jueves, 13 de octubre de 2011

Poéticas, Horacio.

Si un pintor quisiera añadir a una cabeza humana un cuello equino e introdujera plumas variopintas en miembros reunidos alocadamente de tal modo que termine espantosamente en negro pez lo que en su parte superior es una hermosa mujer, ¿podríais, permitida su contemplación, contener la risa, amigos? Creedme, Pisones, que a ese cuadro será muy semejante un libro cuyas imágenes se representen vanas, como sueños de enfermo, de manera que pie y cabeza no se correspondan con una forma única. Pintores y poetas siempre tuvieron el justo poder de atreverse a cualquier cosa. Lo sé, y tal licencia reclamo y concedo alternativamente, pero no para que vayan combinadas ferocidades y dulzuras, ni se aparecen serpientes con aves, corderos con tigres.
Frecuentemente, a principios solemnes y que prometían grandes cosas se le cosen uno o dos remiendos de púrpura para que reluzcan a lo lejos; se describe el bosque sagrado y el altar de Diana, el recorrido de presusora agua por alegres campiñas, o el Rin, o el arco-iris; pero de momento no era ése su lugar. Quizá sepas representar un ciprés, mas ¿ de qué vale ello al hombre que ha pagado para que se le le pinte nadando hacia su salvación, rota su nave y desesperanzando? Comenzóse a modelar un ánfora; ¿por qué del correr del torno sale un cántaro? En una palabra, que sea ello lo que se quiera, pero que al menos sea simple y uno.
La mayoria de los poetas, padre y jóvenes dignos de tal padre, somos engañados por la apariencia del bien. Me afano en ser breve, me hago oscuro; nervio y aliento faltan al que persigue la ligereza; otro, buscando lo sublime, cae en la ampulosidad; se arrastra en la tierra el prudente en exceso y el temeroso de la tempestad; el que desea trocar un tema sencillo con prodigios, pinta un delfín en los bosques, un jabalí en las olas. El evitar un fallo lleva, si se carece de arte, a un vicio. En el derredor de la escuela de Emilio, un escultor, en su taller de la planta baja, esculpirá las uñas e imitará la sedosidad de los cabellos en bronce, estéril artesano, en suma, ya que no sabrá componer, no querría ser ese hombre más que vivir con nariz deforme lllamando la atención con mis ojos y con mis cabellos negros.
Emprended los que escribís un tema adecuado a vuestras fuerzas y reflexionad largo tiempo acerca de qué rechazan o qué aceptan llevar vuestros hombros.


Horacio, Poéticas, Madrid, Editora Nacional, col. Biblioteca de la literatura y el pensamiento universales, 1984, págs. 123-124. Seleccionado por Olga Domínguez Martín, segundo de Bachillerato, curso 2011-2012.

Odisea "Canto XI", Homero

       Cuando hubimos llegado a la nave, alcanzada la orilla, en las ondas divinas botamos primero la nave y en el negro navío arbolamos el palo y las velas y embarcamos las reses y luego embarcamos nosotros, pero estábamos tristes, llorando muchísimas lágrimas. No tardó, tras la nave de proa azulada, en enviarnos un leal compañero en la brisa que henchía las velas, Circe, diosa dotada de voz y de crespos cabellos. Puesto ya el aparejo en su sitio en la nave, nosotros nos sentamos, y el viento y piloto llevaron la nave.

       Todo el día la nave viajera singló a toda vela, y se puso ya el sol y la sombra veló los caminos al llegar al confín del Océano de aguas profundas donde se halla la tierra y ciudad de los hombres cimerios, entre nieblas y nubes; son hombres a quienes los rayos explendentes del Sol no deslumbran jamás en la vida, ni siquiera al subir a los cielos poblados de estrellas ni tampoco al bajar de los dielos buscando la tierra: subre tales cuitados se extiende una noche de muerte. Arribamos allí, en tierra firme varamos, y luego nos llevamos las reses, siguiendo el perfil del Océano, hasta haber alcanzado aquel punto indicado por Circe.

       Perimedes y Euríloco asieron entonces las víctimas, saqué luego de junto a mi muslo la espada agudísima, abrí entonces un hoyo que un codo por lado tenía y vertí entorno de él tres ofrendas por todos los muertos: la primera con leche y con miel, la segunda con vino, la tercera con agua y vertí blanco polvo de harina,invoqué a los muertos al fin, a sus cabezas inanes, prometiendo matar, ya en Ítaca, una vaca infecunda, la mejor, y quemarla en la pira con ricas ofrendas; por Tiresias sacrificaría un carnero bien negro y sin mancha, el que más destacara entre todos mis hatos. Invocando ya el pueblo excelente de todos los muertos, tomé entonces las reses y las degollé sobre el hoyo, y la sangre corrió con oscuro vapor; del Erebo ascendieron, reunidas , las sombras de muchos difuntos: novias y jovenzuelos y ancianos que muchos sufrieron y muchachas con penas recientes en sus corazones y varones heridos por lanzas de punto de bronce, a los que Ares motó y cuyas armas aún sangre tenían; una turba agitábase en torno del hoyo, gritando de manera espantosa, y entonces sentí verde miedo.


Homero, Odisea, Barcelona, ed. Océano, 1995, págs 169 y 170.
Seleccionado por Luis Francisco Galindo Cano, Segundo de bachillerato, curso 2011-2012.