lunes, 18 de abril de 2016

Otra vuelta de tuerca, Henry James

                                                                             1
     Recuerdo que en los siguientes días mi espíritu se vio embargado por una sucesión de altibajos. Después de aceptar su oferta, recuerdo que pasé dos días en Londres con una gran intranquilidad. Todas mis dudas resurgían de nuevo y estaba casi convencida de haber cometido una gran equivocación. En este estado de ánimo subí a la diligencia que habría de conducirme, después de varias horas de un viaje traqueteante, hasta una posada en el camino, donde alguien me esperaba. Efectivamente, un elegante simón se hallaba estacionado en la puerta del albergue. Y una vez acomodada en él, partimos por sendas campestres que, con su estival fragancia, hicieron que mi espíritu reviviera. La llegada a la villa fue mucho más grata de lo que yo había esperado. Recuerdo aún la agradable impresión que produjo en mí su amplia fachada, sus ventanas abiertas, las cortinas estremecidas al viento y las dos criadas que entre ellas se asomaban. Recuerdo el césped y las alegres flores que lo cubrían y el crujido de las ruedas al detenerse sobre la gravilla y las altas copas de los árboles sobre las que trazaban círculos y graznaban las cornejas. Todo ello tenía un aire muy diferente al del humilde hogar en el que me había criado, y en aquel momento apareció en la puerta una persona distinguida que llevaba de la mano a una niña y que me hizo una reverencia como si yo fuera una ilustre visitante. Realmente, la idea que yo me había hecho de aquel lugar era mucho más sórdida. A la vista de tan elegante mansión, aumentó aún más la estima en la que ya tenía a su propietario.
      Las primeras horas que pasé en aquella casa no pudieron ser más felices. En seguida caí bajo el embrujo de aquella pequeña criatura que acompañaba a la señora Grose y que habría de ser mi nueva alumna. Era la niña más adorable que yo jamás había conocido y recuerdo que me pregunté a mí misma por qué el caballero no me había hablado de ella con más entusiasmo. Recuerdo también que aquella noche dormí muy poco-estaba demasiado nerviosa después de tan calurosa acogida-. Todo me sorprendía: la inmensa habitación que me habían concedido, una de las mejores de la casa, el gran lecho que casi resultaba fastuoso con sus cortinajes bordados, los grandes espejos en los que podía contemplarme, por primera vez en mi vida, de cuerpo entero, y tantas otras cosas, que  apenas podía dar crédito a mis ojos.


   Henry James, Otra vuelta de tuerca, Madrid, Anaya, 1999, 190
   Seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez, primero de bachillerato, 2016/2017

Las aventuras de Tom Sawyer, Mark Twain

Capítulo II

     Llegó la mañana del sábado y el mundo estival apareció luminoso, fresco y rebosante de vida. En cada corazón resonaba un canto, y si el corazón era joven, la música subía hasta los labios. Todas las caras parecían alegres, y los cuerpos, anhelosos de movimiento. Las acacias estaban en flor y su fragancia sturaba el aire.
     El monte Cardiff, al otro lado del pueblo, y alzándose por encima de él, estaba todo cubierto de verde vegetación y lo bastante alejado para parecer como una deliciosa tierra prometida que invitaba al reposo y al ensueño.
     Tom apareció en la calle con un cubo de lechada y una brocha atada en la punta de una pértiga. Echó una mirada a la cerca y la naturaleza perdió toda su alegría, y una aplanadora tristeza descendió sobre su espíritu. ¡Treinta varas de valla de nueve pies de altura! Le pareció que la vida era vana y sin objeto y la existencia una pesadumbre. Lanzando un suspiro, mojó la brocha y la pasó a lo largo del tablón más alto; repitió la operación; la volvió a repetir; comparó la insignificante franja enjalbegada con el vasto continente de cerca sin encalar, y se sentó sobre el boj, descorazonado. Jim salió a la puerta haciendo cabriolas, con un balde de cinc y cantando «Las muchachas de Buffalo». Acarrear agua desde la fuente del pueblo había sido siempre a los ojos de Tom cosa aborrecible; pero entonces no le pareció así. Se acordó de que allí no faltaba compañía. Allí había siempre rapaces de ambos sexos, blancos, mulatos y negros, esperando vez, y entretanto halgazaneaban, hacían cambios, reñían, se pegaban y bromeaban. Y se acordó de que, aunque la fuente sólo distaba ciento cincuenta varas, jamás estaba de vuelta Jim con un balde de agua en menos de una hora, y aun entonces era porque alguno había tenido que ir en su busca. Tom le dijo:
     - Oye, Jim: yo iré a traer el agua si tú encalas un pedazo.
     Jim sacudió la cabeza y contestó:
     - No puedo, amo Tom. El ama vieja me ha dicho que tengo que traer el agua y no entretenerme con nadie. Ha dicho que se figuraba que el amo Tom me pediría que encalase, y que lo que tenía yo que hacer era andar listo y no ocuparme más que de lo mío...
     - No te importe lo que haya dicho, Jim. Siempre dice lo mismo. Déjame el balde y no tardo ni un minuto. Ya verás cómo no se entera.
     - No me atrevo, amo Tom. El ama me va a cortar el pescuezo. ¡De veras que sí!
     - ¿Ella?... Nunca pega a nadie. Da capirotazos con el dedal, y eso ¿a quién le importa? Amenaza mucho, pero aunque hable no hace daño, a menos que se ponga a llorar. Jim, te daré una canica. Te daré una de las blancas.
     Jim empezó a vacilar.
     - Una blanca, Jim, y es de primera.
     - ¡Anda! ¡De ésas se ven pocas! Pero tengo un miedo muy grande al ama vieja.
     Pero Jim era débil, de carne mortal. La tentación era demasiado fuerte. Puso el cubo en el suelo y cogió la canica. Un instante después iba volando calle abajo con el cubo en la mano y un gran escozor en las posaderas; Tom enjalbegaba con furia, y la tía Polly se retiraba del campo de batalla con una zapatilla en la mano y el brillo de la victoria en los ojos.

Mark Twain, Las aventuras de Tom Sawyer, Madrid, Unidad Editorial, Colección Millenium, 1999, pág. 17-18.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez ,Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.