mí! ¡Qué débil cosa es el corazón de la mujer! ¡Oh Bruto! ¡Los cielos te amparen en tu empresa! Sin duda el muchacho oyó decir: "Bruto tiene un séquito que no puede agradar a César." ¡Oh, siento que me desmayo! Corre, Lucio, y hazme presente a mi señor; dile que estoy alegre, y vuelve pronto, y repíteme lo que te habrá dicho. (Salen.)

William Shakespeare, Otelo, acto segundo, escena IV, Biblioteca Eda. Seleccionado por Esther Hernández Calvo, segundo de Bachillerato, curso 2012-2013.

El rey Lear, William Shakespeare.

  EL CONDE DE KENT.-Siempre creí al rey más inclinado al duque de Albany que al duque de Cornualles.

  EL CONDE DE GLOUCESTER.-Lo mismo creíamos todos; pero hoy, en el reparto que acaba de hacer entre los de su reino, ya no es posible afirmar a cuál de los dos duques prefiere. Ambos lotes se equilibran tanto, que el más escrupuloso examen no alcanzaría a distinguir elección ni preferencia.

  EL CONDE DE KENT.-¿No es ése vuestro hijo, señor?

  EL CONDE DE GLOUCESTER.-Su educación ha corrido a mi cargo, y tantas veces me he avergonzado de reconocerlo, que al fin mi frente, trocada en bronce, no se tiñe ya de rubor.

  EL CONDE DE KENT,-No os entiendo.

  El CONDE DE GLOUCESTER.-Su madre me entendería mejor; por haberme entendido demasiado, vio un hijo en su cuna antes que un esposo en su lecho.
¿Comprendéis ahora su falta?

  EL CONDE DE KENT.-No quisiera yo que esa falta hubiese dejado de cometerse, pues produjo tan bello fruto.

  EL CONDE DE GLOUCESTER.-Tengo, además, un hijo legítimo, que lleva a éste algunos años de ventaja, pero no por ello lo quiero más. Verdad es que Edmundo nació a la vida antes que lo llamasen; pero su madre era una beldad, y no hay que ocultar el vergonzoso fruto que dio a luz. ¿Conoces a este gentilhombre, Edmundo?


El rey de Lear , William Shakespeare, acto primero, escena primera, Biblioteca Edaf, texto seleccionado por Laura Mahíllo. Segundo de Bachillerato, curso 2012-2013

El señor de las moscas, William Golding

I
El toque de caracola

El muchacho rubio descendió un último trecho de roca y comenzó a abrirse paso hacia la laguna. Se había quitado el suéter escolar y lo arrastraba en una mano, pero a pesar de ello sentía la camisa gris pegada a su piel y los cabellos aplastados contra la frente. En torno a él, la penetrante cicatriz que mostraba la selva estaba bañada en vapor. Avanzaba el muchacho con dificultad entre las trepadoras y los troncos partidos, cuando un pájaro, visión roja y amarilla, saltó en vuelo como un relámpago, con un antipático chillido, al que contestó un grito como si fuese su eco;
 -¡Eh-decía-, aguardo un segundo!
 La maleza al borde del desgarrón del terreno tembló y cayeron abundantes gotas de lluvia con un suave golpeteo.



William Golding, El señor de las moscas, editorial Edhasa, narrativas contemporáneas. Texto seleccionado por Eduardo Montes Romero, segundo de bachillerato curso 2012/2013.

viernes, 23 de noviembre de 2012

El manipulador "Capítulo III", Frederick Forsyth

Martes

-Se trata del cuarto de baño, tiene que ser el cuarto de baño -dijo el comisario Schiller, pocos segundos después de las siete de la mañana, cuando se adelantaba el soñoliento y malhumorado Wiechert para entrar en el apartamento.
-Pues a mí todo me pareció en orden -refunfuñó Wiechert-. A fin de cuentas, los chicos del equipo forense lo han registrado todo.
-Ellos buscaban huellas dactilares, no proporción en las medidas -replicó Schiller-. Fíjate en este armario empotrado en la pared del pasillo. Tiene dos metros de ancho. ¿No es así?
-Sobre poco más o menos.
-Ese lado de allá está al mismo nivel que la puerta del dormitorio de la puta. La puerta está al mismo nivel que la pared y el espejo que hay encima de la cabecera de la cama. Y ahora fíjate en que la puerta del cuarto de baño está más allá del armario empotrado. ¿Qué deduces de todo esto?
-Que tengo hambre -contestó Wiechert.
-Cállate. Observa que cuando entras al cuarto de baño y te vuelves hacia la derecha, tendría que haber dos metros hasta la pared del cuarto de baño.Ésa es la anchura exterior del armario, ¿correcto? Bien,compruébalo.
Wiechert entró en el cuarto de baño y miró hacia su derecha.

Frederick Forsyth, El manipulador "Capítulo III". Seleccionado por Sara Isabel Miranda Hernández, segundo de Bachillerato. Curso 2012/2013.

Cuentos de Canterbury, Geoffrey Chaucer

   En el tiempo en que las suaves lluvias de abril, penetrando hasta las entrañas la sequedad de marzo, hacen brotar las flores con el riego de su vivificante licor; en el tiempo en que Céfiro, con su grato aliento, anima los renuevos de todo árbol y planta; en el tiempo en que el Sol ha recorrido en Aries la segunda mitad de su curso; en el tiempo, en fin, en que las aves cantan, y estimuladas por la Naturaleza, pasan toda la noche sin cerrar los ojos; en ese tiempo, digo, suelen las gentes ir en peregrinación a remotos y célebres santuarios de apartados países. Y es entonces cuando, desde los límites de todos los condados de Inglaterra, acuden muchos romeros a Canterbury, a fin de visitar el sepulcro del santo y bienaventurado mártir que en sus enfermedades les acorrió

Geoffrey Chaucer, Cuentos de Canterbury , editorial Planeta. Seleccionado por Beatriz Iglesias, segundo curso de bachillerato. Curso 2012-2013

Middlemarch, George Eliot

   La señorita Brooke poseía esa clase de belleza, que parece resaltar con la sencillez del vestido. Sus manos y muñecas estaban tan finamente formadas que podía llevar unas mangas tan sencillas como aquellas con las que los pintores italianos solían retratar a la Virgen; y su perfil así como su estatura y su porte parecían ganar dignidad con la sencillez de sus ropas, que al lado de la moda de provincias la hacían semejante a una bella cita, sacada de la Biblia o de algunos de nuestros más antiguos poetas, e incluserta en un periódico de hoy. Decían de ella que era extraordinariamente inteligente, pero que su hermana Celia tenia mas sentido común. A pesar de que Celia apenas llevaba algún aderezo más, para los más observadores su forma de vestir difería de la de su hermana en un matiz de coquetería y en la forma de llevarlo. La sencillez con que vestía la señorita Brooke se debía a diversos motivos, la mayor parte de los cuales compartía su hermana. El orgullo de ser damas tenía algo que ver en esto: los parientes de los Brooke, aunque no exactamente aristócratas, eran sin lugar a dudas gente de buena posición.



George Eliot, Middlemarch, Editora Nacional, Texto seleccionado por Laura Mahillo, Segundo de bachillerato, 2012/13

Hamlet (Escena III), William Shakespeare

Entran el rey, Rosencrantz y Guildenstern

Ni me agrada, ni es prudente
dar rienda suelta a su demencia. Preparaos,
que yo os proporcionaré credenciales,
y él habrá de acompañaros a Inglaterra.
No puede nuestro estado permitirse el peligro
que, ominoso, crece hora a hora
con su locura.

Guildenstern

Estaremos dispuestos,
pues es sacrosanto deber dar protección
a tantos súbditos a quienes Vuestra Majestad
gobierna y da sustento.

Rosencrantz

Si es especial obligación de los hombres
velar, con todo su talento, vigor y armas, por su vida,
mayor será el deber cuando de esa vida
dependen otras muchas. Cuando la Majestad muere
no muere sola, sino que arrastra, como torbellino,
cuanto le es próximo. Es como esa rueda poderosa
colocada en lo más alto de un monte,
de cuyo eje pendieran, ensambladas,
diez mil piezas pequeñas. Al caerse,
cada una de las pequeñas piezas
-sean o no insignificantes- sigue
ese mismo ruinoso destino. No, nunca
suspiró un rey sin que gimiera con él el universo todo.

Rey

Preparaos de inmediato para este viaje de urgencias,
pues hemos de poner freno a ese temor
que ahora anda sin cadenas.

Rosencrantz y Guildenstern

Estaremos preparados.

Salen Rosencrantz y Guildenstern

Hamlet, William Shakespeare, editorial El Catedra. Seleccionado por Esther Hernández Calvo, segundo de Bachillerato, curso 2012/2013

César Imperial, Rex Warner

I.
Llegada a las Galias.
 Yo hubiera deseado hallarme en mi provincia a principios de año, pero tuve que demorarme dos meses y medio cerca de Roma, después de dejar mi consulado el 1 de enero. Una vez en mi provincia no podría abandornarla legalmente por un espacio de cinco años (de hecho, pasaron diez años antes de que abandonara las Galias y entonces lo hice, si debo ser franco, ilegalmente). Entretanto era indispensable que antes  de dirigirme hacia el norte protegiera las disposiciones que había tomado durante mi primer consulado.

César Imperial, Rex Wagner, editorial El País. Seleccionado por Eduardo Montes, segundo de bachillerato, curso 2012/2013.

Copérnico , John Banville.

