lunes, 25 de abril de 2016

La línea de sombra, Conrad Joseph

                                                         La línea de sombra
                                           
                                                                       I
   
      Sólo los jóvenes conocen momentos semejantes. No quiero decir los muy jóvenes, no. Los muy jóvenes, a decir verdad, carecen de momentos. Vivir los días por anticipado, en esa magnífica continuidad de esperanza que ignora toda pausa y toda introspección, es el privilegio de la primera juventud.
      Cierra uno tras de sí la puertecilla de su infancia y penetra en un jardín encantado, cuyas mismas sombras guardan un resplandor de promesas. Cada recodo del sendero ofrece su seducción. Y no porque se trate de un país sin descubrir, pues de sobra sabe uno que toda la humanidad ha seguido ese camino. Es el encanto de una experiencia universal, de la que esperamos obtener una sensación extraordinaria y personal, la revelación de un fragmento de nuestro propio yo.
       Emocionados y expectantes, caminamos reconociendo los límites marcados por nuestros predecesores, y aceptando tal como se presentan la buena suerte y la mala - estando a las duras y a las maduras, como reza el dicho-, el pintoresco destino común que tantas posibilidades guardan para quien las merece o tiene la fortuna de su parte. Sí; uno camina y el tiempo también camina,  hasta que uno advierte ante sí una línea de sombra, señal de que también habrá que dejar atrás la región de la temprana juventud.
        Es el período de la vida en el que suelen producirse esos momentos de que hablaba. ¿Cuáles? ¡Cuáles van a ser! Son momentos de hastío, de cansancio, de descontento; momentos de inconsciencia. Es decir, esos momentos en que los todavía jóvenes tienden a comer actos irresponsables, como un matrimonio repentino o el abandono injustificado de un empleo.
         Esta no es una historia conyugal. No, no fue tan terrible como eso. Mi acto, por atolondrado que fuese, tuvo más bien en el carácter de un divorcio, casi de una deserción. Sin motivo alguno que pudiera justificarme, arrojé mi empleo por  la borda, abandoné el barco en que servía, barco del que lo peor que podía decirse es que era de vapor y quizá, por lo tanto, sin derecho a esa fidelidad ciega que... Pero de nada sirve disculpar un acto que incluso en aquel momento me pareció un simple capricho.
          Sucedió en un puerto de Oriente. Era un barco oriental, puesto que estaba inscrito en aquel puerto. Traficaba entre islas sombrías, por un mar azul sembrado de arrecifes, con el rojo pabellón ondeando a popa y, en palo mayor, la enseña de nuestra compañía naviera, roja también, pero con un ribete verde y una media luna blanca.

       Conrad Joseph, La línea de sombra, Madrid, Anaya, 1989, 219
       Seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez, primero de bachillerato, 2016/2017.



Las flores del mal, Charles Baudelaire

LVIII

CANCIÓN DE SIESTA

     Aunque tus cejas malignas
te den un aspecto raro
que no es propio de un ángel,
bruja de ojos tentadores,

     frívola mía, te adoro,
oh mi terrible pasión,
con la devoción que siente
un sacerdote por su ídolo.

     Los desiertos y los bosques
aroman tus trenzas ásperas,
y hay en tu rostro expresiones
del enigma y del secreto.

     Ronda el perfume tu carne
como en torno a un incensario,
y hechizas como el crepúsculo,
ninfa tenebrosa y cálida.

     ¡Ah, los filtros más intensos
no son como tu pereza,
y dominas la caricia
que resucita a los muertos.

     Hay amor en tus caderas
por tu espalda y por tus pechos,
y cautivas los cojines
con tus lánguidas posturas.

     A veces para calmar
tu misterioso furor,
prodigas, siempre muy seria,
la mordedura y el beso;

     me desgarras, oh morena,
con una risa burlona,
y ojos suaves como lunas
posas sobre el corazón.

     Bajo el zapato de raso,
bajo tus pies hechos seda,
pongo toda mi alegría,
lo que es mi genio y destino,

     el alma mía curada
por ti, oh luz y color.
¡Oh caluroso estallido
en mi Siberia negrísima!


     Charles Baudelaire, Las flores del malBarcelona, Editorial Planeta, Clásicos Universales Planeta, 1987, pág. 83-84.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez ,Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

Casa de muñecas, Henrik Ibsen

HELMER.-Eres una criatura singular. Lo mismito que tu padre. Te ingenias a maravilla para proporcionarte dinero; pero, apenas lo consigues, se te escurre entre los dedos y no averiguas jamás en qué lo has invertido. En fin, hay que tomarte conforme eres. Lo llevas en la sangre. Sí, Nora, esos rasgos son hereditarios, indudablemente.
NORA.-¡Bien quisiera yo haber heredado algunas cualidades de papá!
HELMER.-Y yo te quiero tal cual eres, alondra mía adorada. Pero escucha: hoy tienes un aire distinto, un aire desconcertante...
NORA.-¿Yo?
HELMER.-Sí, tú. Mírame con fijeza a los ojos (NORA  le mira.) ¿No habrá hecho la golosilla alguna escapatoria en la ciudad?
NORA.-No. ¿Por qué me lo preguntas?
HELMER.-¿De veras no habrá metido la golosilla su nariz en la confitería?
NORA.-No, Torvaldo; te lo aseguro.
HELMER.-¿Ni siquiera habrá husmeado algún dulce?
NORA.-Ni por asomo.
HELMER.-¿Ni ronchado una o dos almendras?
NORA.-Y tanto que no; te lo confirmo.
HELMER.-Bueno, bueno; estaba de broma.
NORA (Acercándose a la mesita de la derecha).-No me asaltaría la menor intención de hacer algo que te disgustara. Puedes estar bien seguro de ello.
HELMER.-De sobra me consta. ¿No me has dado tu palabra? (Se acerca a NORA.) ¡Ea!, reśervate para ti tus secretitos de Navidad, que ya los descubriremos esta noche cuando se encienda el árbol.
NORA.-¿Te has acordado de invitar al doctor Rank a cenar?
HELMER.-No, ni es necesario, puesto que está al corriente. Por lo demás, le invitaré dentro de un rato, cuando venga. He encargado un buen vino. No puedes imaginarte, Nora, con qué ilusión aguardo a que llegue la noche.
NORA.-Yo también. ¡Y cuánta alegría van a sentir los niños, Torvaldo!
HELMER.- Reconforta pensar que ha logrado una gozar de una situación estable, garantizada, para vivir con holgura. ¡Cómo tranquiliza pensarlo!
NORA.-Por supuesto, es maravilloso, igual que un sueño.
HELMER.-¿Recuerdas la Navidad pasada? Desde tres semanas antes te encerrabas hasta la medianoche larga, a fin de confeccionar flores para el árbol de Navidad y darnos numerosas sorpresas. ¡Uf!, ha sido la época más aburrida desde que tengo memoria.
NORA.-Pues yo no me aburría en modo alguno.
HELMER.-Y bastante deplorable fue el resultado, Nora.

Henrik Ibsen, Casa de muñecas, Madrid, Unidad Editorial, Colección Millenium, 1999, pág. 16-17.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez ,Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

lunes, 18 de abril de 2016

Otra vuelta de tuerca, Henry James

                                                                             1
     Recuerdo que en los siguientes días mi espíritu se vio embargado por una sucesión de altibajos. Después de aceptar su oferta, recuerdo que pasé dos días en Londres con una gran intranquilidad. Todas mis dudas resurgían de nuevo y estaba casi convencida de haber cometido una gran equivocación. En este estado de ánimo subí a la diligencia que habría de conducirme, después de varias horas de un viaje traqueteante, hasta una posada en el camino, donde alguien me esperaba. Efectivamente, un elegante simón se hallaba estacionado en la puerta del albergue. Y una vez acomodada en él, partimos por sendas campestres que, con su estival fragancia, hicieron que mi espíritu reviviera. La llegada a la villa fue mucho más grata de lo que yo había esperado. Recuerdo aún la agradable impresión que produjo en mí su amplia fachada, sus ventanas abiertas, las cortinas estremecidas al viento y las dos criadas que entre ellas se asomaban. Recuerdo el césped y las alegres flores que lo cubrían y el crujido de las ruedas al detenerse sobre la gravilla y las altas copas de los árboles sobre las que trazaban círculos y graznaban las cornejas. Todo ello tenía un aire muy diferente al del humilde hogar en el que me había criado, y en aquel momento apareció en la puerta una persona distinguida que llevaba de la mano a una niña y que me hizo una reverencia como si yo fuera una ilustre visitante. Realmente, la idea que yo me había hecho de aquel lugar era mucho más sórdida. A la vista de tan elegante mansión, aumentó aún más la estima en la que ya tenía a su propietario.
      Las primeras horas que pasé en aquella casa no pudieron ser más felices. En seguida caí bajo el embrujo de aquella pequeña criatura que acompañaba a la señora Grose y que habría de ser mi nueva alumna. Era la niña más adorable que yo jamás había conocido y recuerdo que me pregunté a mí misma por qué el caballero no me había hablado de ella con más entusiasmo. Recuerdo también que aquella noche dormí muy poco-estaba demasiado nerviosa después de tan calurosa acogida-. Todo me sorprendía: la inmensa habitación que me habían concedido, una de las mejores de la casa, el gran lecho que casi resultaba fastuoso con sus cortinajes bordados, los grandes espejos en los que podía contemplarme, por primera vez en mi vida, de cuerpo entero, y tantas otras cosas, que  apenas podía dar crédito a mis ojos.


