lunes, 17 de febrero de 2014

La montaña mágica, capítulo IV "Compra necesaria", Thomas Mann

COMPRA NECESARIA


       -¿Qué?¿Ya se ha acabado el verano?-preguntó Hans Castorp, ironicamente, a su primo el tercer día.
       El tiempo había cambiado de un modo terrible.
       El segundo día completo pasado por el visitante allá arriba fue de un esplendor verdaderamente estival. El azul profundo del cielo brillaba por encima de las copas puntiagudas de los abetos; la aldea, en el fondo del valle, resplandecía, bajo una claridad que se había hecho vibratil, por el calor, mientras el tintineo de las esquilas de las vacas que pacían en la hierba corta y tibia de las praderas animaba el aire con una alegría dulcemente contemplativa.
       A la hora del desayuno las señoras habían aparecido ya con ligeras blusas de lino: algunas de ellas incluso con los brazos al aire, lo que no sentaba igualmente bien a todas. La señora Stoehr, por ejemplo, no resultaba muy favorecida; sus brazos eran demasiado esponjosos y la transparencia del vestido no le sentaba demasiado bien.
       Los señores del sanatorio habían tenido tambien en cuenta el espléndido tiempo para elegir sus trajes. Las chaquetas de alpaca y de hilo  habían hecho su aparición y Joachim se puso unos pantalones de franela de color marfil y una chaqueta azul,combinación que daba a su cuerpo un aire completamente militar. En lo que se refiere a Settembrini, había manifestado sin duda repetidas veces su intención de cambiar de traje.
       - ¡Qué diablo!- exclamómientras se paseaba, después del lunch, en compañía de los primos, por una de las calles de la aldea-. ¡Cómoquema el sol; será necesario ponerse ropa ligera!
       Pero, a pesar de que había dicho esto completamente convencido, continuó llevando su larga levita de anchas solapas y sus pantalones a cuadros. Sin duda no tenía más prendas que éstas.
       Mas, al tercer día, se hubiera dicho que la Naturaleza había sido cambiada y que todo orden había sido transformado. Hans Castorp no podía creer aquello. Fue después de la comida; desde hacía veinte minutos estaba entregado a la cura de reposo, cuando el sol se ocultó rápidamente; feas y turbias nubes surgieron por encima de las cúspides y un viento extranjero, frío, que penetraba hasta la medula de los huesos como si llegase de regiones glaciales y desconocidas, comenzó a barrer de pronto el valle; la temperatura descendió y se inauguró un nuevo régimen.
       -Nieve- dijo la voz de Joachim, detrás de la mampara de  cristales.
       -¿Qué quieres decir con eso de "nieve"?- preguntó Hans-. Supongo que no supondrás que ahora va a nevar.
       -Seguramente- contestó Joachim-. Ya conocemos este viento. Cuando hace su aparición, podemos tener la seguridad de que nos pasearemos en trineo.
       -Eso es idiota- manifestó Hans Castorp-. Si no me equivoco, nos hallamos a principios de agosto.


La montaña mágica, Thomas Mann. Capítulo IV; pags 98 y 99. Editorial: Plaza y Janes, Barcelona, 1987, tercera edición. Seleccionado por: Natalia Sánchez Martín. Curso: Segundo de bachillerato.

El escarabajo de oro y otros cuentos, Edgar Allan Poe


  EXTRAORDINARIOS CRÍMENES 

      "Esta madrugada, alrededor de las tres, los habitantes del  quartier Saint-Roch fueron despertados por una serie de espantosos gritos que parecían proceder del cuarto piso de una casa de la rue Morgue, ocupada, según se dice, por una tal madme L´Espanaye y su hija, mademoiselle Camille L´Espanaye. Después de algún tiempo empleado en infractuosos esfuerzos para poder penetrar buenamente en la casa, se forzó la puerta de entrada con una palanca de hierro, y entraron ocho o diez vecinos acompañados de dos gendarmes. En ese momento cesaron los gritos; pero en cuanto aquellas personas llegaron apresuradamente  al primer rellano de la escalera, se distinguieron dos o más voces ásperas que parecían disputar violentamente y proceder de la parte alta de la casa. Cuando la gente llegó al segundo rellano, cesaron también aquellos rumores y todo permaneció en absoluto silencio. Los vecinos recogieron todas las habitaciones precipitadamente. Al llegar, por último, a una gran sala situada en la parte posterior del cuarto piso, cuya puerta hubo de ser forzada por estar cerrada interiormente con llave, ofreciéndose a los circunstantes un espectáculo que sobrecogió sus ánimos, no solo de horror, sino también de asombro.
       