Al principio no tenía nombre. Era el objeto mismo, algo vivo, y era su amigo. En los días de viento, danzaba, enloquecido, agitaba sus brazos con vehemencia; o en el silencio de la tarde se adormecía y soñaba mientras se balanceaba en el aire azul y dorado. Ni siquiera se iba por las noches; arropado en la cama, él podía oír sus tenebrosos movimientos, fuera, en la oscuridad durante toda la noche. Había otros, más cerca de él  y todavía más vivos, que iban y venían, hablando; pero lo eran totalmente familiares, casi como si formaran parte de sí mismo, mientras que éste, inmutable y lejano, pertenecía al misterioso exterior, al viento, al tiempo y al aire azul y dorado. Formaba parte del mundo, pero aun así era amigo suyo.


John Banville, Copérnico, pág. 11,  segundo de Bachillerato, curso 2012/2013.


El tercer hombre "Capítulo 3", Graham Greene

Lo que ocurrió luego no me lo contó Paine, sino Martins, mucho tiempo después, cuando reconstruía la cadena de acontecimientos que, desde luego -aunque no de la manera que él esperaba-, me dejaron en ridículo. Paine le acompañó simplemente hasta el mostrador de la conserjería y allí explicó:
-Este caballero llegó en el avión de Londres. El coronel Caloway dice que le den una habitación. -Después de esta aclaración, dijo-: Buenas tardes,señor -y se marchó.
Probablemente estaba un poco avergonzado por el labio ensangrentado de Martins.
-¿Tiene usted reserva, señor? -preguntó el conserje.
-No. No creo -dijo Martins con voz apagada, con un pañuelo sobre la boca.
-Pensé que sería usted el señor Dexter. Tenemos una habitación reservada para una semana a nombre del señor Dexter.
-Ah, sí, yo soy el señor Dexter -dijo Martins.
Más tarde me contó que se le había ocurrido que Lime podía haber reservado una habitación para él con ese nombre, porque tal vez fuera a Buck Dexter y no a Rollo Martins a quien iba a emplear con fines propagandísticos. Una voz a su lado dijo:
-Lamento no haberle recibido en el aeropuerto, señor Dexter. Me llamo Crabbin.
El que hablaba era un hombre regordete, en el principio de la edad madura, con una tonsura natural y con unas gafas de concha con los cristales más gruesos que había visto nunca Martins.

Graham Greene, El tercer hombre "Capítulo 3", edit. Millenium.
Seleccionado por Sara Isabel Miranda Hernández, segundo de Bachillerato. Curso 2012/2013.

Dublineses, James Joyce

   North Richmond Street, por ser un callejón sin salida, era una calle callada, escepto a la hora en que la escuela de los Hermanos Cristianos soltaba sus alumnos. Al fondo del callejón había una casa de dos pisos deshabitada y separada de sus vecinas por su terrero cuadrado. Las otras casas de la calle, conscientes de las familias descendientes que vivían en ellas, se miraban unas a otras con imperturbables caras pardas.
   El inquilino anterior de nuestra casa, sacerdote de él, había muerto en la saleta interior. El aire, de tiempo atrás enclaustrado, permanecía estancado en toda la casa, y el cuarto de desahogo detrás de la cocina estaba atiborrado de viejos papeles inservibles. Entre ellos encontré muchos libros forrados en papel,  con sus páginas dobladas y húmedas: El abate, de Walter Scott; La devota comunicante y Las memorias de Vidocq. Me gustaba más este último porque sus páginas eran amarillas. El jardín silvestre detrás de la casa tenía un manzano en el medio y unos cuantos arbustos desparramados, debajo de uno de los cuales encontré una bomba de bicicleta oxidada que perteneció al difunto. Era una cura caritativo; en su testamento dejó todo su dinero para obras pías, y los muebles de la casa, a su hermana.





Dublineses, James Joyce, de la editorial Alianza Editorial, Texto seleccionado por Laura Mahíllo, Segundo de bachillerato, 2012/13

Alejandro Magno, Gisbert Haefs

I.
La mentira de Aristóteles.

 Al este de la carretera de Arcanania se veía un grupo de esclavos acrreando y arrastrando la basura de Atenas hacia una hondonada oculta entre peñascos, al pie de la colina. El suelo estaba anegado a causa de la lluvia de la noche anterior; algunos de los hombres se encontraban tan cubiertos de barro que no se distinguía ni su piel clara ni las lechuzas marcadas con hierro candente en sus hombros. Cuatro arqueros escitas, guardias mercenarios de la ciudad, los vigilaban.

viernes, 16 de noviembre de 2012

El amante , Marguerite Duras

Cuando muere es un día triste. De primavera, creo de abril. Me telefonean. Nada, no me dicen nada más. Lo han encontrado muerto, en el suelo, en su habitación. La muerte llevaba ventaja sobre el final de su historia. En vida ya estaba acabado, era un hecho desde la muerte del hermano pequeño. Las palabras subyugantes: todo está consumado.
Ella pidió que los enterraran juntos. Ya no sé dónde, en qué cementerio, sé que en el Loira. Están los dos en la tumba, sólo los dos. Es justo. La imagen es de un esplendor intolerable.
El crepúsculo caía a la misma hora duran
te todo el año. Era muy corto, casi brutal. Durante la estación de las lluvias, durante semanas, el cielo no se veía, estaba cubierto por una niebla uniforme que ni siquiera la luz de la luna atravesaba. Durante las estaciones secas por el contrario el cielo estaba desnudo, despejado en su totalidad, crudo. Incluso las noches sin luna eran luminosas. Y las sombras se dibujaban por igual en los suelos, en las aguas, en los caminos, en los muros.

Marguerite Duras, El amante, Texto seleccionado por Laura Mahíllo, segundo de Bachillerato, 2012/13

El mago de Oz, L.Frank Baum.

    Dorothy vivía en medio de las grandes praderas de Kansas, con el tío Henry, que era granjero, y la tía Em, que era la mujer del granjero. Su casa era pequeña, ya que la madera para construirla había tenido que ser transportada en una carreta a lo largo de muchos kilómetros. Había cuatro paredes un suelo y un techo, lo que hacía una habitación, y esta habitación contenía una herrumbrosa cocina de carbón, un armario para los platos, una mesa, tres o cuatro sillas, y las camas. El tío Henry y la tía Em tenían una cama grande en una esquina y Dorothy una cama pequeña en otra esquina. No había desván, ni tampoco sótano, salvo un pequeño agujero, cavado en el suelo, llamado sótano de los ciclones, donde podía protegerse la familia en caso de que se levantara uno de aquellos vendavales, lo bastante intensos como para aplastar cualquier edificio que se pusiera en su camino. A este sótano se llegaba por una trampilla que había en mitad de la habitación, de la que salía una escalerilla que conducía al pequeño y oscuro agujero.
  Cuando Dorothy se paraba en el umbral de la casa y miraba a su alrededor, no veía otra cosa salvo la gran pradera gris que la rodeaba por todos lados. Ni un árbol, ni una casa interrumpían la ancha extensión de llanura que llegaba hasta el borde del cielo en todas direcciones. El sol había cocido la tierra labrada hasta convertirla en una masa gris, sobre la que se abrían pequeñas grietas. Ni siquiera la hierba era verde, ya que el sol había quemado las puntas de las largas briznas hasta dejarlas del mismo color gris que se veía por todas partes. La casa había sido pintada una vez, pero el sol había ampollado la pintura y las lluvias la habían ido borrando y ahora la casa estaba tan opaca y gris como todo lo demás.





L. Frank Baum, El mago de Oz, Alianza Editorial. Seleccionado por Laura Mahillo, segundo de Bachillerato, curso 2012/2013.

ESCENA IV, Romeo y Julieta, William Shakespeare

[Entran la Sra. CAPULETO y la NODRIZA.]
SRA. CAPULETO. Toma esta llave y trae las especias.
NODRIZA. Abajo piden más membrillo y dátiles.

[Entra el viejo
CAPULETO. ¡Vamos, moveos! Ha cantado el segundo gallo y las campanas han dado las tres.
Cuida las empanadas, buena Angélica:
no repares en gastos.
NODRIZA. ¡Ea, mandón, ya basta!
¡A la cama! Mañana estaréis malo de no dormir.
CAPULETO. Qué va. He pasado noches sin dormir aun sin tanto motivo y no he enfermado.
SRA. CAPULETO. Ya sabemos que has sido un calavera; ahora vigilo yo bien tus vigilias.

[Salen la SRA. CAPULETO y la NODRIZA.]

CAPULETO. ¡Cuántos celos! ¡Cuántos celos!

[Entran tres o cuatro CRIADOS con asadores, leños y cestas.]

¿Qué traes, chico?
CRIADO. No lo sé; cosas para el cocinero.
CAPULETO. Vamos, aprisa.

[Sale el CRIADO PRIMERO.]

Tú, trae leños secos.
Ve, y que Pedro te diga dónde están.
CRIADO SEGUNDO. Mi cabeza sabrá encontrarlos sola, no me hace falta Pedro para un leño.
CAPULETO. ¡A fe que dices bien, hijo de puta!
tienes un buen tarugo por cabeza.

[Salen el CRIADO SEGUNDO y todos los demás.]

Ya es de día.
Pronto llegará el conde con la música;
así dijo que haría

[Suena la música dentro.]

Ya está aquí.
¡Nodriza! ¡Esposa! ¿No me oís? ¡Nodriza!

[Entra la NODRIZA.]

Ve, despierta a Julieta y engalánala.
Yo iré a charlar con Paris. ¡Ea, de prisa, más de prisa, que el novio ya está aquí!
¡De prisa, he dicho!