   Henry James, Otra vuelta de tuerca, Madrid, Anaya, 1999, 190
   Seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez, primero de bachillerato, 2016/2017

Las aventuras de Tom Sawyer, Mark Twain

Capítulo II

     Llegó la mañana del sábado y el mundo estival apareció luminoso, fresco y rebosante de vida. En cada corazón resonaba un canto, y si el corazón era joven, la música subía hasta los labios. Todas las caras parecían alegres, y los cuerpos, anhelosos de movimiento. Las acacias estaban en flor y su fragancia sturaba el aire.
     El monte Cardiff, al otro lado del pueblo, y alzándose por encima de él, estaba todo cubierto de verde vegetación y lo bastante alejado para parecer como una deliciosa tierra prometida que invitaba al reposo y al ensueño.
     Tom apareció en la calle con un cubo de lechada y una brocha atada en la punta de una pértiga. Echó una mirada a la cerca y la naturaleza perdió toda su alegría, y una aplanadora tristeza descendió sobre su espíritu. ¡Treinta varas de valla de nueve pies de altura! Le pareció que la vida era vana y sin objeto y la existencia una pesadumbre. Lanzando un suspiro, mojó la brocha y la pasó a lo largo del tablón más alto; repitió la operación; la volvió a repetir; comparó la insignificante franja enjalbegada con el vasto continente de cerca sin encalar, y se sentó sobre el boj, descorazonado. Jim salió a la puerta haciendo cabriolas, con un balde de cinc y cantando «Las muchachas de Buffalo». Acarrear agua desde la fuente del pueblo había sido siempre a los ojos de Tom cosa aborrecible; pero entonces no le pareció así. Se acordó de que allí no faltaba compañía. Allí había siempre rapaces de ambos sexos, blancos, mulatos y negros, esperando vez, y entretanto halgazaneaban, hacían cambios, reñían, se pegaban y bromeaban. Y se acordó de que, aunque la fuente sólo distaba ciento cincuenta varas, jamás estaba de vuelta Jim con un balde de agua en menos de una hora, y aun entonces era porque alguno había tenido que ir en su busca. Tom le dijo:
     - Oye, Jim: yo iré a traer el agua si tú encalas un pedazo.
     Jim sacudió la cabeza y contestó:
     - No puedo, amo Tom. El ama vieja me ha dicho que tengo que traer el agua y no entretenerme con nadie. Ha dicho que se figuraba que el amo Tom me pediría que encalase, y que lo que tenía yo que hacer era andar listo y no ocuparme más que de lo mío...
     - No te importe lo que haya dicho, Jim. Siempre dice lo mismo. Déjame el balde y no tardo ni un minuto. Ya verás cómo no se entera.
     - No me atrevo, amo Tom. El ama me va a cortar el pescuezo. ¡De veras que sí!
     - ¿Ella?... Nunca pega a nadie. Da capirotazos con el dedal, y eso ¿a quién le importa? Amenaza mucho, pero aunque hable no hace daño, a menos que se ponga a llorar. Jim, te daré una canica. Te daré una de las blancas.
     Jim empezó a vacilar.
     - Una blanca, Jim, y es de primera.
     - ¡Anda! ¡De ésas se ven pocas! Pero tengo un miedo muy grande al ama vieja.
     Pero Jim era débil, de carne mortal. La tentación era demasiado fuerte. Puso el cubo en el suelo y cogió la canica. Un instante después iba volando calle abajo con el cubo en la mano y un gran escozor en las posaderas; Tom enjalbegaba con furia, y la tía Polly se retiraba del campo de batalla con una zapatilla en la mano y el brillo de la victoria en los ojos.

Mark Twain, Las aventuras de Tom Sawyer, Madrid, Unidad Editorial, Colección Millenium, 1999, pág. 17-18.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez ,Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

lunes, 11 de abril de 2016

Cuentos, Edgar Allan Poe

                                 La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall

  Según los informes que llegan de Rotterdam, esta ciudad parece hallarse en alto grado de excitación intelectual. Han ocurrido allí fenómenos tan inesperados, tan novedosos, tan diferentes de las opiniones ordinarias, que no cabe duda de que a esta altura toda Europa debe estar revolucionada, la física conmovida, y la astronomía dándose de puñadas.
   Parece ser que el día... de... (ignoro la fecha exacta), una vasta multitud se había reunido, por razones que no se mencionan, en la gran plaza de la Bolsa de la muy ordenada ciudad de Rotterdam. La temperatura era excesivamente tibia para la estación y apenas se movía una hoja; la multitud no perdía su buen humor por el hecho de recibir algún amistoso chaparrón de cuando en cuando, proveniente de las enormes nubes blancas profusamente suspendidas en la bóveda azul del firmamento. Hacía melodía, sin embargo, se advirtió una notable agitación entre los presentes; restalló el parloteo de diez mil lenguas; un segundo más tarde, diez mil caras estaban vueltas hacia el cielo, diez mil pipas caían simultáneamente de la comisura de diez bocas, y un grito sólo comparable al rugido del Niágara resonaba larga, poderosa y furiosamente a través de la ciudad y los alrededores de Rotterdam.
   No tardó en descubrirse la razón  de este alboroto. Por detrás de la enorme masa de una de las nubes perfectamente delineadas que ya hemos mencionado, vióse surgir con toda claridad, en un espacio abierto de cielo azul, una sustancia extraña, heterogénea pero aparentemente sólida, de forma tan singular, de composición tan caprichosa, que escapaba por completo a la comprensión, aunque no a la admiración de la muchedumbre de robustos burgueses que desde abajo la contemplaban boquiabiertos.
  ¿Que podía ser? En nombre de todos los diablos de Rotterdam, ¿qué pronosticaba aquella aparición? Nadie lo sabía


        Edgar Allan Poe, Cuentos, Madrid, Alianza, 1983, 521.
        Seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez, Primero de Bachillerato, 2015/2016

La obra, Émile Zola

-¡Ah!, nosotros, ¿ves?, amigo, nos hemos librado.
     Entonces le asaltaron otros recuerdos que hacían latir aceleradamente sus corazones, los bonitos días al aire libre y a pleno sol que habían vivido allí, fuera del colegio. Desde pequeños, a partir de sexto, los tres inseparables habían sentido pasión por las largas caminatas. Aprovechando la menor oportunidad, se iban a hacer lenguas, más enardecidos a medida que crecían, hasta que acabaron por recorrer la región entera, y eran unos viajes que duraban a menudo varios días. Y se acostaban a la buena de Dios por el camino, en la concavidad de una roca o en una empedrada cálida aún, donde la paja de trigo trillado les hacían de blanda yacija, en alguna casa de labor abandonada, cuyo suelo enladrillado recubrían con un lecho de tomillo y de lavanda. Eran huidas lejos el mundo, una absorción instintiva en el seno de la buena Madre Naturaleza, una adoración irracional de chiquillos por los árboles, las aguas, los montes, por aquella alegría sin límites de estar solos y de ser libres.
     Dubuche, que era interno, no se unían a los otros dos más que por vacaciones. Tenía, por lo demás, las piernas pesadas, la carne adormecida del buen empollón. Pero Claude y Sandoz eran infatigables, iban cada domingo a despertarse a las cuatro de la noche lanzándose piedras en las persianas. En verano, sobre todo, soñaban con la Viorne, el torrente cuyo delgado hilo de agua baña las praderas bajas de Plassans. Contaban apenas doce años y ya sabían nadar; y era apasionante chapotear en el fondo de los pozos, donde se remansaba el agua, pasar allí días enteros, completamente desnudos, secándose en la abrasadora arena para volver a zambullirse a continuación, vivir en el río, tumbados de espaldas o boca abajo, rebuscando entre las hierbas de las orillas, hundiéndose en él hasta las orejas y acechando durante horas los escondites de las anguilas. Aquel continuo baño de agua pura que les templaba a plena luz del día prolongaba su infancia, provocaba sus frescas risas de pilluelos que hacen novillos, cuando, vueltos ya unos jóvenes más formales, volvía, a la ciudad con el molesto calor abrasador de las noches de julio. Luego, andando el tiempo, se aficionaron a la caza, pero a la caza tal como se practica en aquella región sin caza, seis leguas hechas para matar media docena de papafigos, temibles expediciones de las que regresaba a menudo con el morral vacío, con algún murciélago imprudente abatido a la entrada del arrabal cuando descargaban sus escopetas. Sus ojos se humedecían al simple recuerdo de aquellas caminatas interminables: volvían a ver los blancos caminos, hasta el infinito, cubiertos de una capa de polvo, como si de una densa nevada se tratase: los seguían siempre sin descanso, felices de oír crujir sus zapatones, luego atajaban a campo traviesa por unas tierras rojas, ferruginosas, donde seguían siempre adelante; y con un cielo plomizo, sin una sombra, sólo los olivos enanos y almendros de ralo follaje; y, en cada recodo, la delicioso modorra provocada por el cansancio, la fanfarronada triunfal de haber caminado más incluso que la vez anterior, el gusto de sentirse llevar y de avanzar sólo simple inercia, dándose ánimos con alguna terrible canción de soldado que les acunaba como desde el fondo de un sueño.


