jueves, 17 de diciembre de 2009

Decamerón "Narración V Historia de Andreuccio y Perusa", GIovanni Boccaccio.

A Andreuccio de Perusa, llegado a Nápoles a comprar caballos, le suceden en una noche tres graves desventuras, y salvándose de todas, se vuelve a casa con un rubí.

Las piedras preciosas encontradas por Landolfo -empezó Fiameta, a quien le tocaba la vez de novelar- me han traído a la memoria una historia que no contiene menos peligros que la narrada por Laureta, pero es diferente de ella en que aquéllos tal vez en varios años y éstos en el espacio de una noche se sucedieron, como vais a oír.

Hubo, según he oído, en Perusa, un joven cuyo nombre era Andreuccio de Prieto, tratante en caballos, el cual, habiendo oído que en Nápoles se compraban caballos a buen precio, metiéndose en la bolsa quinientos florines de oro, no habiendo nunca salido de su tierra, con otros mercaderes allá se fue; donde, llegado un domingo al atardecer e informado por su posadero, a la mañana siguiente bajó al mercado, y muchos vio y muchos le pluguieron y entró en tratos sobre muchos, pero no pudiendo concertarse sobre ninguno, para mostrar que a comprar había ido, como rudo y poco cauto, muchas veces en presencia de quien iba y de quien venia sacó fuera la bolsa donde tenía los florines. Y estando en estos tratos, habiendo mostrado su bolsa, sucedió que una joven siciliana bellísima, pero dispuesta por pequeño precio a complacer a cualquier hombre, sin que él la viera pasó cerca de él y vio su bolsa, y súbitamente se dijo:

-¿Quién estaría mejor que yo si aquellos dineros fuesen míos? -y siguió adelante. Y estaba con esta joven una vieja igualmente siciliana la cual, al ver a Andreuccio, dejando seguir la joven, afectuosamente corrió a abrazarlo; lo que viendo la joven, sin decir nada, aparte la empezó a esperar. Andreuccio volviéndose hacia la vieja la conoció y le hizo grandes fiestas prometiéndole ella venir a su posada, y sin quedarse allí más, se fue, y Andreuccio volvió a sus tratos; pero nada compró por la mañana. La joven, que primero la bolsa de Andreuccio y luego la familiaridad de su vieja con él había visto, por probar si había modo de que ella pudiese hacerse con aquellos dineros, o todos o en parte, cautamente empezó a preguntarle quién fuese él y de dónde, y qué hacía aquí y cómo le conocía. Y ella, todo con todo detalle de los asuntos de Andreuccio le dijo, como con poca diferencia lo hubiera dicho él mismo, como quien largamente en Sicilia con el padre de éste y luego en Perusa había estado, e igualmente le contó dónde paraba y por qué había venido.

La joven, plenamente informada del linaje de él y de los nombres, para proveer a su apetito, con aguda malicia, fundó sobre ello su plan; y, volviéndose a casa, dio a la vieja trabajo para todo el día para que no pudiese volver a Andreuccio; y tomando una criadita suya a quien había enseñado muy bien a tales servicios, hacia el anochecer la mandó a la posada donde Andreuccio paraba. Y llegada allí, por acaso a él mismo, y solo, encontró a la puerta, y le preguntó por él mismo; a lo cual, diciéndole él que él era, ella llevándolo aparte, le dijo:

-Señor mío, una noble dama de esta tierra, si os pluguiese, querría hablar con vos. Y él, al oírla, considerándose bien y pareciéndole ser un buen mozo, pensó que aquella tal dama debía estar enamorada de él, como si otro mejor mozo que él no se encontrase entonces en Nápoles, y prontamente repuso que estaba dispuesto y le preguntó dónde y cuándo aquella dama quería hablarle. A lo que la criadita respondió:

-Señor, cuando os plaza venir, os espera en su casa.

Andreuccio, prestamente y sin decir nada en la posada, dijo: -Pues vamos, ve delante; yo iré tras de ti.