       "Hallábase la habitación en violento desorden, rotos los muebles y diseminados en todas direcciones. No quedaba más lecho que la armadura de una cama, cuyas partes habían sido arrancadas y tiradas por el suelo. Sobre una silla se encontró una navaja barbera manchada de sangre.Había en la chimenea dos o tres largos y abundantes mechones  de pelo cano, empapados en sangre y que parecían haber sido arrancados de raíz. Sobre el suelo se encontraron cuatro napoleones, un zarcillo adornado con topacio, tres grandes cucharas de plata, tres cucharillas de métal d´Alger y dos sacos conteniendo, aproximadamente, cuatro mil francos en oro. En un roncón halláronse los cajones de un bureau abiertos, y al parecer, saqueados, aunque quedaban en ellos algunas cosas.

Decamerón, Giovanni Boccaccio.


       Y cuando la iglesia vino y la iglesia quedó desembarazada, pusieron el cuerpo en una sepultura de mármol muy hermosa, en una capilla muy noble que allí había. Y luego, al día siguiente, la gente de la ciudad (ya que, según vemos, el pueblo común se mueve con gran devoción hacia las cosas nuevas y extrañas) vino allí, hombres y mujeres, y comenzaron a encender candelas ante el sepulcro, y a hacer allí sus oraciones, pidiendo ayuda a sus necesidades. Y tanto creció la fama de su santidad y devoción, que ninguno había que se hallase en alguna adversidad y tribulación, que a otro santo se encomendase, sino a Ser Ciapelleto, y llamáronle San Serciapelleto, afirmando que Dios mostraría por él muchos milagros.
       Así, pues, como se ha contado, vivió y murió Ser Ciapelleto de Prato, y fue tenido por santo, como se ha dicho. Y yo no quiero negar que sea posible, que fuese bienaventurado ante la mirada del Señor piados, porque, a pesar de que su ida fuese malvada, en aquel estrecho punto de la hora postrimera de su fin pudo, por gracia de Nuestro Señor, tener tanta contrición, y tal, que fuese recibido en la gloria del paraíso.
        Pero, porque esto es oculto y muy oscuro a nosotros, juzgando según lo que manifiesto pareció de su vida y fin, según se ha contado, yo juzgo que su desventurada ánima debe estar en manos del diablo, antes que en el Paraíso. Y si así es, puédese conocer cuán grande es la benignidad de Dios para con nosotros, la cual no calando nuestra ceguedad e ignorancia, sino a la puridad de nuestra fe, se complace oír nuestros ruegos, poniendo entre nosotros y Él, por medianero, a un enemigo suyo, al que creemos amigo, como si a un santo hombre nos encomendásemos. Y por lo tanto, para que Él por su gracia y misericordia en la presente adversidad nos guarde y salve, y nos conserve esta alegre compañía, alabemos y bendigamos su glorioso nombre, en el cual hemos comenzado nuestro relato, y a Él encomendando nuestras necesidades estemos seguros de ser oídos y remediados.



          Giovanni Boccaccio, Decamerón, 1995, Andres Bello, ed.3, pág. 49       
          Seleccionado por Paula Sánchez Gómez, Segundo de Bachillerato, curso 2013-2014.

Los Lusíadas, Camoes

   Verás mi patrio amor, nunca impulsado
por codicia, pues puro, ennoblecido,
mi solo premio es verme consagrado
como cantor de mi paterno nido.
Oye y verás el nombre sublimado
de aquellos que por rey os han tenido,
y encontrarás, señor, más excelente
que en el mundo mandar, regir tal gente.