            Émile Zola, La obra, Barcelona, Penguin Clásicos, ed. 20, 2007, pág 88
            Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016

El escarabajo de oro, Edgar Allan Poe

  Acompañé a mi amigo, con el corazón apesadumbrado. A cosa de las cuatro nos pusimos en el camino Legrand, Júpiter, el perro y yo. Júpiter cogió la guadaña y las azadas. Insistió en cargar con todo ello, más bien me pareció por temor a dejar una de aquellas herramientas en manos de su amo que por un exceso de celo o de complacencia. Mostraba un humor de perros, y estas palabras, «condenado escarabajo», fueron las únicas que se escaparon de sus labios durante el viaje. Por mi parte, estaba encargado de un par de linternas, mientras Legrand se había contentado con el scarabaemus, que llevaba atado al extremo de un trozo de cuerda; lo hacía girar de un lado para otro, con un aire de nigromante, mientras caminaba. Cuando observaba yo aquel último y supremo síntoma del trastorno mental de mi amigo, no podía apenas contener las lágrimas. Pensé, no obstante, que era preferible acceder a su fantasía, al menos por el momento, hasta que pudiese yo adoptar algunas medidas más energéticas con una probabilidad de éxito. Entre tanto, intenté, aunque en vano, sondearle respecto al objeto de la expedición. Habiendo conseguido inducirme a que le acompañase, parecía mal dispuesto a entablar conversación sobre un tema de tan poca importancia, y a todas mis preguntas no les concedía otra respuesta que un «ya veremos».
   Atravesamos en una barca la ensenada en la punta de la isla, y trepando por los altos terrenos de la orilla del continente, seguimos la dirección noroeste, a través de una región sumamente salvaje y desolada, en la que no se veía rastro de un pie humano. Legrand avanzaba con decisión, deteniéndose solamente algunos instantes, aquí y allá, para consultar ciertas señales que debía de haber dejado él mismo en una ocasión anterior.
  Caminamos así cerca de dos horas, e iba a ponerse el sol, cuando entramos en una región infinitamente más triste que todo lo que habíamos visto antes. Era una especie de meseta cercana a la cumbre de una colina casi inaccesible, cubierta de espesa arboleda desde la base a la cima y sembrada de enormes bloques de piedra que parecían esparcidos en mezcolanza sobre el suelo, como si muchos de ellos se hubieran precipitado a los valles inferiores sin la contención de los árboles en que se apoyaban. Profundos barrancos, que se abrían en varias direcciones, daban un aspecto más lúgubre al paisaje.
  La plataforma natural sobre la cual habíamos trepado estaba tan repleta de zarzas, que nos dimos cuenta muy pronto que sin la guadaña nos hubiera sido imposible abrirnos paso. Júpiter, por orden de su amo, se dedicó a despejar el camino hasta el pie de un enorme tulípero que se alzaba, entre ocho o diez robles, sobre la plataforma, y que los sobrepasaba a todos, así como a los árboles que había yo visto hasta entonces, por la belleza de su follaje y la majestad general de su aspecto. Cuando hubimos llegado a aquel árbol, Legrand se volvió hacia Júpiter y le preguntó si se creía capaz de trepar por él.

Edgar Allan Poe, El escarabajo de oro y otros cuentos, Madrid, Anaya, 1990, pág. 47-49. 
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

viernes, 8 de abril de 2016

Romeo y Julieta, William Shakespeare

Romeo: ¡Lo haré por mi fe! ... Veamos de cerca esa cara ... ¡El pariente de Mercutio! ¡El noble conde de Paris! ... ¿Qué me decía mi criado durante el viaje, cuando mi alma, en medio de sus tempestades, no le atendía? Creo que me contaba que París se iba a casar con Julieta ... ¿No era eso lo que dijo, o lo he soñado? ¿O es que estoy tan loco que oyéndole hablar de Julieta imaginé tal cosa? ... ¡Dame la mano, tú que, como yo, has sido inscrito en el libro funesto de la desgracia! ¡Yo te enterraré en una tumba triunfal! ¿Una tumba? ¡Oh, no; una linterna, joven víctima! Porque aquí descansa Julieta, y su hermosura transforma esta cripta en un regio salón de fiestas, radiante de luz. (Colocando a Paris en el mausoleo). ¡Muerte, un muerto te entierra! ... ¡Cuántas veces, cuando los hombres están a punto de expirar, experimentan un instante de alegria al que llaman sus enfermeros el relámpago precursor de la muerte! ¡Oh! ¿Cómo puedo llamar a esto un relámpago? ¡Oh! ¡Amor mío! ¡Esposa mía! ¡La muerte que ha saboreado el néctar de tu aliento, ningún poder ha tenido aún sobre tu belleza! ¡Tú no has sido vencida! ¡La enseña de la hermosura ostenta todavía su carmín en tus labios y mejillas, y el pálido estandarte de la muerte no ha sido enarbolado aquí! ... Teobaldo, ¿eres tú quien yace en esa sangrienta mortaja? ¡Oh! ¿Qué mayor favor puedo hacer por ti que, con la mano que segó en flor tu juventud, tronchar la del que fue tu adversario? ¡Perdóname, primo mío! ¡Ah! ¡Julieta querida! ¿Por qué eres aún tan bella? ¿Habré de creer que el fantasma incorpóreo de la muerte se ha prendado de ti y que ese aborrecible monstruo descarnado te guarda en estas tinieblas, reservándote para manceba suya? ¡Así lo temo, y por ello permaneceré siempre a tu lado, sin salir jamás de este palacio de noche sombría! ¡Aquí, aquí quiero quedarme con los gusanos, doncellas de tu servídumbre! ¡Oh! ¡Aquí fijaré mi eterna morada, para librar a esta carne, hastiada del mundo, del yugo del mal influjo de las estrellas! ... ¡Ojos míos, lancen su última mirada! ¡Brazos, den su último abrazo! Y ustedes, ¡oh, labios!, puertas del aliento, sellen con un legítimo beso el pacto sin fin con la acaparadora muerte. (Cogiendo el frasco del veneno) ¡Ven, amargo conductor! ¡Ven, guía fatal! ¡Tú, desesperado piloto, lanza ahora de golpe, para que vaya a estrellarse contra las duras rocas tu maltrecho bajel, harto de navegar! (Bebiendo) ¡Brindo por mi amada! ¡Oh, sincero boticario!, ¡tus drogas son activas! ... Así muero ..., ¡con un beso! ... (Muere).