Con lo que la criadita a casa de aquélla le condujo, que vivía en un barrio llamado Malpertuggio que cuán honesto barrio era, su nombre mismo lo demuestra. Pero él, no sabiéndolo ni sospechándolo, creyéndose que iba a un honestísimo lugar y a una señora honrada, sin precauciones, entrada la criadita delante, entró en su casa; y al subir las escaleras, habiendo ya la criadita a su señora llamado y dicho: «¡Aquí está Andreuccio!», la vio arriba de la escalera asomarse y esperarlo. Y ella era todavía bastante joven, alta de estatura y con hermosísimo rostro, vestida y adornada asaz honradamente. Y al aproximarse a ella Andreuccio, bajó tres escalones a su encuentro con los brazos abiertos y echándosele al cuello un rato lo estuvo abrazando sin decir nada, como si una invencible ternura le impidiese hacerlo; después, derramando lágrimas le besó en la frente, y con voz algo rota dijo: -¡Oh, Andreuccio mío, sé bien venido!

Éste, maravillándose de caricias tan tiernas, todo estupefacto repuso: -¡Señora, bien hallada seáis!

Ella, después, tomándole de la mano le llevó abajo a su salón y desde allí, sin nada más decir, con él entró en su cámara, la cual a rosas, a flores de azahar y a otros olores olía toda, y allí vio un bellísimo lecho encortinado y muchos paños colgados de los travesaños según la costumbre de allí, y otros muy bellos y ricos arreos; por las cuales cosas, como inexperto que era, firmemente creyó que ella no era menos que gran señora. Y sentándose sobre un arca que estaba al pie de su lecho, así empezó a hablarle: -Andreuccio, estoy segura de que te maravillas de las caricias que te hago y de mis lágrimas, como quien no me conoce y por ventura nunca me oíste recordar: pero pronto oirás algo que tal vez te haga maravillarte más, como es que yo soy tu hermana; y te digo que, pues que Dios me ha hecho tan grande gracia que antes de mi muerte haya visto a alguno de mis hermanos, aunque deseo veros a todos, no me moriré en hora que, consolada, no muera. Y si esto tal vez nunca lo has oído, te lo voy a decir. Pietro, padre mío y tuyo, como creo que habrás podido saber, vivió largamente en Palermo, y por su bondad y agrado fue y todavía es por quienes le conocieron amado; pero entre otros que mucho le amaron, mi madre, que fue una mujer noble y entonces era viuda, fue quien más le amó, tanto, que depuesto el temor a su padre, a sus hermanos y su honor, de tal guisa se familiarizó con él que nací yo, y estoy aquí como me ves. Después, llegada la ocasión a Pietro de irse de Palermo y volver a Perusa, a mi, siendo muy niña, me dejó con mi madre, y nunca más, por lo que yo sé, ni de mí ni de ella se acordó: por lo que yo, si mi padre no fuera, mucho le reprobaría, teniendo en cuenta la ingratitud suya hacia mi madre mostrada, y no menos el amor que a mí, como a su hija no nacida de criada ni de vil mujer, debía tener; y que ella, sin saber de otra manera quién fuese él, movida por fidelísimo amor puso sus cosas y ella misma en sus manos. Pero ¿qué? Las cosas mal hechas y pasadas ha mucho tiempo son más fáciles de reprochar que de enmendar; así fueron las cosas sin embargo. Él me dejó en Palermo siendo niña donde, crecida casi como soy, mi madre, que era muy rica, me dio por mujer a uno de Agrigento, gentilhombre y honrado, que por amor de mi madre y de mí vino a vivir en Palermo; y allí, como muy güelfo, comenzó a concertar algún trato con nuestro rey Carlos . Lo que, sabido del rey Federico , antes de que pudiese llevarse a cabo, fue motivo de hacerle huir de Sicilia cuando yo esperaba ser la mayor señora que hubiera en aquella isla donde, tomadas las pocas cosas que podíamos tomar (digo pocas con respecto a las muchas que teníamos), dejadas las tierras y los palacios en esta tierra nos refugiamos, donde al rey Carlos hacia nosotros encontramos tan agradecido que, reparados en parte los daños que por él recibido habíamos, nos ha dado posesiones y casas, y da continuamente a mi marido, y a tu cuñado que es, buenos gajes, tal como podrás ver: y de esta manera estoy aquí donde yo, por la buena gracia de Dios y no tuya, dulce hermano mío, te veo. Y dicho así, empezó a abrazarlo otra vez, y otra vez llorando tiernamente, le besó en la frente. Andreuccio, oyendo esta fábula tan ordenada y tan compuestamente contada por aquella a la que en ningún momento moría la palabra entre los dientes ni le balbuceaba la lengua, acordándose ser verdad que su padre había estado en Palermo, y por sí mismo conociendo las costumbres de los jóvenes, que de buen agrado aman en la juventud, y viendo las tiernas lágrimas, el abrazarle y los honestos besos, tuvo aquello que ésta decía por más que verdadero. Y después que calló, le repuso: -Señora, no os debe parecer gran cosa que me maraville; porque en verdad, sea que mi padre, por lo que lo hiciese, de vuestra madre y de vos no hablase nunca, o sea que, si habló de ello a mi conocimiento no haya venido, yo por mí tal conocimiento tenía de vos como si no hubieseis existido; y me es tanto más grato aquí haber encontrado a mi hermana cuanto más solo estoy aquí y menos lo esperaba. Y en verdad no conozco a nadie de tan alta posición a quien no debieseis ser querida, y menos a mí que soy un pequeño mercader. Pero una cosa quiero que me aclaréis: ¿cómo supisteis que estaba aquí? A lo que respondió ella:

-Esta mañana me lo hizo saber una pobre mujer que mucho me visita porque con nuestro padre, por lo que ella me dice, largamente en Palermo y en Perusa estuvo: y si no fuera que me parecía más honesto que tú vinieses a mí a tu casa que no yo fuese a ti a la de otros, hace mucho rato que yo hubiera ido a ti. Después de estas palabras, empezó ella a preguntar separadamente sobre todos los parientes, por su nombre; y sobre todos le contestó Andreuccio, creyendo por esto más todavía lo que menos le convenía creer. Habiendo sido la conversación larga y el calor grande, hizo ella venir vino de Grecia y dulces e hizo dar de beber a Andreuccio; el cual, luego de esto, queriéndose ir porque era la hora de la cena, en ninguna guisa lo sufrió ella, sino que poniendo semblante de enojarse mucho, abrazándole le dijo: -¡Ay, triste de mí!, que asaz claro conozco que te soy poco querida. ¿Cómo va a pensarse que estés con una hermana tuya nunca vista por ti, y en su casa, donde al venir aquí debías haberte albergado, y quieras salir de ella para ir a cenar a la posada? En verdad que cenarás conmigo: y aunque mi marido no esté aquí, de lo que mucho me pesa, yo sabré bien, como mujer, hacerte los honores. A lo que Andreuccio, no sabiendo qué otra cosa responder, dijo: -Vos me sois querida como debe serlo una hermana, pero si no me voy seré esperado durante toda la noche para cenar y cometeré una villanía.

Y ella entonces dijo:

-Alabado sea Dios, ¿no tengo yo en casa por quien mandar a decir que no seas esperado? Y aún harías mayor cortesía, y tu deber, en mandar a decir a tus compañeros que viniesen a cenar, y luego, si quisieras irte, podríais todos iros en compañía.

Andreuccio respondió que de sus compañeros no quería nada por aquella noche, pero que, pues ello le agradaba, dispusiese de él a su gusto. Ella entonces hizo semblante de mandar a decir a la posada que no le esperasen para la cena; y luego, después de muchos otros razonamientos, sentándose a cenar y espléndidamente servidos de muchos manjares, astutamente la hizo durar hasta la noche cerrada: y habiéndose levantado de la mesa, y Andreuccio queriéndose ir, ella dijo que en ninguna guisa lo sufriría porque Nápoles no era una ciudad para andar por la calle de noche, y máxime un forastero, y que lo mismo que había mandado a decir que no le esperasen a cenar, lo mismo había hecho con el albergue. El, creyendo esto, y agradándole, engañado por la falsa confianza, quedarse con ella, se quedó. Fue, pues, después de la cena, la conversación mucha y larga, y no mantenida sin razón: y habiendo ya pasado parte de la noche, ella, dejando a Andreuccio dormir en su alcoba con un muchachito que le ayudase si necesitaba algo, con sus mujeres se fue a otra cámara. Y era el calor grande; por lo cual Andreuccio, al ver que se quedaba solo, prontamente se quedó en justillo y se quitó las calzas y las puso en la cabecera de la cama; y siéndole menester la natural costumbre de tener que disponer del superfluo peso del vientre, dónde se hacía aquello preguntó al muchachito, quien en un rincón de la alcoba le mostró una puerta, y dijo: -Id ahí adentro.