William Shakespeare, Romeo y Julieta "escena IV". Seleccionado por Esther Hernández Calvo, segundo de Bachillerato, curso 2012/2013.

viernes, 9 de noviembre de 2012

Rey Jesús "Capítulo XV: La mancha", Robert Graves

    Jesús volvió a Jerusalén con sus padres la Pascua siguiente. Esa vez José le permitió quedarse en la ciudad, después de la fiesta,para asistir a los debates y conferencias públicas.
   Después de despedirse de su familia fuera de las murallas, subió al templo. Un hombre de ojos húmedos que estaba sentado junto a la puerta de este lo reconoció y le dijo con una sonrisa destinada a ganar su buena voluntad:
   -Me alegra encontrarte, sabio Jesús de Nazaret. Esperaba verte hoy. Tengo una invitación para ti: que arbitres imparcialmente entre dos amigos que discuten un importante punto de la ley. Cada uno afirma que está en lo cierto, y han hecho una apuesta.
   -Es incorrecto hacer una apuesta acerca de la ley. Además, no soy un doctor.
   -No hay nada incorrecto en la discusión misma, y ya has iniciado el camino para ser doctor.
   -Gracias sean dadas a Dios-se apresuró a decir Jesús-.. ¿Quiénes son esas personas?
   -Maestros de una academia.
   -Entonces, que tomen por árbitro al jefe de la academia.
   -Me pidieron que esperara aquí a que vinieras; ellos insisten en que sólo tú puedes decidir ese punto.
   Jesús refrenó el impulso de enviar al anciano a ocuparse de sus propios asuntos; había algo maligno en su expresión. Pero recordó la paciencia que había demostrado siempre el sabio Hillel cuando se le pedía que resolviera problemas triviales; y al menos en una ocasión había habido una apuesta de por medio.
  -Haré lo que me pides-dijo de mala gana.
   El anciano lo condujo hasta una sombría habitación que daba al patio de los gentiles, y dijo a un levita alto y de aspecto estúpido que miraba por la ventana:
   -Retén aquí a este joven por un rato, amigo, mientras busco a las dos personas de quien te hablé.

Robert Graves, Rey Jesús  "Capítulo XV: La mancha".
Seleccionado por Sara Isabel Miranda Hernández, segundo de bachillerato. Curso 2012/2013.

Frankenstein, Shelley Mary, ''Relato del doctor Frankenstein'''

    Soy ginebrino de origen y nací en el seno de una de las familias más importantes del país. A lo largo de muchos años, mis antecesores fueron síndicos o consejeros y mi padre llevó a cabo con honra y consideración numerosos cargos oficiales. Todos quienes le conocían le respetaban a causa de su integridad y del incansable entusiasmo con que se dedicaba a la política pasó su juventud entregado por entero de los asuntos del país. Varios motivos le impidieron casarse a edad temprana y no pudo contraer matrimonio y convertirse en padre de familia hasta que su camino por la vida estaba ya muy avanzado.
   Como algunas circunstancias de su matrimonio aclaran su personalidad, no quiero seguir adelante sin citarlas. Su mejor amigo era un comerciante que, tras haber gozado de una desahogada situación, se vio en la miseria a causa de varios contratiempos económicos. Aquel hombre, llamado Beaufort, era de un carácter fuerte e intransigente. No fue capaz de soportar la vida de la miseria y verse olvidado por todos en la cuidad donde había destacado por su categoría y riqueza. Por ello, tras haber satisfecho honradamente sus deudas, se retiró a Lucerna acompañado por su hija y vivió, apartado de todos, casi en la más absoluta pobreza.    



Texto seleccionado por Laura Mahíllo, Segundo de bachillerato BHCS. Curso 2012-13

El sabueso de los Baskerville "Capítulo III: El problema", Arthur Conan Doyle

   Confieso que sentí un escalofrío al oír aquellas palabras. El estremecimiento en la voz del doctor mostraba que también a él le afectaba profundamente lo que acababa de contarnos. La emoción hizo que Holmes se inclinara hacia adelante y que apareciera en sus ojos el brillo duro e impasible que los iluminaba cuando algo le interesaba vivamente.
   -¿Las vio usted?
   -Tan claramente como estoy viéndolo a usted.
   -¿Y no dijo nada?
   -¿Para qué?
   -¿Cómo es que nadie más las vio?
   Las huellas estaban a unos veinte metros del cadáver y nadie se ocupó de ellas. Supongo que yo habría hecho lo mismo si no hubiera conocido la leyenda.
   ¿Hay muchos perros pastores en el páramo?
   Sin duda, pero en este caso no se trataba de un pastor.
   -¿Dice usted que era grande?
   -Enorme.
   -Pero,¿no se habría acercado al cadáver?
   -No.
   -¿Qué tiempo hacía aquella noche?
   -Húmedo y frío.
   -¿Pero no llovía?
   -No.
   -¿Cómo es el paseo?
   -Hay dos hileras de tejos muy antiguos que forman un seto impenetrable de cuatro metros de altura. El paseo tiene unos tres metros de ancho.
 
   Arthur Conan Doyle, El sabueso de los Baskerville "Capítulo III: El problema". Seleccionado por Sara Isabel Miranda Hernández, Segundo de Bachillerato. Curso 2012/2013.

Casandra, Christia Wolf.

Aquí fue. Ahí estaba. Esos leones de piedra, sin cabeza ahora, la miraron. Esa fortaleza, un día inexpugnable, ahora un montón de piedras, fue lo último que vio. Un enemigo hace tiempo olvidado y los siglos, sol, lluvia y viento la arrasaron. Inalterado el cielo, un bloque azul intenso, alto, dilatado.Cerca las murallas ciclópeamente ensambladas, hoy como ayer, que marcan su dirección al camino: hacia la puerta, bajo la cual no mana la sangre. Hacia lo tenebroso. Hacia el matadero. Y sola.
Con mi relato voy hacia la muerte.
Aquí termino, impotente, y nada, nada de lo que hubiera podido hacer o dejar de hacer, querer o pensar, que me hubiera conducido a otro objetivo. Más profundamente incluso que mi miedo, me empapa, corroe y envenena la indiferencia de los celestiales hacia nosotros los terrenos. Ha fracasado el intento de contraponer a su frialdad helada un poco de calor nuestro. Inútilmente intentamos sustraernos a sus actos de violencia, lo sé hace tiempo. Sin embargo, recientemente, de noche, durante la travesía, cuando las tormentas amenazaban destrozar nuestro barco desde todos los puntos cardinales, y no se sostenía nadie que no estuviera firmemente atado.

Christa Wolf, Casandra, pág 7,  seleccionado por Beatriz Iglesias , segundo de Bachilerato, curso 2012- 2013.

Fragmento del capítulo 33, El perfume, Patrick Süskind

  El marqués de la Taillade-Espinasse estuvo encantado con el nuevo perfume. Declaró que incluso para él, como descubridor del fluido letal, resultaba sorprendente ver la poderosa influencia que algo tan secundario y efímero como un perfume, ya procediera de orígenes cercanos o alejados de la tierra, podía ejercer sobre el estado general de un individuo. Grenouille, que pocas horas antes había yacido aquí pálido y sin conocimiento, tenía un aspecto fresco y saludable como cualquier hombre sano de su edad y, sí, casi podía decirse-teniendo en cuenta las limitaciones a las que estaba sujeto un hombre de su condición y escasa cultura-que había adquirido algo parecido a la personalidad. En todo caso, él, Taillade-Espinasse, informaría sobre el caso en el capítulo relativo a la dietética vital de su tratado inminente aparición sobre su teoría del fluido letal. Antes que nada, sin embargo, quería perfumarse también él con la nueva fragancia.

Texto seleccionado por Eduardo Montes, segundo de bachillerato curso 2012/2013. El perfume, Patrick Süskind.

viernes, 26 de octubre de 2012

Orgullo y prejuicio, Jane Austen

1.
  Es una verdad reconocida por todo el mundo que un soltero dueño de una gran fortuna siente un día u otro la necesidad de una mujer.
  Aunque los sentimientos y opiniones de un hombre que se halla en esa situación sean poco conocidos a su llegada a un vecindario cualquiera, está tan arraigada tal creencia en las familias que lo rodean, que lo consideran propiedad legítima de una u otra de sus hijas.
  -Querido Bennet-le decía cierto día su esposa-, ¿has oído que Netherfield  Park ha sido alquilado al fin?
  Mr. Bennet contestó que no lo había oído.
  -Pues así es-prosiguió ella-; lo sé porque Mrs. Long acaba de estar aquí y me lo ha contado todo.
  Mr. Bennet no respondió.
  -¿No te interesa saber quién lo ha alquilado?-preguntó su mujer con impaciencia.
  -Estás deseando decirlo y no tengo inconveniente en escucharlo.
  Aquello fue suficiente para ella.
  -Has de saber, que Mrs. Long dice que Netherfield Park ha sido alquilado por un joven muy rico del norte de Inglaterra, que vino el lunes en un coche tirado por cuatro caballos y quedó tan encantado que de inmediato llegó a un acuerdo con Mr. Morris; tomará posesión antes de San Miguel, y algunos de sus criados estarán en la casa a finales de la semana próxima.
  -¿Cómo se llama ese joven?
  -Bingley.
  -¿Es casado o soltero?
  -Soltero, naturalmente, querido; un soltero de gran fortuna: cuatro o cinco mil libras al año de renta. ¡Qué partido tan estupendo para nuestras hijas!
  -No entiendo cómo puede afectarles semejante cosa.
  -Querido Bennet-replicó su mujer-, ¿por qué en ocasiones te cuesta tanto entender las cosa? Has de saber que es mi intención hacer que se case con una de ellas.