William Shakespeare, Romeo y Julieta,
http://www.elalmanaque.com/biblioteca/Shakespeare%20-%20Romeo%20y%20Julieta.pdf 
seleccionado por Paola Moreno Díaz, segundo de bachillerato, curso 2015-2016

La letra escarlata, Nathaniel Hawthorne

Continuamente, y de mil maneras, experimentaba los innumerables tormentos que para ella había ideado la sentencia imperecedera del tribunal puritano. Los ministros del altar se detenían en medio de la calle para dirigirle palabras de exhortación, que atraían una multitud implacable alrededor de la pobre pecadora. Si entraba en la iglesia los domingos, confiada en la misericordia del Padre Universal, era con frecuencia, por su mala suerte, para verse convertida en el tema del sermón. Llegó a tener un verdadero terror de los niños, que habían concebido, gracias a las conversaciones de sus padres, una vaga idea que había algo horrible en esa triste mujer que se deslizaba silenciosa por las calles de la población, sin otra compañía que su única niña. Por lo tanto, dejándola al principio pasar, la perseguían después a cierta distancia con agudos chillidos pronunciando una palabra cuyo sentido exacto no podían ellos comprender, pero que no por eso era menos terrible para Ester, por venir de labios que la emitían inconscientemente. Parecía indicar una difusión tal de su ignominia, como si esta fuera conocida de toda la naturaleza; y no le habría causado pesar mas profundo si hubiera oído a las hojas de los árboles referirse entre sí la sombría historia de su caída, y a las brisas del verano contarla entre susurros, o a los ábregos del invierno proclamarla con sus voces tempestuosas. Otra especie de tortura peculiar que experimentaba la pobre mujer era cuando veía un nuevo rostro, cuando personas extrañas fijaban con curiosidad las miradas en la letra escarlata, lo que ninguna dejaba de hacer y era para ella como si le aplicasen un hierro candente al corazón. Entonces apenas podía contener el impulso de cubrir el símbolo fatal con las manos, aunque nunca llegó a hacerlo. Pero las personas acostumbradas a contemplar aquel signo de ignominia, podían hacerla sufrir también intensa agonía. Desde el primer momento en que la letra formó parte integrante de su vestido, Ester había experimentado el terror secreto que un ojo humano estaba siempre fijo en el triste emblema: su sensibilidad en ese particular, lejos de disminuirse con el tiempo, era cada vez mayor, merced al tormento cotidiano que sufría.

Nathaniel Hawthorne, La letra escarlata, https://www.google.es/search?q=moby+dick+pdf&rlz=1C1VSNC_enES609ES612&oq=moby+dick+pdf&aqs=chrome..69i57.5618j0j4&sourceid=chrome&ie=UTF-8#q=la+letra+escarlata+pdf. Seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.

Cromwell, Victor Hugo

       Digámoslo en voz alta. Ha llegado el tiempo en que la libertad, como la luz, penetrando por todas partes, penetra también en las regiones del pensamiento. Es preciso inutilizar por inservibles las teorías, las poéticas y los sistemas. Hagamos caer la antigua capa de yeso que ensucia la fachada del arte. No debe haber ya ni reglas ni modelos; o mejor dicho, no deben seguirse más que las reglas generales de la naturaleza, que se ciernen sobre el arte, y las leyes especiales que cada composición necesita, según las condiciones propias de cada asunto. Las primeras son interiores y eternas, y deben seguirse siempre; las segundas son exteriores y variables, y sólo sirven una vez.           Las primeras son las vigas de carga que sostienen la casa, y las segundas son los andamios que sirven para edificarla y que se hacen de nuevo para cada edificio; unas son el esqueleto y otras la vestidura del drama. Estas reglas, sin embargo, no están escritas en los tratados de poética. El genio, que adivina más que aprende, extrae para cada obra las primeras reglas del orden general de las cosas, las segundas del conjunto aislado del asunto, que trata, no como el químico que enciende el hornillo, sopla el fuego, calienta el crisol, analiza y destruye, sino como la abeja, que vuela con alas de oro, se posa sobre las flores y extrae la miel, sin que los cálices pierdan su brillo ni las corolas su perfume.


        Victor Hugo, Cromwell, Barcelona, Vicens Vives, ed. 2, pág. 25
        Seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.

Moby Dick, Melville

     Hace unos años —no importa cuánto hace exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, calladamente, me meto en el barco. No hay nada sorprendente en esto. Aunque no lo sepan, casi todos los hombres, en una o en otra ocasión, abrigan sentimientos muy parecidos a los míos respecto al océano. 
    Ahí tenéis la ciudad insular de los Manhattos, ceñida en torno por los muelles como las islas indias por los arrecifes de coral: el comercio la rodea con su resaca. A derecha y a izquierda, las calles os llevan al agua. Su extremo inferior es la Batería, donde esa noble mole es bañada por olas y refrescada por brisas que pocas horas antes no habían llegado a avistar tierra. Mirad allí las turbas de contempladores del agua.
    Pasead en torno a la ciudad en las primeras horas de una soñadora tarde de día sabático. Id desde Corlears Hook a Coenties Slip, y desde allí, hacia el norte, por Whitehall. ¿Qué veis? Apostados como silenciosos centinelas alrededor de toda la ciudad, hay millares y millares de seres mortales absortos en ensueños oceánicos. Unos apoyados contra las empalizadas; otros sentados en las cabezas de los atracaderos; otros mirando por encima de las amuradas de barcos arribados de la China; algunos, en lo alto de los aparejos, como esforzándose por obtener una visión aún mejor hacia la mar. Pero ésos son todos ellos hombres de tierra; los días de entre semana, encerrados entre tablas y yeso, atados a los mostradores, clavados a los bancos, sujetos a los escritorios. Entonces ¿cómo es eso? ¿Dónde están los campos verdes? ¿Qué hacen éstos aquí?  


       Melville, Moby Dick, Barcelona, Vicens Vives, ed. 9, pág. 89                               
       Seleccionado por Julia Mateos Gutiérrez, segundo de bachillerato, curso 2015-2016.

Las olas, Virginia Woolf




—Te vi pasar delante de la cabaña del jardinero —dijo Bernardo— y te oí gemir— «Soy desdichada». Neville y yo estábamos construyendo barcos de madera, pero al verte, dejé a un lado mi cuchillo. Tengo los cabellos en desorden porque cuando Mrs. Constable me dijo que me los peinara, vi a una mosca cogida en una telaraña y me pregunté: «¿Debo libertar a la mosca? ¿Dejaré que se la coma la araña?» Así es como me atraso siempre. Mis cabellos están despeinados y estas virutas de madera se han adherido a ellos. Al oír que gemías, te seguí y te vi depositar sobre las raíces tu pañuelo, en el cual habías anudado tu furor y tu odio. Pero todo pasará. Nuestros cuerpos están muy próximos ahora. Tú escuchas mi respiración. Al mismo tiempo, ves a aquel escarabajo que arrastra una hoja sobre su dorso, corriendo de un lado a otro. En idéntica forma mientras lo observas, tu deseo de poseer un objeto único (que en este momento es Luis) debe oscilar, como la luz que penetra y sale por entre las hojas de las hayas. Más tarde, las palabras que se mueven oscuramente, en las profundidades de tu cerebro, romperán este nudo de dureza enrollada en tu pañuelo.

—Yo amo y odio —dijo Susana—. Yo no deseo sino una sola cosa. Mis ojos son hoscos. Los ojos de Jinny brillan con millares de luces. Los ojos de Rhoda son como esas flores pálidas a las cuales se acercan las mariposas al atardecer. Los tuyos son como agua que sube hasta la superficie y nunca se derrama. Pero yo estoy ya lanzada sobre mi pista. Mis ojos ven los insectos en el césped y aun cuando mi madre toda, vía teje calcetines y cose delantales para mí, a pesar de que soy todavía una niña, sé amar y aborrecer.

—Pero mientras permanecemos sentados así, muy próximos —dijo Bernardo—, nuestras palabras nos funden al uno en el otro. Y entre ambos, formamos una especie de territorio impregnable. —Veo el escarabajo —dijo Susana—. Es negro: lo veo es verde: lo veo. Yo estoy atada con palabras cortas, monosilábicas. Tú, en cambio, te echas a vagar con las tuyas a la aventura: te escapas: subes cada vez más alto, con palabras y más palabras hilvanadas en frases. —Y ahora, vamos a explorar a nuestro alrededor —dijo Bernardo—. Allá abajo, entre los árboles, hay una casa blanca. Nos hundiremos como los nadadores que rozan el fondo con las puntas de sus pies, nos sumergiremos a través de la atmósfera verde de las hojas. A medida que corramos, iremos sumergiéndonos, Susana. Las olas se cierran sobre nosotros, las hojas de las hayas se entrecruzan por encima de nuestras cabezas. Se ven relucir los punteros dorados del reloj de las caballerizas. Allí está el techo de la casa grande. Las botas de caucho del mozo de cuadra resuenan en el patio de Elvedon. «Ahora, descendemos por entre las copas de los árboles hasta el suelo. El aire no agita ya sobre nosotros sus tristes olas púrpuras. Estamos tocando tierra; hollamos el suelo. Aquél es el cerco del
jardín de las señoras, donde ellas salen a pasearse al mediodía y a cortar rosas con sus tijeras. Ahora estamos en el bosquecillo rodeado de una muralla. Esto es Elvedon. Yo he visto letreros en los cruces de caminos con un brazo que señalaba: «A Elvedon». Nadie había llegado jamás hasta aquí. Los helechos
despiden un olor fuerte y debajo de ellos crecen hongos rojos. Hemos despertado a las cornejas soñolientas que jamás han visto una figura humana y hollamos glándulas podridas que el tiempo ha tornado res- balosas y rojas. Un círculo de murallas rodea este bosque: nadie viene jamás aquí. ¡Escucha!… Ese ruido sordo es el de un sapo gigantesco que brinca entre los matorrales; aquel crujido es el de una piña prehistórica que cae entre los helechos y va a pudrirse  allí.