    En mi canto a las glorias lusitanas
no encontrarás hazañas mentirosas,
fantásticas, fingidas y tan vanas
cual de las antiguas Musas engañosas.
Verdades cantaré tan soberanas
que exceden a las otras fabulosas
del brevo Rodamonte y Ruggiero
y de Orlando, aunque fuese verdadero.

     En cambio encontrarás a Nuno fiero
que hizo al reino y al rey tan gran servicio;
don Egas y don Fúas, que de Homero
por cantarlos la cítara codicio;
y por los Doce Pares darte quiero
los Doce de Inglaterra y su Magricio;
y doy también a aquel ilutre Gama
que es un segundo Eneas por su fama.

     Si en nosotros buscáis algo que alcanza
de Carlomagno o César la memoria,
ved al primer Alfonso, cuya lanza
hace oscura cualquier extraña gloria;
mira al que dio a su reino confianza
con una inmensa y próspera victoria
o al otro Juan, invicto caballero,
o al cuarto y quino Alfonsos o al tercero.

     No dejarán mis versos olvidados
los que en reinos vecinos de la aurora
alcanzaron con sus hechos renombrados
vuestra bandera siempre vencedora:
valeroso Pacheco y los osados
Almeidas, cuya muerte el Tajo llora,
Albuquerque terrible, Castro fuerte,
y otros que no logró borrar la muerte.






Luis Vaz de Camoes, Los Lusiadas, Canto I, Editorial Planeta,
Móstoles(Madrid), 2000, página 5. Seleccionado por Adrián Hernández García, segundo de bachillerato, curso 2013-2014

Fausto, Johann W. Goethe.

                                                UNA LLANURA

       FAUSTO.-Verse encerrada en una triste prisión, víctima de la miseria y de la desesperación. ¡Quién lo creyera! ¡Pobre y angelical criatura! ¿Yo soy la causa de que como vil criminal te veas consumida en un oscuro calabozo donde te aguardan terribles suplicios! ¡Cobarde impostor, infame espíritu, ¿por qué me lo ocultabas? Habla y no muevas con rabia tus ojos diabólicos, pues ya sabes cuanto me repugna tu presencia. Estaba sola en la cárcel, expuesta a una miseria irreparable, sin más apoyo que el del espíritu del mal que juzga sin tener alma; y, entre tanto, tú procurabas distraerme con estúpidas fiestas, ocultándome su mortal angustia, para que careciese de todo auxilio.
       MEFISTÓFELES.-No es la primera que se ha visto en semejantes apuros.
       FAUSTO -¡Maldito animal, detestable monstruo! ¡Espíritu infinito y eterno, dale otra vez su primera forma de perro, bajo la cual tanto se complacía acompañarme de noche, solo para atropellar al viajero y arrojarse sobre él, después de haberle derribado! Vuelve a darle su forma favorita para que cuando ante mí salte sobre la arena pueda yo aplastarle. ¡No es la primera! Me causa horror imaginar que hayan caído tantas almas en ese abismo de miseria. ¿Por qué la primera en su agonía lenta y terrible no borrö la falta de todas las demás a los ojos de la eterna misericordia? La miseria de aquella sola hace estremecerse la médula de mis huesos, y tu sonríes con indiferencia ante la desgracia de tantas otras.
         MEFISTÓFELES -Estamos en el límite de nuestra inteligencia, y, como a todo hombre, se te trastorna el juicio. ¿Por qué no formáis, pues, causa común con nosotros, si no podéis soportar después las consecuencias de nuestra unión? ¡Quieres volar y no te previenes contra el vértigo! ¿No eres tú el que me llamaste?
       FAUSTO.-Me horrorizas cada vez que te veo rechinar de este modo. Grande y sublime espíritu que te me apareciste, tú que conoces mi corazón y mi alma, ¿por qué me encadenaste con este miserable que sólo se complace con los desastres y la muerte?
         MEFISTÓFELES.-¿Has terminado?
       FAUSTO.-Sálvala si no quieres que caiga sobre ti por miles de años la más espantosa de las maldiciones.
     