AUSTEN, Jane; Orgullo y prejuicio; Fragmento primer capítulo.

Un mundo feliz, Aldous Huxley

Y Mr. Foster se lo contó todo.
Les habló del embrión que se desarrollaba en su lecho de peritoneo. Les dio a probar el rico sucedáneo de la sangre con que se alimentaban. Les explicó por qué había de estimularlo con plancentina y y tiroxina. Les habló del extracto de corpus luteum. Les mostró las mangueras con las que dicho extracto era inyectado automáticamente cada doce metros, desde cero hasta 2.040. Habló de las dosis gradualmente crecientes de puituitaria administradas durante los noventa y seis metros últimos del recorrido. Describrió la circulación materna artificial instalada en cada frasco, en el metro ciento doce, les enseñó el depósito de sucedáneo de la sangre, la bomba centrífuga que mantenía al líquido en movimiento por toda la placenta y lo hacía pasar a través del pulmón sintético y el filtro de los desperdicios. Se refirió a la molesta tendencia del embrión a la anemia, a las dosis masivas del extracto de estómago de cerdo y de hígado de potro fetal que, en consecuencia, había que administrar.
Les enseñó el sencillo mecanismo por medio del cual, durante los dos últimos metros de cada ocho, todos los embriones eran sacudidos simultáneamente para que se acostumbraran al movimiento. Aludió a las gravedad del llamado "trauma de la decantación" y enumeró las precauciones tomadas para reducir al mínimo, mediante el adecuado entrenamiento del embrión envasado, tan peligroso chock. Les habló de las pruebas de sexo llevadas a cabo en los alrededores del metro doscientos. Explicó el sistema de etiquetaje: una "T" para los varones, un círculo para las hembras, y un signo de interrogación negro sobre el fondo blanco para los hermafroditas.

Aldous Huxley, Un mundo feliz. Segundo de Bachillerato, curso 2012 - 2013

Canción de Navidad, Charles Dickens "Cuarta estrofa: El último de los espíritus"

El fantasma se aproximó lenta, grave, silenciosamente.
Cuando estuvo cerca de él, Scrooge cayó de rodillas, pues hasta el mismo aire en que se movía este    espíritu parecía difundir melancolía y misterio.
   Vestía ropajes completamente negros que cubrían su cabeza, su rostro y sus formas corporales y sólo dejaban visible una mano extendida. A no ser por esto, hubiera sido difícil distiguir su figura en lanoche y aislarla de las sombras que la rodeaban.
   Advirtió, cando lo tuvo cerca, que era alto y majestuoso y que su misteriosa presencia le infundía un solemne terror. No pudo observar más, porque el espíritu ni hablaba ni se movía.
   -¿Estoy en presencia del espectro de las navidades futuras?-preguntó Scrooge.
   El espíritu no respondió; pero señaló hacia adelante con su mano.
   -Vas a mostrarme las sombras de las cosas que no han sucedido, pero que sucederán en tiempos venideros-prosiguió Scrooge-, ¿no es así, espíritu?
   La parte superior de ropaje se contrajo formando pliegues, como si el espíritu hubiera inclinado la cabeza. Ésa fue la única contestación que recibió.
   Aunque a esas alturas ya se había acostumbrado a las visitas fantasmales, Scrooge temía tanto a la silenciosa figura que sus piernas temblaban de arriba abajo; y, cuando se dispuso a seguirla, sintió que difícilmente podría tenerse en pie. El espíritu, advirtiendo su situación, aguardó un momento para darle tiempo a recobrarse.
   Pero esto fue aún peor para Scrooge. Se estremeció con un vago e incierto horror al pensar que, detrás de aquel sombrío sudario, había unos ojos espectrales que le miraban fijamente,mientras que él, a pesar de todos sus esfuerzos, no podía ver más que una mano fantasmal y una gran masa negra.
   ¡Espíritu del futuro-exclamó-, eres el más temible de todos los espectros que he visto! Pero, como sé que tu propósito es hacerme el bien y como espero vivir para ser un hombre distinto del que fui, estoy dispuesto a acopañarte, y lo haré con toda la gratitud de mi corazón. ¿No vas a hablarme?
   El espectro no respodió. Su mano señalaba con firmeza hacia adelante.

   Charles Dickens, Cuento de navidad "Cuarta estrofa: El último de los espíritus".Seleccionado por Sara Isabel Miranda Hernández,Segundo de bachillerato.

Emma, Jane Austen

La excelente opinión de que Emma se había formado de Frank Churchill, al día siguiente recibió un duro golpe al oír que el joven se había ido a Londres sin más objeto que el de hacerse cortar el cabello. A la hora del desayuno de pronto tuvo ese capricho, había mandado a por una silla de postas y había partido con la intención de estar de regreso a la hora de la cena, pero sin alegar motivo de más importancia que el de hacerse cortar el cabello. Desde luego no había nada malo en que recorriera dos veces una distancia de dieciséis millas con este fin; pero era algo de una afectación tan exagerada y caprichosa que ella no podía aprobarlo. No concordaba con la sensatez de ideas, la moderación en los gastos e incluso la cordial efusividad ajena a toda presunción, que había creído observar en él el día anterior. Aquello representaba vanidad, extravagancia, afición a los cambios bruscos, inestabilidad de carácter, esa inquietud de ciertas personas que siempre tienen que estar haciendo algo, bueno o malo; falta de atención para con su padre y la señora Weston, e indiferencia para el modo en que su proceder pudiera ser juzgado pos los demás, se hacía acreedor a todas esas acusaciones. Su padre se limitó a llamarle petimetre y a tomar a broma lo sucedido; pero la señora Weston quedó muy contrariada, y ello se vio claramente por el hecho de que procuró cambiar de conversación lo antes posible y no hizo otro comentario que el de "todos los jóvenes tienen sus pequeñas manías".


Jane Austen, Emma , Barcelona, Editorial Planeta, págs 167-168. Selecionado por Beatriz Iglesias Jiménez, curso 2012-2013, segundo de Bachillerato,

jueves, 3 de mayo de 2012

El libro de las tierras vírgenes, Rudyard Kipling

Los hermanos de Mowgli

Eran las siete de una calurosa tarde en las colinas de Seeonee, cuando papá lobo despertó de su sueño diurno, rascóse, bostezó y estiró las patas una tras otra para quitarse de encima la pesadez que en ellas sentía aún. Mamá Loba estaba echada, caído el grande hocico de color gris sobre sus cuatro vacilantes y chillones lobatos, mientras la luna brillaba a la entrada de la caverna donde todos ellos vivían.
-¡Augr! -dijo el lobo padre.- Ya es hora de volver a cazar.- E iba a lanzarse por la ladera cuando una sombra, no muy voluminosa y provista de espesa cola, atravesó el umbral y exclamó con plañidera voz:
-¡Buena suerte, Jefe de los lobos, y que no sea peor la de tus nobles hijos! ¡Buenos dientes les crezcan y que jamás se les olvide el tener hambre en este mundo!
Quien así hablaba era el chacal (Tabaqui, el lameplatos), y los lobos en la India desprecian a Tabaqui porque anda siempre enredado de un lado a otro, metiendo chismes, comiendo andrajos y pedazos de cuero de los montones de basura que hay en las calles de los pueblos. Pero aunque le desprecien le temen, porque Tabaqui, más que nadie en la selva toda, tiene propensión a perder la cabeza y entonces se olvida de que jamás haya tenido miedo y corre por la espesura mordiendo cuanto encuentra al paso. Hasta el tigre se esconde cuando Tabaqui se vuelve loco, porque la locura es lo más deshonroso que puede ocurrirle a un animal salvaje. Nosotros le damos el nombre de hidrofobia, pero ellos le llaman dewanee (la locura) y huyen al decirlo.
-Bueno; entra y busca- dijo papá Lobo-; pero te advierto que aquí no hay comida.
-Para un lobo no- contestó Tabaqui-, mas para un pobrecillo como yo hasta un hueso es exquisito banquete. ¿Quiénes somos nosotros, los Gidurg-log (el pueblo chacal), para andar escogiendo?
Dirigióse a toda prisa hacia el fondo de la caverna, donde halló un hueso de gamo con algo de carne adherida a él, y se puso a romperlo alegremente.
-Muchísimas gracias para tan buena comida- dijo relamiéndose-. ¡Qué hermosos son tus nobles hijos! ¡Qué ojazos tienen! ¡Y a pesar de ser tan jovencitos! Por más que, verdaderamente, no debiera extrañarme, con sólo recordar que los hijos de los reyes son ya hombres desde que nacen.
Excusado es decir que Tabaqui sabía, tan bien como cualquiera, que nada hay tan inoportuno como elogiar a los niños estando ellos delante, y que le divertía en extremo el ver en situación embarazosa, no sólo a mamá Loba, sino también al papá.
Tabaqui se quedó inmóvil gozándose en el daño que había causado, y luego añadió  con aire de despecho:
-Shere Khan el Grande ha cambiado, según me ha dicho, en estas colinas.
Shere Khan era el tigre que vivía cerca del río Waingunga, a cinco lenguas de distancia.
-No tiene ningún derecho a ello- protestó enojado papá Lobo-. Según la ley de la Selva, no puede cambiar de lugar sin advertirlo debidamente. Va a asustar toda la caza en dos leguas y media a la redonda, y yo... yo he de trabajar doble en esos casos.
-Por algo le llamó su madre Lungri (el Cojo) -dijo mamá Loba en voz baja-: es cojo de nacimiento. Por eso no ha podido matar nunca más que ganado. Ahora, los campesinos de Waigunga lo persiguen y se ha venido aquí a molestar a los nuestros . Revolverán la selva en busca de él cuando estará ya lejos, pero nosotros y nuestros hijos tendremos que huir cuando peguen fuego a la maleza. ¡Te aseguro que le estamos muy agradecidos a Shere Khan!
-¡Fuera de aquí!- replicó enfadado papá Lobo-.
¡Fuera de aquí y vete a cazar con tu amo! Ya has hecho bastante daño por esta noche.