Seleccionado por María Alegre Trujillo, Segundo de bachillerato.Curso 2015-2016.

La gaviota, Anton Chejov


Acto primero 

 NINA (a Trigorin)- ¿Verdad que es una obra extraña?
 TRIGORIN- No he comprendido nada. De todos modos, he visto la representación con agrado.
 Usted ha declamado con mucha sinceridad. También la decoración era magnífica. (Pausa.) Debe de
 haber muchos peces en este lago.
 NINA- Sí.
 TRIGORIN- Me gusta pescar con caña. Para mí
 no hay mayor placer que sentarme al caer de la tarde
 a la orilla y contemplar el flotador.
 NINA- Pero yo me figuro que para quien ha experimentado el placer de la creación artística, los
 demás placeres ya no cuentan.
 ARKÁDINA (riéndose)- No hable de este modo.
 Cuando le dicen palabras agradables, eso le perjudica.
 SHAMRÁIEV- Recuerdo que en el teatro de la
 Opera de Moscú, una vez el famoso Silva cantó el
 do de bajo. Como hecho adrede, aquel día ocupaba
 un asiento de gallinero un bajo de los que cantan en
 la capilla sinodal. De pronto, figúrense ustedes, cuál
 no sería nuestra sorpresa, oímos que gritan desde el
 gallinero: "¡Bravo.  Silva!". ¡una octava entera más
 baja!... Algo así como (con voz de bajo): "¡Bravo,  Silva!"… Nos quedamos petrificados. (Pausa)
 DORN- Ha pasado un ángel silencioso volando.
 NINA- He de irme. Adiós.
 ARKÁDINA- ¿ Adónde? ¿Adónde ha de irse
 tan pronto? No la dejaremos marchar.
 NINA- Papá me espera.
 ARKÁDINA- ¡Qué hombre, la verdad!... (Se besan.) Bueno, qué le vamos a hacer. Es una pena dejarla           marchar, es una pena.
 NINA- ¡Si supiera cuánto siento tener que irme!
 ARKÁDINA- ¿Y si alguien la acompañara, pequeña mía?
 NINA (asustada)- ¡Oh, no, no!
 SORIN (a Nina, suplicante)- ¡Quédese!
 NINA- No puedo, Piotr Nikoláievich.
 SORIN- Quédese una  horita, eso es. Qué le
 cuesta, la verdad...
 NINA (después de reflexionar un instante, con lágrimas
 en los ojos)- ¡Imposible! (Le estrecha la mano y se va rápidamente.)
 ARKÁDINA- La verdad, es una chica desgraciada. Dicen que su difunta madre, al morir, legó a
 su esposo su enorme fortuna, hasta el último kopek,
 y esta muchacha se ha quedado sin nada, pues el
 padre ya lo ha legado todo a su segunda mujer. Es
 indignante.

Anton Chejov, La gaviota,  http://www.edu.mec.gub.uy/biblioteca_digital/libros/c/Chejov,%20Anton%20-%20La%20gaviota.pdf
Seleccionado por Laura Agustín Críspulo. Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016

Werther, Goethe

   «Reina en mi espíritu una alegría admirable, muy parecida a las dulces alboradas de la primavera, de que gozo aquí con delicia. Estoy solo, y me felicito de vivir en este país, el más a propósito para almas como la mía, soy tan dichoso, mi querido amigo, me sojuzga de tal modo la idea de reposar, que no me ocupo de mi arte. Ahora no sabría dibujar, ni siquiera hacer una línea con el lápiz; y, sin embargo, jamás he sido mejor pintor Cuando el valle se vela en torno mío con un encaje de vapores; cuando el sol de mediodía centellea sobre la impenetrable sombra de mi bosque sin conseguir otra cosa que filtrar entre las hojas algunos rayos que penetran hasta el fondo del santuario, cuando recostado sobre la crecida hierba, cerca de la cascada, mi vista, más próxima a la tierra, descubre multitud de menudas y diversas plantas; cuando siento más cerca de mi corazón los rumores de vida de ese pequeño mundo que palpita en los tallos de las hojas, y veo las formas innumerables e infinitas de los gusanillos y de los insectos; cuando siento, en fin, la presencia del Todopoderoso, que nos ha creado a su imagen, y el soplo del amor sin limites que nos sostiene y nos mece en el seno de una eterna alegría; amigo mío, si los primeros fulgores del alba me acarician, y el cielo y el mundo que me rodean se reflejan en mi espíritu como la imagen de una mujer adorada, entonces suspiro y exclamo: «¡Si yo pudiera expresar todo lo que siento! ¡Si todo lo que dentro de mí se agita con tanto calor, con tanta exuberancia de vida, pudiera yo extenderlo sobre el papel, convirtiendo éste en espejo de mi alma, como mi alma es espejo de Dios!» Amigo... Pero me abismo y me anonada la sublimidad de tan magníficas imágenes.»

      Johann Wolfgang von Goethe, Werther, http://www.edu.mec.gub.uy/biblioteca_digital/libros/g/Goethe%20-%20Werther.pdf.
      Seleccionado po Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.

Las aventuras de Tom Sayer, Mark Twain




–¡Tom! 
Silencio.
–¡Tom!
Silencio.
–Pero ¿dónde se habrá metido este crío? ¡Tom!
La buena mujer se bajó las gafas y miró por encima de ellas recorriendo toda la estancia; después se las puso en la frente y miró por debajo. Pocas veces, o prácticamente ninguna, miraba a través de ellas para ver algo tan insignificante como un chiquillo; aquellas gafas eran todo un lujo, su mayor orgullo; eran más un adorno que un objeto útil, pues no habría visto mejor mirando a través de un par de tapaderas de cocina. 

Parecía perpleja y no enfurecida, pero sí lo bastante alto como para que la oyeran los muebles, dijo: 

–Muy bien, pues te aseguro que si te pongo la mano encima te…

No acabó la frase porque en aquel momento estaba agachada, hurgando debajo de la cama con una escoba, con lo que necesitaba todo el aliento para sus escobazos. No obstante, lo único que logró fue desenterrar al gato.

–¡En mi vida he visto un chico tan revoltoso!
Fue hasta la puerta y allí se detuvo recorriendo con la mirada las tomateras y los matorrales silvestres que constituían el jardín. 

Ni rastro de Tom. Así pues, alzó suficientemente la voz y gritó: 

–¡Tom! ¡Eh, Tom!
Oyó tras ellas un ligero ruido y se dio la vuelta al instante para atrapar al chiquillo por el borde de la chaqueta e impedirle que huyera.

–¡Te pillé! ¿Cómo no se me había ocurrido pensar en la despensa? ¿Qué estabas haciendo ahí dentro?

–Nada

–¿Nada? ¡Mírate las manos! ¡Mírate la boca! ¿Con qué te has ensuciado?

–Y yo qué sé, tía.

–Pues yo sí lo sé. Con mermelada, con eso te has pringado. Te he dicho cuarenta veces que si no dejas en paz la mermelada te haré trizas. ¡Acércame aquella vara!
La vara se agitó en el aire. El peligro era inminente.

–¡Oh! ¡Mire detrás de usted, tía!
La buena mujer giró en redondo, recogiéndose las faldas para esquivar el peligro; en ese mismo instante, el chiquillo escapó: se encaramó a la alta valla de madera y desapareció.
La tía Polly permaneció un instante sorprendida y después se echó a reír suavemente.