       Johann W. Goethe, Fausto, ed. EDAF, Madrid, 1985, páginas 144-145. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.



Aventuras de Robinson Crusoe, Daniel Defoe


                                        Capítulo VII


       Observaciones acerca del movimiento de las estaciones.-Me convierte en cestero.-Segunda excursión.-Cojo un papagayo.-Nuevos descubrimientos.-Mi vuelta,inquietudes y dificultades.-Me hago alfarero.-Construcción de una piragua.-Mal cálculo, trabajo perdido.

       Comencé a observar el movimiento regular de cada estación lluviosa o seca, y aprendí a preverlas y a tomar las precauciones necesarias; pero ese estudio me costó caro, y lo que voy a referir es una de las experiencias que me desanimó más. He dicho ya que había conservado un poco de cebada y arroz que había crecido casi de un modo milagroso; poco más o menos, tendría unas treinta espigas de arroz y unas veinte de cebada. Creí que pasada la estación de las lluvias sería el momento propicio para sembrar, entrando el Sol en el solsticio de verano y alejándose de mí.
      Cavé, pues, el mejor modo que pude y supe con mi azadón de madera un trozo de tierra, en la cual hice dos divisiones, y empecé a sembrar el grano. Afortunadamente, en medio de la operación se me ocurrió que sería conveniente no sembrarlo todo la primera vez, pues ignoraba cuál fuera estación más propia para la siembra; no aventuré, pues más que las dos terceras partes de mi grano, reservando poco más de un puñada de cada especie.
      Fue una sabia precaución. De todo lo que había sembrado no germinó ni un solo grano, porque los meses siguientes formaban parte de la estación seca, y se hallaba la tierra privada de agua y faltó la humedad necesaria para germinar la semilla. Nada, pues, germinó entonces; pero cuando vino la estación lluviosa, vi crecer esos granos como si acabara de sembrarlos.
      Viendo que mi primera siembra había tenido tan mal éxito, y comprendiendo que la sequía era la única causa, busqué un terreno húmedo para hacer el segundo ensayo. Cavé una pieza de tierra cerca de mi tienda,  y sembré el resto de grano en el mes de febrero, un poco antes del equinoccio de primavera. Esta siembra, humedecida con las aguas de marzo y abril, salió perfectamente y dio muy buena cosecha, cerca de un celemín, mitad de arroz y mitad de cebada. Por lo demás, aquella prueba me había hecho un experto en la materia : yo sabía ya cuando era necesario sembrar, y había descubierto que podía hacer en el año dos siembras y dos recolecciones.
       Mientras que mi trigo crecía, hice un descubrimiento, que después me fue de mucha utilidad. Tan pronto como pasaron las lluvias y el tiempo comenzó a ser bueno, que fue hacia el mes de noviembre, hice una visita a mi casa de verano. Después de una ausencia de varios meses, lo encontré en el mismo estado que lo había dejado. No sólo se conserva en buen estado la doble empalizada que había formado, sino que las estacas que había cortado de algunos árboles cercanos habían echado largas ramas, como habría podido suceder con los sauces que se hubiesen podado de nuevo. Ignoro el nombre de los árboles de donde había cortado las estacas. Sorprendido y encantado de ver la rapidez con la que habían crecido aquellos jóvenes árboles, los podé lo mejor que me fue posible. Es difícil dar idea de su belleza al cabo de tres años : aunque el nuevo cercado tenía cerca de veinticinco varas de diámetro, aquellos árboles, pues ya podía darles este nombre, formaron pronto una sombra bastante espesa para guarecerme en ellas durante las épocas de los calores.






Daniel Defoe, Aventuras de Robinsón Crusoe, capítulo VII, colección austral, Madrid, 1981, páginas 98-99.
 Seleccionado por Laura Tovar García, segundo de bachillerato, curso 2013-2014