(Rudyard Kipling, El libro de las tierras vírgenes, Madrid, Alianza Editorial, 1993, págs 9-11. Seleccionado por Olga Domínguez Martín, curso 2011-2012, Segundo de Bachillerato)

El viejo y el mar, Ernest Hemingway

     En la oscuridad el viejo podía sentir venir la mañana y mientras remaba oía el tembloroso rumor de los peces voladores que salían del agua y el siseo que sus rígidas alas hacían surcando el aire en la oscuridad. Sentía una gran atracción por los peces voladores que eran sus principales amigos en el océano.Sentía compasión por las aves, especialmente las pequeñas, delicadas y oscuras golondrinas de mar que andaban siempre volando y buscando y casi nunca encontraban, y pensó: las aves llevan una vida más dura que nosotros, salvo las de rapiña y las grandes y fuertes. ¿Por qué habrán hecho pájaros tan delicados y tan finos como esas golondrinas de mar cuando el océano es paz de tanta crueldad? El mar es dulce y hermoso. Pero puede ser cruel, y esos pájaros que vuelan picando y cazando, con sus tristes vocecillas son demasiado delicados para la mar.
     Decían siempre la mar. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan mal de ella, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban altos, empleaban el artículo masculino, le llamaban el mar. Hablaban del mar como de un contendiente o de un lugar, o aun un enemigo. Pero el viejo lo concebía siempre como perteneciente al genero femenino y como algo que concedía o negaba grandes favores, y si hacía cosas perversas y terribles era porque no podía remediarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer.
Remaba firme y seguidamente y no le costaba un esfuerzo excesivo porque se mantenía en su límite de velocidad y la superficie del océano era plana, salvo por los ocasionales remolinos de la corriente. Dejaba que la corriente hiciera un tercio de su trabajo y cuando empezó a clarear vio que se hallaba ya más lejos de lo que había esperado estar a esa hora.
     Antes de que se hiciera realmente de día había sacado sus carnadas y estaba derivando con la corriente. Un cebo llegaba a una profundidad de cuarenta brazas. El segundo a sesenta y cinco y el tercero y el cuarto descendían allá hasta el agua azul a cien y ciento veinticinco brazas.
     Cada cebo pendía cabeza abajo con el asta o tallo del anzuelo dentro del pescado que servía de carnada, sólidamente cosido y amarrado; toda la parte saliente del anzuelo, la curva y el garfio, estaba recubierta de sardinas frescas. Cada sardina había sido empalada por los ojos, de modo que hacían una semiguirnalda en el acero saliente. No había ninguna parte del anzuelo que pudiera dar a un gran pez la impresión de que no era algo sabroso y de olor apetecible.

     Ernest Hemingway, El viejo y el mar, Madrid, ed. Booket, año 1997, págs. 29-32.
Seleccionado por Luis Francisco Galindo Cano, curso 2011-2012, segundo de bachillerato

jueves, 12 de abril de 2012

Nadja, André Breton

     Hace tan solo unos días, Louis Aragon me hacía notar que el rótulo de un hotel de Pourville que tiene escritas en letras rojas las palabras: CASA ROJA, estaba escrito con tales letras y colocado de tal manera que, según un ángulo preciso, visto desde la carretera, "CASA" desaparecía y "ROJA" se leía "POLICÍA"*. Esta ilusión óptica no tendría la menos importancia si no fuera porque el mismo día, una o dos horas después ¡, la señora que llamaremos 'la dama del guante' me condujo ante un cuadro modulable como nunca había visto yo otro igual, y que formaba parte del mobiliario de la casa que acababa de alquilar. Es un grabado anitguo que, visto de frente, representa un tigre pero que, por tener fijadas en prependiculara su superficie unas estrechas tiras vericales que se aleje de unos pasos hacia la derecha , un ángel. Llamo la atención hacia estos dos hechos, paraacabar, porque para mí, en tales condiciones, era inevitable ponerlos en relación y porque me parece especialmente imposible establecer una correlación racional entre ambos.
      Espero, en cualquier caso, que la presentación de na serie de observaciones de esta índole y de la que viene a continuación será de naturaleza suficiente como para que algunos hombres se lancen a la calle, tras haberles hecho ser conscientes, si no de su inannidad, al menos de la grave insuficiencia de cualquier cálculo supuestamente riguroso acerca de sí mismos, de cualquier acto que, pudiendo haber sido predemintado, exija aplicarse a él de una manera constante. Como si el viento que pueda producirse, si es realmente imprevisto. Me veo obligado a aceptar la idea de trabajo como necesidad material, y a este respecto no puedo sentirme más ferviente partidario de su mejor, de su más justo reparto. Que me lo impongan las siniestras obligaciones de la vida, sea; que se me pida que crea en él, que venere el mío o  el de los demás, nunca. Preferio, una vez más, caminar a oscuras mejor que tomarme por el que camina iluminado.


André Bretón, Nadia, Madrid, Editorial Cátedra, colección Letras Universales, volumen 254, 3ª edición, 2004, páginas 143-145.
Seleccionado por Javier Muñoz Castaño. Curso 2011-12, segundo de Bachillerato.

Juventud, Joseph Conrad.

    Esto sólo podía haber ocurrido en Inglaterra, donde los hombres y el mar se compenetran, por decirlo así: el mar influye en la vida de la mayoría de los hombres, y los hombres saben algo o todo acerca del mar, sea como sea lugar de diversión o de viaje, o como medio de ganarse el sustento.
    Estábamos sentados, apoyados en los codos, en torno a una mesa de caoba que reflejaba la botella, los vasos de clarete y nuestros rostros. Eramos el director de una compañía, un contable, un abogado, Marlow y yo. El director había sido grumete en el Conway, el contable había servido cuatro años en el mar, el abogado- un curtido tory, un high churchman, el mejor de los camaradas, la esencia del honor- había servido como oficial en la P. & O. , en los viejos tiempos, cuando los barcos correo llevaban aparejo redondo al menos en dos palos, y solían cruzar el Mar de China, aprovechando el monzón favorable, con todo el velamen desplegado. Todos habíamos empezado nuestra vida en la marina mercante. A las cinco nos unía el fuerte vínculo del mar, y también esa camaradería del oficio que la afición a las regatas y a los cruceros no puede proporcionar, ya que una cosa es la diversión de la vida y otra la vida misma.
     Marlow, al menos así es como creo que escribía su nombre, refirió la historia, o más bien la crónica, de un viaje: Sí , conozco algo de los mares de Oriente, pero lo que mejor recuerdo es mi primer viaje hasta allí. Ya sabéis que hay cientos viajes que parecen concebidos para ilustrar la vida, que se erigen como símbolos de la existencia. Luchas, trabajas, sudas, casi te matas, y a veces te matas realmente, intentando conseguir algo, y no puedes. No por culpa tuya. Simplemente no puedes hacer nada, ni grande ni pequeño, nada en la vida, ni siquiera casarte con una solterona o llevar a su puerto de destino una condenada cargar de 600 toneladas de carbón.
    En conjunto fue un episodio memorable. Era mi primer viaje a Oriente y mi primer viaje como segundo oficial; también era la primera vez que mi patrón tomaba el mando. Admitiréis que ya era hora. Tendría poco más o menos sesenta años; un hombre pequeño, de espaldas anchas y no muy rectas, hombros caídos y una pierna más zamba que la otra, con ese curioso aspecto retorcido que se ve a menudo en los hombres que trabajan los campos.
    Su cara parecía un cascanueces -la barbilla y la nariz intentaban juntarse sobre una boca hundida-, y estaba enmarcada por una pelusa gris como el hierro, que le rodeaba la cara como una bufanda de algodón y lana manchada de carbón. Y esa vieja cara mostraba, sorprendentemente, unos ojos azules propios de un muchacho, con esa expresión cándida que algunos hombres sencillos conservan hasta el fin de sus días, gracias a un raro don interno de simplicidad de corazón y rectitud de espíritu. Qué le indujo a aceptarme, es un misterio. Yo procedía de un renombrado clíper australiano, donde había sido tercer oficial, y él parecía tener prejuicios contra aquellos renombrados clípers, aristocráticos y de gran tonelaje. Me dijo:
  -Sabes, en este barco tendrás que trabajar.
    Le contesté que había tenido que trabajar en todos los barcos donde había servido.
   -Ah, pero éste es diferente, y más para vosotros, los que procedéis de los grandes barcos... ¡Puedo asegurarte que aquí tendrás que hacerlo! Incorpórate mañana.
    Me incorporé a la mañana siguiente. Hace veintidós años; tenía sólo veinte. ¡Cómo pasa el tiempo! Fue uno de los días más felices de mi vida. ¡Imaginaos! Segundo oficial por primera vez. ¡Un oficial realmente responsable! No hubiese cambiado mi puesto por nada en el mundo. El primer oficial me examinó cuidadosamente. También era un tipo viejo, pero de otro calibre. Una nariz romana, una barba larga y blanca como la nieve; se llamaba Mahon, aunque insistía en que debía pronunciarse Mann. Estaba bien relacionado, pero tenía la suerte en contra, y no había ascendido.
    En cuanto al capitán, había navegado durante años en barcos de cabotaje, luego en el Mediterráneo y finalmente en la ruta de las Indias Orientales. Nunca había doblado los Cabos. Apenas sabía escribir, pero no le preocupaba en absoluto. Ambos eran buenos marineros, por supuesto, y entre aquellos dos viejos camaradas me sentía como un niño entre dos abuelos.
    También el barco era viejo. Se llamaba judea. Curioso nombre, ¿verdad? Había pertenecido a un tal Wilmer, Wilcox o algo y cuyo nombre no importa. Había estado anclado en el fondeadero de Shadwell durante todo ese tiempo. Podéis imaginaros su estado. Todo era herrumbre, polvo, mugre: manchado de hollín por arriba, sucia la cubierta. Para mí era como salir de un palacio para entrar en una choza en ruinas.    
    Desplazaba unas 400 toneladas, tenía un molinete primitivo, picaportes de madera en las puertas, ni el más leve rastro de bronce, y una gran popa cuadrada.