Mark Twain, Las Aventuras de Tom Sayer, www.biblioteca.org.ar
Seleccionado por Maria Alegre Trujillo , Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016

Orgullo y prejuicio, Jane Austen


     Por más que la señora Bennet, con la ayuda de sus hijas, preguntase sobre el tema, no conseguía sacarle a su marido ninguna descripción satisfactoria del señor Bingley. Le atacaron de varias maneras: con preguntas clarísimas, suposiciones ingeniosas, y con indirectas; pero por muy hábiles que fueran, él las eludía todas. Y al final se vieron obligadas a aceptar la información de segunda mano de su vecina lady Lucas. Su impresión era muy favorable, sir William había quedado encantado con él. Era joven, guapísimo, extremadamente agradable y para colmo pensaba asistir al próximo baile con un grupo de amigos. No podía haber nada mejor. El que fuese aficionado al baile era verdaderamente una ventaja a la hora de enamorarse; y así se despertaron vivas esperanzas para conseguir el corazón del señor Bingley. ––Si pudiera ver a una de mis hijas viviendo felizmente en Netherfield, y a las otras igual de bien casadas, ya no desearía más en la vida le dijo la señora Bennet a su marido. 
      Pocos días después, el señor Bingley le devolvió la visita al señor Bennet y pasó con él diez minutos en su biblioteca. Él había abrigado la esperanza de que se le permitiese ver a las muchachas de cuya belleza había oído hablar mucho; pero no vio más que al padre. Las señoras fueron un poco más afortunadas, porque tuvieron la ventaja de poder comprobar desde una ventana alta que el señor Bingley llevaba un abrigo azul y montaba un caballo negro.
Poco después le enviaron una invitación para que fuese a cenar. Y cuando la señora Bennet tenía ya planeados los manjares que darían crédito de su buen hacer de ama de casa, recibieron una respuesta que echaba todo a perder. El señor Bingley se veía obligado a ir a la ciudad al día siguiente, y en consecuencia no podía aceptar el honor de su invitación. La señora Bennet se quedó bastante desconcertada. No podía imaginar qué asuntos le reclamaban en la ciudad tan poco tiempo después de su llegada a Hertfordshire; y empezó a temer que iba a andar siempre revoloteando de un lado para otro sin establecerse definitivamente y como es debido en Netherfield. Lady Lucas apaciguó un poco sus temores llegando a la conclusión de que sólo iría a Londres para reunir a un grupo de amigos para la fiesta. Y pronto corrió el rumor de que Bingley iba a traer a doce damas y a siete caballeros para el baile. Las muchachas se afligieron por semejante número de damas; pero el día antes del baile se consolaron al oír que en vez de doce había traído sólo a seis, cinco hermanas y una prima. Y cuando el día del baile entraron en el salón, sólo eran cinco en total: el señor Bingley, sus dos hermanas, el marido de la mayor y otro joven. 

Jane Austen, Orgullo y prejuicio,                                                                           http://www.edu.mec.gub.uy/biblioteca_digital/libros/a/Austen,%20Jane%20-                   %20Orgullo%20y%20prejuicio.pdf. Seleccionado por Julia Mateos Gutiérrez, segundo de bachillerato, curso 2015-2016.  

lunes, 4 de abril de 2016

De ratones y hombres, John Steinbeck

       Un extremo de la gran cuadra estaba hasta los topes de heno nuevo, y sobre el montón colgaba el aparejo de cuatro ganchos suspendido de su polea. El heno bajaba como la ladera de una montaña hasta el otro extremo, donde había un espacio llano hasta ahora sin cubrir con la nueva cosecha. A los lados estaban los pesebres, y entre sus tablas se podían distinguir las cabezas de los caballos.
       Era domingo por la tarde. Los caballos, en descanso, mordisqueaban los manojos de heno que les quedaban, pateaban, mordían la madera del pesebre y hacían sonar las cadenas de los ronzales. El sol entraba a franjas por las grietas de la cuadra y proyectaba rayas de de luz en el heno. Había un zumbido de moscas en el aire: el bordoneo perezoso de la tarde.
       Del exterior llegaban los golpes metálicos de las herraduras contra el clavo del juego y los gritos de los hombres tirando, animando, abucheando. Pero en la cuadra había silencio y bordoneo y pereza y calor.
       Sólo Lennie estaba allí; y Lennie se hallaba sentado en el heno junto a un cajón de embalar debajo de un pesebre, en el extremo de la cuadra que no habían llenado de heno. Lennie, sentado en la yerba, contemplaba un cachorrillo muerto que yacía delante de él. Lo estuvo mirando largamente; después alargó su manzana  y empezó a acariciarlo; lo acariciaba todo entero, de la cabeza al rabo.
       -¿Por qué te has muerto? -le dijo al cachorrillo-. No eres como un ratón de pequeño. No te he dado con fuerza -levantó la cabeza del animalito y lo miró a la cara; y añadió-: Ahora George no me va a dejar cuidar los conejos, si se entera de que te has muerto.
       Hizo un hoyito, lo depositó en él, y lo cubrió con heno para que no lo vieran; pero siguió mirando el montoncito que acababa de hacer. Dijo:
       -Esto no es una trastada para ir a esconderme en la maleza. ¡Ni hablar! Le diré a George que lo he encontrado muerto.
       Desenterró el cachorrito, lo examinó, y lo acarició de las orejas a la cola. Y prosiguió pesaroso:
       -Pero se enterará. George siempre se entera. Dirá «Has sido tú. No intentes engañarme». Y luego dirá: «¡Ahora, por haberlo hecho, no cuidarás los conejos!»

       John Steinbeck, De ratones y hombres, Barcelona, Vicens Vives, 1994, pág 88, Selecionado por Coral García Domínguez, Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

viernes, 1 de abril de 2016

La educación sentimental, Gustave Flaubert

Una mañana del mes de diciembre, cuando se dirigía al curso de práctica forense, creyó observar en la calle -Saint, Jacques más animación que de ordinario. Los estudiantes salían precipitadamente de los cafés, o, por las ventanas abiertas, se llamaban de una casa a otra; los tenderos, en las aceras, miraban con inquietud; se cerraban las contraventanas, y cuando llegó a la calle Soufflot vio una gran multitud alrededor del Panteón. Grupos desiguales de cinco a doce jóvenes se paseaban tomados del brazo y se acercaban a otros grupos mayores estacionados en diversos lugares; en el fondo de la plaza, junto a las verjas, unos hombres de blusa peroraban, mientras los guardias municipales, con el tricornio ladeado y las manos a la espalda, iban y venían a lo largo de las paredes haciendo resonar el pavimento con sus gruesas botas. Todos tenían un aire misterioso y turulato; algo se esperaba, evidentemente, y había en el borde de todos los labios una interrogación. Federico se encontró junto a un joven rubio, de rostro simpático, con bigote y perilla como un refinado de la época de Luis XIII. Preguntole por la causa de aquel desorden. -No sé nada ---contestó el otro-, ni tampoco ellos lo saben. ¡Es la moda del día! ¡Qué buena farsa! Y se echó a reír. Las peticiones para la Reforma que obligaban a firmar en la guardia nacional, juntamente con el empadronamiento Humann y otros acontecimientos producían desde hacía seis meses en París tumultos inexplicables, e incluso se repetían con tanta frecuencia que los diarios ya no hablaban de ellos. -Esto no tiene contorno ni color-continuó el vecino de Federico Tengo la impresión, señor, de que hemos degenerado. En la buena época de Luis XI, y aun en la de Benjamín Constant, había más rebeldía entre los estudiantes. Me parecen pacíficos como carneros, estúpidos como pepinillos e idóneos para horteras. ¡Pascua de Dios! ¡Y a esto se le llama juventud escolar! Y abrió ampliamente los brazos, como Federico Lemaître en Robert Macaire. -¡Juventud escolar, yo te bendigo!

Gustave Flaubert, La educación sentimental,  http://www.catedras.fsoc.uba.ar/varela/archivos/Flaubert.pdf.
Seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016-

Las aventuras de Oliver Twist, Charles Dickens

Cuando Oliver se despertó a la mañana siguiente, vio, sorprendido, que sus viejos zapatos habían desaparecido y que, en su lugar, se encontraban otros nuevos y lustrosos. No tardó mucho en entender tal cambio. -Esta noche irás a casa de Sikes -le dijo Fagin. No le dio ninguna explicación más y Oliver tampoco se atrevió a hacer preguntas. Pero antes de marcharse dejando de nuevo a Oliver solo en la casa, el ladrón le dijo: -Ahí tienes un libro para que lo leas mientras vienen a buscarte. Oliver cogió el libro; en él se contaban las vidas de grandes malhechores; eran relatos de espantosos crímenes que helaban la sangre, de asesinatos secretos y cadáveres escondidos. En un ataque de pavor, arrojó el libro lejos de él, se hincó de rodillas y empezó a rezar -¡Oh, Dios mío! ¡Líbrame de ser autor o víctima de crímenes tan espantosos! Estaba todavía en aquella postura, con la cabeza hundida entre las manos, cuando se sobresaltó al oír un leve ruido. -Tranquilo, Oli, soy yo, Nancy -dijo la muchacha con un susurro. -¿Qué te pasa, Nancy? Estás muy pálida. -¡Esta habitación es tan húmeda! -disimuló la muchacha, abrigándose con su manto-. Vamos. Te tengo que llevar a casa de B¡ll. Sin decir una palabra, Oliver se cogió de su mano y, tras un breve pero profundo silencio, Nancy respiró hondo y dijo: -Mina, Oliver, he intentado hacer algo por ti, pero ha sido en vano. Ahora no es el momento de escapar Te libré una vez de ser maltratado, y lo volveré a hacer pero esta vez debes portarte bien. Si no, sólo conseguirás perjudicarte a ti mismo, y también a mí. Luego, enseñándole unos cardenales que tenía en el cuello y en los brazos, añadió en voz muy baja: -¡Mira, Oliver! Todo esto lo he pasado por ti. Si pudiera ayudarte, lo haría, pero no tengo los medios.