Andreuccio, que había pasado dentro con seguridad, fue por acaso a poner el pie sobre una tabla la cual, de la parte opuesta desclavada de la viga sobre la que estaba, volcándose esta tabla, junto a él se fue de allí para abajo: y tanto lo amó Dios que ningún mal se hizo en la caída, aun cayendo de bastante altura; pero todo en la porquería de la cual estaba lleno el lugar se ensució. El cual lugar, para que mejor entendáis lo que se ha dicho y lo que sigue, cómo era os lo diré. Era un callejón estrecho como muchas veces lo vemos entre dos casas: sobre dos pequeños travesaños, tendidos de una a la otra casa, se habían clavado algunas tablas y puesto el sitio donde sentarse; de las cuales tablas, aquella con la que él cayó era una. Encontrándose, pues, allá abajo en el callejón Andreuccio, quejándose del caso comenzó a llamar al muchacho: pero el muchacho, al sentirlo caer corrió a decirlo a su señora, la cual, corriendo a su alcoba, prontamente miró si sus ropas estaban allí y encontradas las ropas y con ellas los dineros, los cuales, por desconfianza tontamente llevaba encima, teniendo ya aquello a lo que ella, de Palermo, haciéndose la hermana de un perusino, había tendido la trampa, no preocupándose de él, prontamente fue a cerrar la puerta por la que él había salido cuando cayó.

Andreuccio, no respondiéndole el muchacho, comenzó a llamar más fuerte, pero sin servir de nada; por lo que, ya sospechando y tarde empezando a darse cuenta del engaño, súbito subiéndose sobre una pared baja que aquel callejón separaba de la calle y bajando a la calle, a la puerta de la casa, que muy bien reconoció, se fue y allí en vano llamó largamente, y mucho la sacudió y golpeó. Sobre lo que, llorando como quien clara veía su desventura, empezó a decir:

-¡Ay de mí, triste!, ¡en qué poco tiempo he perdido quinientos florines y una hermana! Y después de muchas otras palabras, de nuevo comenzó a golpear la puerta y a gritar; y tanto lo hizo que muchos de los vecinos circundantes, habiéndose despertado, no pudiendo sufrir la molestia, se levantaron, y una de las domésticas de la mujer, que parecía medio dormida, asomándose a la ventana, reprobatoriamente dijo:

-¿Quién da golpes abajo?

-¡Oh! -dijo Andreuccio-, ¿y no me conoces? Soy Andreuccio, hermano de la señora Flordelís. A lo que ella respondió:

-Buen hombre, si has bebido de más ve a dormirte y vuelve por la mañana; no sé qué Andreuccio ni qué burlas son esas que dices: vete en buena hora y déjame dormir, si te place. -¿Cómo? -dijo Andreuccio-, ¿no sabes lo que digo? Sí lo sabes bien; pero si así son los parentescos de Sicilia, que en tan poco tiempo se olvidan, devuélveme al menos mis ropas que he dejado ahí, y me iré con Dios de buena gana.

A lo que ella, casi riéndose, dijo:

-Buen hombre, me parece que estás soñando.

Y el decir esto y el meterse dentro y cerrar la ventana fue todo uno. Por lo que la gran ira de Andreuccio, ya segurísimo de sus males, con la aflicción estuvo a punto de convertirse en furor, y con la fuerza se propuso reclamar aquello que con las palabras recuperar no podía, por lo que, para empezar, cogiendo una gran piedra, con mucho mayores golpes que antes, furiosamente comenzó a golpear la puerta. Por lo cual, muchos de los vecinos antes despertados y levantados, creyendo que fuese algún importuno que aquellas palabras fingiese para molestar a aquella buena mujer , fastidiados por el golpear que armaba, asomados a la ventana no de otra manera que a un perro forastero todos los del barrio le ladran detrás, empezaron a decir:

-Es gran villanía venir a estas horas a casa de las buenas mujeres a decir estas burlas; ¡bah!, vete con Dios, buen hombre; déjanos dormir si te place; y si algo tienes que tratar con ella vuelve mañana y no nos des este fastidio esta noche.