Conrad Joseph, Juventud, Madrid, ed. Anaya, año 1999, pág 11-13. Seleccionado por Olga Domínguez Martín, curso 2011-2012, segundo de Bachillerato.

Otra vuelta de tuerca "Capítulo 12", Henry James

A la luz del día, la especial impresión que yo había recibido la noche anterior no afectó de un modo particularmente profundo a la señora Grose, aunque intenté impresionarla con la mención de otro comentario hecho por el pequeño Miles antes de separarnos.
-Todo está contenido en unas pocas palabras -le dije a mi amiga-; palabras que verdaderamente aclaran el asunto: «¡Piense en lo que yo podría hacer si quisiera!», me dejó caer para que yo viera lo bueno que es. Él sabe perfectamente lo que «podía hacer». Y en el colegio les debió de mostrar ya un anticipo.
-¡Señor, cómo ha cambiado usted! -exclamó mi amiga.
-No he cambiado..., sencillamente me esfuerzo por entender. Los cuatro implicados, no le quepa la menor duda, se reúnen constantemente, Si hubiera usted estado con uno de los niños cualquiera de estas últimas noches, lo habría entendido con toda claridad. Cuanto más los vigilo y más espero, más me convenzo de que así son las cosas, aunque solo sea por el sistemático silencio de los niños. Nunca, ni siquiera en un momento de descuido, han hecho la menor alusión a sus antiguos amigos, como tampoco Miles ha mencionado nunca su expulsión. Sí, claro, podemos quedarnos aquí y contemplarlos, y ellos exhibirse hasta decir basta; pero incluso mientras fingen estar perdidos en su cuento de hadas, siguen inmersos en la visión de los muertos que han vueltos a hacerles compañía. Miles no lee para Flora -afirmé-; hablan de ellos..., ¡están hablando de cosas horribles! Ya sé que me comporto como si hubiera perdido la cabeza;y es un milagro que no haya sido así. Usted se habría vuelto loca en mi lugar si hubiera visto lo que yo he visto; pero en mi caso sólo ha servido para proporcionarme mayor lucidez, ha hecho que me dé cuenta además de otras cosas.
Mi lucidez debía de parecerle abominable a la señora Grose, pero las encantadoras criaturas que eran sus víctimas y que pasaban por delante una y otra vez, cariñosamente entrelazadas, proporcionaban a mi colega algo en que apoyarse; y sentí hasta qué punto lo hacía cuando, sin dejarse dominar por el ímpetu de mi pasión, me preguntó sin apartar los ojos de ellos:
-¿De qué otras cosas se ha dado usted cuenta?
-Pues de las mismas cosas que me han encantado y fascinado, pero que, sin embargo, tal como advierto ahora extrañamente, en el fondo me han desconcertado y preocupado. Esa belleza que no es de este mundo, esa bondad que no tiene en absoluto nada de normal... Es un juego -proseguí-; ¡es una táctica y un engaño!
-¿Un fraude de esos niños tan encantadores...?
-Parecen adorables, ¿verdad? ¡Sí, por absoluto que parezca! -el hecho mismo de sacar a la luz lo que estaba pensando me ayudaba de verdad a seguir la pista, a volver atrás, a ordenar todas las piezas-. No es que hayan sido buenos...; es que estaban ausentes. Ha sido tan fácil convivir con ellos porque viven su propia vida. No son míos..., no son nuestros. ¡Son de él y de ella!
-¿De Quint y de esa mujer?
-De Quint y de esa mujer. Quieren dominarlos.
Al oír aquellos, ¡cómo se dedicó a mirarlos la pobre señora Grose!
-Pero ¿por qué?
-Por todo el mal que, en aquellos días terribles, inculcó esa pareja en ellos. Y para seguir manejándolos con ese mismo mal, para seguir adelante con su obra demoníaca, que es lo que les hace volver.

(Henry James, Otra vuelta de tuerca, "Capítulo 12", Madrid, ed. Bruño, col. Clásicos Juveniles, 2011, págs. 110-112, Seleccionado por Luis Francisco Galindo Cano, curso 2011-2012, Segundo de Bachillerato)

jueves, 22 de marzo de 2012

Las flores del mal "Tristezas de la luna", Charles Baudelaire

Esta noche la luna sueña más indolente;
es igual que una bella que entre mil almohadones
acaricia con mano distraída y ligera,
esperando dormirse, el perfil de sus pechos;

sobre pieles sedosas de los blandos aludes,
moribunda, se entrega a morosos desmayos,
y desliza sus ojos sobre blancas visiones
que se elevan al cielo igual que florescencias.

Cuando sobre esta tierra, en su vago langor,
deja a veces caer una furtiva lágrima,
un poeta piadoso, enemigo del sueño,

en su mano recoge esa lágrima pálida,
de irisados, como un ópalo vivo,
y la guarda en su pecho sin que el sol la contemple.

(Charles Baudelaire, Las flores del mal, "Tristezas de la luna", Barcelona, ed. Planeta, col. Clásicos Universales Planeta, año 1987, pág. 93. Seleccionado por Luis Francisco Galindo Cano, curso 2011-2012, segundo de Bachillerato)

Los hermanos Karamázov Fedor Dostoievski.

PRIMERA PARTE

Alexiéi Fiódorovich Karamázov era el tercer hijo de un terrateniente de nuestro distrito, Fiódor Pávlovich Karamázov, tan conocido en su tiempo (y aún hoy se le recuerda) por su fin trágico y oscuro, acaecido hace exactamente trece años y del que hablaré en su lugar. Ahora, de este ''terrateniente'' (como le llamaban en nuestro distrito, pese a que casi nunca había vivido en sus tierras) diré tan sólo que era un tipo raro, aunque hombres así se encuentran, a pesar de todo, con bastante frecuencia; era el tipo del hombre no sólo ruin y disoluto, sino, a la vez, torpe, aunque de aquellos torpes que saben componer a las mil maravillas sus asuntos de intereses y únicamente, al parecer, tales asuntos. Había empezado casi sin nada, como un terrateniente de los más insignificantes, amigo de comer en mesa ajena, empeñado en hacer vida de gorrón; sin embargo, al morir, resultó que tenía hasta cien mil rublos en dinero contante y sonante. Al mismo tiempo, siguió siendo toda su vida uno de los hombres más torpemente insensatos de nuestro distrito. Lo repito una vez más: no es cuestión de estupidez, la mayoría de estos insensatos son bastante inteligentes y astutos; son, precisamente, de una torpeza peculiar, nacional.
Se había casado dos veces y tenía tres hijos; el mayor, Dmitri Fiódorovich, era de la primera esposa, y los otros dos, Iván y Alexiéi, de la segunda. La primera esposa de Fiódor Pávlovich pertenecía al noble linaje de los Miúsov, bastante rico y distinguido , formado también por propietarios de nuestro distrito. ¿Cómo pudo ocurrir que una joven con dote, hermosa además, y por añadidura de las de despierta inteligencia -tan frecuentes entre nosotros en la generación actual, aunque ya se daban en el pasado-, se casara con un insignificante ''maula'', como entonces todo el mundo le llamaba? No me entretendré en explicarlo. Les diré que conocí a una joven, de la penúltima generación ''romántica'', la cual, después de varios años de enigmático amor por un señor con quien, dicho sea de paso, siempre se habría podido casar muy tranquilamente, acabó sin embargo inventándose un sinfín de obstáculos insuperables, y una noche de tempestad se arrojó por una alta orilla, parecida a un acantilado, a un río bastante profundo y rápido, en el que pereció decididamente a causa de sus propios antojos, tan sólo para asemejarse a la Ofelia shakesperiana, hasta el punto que si aquel acantilado, señalado y preferido por ella desde hacía mucho tiempo, no hubiera sido tan pintoresco y en su lugar hubiera habido una prosaica orilla baja, no se habría producido, quizá, el suicidio.

      Dostoievski Fedor, Los hermanos Karamázov. ed. Planeta, año 1988. págs 9 y 10.
      Seleccionado por Olga Domínguez Martín. curso 2011-2012

lunes, 19 de marzo de 2012

La dama de picas, Alexander Pushkin.


Y en los días de lluvia se solían reunir a menudo.
Y—¡que Dios les perdone!—
apostaban a cien la jugada.
Y a veces ganaban,
apuntaban con tiza las deudas.
De este modo ocupaban, en los días de lluvia,
su tiempo.