Charles Dickens, Las aventuras de Oliver Twist, http://www.edu.mec.gub.uy/biblioteca_digital/libros/d/dickens,%20charles%20-%20oliver%20twist.pdf. Seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2015.

Los Novios, Alessandro Manzoni.


Capítulo XIV.
 —Te daré una razón, querido posadero mío, y lo entenderás. Si los bandos que hablan bien, en favor de los buenos  cristianos, no cuentan; tanto menos deben contar los que hablan mal. De modo que quita de ahí todos esos enredos, y trae en cambio otro frasco; porque éste está rajado —diciendo esto, lo golpeó ligeramente con los nudillos, y agregó—: Escucha, escucha, posadero, cómo suena a hueco. 
 También esta vez, Renzo, poco a poco, había atraído la atención de los que estaban a su alrededor: y también esta vez fue aplaudido por el auditorio. 
 —¿Qué debo hacer? —dijo el posadero, mirando a aquel desconocido, que no era tal para él. 
 —Vamos, vamos —gritaron muchos de los parroquianos—: tiene razón, ese joven: todo eso son vejaciones, trampas, estorbos: ley nueva hoy, ley nueva. 
 En medio de estos gritos, el desconocido, lanzando al posadero una ojeada de reproche, por aquel interrogatorio demasiado descubierto: 
 —Dejad que haga lo que le parece: no hagáis escenas. 
 —He cumplido con mi deber —dijo  el posadero en voz alta; y después para sí: 
 —Ahora estoy entre la espada y la pared. —Y cogió papel, pluma y tintero, el bando y el frasco vacío, para entregárselo al mozo. 
 —Trae del mismo —dijo Renzo—: que  lo encuentro bueno; y volvió a sentarse bajo la campana de la chimenea. «¡Pedazo de liebre!», pensaba, haciendo de nuevo arabescos en la ceniza: «¡En buenas manos has ido a caer!, ¡So asno! Si quieres ahogarte, ahógate; pero el posadero de la Luna llena no pagará los platos rotos por tus locuras.» 
 Renzo dio las gracias a su guía, y a todos los otros que se habían puesto de su parte. 
 —¡Bien por los amigos! —dijo—. Ahora veo que los hombres de bien se echan una mano, y se apoyan—. Luego, extendiendo la diestra en el aire por encima de la mesa, y adoptando otra vez la actitud de orador —¡Gran cosa —exclamó— que todos los que gobiernan el mundo, quieran meter en todo papel, pluma y tintero! ¡Siempre con la pluma en el aire! ¡Qué manía tienen esos señores de manejar la pluma! 
 —¡Eh, buen labriego! ¿Queréis saber por qué?  —dijo riendo uno de aquellos jugadores, que iba ganando. 
 —Oigámoslo —respondió Renzo.
Alessandro Manzoni, Los Novios,https://ysseg14.files.wordpress.com/2011/06/los-novios-alessandro-manzoni1.pdf,texto seleccionado por  Daniel Carrasco Carril, Segundo de Bachillerato, curso 2015-2016.

La hija del capitán, Alexandre Pushkin

CAPITULO II

El cochero puso los caballos a galope, pero no dejaba de mirar al este. Los caballos iban a buena marcha. Entre tanto, el viento iba siendo más fuerte por momentos. La nubecilla se había convertido en una nube blanca que se levantaba lentamente y crecía hasta cubrir poco a poco todo el cielo. Empezó a caer una nieve menuda, y de repente cayeron grandes copos. Aullaba el viento; había empezado la tormenta. En un instaste, el cielo se juntó con el mar de nieve. Todo desapareció.
-¡Señor!  -gritó el cochero ¡Estamos perdidos! ¡La tormenta!
Me asomé a la ventanilla de la kibitka todo era oscuridad y remolinos. El viento aullaba con una expresión tan feroz, que parecía un ser vivo; la nieve nos cubría a Savélich y a mi; los caballos se pusieron al paso y luego se pararon.
-¿Por qué no sigues?  -pregunté impaciente al cochero.
-¿Y para qué quiere que siga? -respondió bajando del pescante-. No sé ni dónde estamos; no hay camino, todo está oscuro.
Me puse a reñirle, pero Savélich le defendió:
-Todo ha sido por no hacernos caso  --decía malhumorado-. Ya estaba en la posada, habrías tomado té y dormido hasta mañana; la tormenta se habría calmado y podríamos seguir adelante. ¿Qué prisa tenemos? Ni que fuéramos a una boda.

Alexandre Pushkin, La hija del capitán, http://www.edu.mec.gub.uy/biblioteca_digital/libros/P/Pushkin,%20Alexander%20-%20La%20hija%20del%20capitan.pdf
Seleccionado por Laura Agustín Críspulo, Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.