Con las cuales palabras tal vez tranquilizado uno que había dentro de la casa, alcahuete de la buena mujer, y a quien él no había visto ni oído, se asomó a la ventana y con una gran voz gruesa, horrible y fiera dijo:

-¿Quién está ahí abajo?

Andreuccio, levantando la cabeza a aquella voz, vio uno que, por lo poco que pudo comprender, parecía tener que ser un pez gordo, con una barba negra y espesa en la cara, y como si de la cama o de un profundo sueño se levantase, bostezaba y refregaba los ojos. A lo que él, no sin miedo, repuso: -Yo soy un hermano de la señora de ahí dentro.

Pero aquél no esperó a que Andreuccio terminase la respuesta sino que, más recio que antes, dijo: -¡No sé qué me detiene que no bajo y te doy de bastonazos mientras vea que te estás moviendo, asno molesto y borracho que debes ser, que esta noche no nos vas a dejar dormir a nadie! Y volviéndose adentro, cerró la ventana. Algunos de los vecinos, que mejor conocían la condición de aquél, en voz baja decían a Andreuccio:

-Por Dios, buen hombre, ve con Dios; no quieras que esta noche te mate éste; vete por tu bien. Por lo que Andreuccio, espantado de la voz de aquél y de la vista, y empujado por los consejos de aquéllos, que le parecía que hablaban movidos por la caridad, afligido cuanto más pudo estarlo nadie y desesperando de recuperar sus dineros, hacia aquella parte por donde de día había seguido a la criadita, sin saber dónde ir, tomó el camino para volver a la posada.

Y disgustándose a sí mismo por el mal olor que de él mismo le llegaba, deseoso de llegar hasta el mar para lavarse, torció a mano izquierda y se puso a bajar por una calle llamada la Ruga Catalana; y andando hacia lo alto de la ciudad, vio que por acaso venían hacia él dos con una linterna en la mano, los cuales, temiendo que fuesen de la guardia de la corte u otros hombres a hacer el mal dispuestos, por huirlos, en una casucha de la cual se vio cerca, cautamente se escondió. Pero éstos, como si a aquel mismo lugar fuesen enviados, dejando en el suelo algunas herramientas que traía, con el otro empezó a mirarlas, hablando de varias cosas sobre ellas. Y mientras hablaban dijo uno:

-¿Qué quiere decir esto? Siento el mayor hedor que me parece haber sentido nunca. Y esto dicho, alzando un tanto la linterna, vieron al desdichado de Andreuccio y estupefactos preguntaron:

-¿Quién está ahí?

Andreuccio se callaba; pero ellos, acercándose con la luz, le preguntaron que qué cosa tan asquerosa estaba haciendo allí, a los que Andreuccio, lo que le había sucedido les contó por entero. Ellos, imaginándose dónde le podía haber pasado aquello, dijeron entre sí: -Verdaderamente en casa del matón de Buottafuoco ha sido eso. Y volviéndose a él, le dijo uno:

-Buen hombre, aunque hayas perdido tus dineros, tienes mucho que dar gracias a Dios de que te sucediera caerte y no poder volver a entrar en la casa; porque, si no te hubieras caído, está seguro de que, al haberte dormido, te habrían matado y habrías perdido la vida con los dineros. ¿Pero de qué sirve ya lamentarse? No podrías recuperar un dinero como que hay estrellas en el cielo: y bien podrían matarte si aquél oye que dices una palabra de todo esto.

Y dicho esto, hablando entre sí un momento, le dijeron:

-Mira, nos ha dado compasión de ti, y por ello, si quieres venir con nosotros a hacer una cosa que vamos a hacer, parece muy cierto que la parte que te toque será del valor de mucho más de lo que has perdido.