Un día en casa del oficial de la Guardia Narúmov jugaban a las cartas. La larga noche de invierno pasó sin que nadie lo notara; se sentaron a cenar pasadas las cuatro de la mañana. Los que habían ganado comían con gran apetito; los demás permanecían sentados ante sus platos vacíos con aire distraído. Pero apareció el champán, la conversación se animó y todos tomaron parte en ella.
—¿Qué has hecho, Surin?—preguntó el amo de la casa.
—Perder, como de costumbre. He de admitir que no tengo suerte: juego sin subir las apuestas, nunca me acaloro, no hay modo de sacarme de quicio, ¡y de todos modos sigo perdiendo!
—¿Y alguna vez no te has dejado llevar por la tentación? ¿Ponerlo todo a una carta?... Me asombra tu firmeza...
—¡Pues ahí tenéis a Guermann!—dijo uno de los presentes señalando a un joven oficial de ingenieros—. ¡Jamás en su vida ha tenido una carta en las manos, nunca ha hecho ni un pároli, y, en cambio, se queda con nosotros hasta las cinco a mirar cómo jugamos!
—Me atrae mucho el juego—dijo Guermann—, pero no estoy en condiciones de sacrificar lo imprescindible con la esperanza de salir sobrado.
—Guermann es alemán, cuenta su dinero, ¡eso es todo! —observó Tomski—. Pero si hay alguien a quien no entiendo es a mi abuela, la condesa Anna Fedótovna.
—¿Cómo?, ¿quién?—exclamaron los contertulios.
—¡No me entra en la cabeza —prosiguió Tomski—, cómo puede ser que mi abuela no juegue!
—¿Qué tiene de extraño que una vieja ochentona no juegue? —dijo Narúmov.
—¿Pero no sabéis nada de ella?
—¡ No! ¡ De verdad, nada!
—¿No? Pues, escuchad:
«Debéis saber que mi abuela, hará unos sesenta años, vivió en París e hizo allí auténtico furor. La gente corría tras ella para ver a la Vénus moscovite; Richelieu estaba prendado de ella y la abuela asegura que casi se pega un tiro por la crueldad con que ella lo trató.
«En aquel tiempo las damas jugaban al faraón. Cierta vez, jugando en la corte, perdió bajo palabra con el duque de Orleáns no sé qué suma inmensa. La abuela al llegar a casa, mientras se despegaba los lunares de la cara y se desataba el miriñaque, le comunicó al abuelo que había perdido en el juego y le mandó que se hiciera cargo de la deuda.
«Por cuanto recuerdo, mi difunto abuelo era una especie de mayordomo de la abuela. La temía como al fuego y, sin embargo, al oír la horrorosa suma, perdió los estribos: se trajo el libro de cuentas y, tras mostrarle que en medio año se habían gastado medio millón y que ni su aldea cercana a Moscú ni la de Saratov se encontraban en las afueras de París, se negó en redondo a pagar. La abuela le dio un bofetón y se acostó sola en señal de enojo.
«Al día siguiente mandó llamar a su marido con la esperanza de que el castigo doméstico hubiera surtido efecto, pero lo encontró incólume. Por primera vez en su vida la abuela accedió a entrar en razón y a dar explicaciones; pensaba avergonzarlo, y se dignó a demostrarle que había deudas y deudas, como había diferencia entre un príncipe y un carretero. ¡Pero ni modo! ¡El abuelo se había sublevado y seguía en sus trece! La abuela no sabía qué hacer.
«Anna Fedótovna era amiga íntima de un hombre muy notable. Habréis oído hablar del conde Saint-Germain, de quien tantos prodigios se cuentan. Como sabréis, se hacía pasar por el Judío errante, por el inventor del elixir de la vida, de la piedra filosofal y de muchas cosas más. La gente se reía de él tomándolo por un charlatán, y Casanova en sus Memorias dice que era un espía. En cualquier caso, a pesar de todo el misterio que lo envolvía, Saint-Germain tenía un aspecto muy distinguido y en sociedad era una persona muy amable. La abuela, que lo sigue venerando hasta hoy y se enfada cuando hablan de él sin el debido respeto, sabía que Saint-Germain podía disponer de grandes sumas de dinero, y decidió recurrir a él. Le escribió una nota en la que le pedía que viniera a verla de inmediato.
«El estrafalario viejo se presentó al punto y halló a la dama sumida en una horrible pena. La mujer le describió el bárbaro proceder de su marido en los tonos más negros, para acabar diciendo que depositaba todas sus esperanzas en la amistad y en la amabilidad del francés.
«Saint-Germain se quedó pensativo.
«—Yo puedo proporcionarle esta suma—le dijo—, pero como sé que usted no se sentiría tranquila hasta no resarcirme la deuda, no querría yo abrumarla con nuevos quebraderos de cabeza. Existe otro medio: puede usted recuperar su deuda.
«—Pero, mi querido conde—le dijo la abuela—, si le estoy diciendo que no tenemos nada de dinero.
«—Ni falta que le hace—replicó Saint-Germain—: tenga la bondad de escucharme.
«Y entonces le descubrió un secreto por el cual cualquiera de nosotros daría lo que fuera...
Los jóvenes jugadores redoblaron su atención. Tomski encendió una pipa, dio una bocanada y prosiguió su relato:
—Aquel mismo día la abuela se presentó en Versalles, au jeu de la Reine. El duque de Orleáns llevaba la banca; la abuela le dio una vaga excusa por no haberle satisfecho la deuda, para justificarse se inventó una pequeña historia y se sentó enfrente apostando contra él. Eligió tres cartas, las colocó una tras otra: ganó las tres manos y recuperó todo lo perdido.
—¡Por casualidad!—dijo uno de los contertulios.
—¡Esto es un cuento! —observó Guermann.
—¿No serían cartas marcadas? —añadió un tercero.
—No lo creo—respondió Tomski con aire grave.
—¡Cómo!—dijo Narúmov—. ¿Tienes una abuela que acierta tres cartas seguidas y hasta ahora no te has hecho con su cabalística?
—¡Qué más quisiera!—replicó Tomski—. La abuela tuvo cuatro hijos, entre ellos a mi padre: los cuatro son unos jugadores empedernidos y a ninguno de los cuatro les ha revelado su secreto; aunque no les hubiera ido mal, como tampoco a mí, conocerlo.
«Pero oíd lo que me contó mi tío el conde Iván Ilich, asegurándome por su honor la veracidad de la historia. El difunto Chaplitski—el mismo que murió en la miseria después de haber despilfarrado sus millones—, cierta vez en su juventud y, si no recuerdo mal, con Zórich, perdió cerca de trescientos mil rublos. El hombre estaba desesperado. La abuela, que siempre había sido muy severa con las travesuras de los jóvenes, esta vez parece que se apiadó de Chaplitski. Le dio tres cartas para que las apostara una tras otra y le hizo jurar que ya no jugaría nunca más. Chaplitski se presentó ante su ganador; se pusieron a jugar. Chaplitski apostó a su primera carta cincuenta mil y ganó; hizo un pároli y lo dobló en la siguiente jugada, y así saldó su deuda y aún salió ganado...
«Pero es hora de irse a dormir: ya son las seis menos cuarto.
En efecto, ya amanecía: los jóvenes apuraron sus copas y se marcharon. 

Pushkin, La dama de picas

jueves, 16 de febrero de 2012

Nana, Émile Zola

A las nueve estaba aún vacía la sala del teatro Variétes. En el anfiteatro y en la platea, perdidas entre las butacas de terciopelo granate, aguardaban algunas personas bajo la mortecina luz de la araña a medio encender. Una sombra invadía la gran mancha roja del telón; no se oía ningún ruido en el escenario; estaban apagadas las candilejas y en piso, bajo la rotonda del techo, con un cielo teñido de verde por el gas y hacia el que alzaban el vuelo unas mujeres y unos chiquillos desnudos, sonaban llamadas y risas, destacándose en medio de un guirigay continuo de voces, y escalonábanse cabezas cubiertas con gorros y gorras, debajo de escalonábanse cabezas cubiertas con gorros y gorras, debajo de los amplios ventanales circulares enmarcados de oro. De vez en cuando, véase una acomodadora, apresurada, con unas entradas en la mano, detrás de un caballero y una dama que se sentaban, el caballero de Frac, la dama delgada y eslbelta, tras echar una ojeada en torno.
Aparecieron dos jóvenes en el patio de butacas. Quudáronse de pie, mirando.
-¿Que te decía yo, Hector? -exclamó el mayor, un mozo alto con bigotillo negro-. Llegamos demasiado temprano. Ya podías dejar que acabara de fumarme el puro.
Pasó una acomodadora.
-¡Oh, señor Fauchery! -dijo con familiaridad-. Si todavía tardrá media hora en empezar.
-Pues, ¿por qué ponen a las nueve? -murmuró Hector, cuya cara, larga y flaca, cobró una expresión de enfado-. Clarisse, que sale en la obra, me ha jurado esta misma mañana que empezaban a las ocho en punto.
Estuvieron un rato callados, levantando la cabeza e intentando escrutar la sombra de los palcos. Pero el papel verde que los tapizaba los hacía más oscuros aún. Los de platea, debajo del anfiteatro, estaban sumidos en una noche absoluta. En los del primer piso, no había más que una señora gorda, recostada sobre el tercio pelo de la barandilla.