Nuestra señora de París, Victor Hugo


IV LOS INCONVENIENTES DE IR TRAS UNA
BELLA MUJER DE NOCHE POR LAS CALLES
     Gringoire por lo que pudiera pasar, quiso seguir a la gitana. La había visto tomar, con su cabra, la calle de la Coutellerie y él había hecho lo mismo.
     -¿Y por qué no? -se dijo.
     Gringoire, filósofo práctico de las calles de París, se había dado cuenta de que nada es tan propicio al ensueño como seguir a una mujer bella sin saber a dónde va. Existe en esta abdicación voluntaria del libre albedrío, en esta fantasía, que a su vez se somete a otra fantasía, una mezcla de independencia fantástica y de obediencia ciega, un no sé qué intermedio entre la libertad y la esclavitud, que agradaba a Gringoire. En efecto, su espíritu era esencialmente mixto, complejo a indeciso, interesado en todos los temas y pendiente un poco de todas las propensiones humanas, pero neutralizando cada una de ellas con su contraria.
     Le gustaba compararse a la tumba de Mahoma, atraída en sentidos contrarios por dos piedras de imán, dudando eternamente entre lo alto y lo bajo, entre la bóveda y el suelo, entre la caída y la elevación entre, el cenit y el nadir.
     Si Gringoire viviera en nuestros días ¡qué bien sabría mantenerse en un término medio entre lo clásico y lo romántico!, pero no era lo suficientemente primitivo como para vivir trescientos años y era una lástima. Su ausencia es un vacío que hoy día lamentamos.
     Por otra parte, para seguir por las calles a los transeúntes (y sobre todo a las transeúntes), cosa que Gringoire hacía con cierta frecuencia, lo mejor es no saber en dónde va uno a dormir.
     Iba, pues, pensativo detrás de la muchacha, que aceleraba el paso y hacía ir al trote a su cabritilla al ver que la gente se recogía ya y que las tabernas, únicos establecimientos abiertos aquel día se iban cerrando.
     Después de todo, iba pensando Gringoire, en algún lugar tendrá que dormir y las gitanas suelen tener buen corazón. ¡Quién sabe si...!, y él llenaba esos puntos suspensivos con no se sabe muy bien qué ideas peregrinas.
     Sin embargo, de vez en cuando, al pasar junto a los últimos grupos de burgueses que se despedían ya para retirarse, cogía al vuelo algún retazo de sus conversaciones que venían a romper la lógica de sus optimistas hipótesis.
     A veces se trataba de dos viejos que comentaban...
     -Maese Thibaut Femicle, ¿sabéis que hace frío?
     ¡Gringoire lo sabía bien desde el comienzo del invierno!
     -Ya lo creo maese Bonifacio Disome. ¿Tendremos un invierno como el de hace tres años, el del 80, en el que la madera costó a ocho sueldos el haz?
     -¡Bah! ¡Eso no eso no fue nada, maese Thibaut! ¿Se acuerda de aquel invierno de 1407, que no paró de helar desde San Martín hasta la Candelaria? Lo hacía con tal fuerza que hasta la pluma del parlamento se helaba a cada tres palabras y por eso hubo que suspender las actuaciones de la justicia...
     Un poco más allá eran unas vecinas a la ventana, alumbradas con candiles que el viento hacía chisporrotear.
     -¿Vuestro marido os ha contado ya la desgracia, señora Boudraque?
     -No. ¿De qué se trata, señora Tourquant?
     -Del caballo del señor Gilles Godin, el notario del Châtelet, que se ha desbocado, al ver a los flamencos y la procesión, y ha tirado por los suelos a maese Philipot Avrillot, oblato de los celestinos.
     -¿De verdad?
     -Ya lo creo.
     -¡Un caballo burgués! ¡Quién lo iba a pensar! ¡Si al menos hubiera sido un caballo del ejército!
     Y se iban cerrando las ventanas y Gringoire, distraído con las conversaciones, perdía el hilo de sus ideas.
     Por suerte lo volvía a encontrar enseguida y enlazaba sin dificultad, gracias sobre todo a la bohemia que, con su cabra, marchaba por delante; eran dos delicadas finas y encantadoras criaturas, en las que admiraba sus pequeños pies, sus lindas formas, sus graciosos ademanes, confundiendo casi a las dos en su imaginación, al considerarlas mujeres por su inteligencia y su amistad y cabritillas por su ligereza y agilidad y por la destreza de sus andares.
     Las calles se iban haciendo cada vez más oscuras y solitarias. Hacía bastante tiempo que había sonado el toque de queda y sólo se veía ya, muy de cuando en cuando, a un transeúnte por las calles o una luz en las ventanas.
     Gringoire se había internado, siguiendo a la egipcia, en aquel dédalo inextricable de callejuelas, encrucijadas y callejones sin salida, que rodean el antiguo sepulcro de los inocentes y que se asemeja a un ovillo enmarañado por un gato.
     -Desde luego estas callejuelas tienen muy poca lógica -decía Gringoire, perdido en esos mil caminos, que venían a desembocar en ellos mismos, y que la joven daba la impresión de conocer tan bien, moviéndose entre ellos con pasos ligeros sin la más pequeña duda.
     En cuanto a él, no habría tenido la menor idea del lugar en donde se encontraba, si no hubiera sido porque, al paso, a la vuelta de una calleja, descubrió la masa octogonal de la picota del mercado, cuyo tejadillo abierto destacaba vivamente su silueta negra contra una ventana iluminada aún en la calle Verdelet.
     Hacía ya un ratito que la joven se había dado cuenta de que la seguían y varias veces había vuelto hacia él su cabeza con cierta preocupación. Incluso una vez se había parado en seco y, aprovechando un rayo de luz que se escapaba de la puerta entreabierta de una panadería, le había mirado fijamente de arriba a abajo.
     Después Gringoire había visto hacer a la gitana la mueca aquella que debía resultarle familiar, y había seguido su camino.
     La mueca dio que pensar a Gringoire pues había burla y desdén en aquel gesto, hasta cierto punto gracioso, y por eso comenzó a bajar la cabeza y a contar los adoquines, siguiendo a la joven a una distancia mayor cuando, al doblar una calle, en donde momentáneamente la había perdido de vista, oyó un grito penetrante.
     Apresuró el paso. La calle estaba totalmente a oscuras; sin embargo, una lamparita que ardía en una hornacina a los pies de la Virgen, en un rincón de la calle permitió a Gringoire distinguir a la gitana debatiéndose en los brazos de dos hombres que procuraban ahogar sus gritos. La cabritilla, asustada, bajaba los cuernos y se ponía a balar.
     -¡Socorro! ¡A mí la ronda! ¡Socorro, guardianes! -gritó Gringoire al mismo tiempo que se dirigía valientemente hacia allí. Uno de los que sujetaban a la joven se volvió hacia él; era la formidable figura de Quasimodo.
     Gringoire no emprendió la huida pero tampoco dio un paso más adelante.
     Quasimodo se llegó hasta él y de un revés lo lanzó a cuatro pasos contra el empedrado; luego se adentró rápidamente hacia la oscuridad llevándose a la joven bajo el brazo como si fuera un echarpe de seda, seguido de su compañero; mientras la pobre cabra corría tras ellos balando quejumbrosa.
     -¡Asesinos! ¡Socorro! -gritaba la desdichada gitana.
     -¡Alto ahí, miserables! ¡Soltad a esa mujer! -dijo con voz de trueno un caballero que surgió de repente de una plazuela próxima. Se trataba de un capitán de los arqueros, armado de pies a cabeza y con un espadón en la mano.
     Arrancó a la bohemia de los brazos de Quasimodo, estupefacto; la colocó de través en la silla de montar y en el momento en que el terrible jorobado, recuperado de la sorpresa, se lanzaba sobre él para recuperar a su presa, surgieron quince o más arqueros que seguían a su capitán armados todos con espadas.
     Se trataba de un escuadrón de la guardia real que hacía la contrarronda por orden de micer Roberto d'Estouteville, guardián del prebostazgo de París.
     Entre todos cercaron a Quasimodo, lo cogieron y lo ataron. Rugía, echaba espuma por la boca, mordía y, si no hubiera sido de noche, podemos estar seguros de que su horripilante cara, más repulsiva aún por hallarse encolerizado, habría puesto en fuga a todo el escuadrón. Pero, por la noche, carecía de su arma más temible; su fealdad.
     Su compañero se escabulló durante la refriega.
     La gitana se irguió con elegancia en la silla del oficial, apoyó sus dos manos en los hombros del capitán y le miró fijamente durante unos segundos, como encantada de su atractivo aspecto y de la ayuda que acababa de prestarle. Después, rompiendo a hablar la primera, le dijo haciendo más dulce aún su dulce voz:    -¿Cómo os llamáis, señor gendarme?
     -Capitán Febo de Cháteaupers para serviros, preciosa respondió el capitán irguiéndose.
     -Gracias -le dijo.
     Y mientras el capitán se entretenía atusándose su bigote a la borgoñona, ella se deslizó hasta el suelo, desde el caballo, como una flecha que cae a tierra y huyó tan rápidamente, que un relámpago habría tardado más en desvanecerse.
     -¡Por el ombligo del papa! -dijo apretando las ligaduras de Quasimodo-. A fe mía que habría preferido quedarme con la mozuela.
     -¡Qué queréis capitán! -dijo uno de los guardias-. La pájara ha levantado el vuelo pero nos queda el murciélago.

Victor Hugo, Nuestra señora de París, http://www.pdf-libros.com/2015/07/nuestra-senora-paris-pdf.html
Seleccionado por Clara Fuentes Gómez, Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016

Los miserables, Victor Hugo


V


Noche que deja entrever el día

Oyendo llamar a la puerta, Jean Valjean dijo con voz débil:
-Entrad, está abierto.
Aparecieron Cosette y Marius. Cosette se precipitó en el cuarto. Marius permaneció de pie en el umbral.
-¡Cosette! -dijo Jean Valjean y se levantó con los brazos abiertos y trémulos, lívido, siniestro, mostrando una alegría inmensa en los ojos.
Cosette, ahogada por la emoción, cayó sobre su pecho, exclamando:
-¡Padre!
Jean Valjean, fuera de sí, tartamudeaba:
-¡Cosette! ¡Es ella! ¡Sois vos, señora! ¡Eres tú! ¡Ah, Dios mío!
Y sintiéndose estrechar por los brazos de Cosette, añadió:
-¡Eres tú, sí! ¡Me perdonas, entonces!
Marius, bajando los párpados para detener sus lágrimas, dio un paso, y murmuró:
-¡Padre!
-¡Y vos también me perdonáis! -dijo Jean Valjean.
Marius no encontraba palabras y el anciano añadió:
-Gracias.
Cosette se sentó en las rodillas del anciano, separó sus cabellos blancos con un gesto adorable, y le besó la frente. Jean Valjean extasiado, no se oponía, y balbuceaba:
-¡Qué tonto soy! Creía que no la volvería a ver. Figuraos, señor de Pontmercy, que en el mismo momento en que entrabais, me decía: "¡Todo se acabó! Ahí está su trajecito; soy un miserable,y no veré más a Cosette". Decía esto mientras subíais la escalera. ¿No es verdad que me había vuelto idiota? No se cuenta con la bondad infinita de Dios. Dios dijo: "¿Crees que lo van a abandonar, tonto? No. No puede ser así. Este pobre viejo necesita a su ángel". ¡Y el ángel vino, y he vuelto a ver a mi Cosette, a mi querida Cosette! ¡Ah, cuánto he sufrido!

Victor Hugo, Los miserables, http://www.claseshistoria.com/general/pdf/miserables.pdf

Seleccionado por Laura Agustín Críspulo, Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016