Émile Zola, Nana,Barcelona. Editorial Planeta S.A. Año 1985. Página 3.
Seleccionado por Javier Muñoz Castaño, segundo de bachillerato curso 2011-2012.

Robinson Crusoe. Capítulo 3, Daniel Defoe

CAPITULO III
LA ISLA DESIERTA

      Estaba, pues, en tierra firme y a salvo, y empecé por levantar los ojos y dar gracias a Dios por haberme salvado la vida en una situación en la que pocos minutos antes apenas había lugar para la esperanza. Creo que es imposible encontrar palabras para expresar lo que son los éxtasis y transportes del espíritu cuando, como en mi caso, podía decirse que me había salvado cuando ya tenía un pie en la misma tumba; y no me extraña ya aquella costumbre de que, cuando un malhechor que tiene la cuerda al cuello, está atado y a punto de ser ejecutado, y que le traen el indulto; digo que no me extraña de que le traigan con el indulto un cirujano que le sangre en el mismo momento en que le dan la noticia, para que la sorpresa no le arranque del corazón los espíritus vitales y le abata:
Pues las alegrías súbitas confunden al principio, como las [penas.
Eché a andar por la playa, alzando las manos y todo mi ser, si así puede decirse, absorto en la idea de mi salvación, haciendo mil gestos y ademanes que no sabría describir, pensando en todos mis compañeros que se habían ahogado, y en que yo debía de ser el único que había salvado la vida; porque, en cuanto a ellos, nunca volví a verles, ni descubrí ningún rastro suyo, excepto tres de sus sombreros, una gorra y dos zapatos desparejados.
Dirigí mis ojos hacia el navío encallado, mientras el oleaje era tan violento y tanta la espuma que apenas podía verlo, tan lejos se hallaba. Y pensé:
<¡ Señor! ¿ Cómo ha sido posible que llegase a tierra?>
Tras haberme confortado el espíritu con el aspecto consolador de mi situación, empecé a mirar a mi alrededor para ver en qué clase de lugar estaba, y qué es lo que debía hacer después, y pronto sentí abatirse mi ánimo y pensé que a fin de cuentas mi salvación había sido horrible: estaba empapado de agua, no tenía ropa para cambiarme, ni nada de comer ni beber para recuperar fuerzas, ni veía ante mí más perspectiva que la de perecer de hambre o la de ser devorado por las fieras; y lo que más me preocupaba era que no tenía ninguna arma para cazar y matar algún animal para mi sustento, o para defenderme contra cualquier otro animal que pudiera desear matarme para el suyo. En una palabra, que no llevaba encima más que una navaja, una pipa y un poco de tabaco en una cajita; éstas eran todas mis provisiones, y ello me sumió en una angustia tan terrible que durante un rato no hice más que correr de un lado a otro como un loco. Al acercarse la noche, empecé, en medio de un gran abatimiento, a considerar cuál sería mi suerte si había bestias feroces en aquella región, sabiendo que de noche siempre salen en busca de sus presas.
La única solución que se ofreció a mi mente en estos momentos fue la de encaramarme a un árbol grueso y frondoso como un abeto, pero con espinas, y en el que decidí instalarme para pasar toda la noche, y considerar al día siguiente de qué muerte debía morir, porque yo aún no veía la posibilidad de vivir; me alejé del mar algo más de unas doscientas yardas para ver si podía encontrar agua dulce para beber, como encontré, con gran júbilo; y después de beber y de haberme metido en la boca un poco de tabaco para acallar el hambre, fui hacia el árbol y, habiéndome encaramado en él, procuré ponerme de modo que, si me dormía, no pudiera caerme; y habiéndome desgajado una rama corta, a modo de garrote, para mí defensa, me aposenté en mi lugar, y con el enorme cansancio que tenía, me dormí profundamente, y dormí tan apaciblemente como creo yo que pocos hubieran podido hacerlo en mi caso, encontrándome al despertar más repuesto de lo que creo que jamás me habría sentido en una ocasión así.
Cuando desperté era ya pleno día, el tiempo despejado y la tormenta apaciguada, con lo que el mar no estaba enfurecido y alborotado como antes; pero lo que más me sorprendió fue que el barco, durante la noche, se había liberado del banco de arena donde encalló, con la subida de la marea, y había sido arrastrado casi hasta la roca que antes mencioné, y que me había dejado tan malparado cuando me estrellé contra ella; y como distaba alrededor de una milla de la playa en la que yo estaba, y el barco parecía poder mantenerse a flote aún, quise subir a bordo para, al menos, salvar lo más necesario para mi uso.
Cuando bajé del árbol en que me había instalado, miré de nuevo a mi alrededor y lo primero que descubrí fue el bote, que, al parecer, el viento y el mar habían arrojado a tierra, a unas dos millas a mi derecha. Eché a andar por la playa lo más lejos que pude, para hacerme con el bote, pero resultó que me separaba de él un brazo de mar o recodo de la costa que tenía una media milla de ancho, y así, por el momento, volví atrás, estando más interesado en llegar hasta el barco, donde esperaba encontrar algo de que servirme para mi sustento inmediato.
Poco después del mediodía vi que el mar estaba tan calmado y que la marea había bajado tanto, que podía acercarme hasta a un cuarto de milla del barco; y en este punto sentí renovarse mi pesadumbre porque vi con toda evidencia que si hubiéramos seguido a bordo nos hubiésemos salvado todos, es decir, que todos hubiéramos llegado sanos y salvos a tierra y que yo no estaría ahora en esta situación tan lastimosa de verme desprovisto de toda ayuda y compañía, como me hallaba; esto hizo brotar de nuevo lágrimas de mis ojos, pero como éstas de poco me servían, decidí si era posible, llegar hasta el barco, y así me despojé de mis ropas, ya que el tiempo era extraordinariamente caluroso, y me metí en el agua, pero cuando llegué al barco, la dificultad fue aún mayor para saber cómo subir a bordo, porque al estar encallado se levantaba mucho del nivel del agua, y no tenía nada a mi alcance para agarrarme. Nadando le di la vuelta por dos veces, y la segunda descubrí un pequeño cabo de cuerda, que me extrañó no haber visto la otra vez, colgando de las cadenas de proa, tan bajo que con gran dificultad logré asirlo, y con la ayuda de esta cuerda trepé hasta el castillo de proa del barco. Allí vi que el barco hacía agua y que tenía no poca agua en la bodega, pero que se hallaba tan inclinado sobre un banco de arena dura, o mejor dicho, de tierra, que la popa se levantaba por encima del barco, mientras que la proa bajaba casi hasta el nivel del agua; debido a esto la parte trasera quedaba libre, y todo lo que había en esta parte estaba seco; porque el lector puede estar seguro de que lo primero que hice fue averiguar y ver qué es lo que se había estropeado y qué lo que seguía intacto; y en primer lugar descubrí que todas las provisiones del barco estaban secas y habían sido respetadas por el agua, y sintiéndome muy bien dispuesto para comer, fui hacia el pañol del pan y me llené los bolsillos de galletas, que iba comiéndome mientras me ocupaba de otras cosas, porque no tenía tiempo de perder; en el camarote grande encontré también ron, del que bebí un largo trago, que verdaderamente necesitaba no poco para animarme dado lo que aún me esperaba. Ahora lo único que quería era un bote para proveerme de muchas cosas que preveía me serían muy necesarias.
Era inútil quedarse allí quieto soñando con lo que no se podía conseguir, y esta urgencia me aguzó el ingenio. Llevábamos en el barco varias vergas de repuesto, y dos o tres grandes palos de madera y dos o tres masteleros también de repuesto; me decidí a poner manos a la obra y eché por la borda tantas de estas piezas como pude manejar por su peso, atándolas todas con una cuerda, a fin de que no pudiesen separarse; una vez hecho esto, bajé por el costado del barco, y tirando de ellas hacia mí até cuatro de ellas por las dos puntas, lo mejor que pude, en forma de balsa, y cruzando encima dos o tres tablas cortas, vi que podía andar perfectamente sobre la balsa,aunque no resistiría mucho peso, ya que las piezas eran demasiado ligeras; volví, pues, a mi trabajo , y con la ayuda de la sierra de carpintero, corté en tres, a lo largo, uno de los masteleros, y añadí los tres pedazos a mi balsa, no sin grandes penas y fatigas; pero la esperanza de proveerme de lo que necesitaba me animaba a hacer más de lo que hubiera sido capaz de hacer en otra ocasión.
Mi balsa era ya lo bastante sólida como para transportar cualquier peso razonable; luego, mi preocupación fue pensar en qué es lo que cargaría en ella, y cómo lo preservaría de la resaca del mar, aunque no dediqué mucho tiempo a reflexionar sobre esto. Primero puse todos los tablones o maderas que encontré, y habiendo considerado bien qué es lo que más necesitaba, primero cogí tres baúles de marineros, que había descerrajado y vaciado, y los bajé a la balsa; el primero lo llené de provisiones, es decir, pan, arroz, tres quesos de Holanda, cinco pedazos de carne seca de cabra que era lo que solíamos comer a bordo, y unos escasos restos de trigo europeo que habían sido dejados de lado por unas cuantas gallinas que habíamos embarcado con nosotros, pero las gallinas estaban muertas; llevábamos también cierta cantidad de cebada y de trigo candeal, todo mezclado, pero con gran decepción mía, después descubrí que las ratas se lo habían comido o lo habían echado a perder todo; en cuanto a los licores, encontré varias cajas de botellas pertenecientes a nuestro capitán, en las que había varios cordiales y, en total, unos cinco o seis galones de rack, éstas las coloqué aparte,