Andreuccio, como desesperado, repuso que estaba pronto. Había sido sepultado aquel día un arzobispo de Nápoles, llamado micer Filippo Minútolo , y había sido sepultado con riquísimos ornamentos y con un rubí en el dedo que valía más de quinientos florines de oro, y que éstos querían ir a robar; y así se lo dijeron a Andreuccio, con lo que Andreuccio, más codicioso que bien aconsejado, con ellos se puso en camino. Y andando hacia la iglesia mayor, y Andreuccio hediendo muchísimo, dijo uno: -¿No podríamos hallar el modo de que éste se lavase un poco donde sea, para que no hediese tan fieramente?

Dijo el otro:

-Sí, estamos cerca de un pozo en el que siempre suele estar la polea y un gran cubo; vamos allá y lo lavaremos en un momento.

Llegados a este pozo, encontraron que la soga estaba, pero que se habían llevado el cubo; por lo que juntos deliberaron atarlo a la cuerda y bajarlo al pozo, y que él allí abajo se lavase, y cuando estuviese lavado tirase de la soga y ellos le subirían; y así lo hicieron. Sucedió que, habiéndolo bajado al pozo, algunos de los guardias de la señoría (o por el calor o porque habían corrido detrás de alguien) teniendo sed, a aquel pozo vinieron a beber; los que, al ver a aquellos dos incontinenti se dieron a la fuga, no habiéndolos visto los guardias que venían a beber.

Y estando ya en el fondo del pozo Andreuccio lavado, meneó la soga. Ellos, con sed, dejando en el suelo sus escudos y sus armas y sus túnicas, empezaron a tirar de la cuerda, creyendo que estaba colgado de ella el cubo lleno de agua. Cuando Andreuccio se vio del brocal del pozo cerca, soltando la soga, con las manos se echó sobre aquél; lo cual, viéndolo aquéllos, cogidos de miedo súbito, sin más soltaron la soga y se dieron a huir lo más deprisa que podían. De lo que Andreuccio se maravilló mucho, y si no se hubiera sujetado bien, habría otra vez caído al fondo, tal vez no sin gran daño suyo o muerte: pero salió de allí y, encontradas aquellas armas que sabía que sus compañeros no habían llevado, todavía más comenzó a maravillarse.

Pero temeroso y no sabiendo de qué, lamentándose de su fortuna, sin nada tocar, deliberó irse; y andaba sin saber adónde. Andando así, vino a toparse con aquellos sus dos compañeros, que venían a sacarlo del pozo; y, al verle, maravillándose mucho, le preguntaron quién del pozo le había sacado. Andreuccio respondió que no lo sabía y les contó ordenadamente cómo había sucedido y lo que había encontrado fuera del pozo. Por lo que ellos, dándose cuenta de lo que había sido, riendo le contaron por qué habían huido y quiénes eran aquellos que le habían sacado. Y sin más palabras, siendo ya medianoche, se fueron a la iglesia mayor, y en ella muy fácilmente entraron, y fueron al sepulcro, el cual era de mármol y muy grande; y con un hierro que llevaba la losa, que era pesadísima, la levantaron tanto cuanto era necesario para que un hombre pudiese entrar dentro, y la apuntalaron. Y hecho esto, empezó uno a decir:

-¿Quién entrará dentro?

A lo que el otro respondió:

-Yo no.

-Ni yo -dijo aquél-, pero que entre Andreuccio.

-Eso no lo haré yo -dijo Andreuccio.

Hacia el cual aquéllos, ambos a dos vueltos, dijeron:

-¿Cómo que no entrarás? A fe de Dios, si no entras te daremos tantos golpes con uno de estos hierros en la cabeza que te haremos caer muerto.

Andreuccio, sintiendo miedo, entró, y al entrar pensó:

«Ésos me hacen entrar para engañarme porque cuando les haya dado todo, mientras esté tratando de salir de la sepultura se irán a sus asuntos y me quedaré sin nada». Y por ello pensó quedarse ya con su parte; y acordándose del precioso anillo del que les había oído hablar, cuando ya hubo bajado se lo sacó del dedo al arzobispo y se lo puso él; y luego, dándoles el báculo y la mitra y los guantes, y quitándole hasta la camisa, todo se lo dio, diciendo que no había nada más. Ellos, afirmando que debía estar el anillo, le dijeron que buscase por todas partes; pero él, respondiendo que no lo encontraba y fingiendo buscarlo, un rato les tuvo esperando. Ellos que, por otra parte, eran tan maliciosos como él, diciéndole que siguiera buscando bien, en el momento oportuno, quitaron el puntal que sostenía la losa y, huyendo, a él dentro del sepulcro lo dejaron encerrado. Oyendo lo cual lo que sintió Andreuccio cualquiera puede imaginarlo. Trató muchas veces con la cabeza y con los hombros de ver si podía alzar la losa, pero se cansaba en vano; por lo que, de gran valor vencido, perdiendo el conocimiento, cayó sobre el muerto cuerpo del arzobispo; y quien lo hubiese visto entonces malamente hubiera sabido quién estaba más muerto, el arzobispo o él. Pero luego que hubo vuelto en sí, empezó a llorar sin tino, viéndose allí sin duda a uno de dos fines tener que llegar: o en aquel sepulcro, no viniendo nadie a abrirlo, de hambre y de hedores entre los gusanos del cuerpo muerto tener que morir, o viniendo alguien y encontrándolo dentro, tener que ser colgado como ladrón. Y en tales pensamientos y muy acongojado estando, sintió por la iglesia andar gentes y hablar muchas personas, las cuales, como pensaba, andaban a hacer lo que él con sus compañeros habían ya hecho; por lo que mucho le aumentó el miedo.

Pero luego de que aquéllos tuvieron el sepulcro abierto y apuntalado, cayeron en la discusión de quién debiese entrar, y ninguno quería hacerlo; pero luego de larga disputa un cura dijo: -¿Qué miedo tenéis? ¿Creéis que va a comeros? Los muertos no se comen a los hombres; yo entraré dentro, yo.

Y así dicho, puesto el pecho sobre el borde del sepulcro, volvió la cabeza hacia afuera y echó dentro las piernas para tirarse al fondo.

Andreuccio, viendo esto, poniéndose en pie, cogió al cura por una de las piernas y fingió querer tirar de él hacia abajo. Lo que sintiendo el cura, dio un grito grandísimo y rápidamente del arca se tiró afuera: de lo cual, espantados todos los otros, dejando el sepulcro abierto, no de otra manera se dieron a la fuga que si fuesen perseguidos por cien mil diablos. Lo que viendo Andreuccio, alegre contra lo que esperaba, súbitamente se arrojó fuera y por donde había venido salió de la iglesia. Y aproximándose ya el día, con aquel anillo en el dedo andando a la aventura, llegó al mar y de allí se enderezó a su posada, donde a sus compañeros y al posadero encontró, que habían estado toda la noche preocupados por lo que podría haber sido de él. A los cuales contándoles lo que le había sucedido, pareció por el consejo de su posadero que él incontinenti debía irse de Nápoles; la cual cosa hizo prestamente y se volvió a Perusa, habiendo invertido lo suyo en un anillo cuando a lo que había ido era a comprar caballos.

Giovanni Boccaccio, Decamerón, Narración V, Jornada II, http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/bocca/deca02.htm. Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.

Las mil y una noches, "El caballo de ébano".

Y he aquí que durante una de esas fiestas, la de la primavera precisamente, estaba sentado en el trono de su reino el rey, quien a todas sus cualidades añadía el amor a la ciencia, a la geometría y a la astronomía, cuando vió que ante él avanzaban tres sabios, hombres muy versados en las diversas ramas de los conocimientos más secretos y de las artes más sutiles, los cuales sabían modelar la forma con una perfección que confundía al entendimiento y no ignoraban ninguno de los misterios que de ordinario escapan al espíritu humano. Y llegaban a la ciudad del rey estos tres sabios desde tres comarcas muy distintas y hablando diferente lengua cada uno: el primero era hindí, el segundo rumí y el tercero ajamí de las fronteras extremas de Persia.

Se acercó primero al trono el sabio hindí, se prosternó ante el rey, besó la tierra entre sus manos, y después de haberle deseado alegría y dicha en aquel día de fiesta, le ofreció un presente verdaderamente real: consistía en un hombre de oro, incrustado de gemas y pedrerías de gran precio, que tenía en la mano una trompeta de oro.

Y le dijo el rey Sabur: '”¡Oh, sabio! ¿Para que sirve esta figura?" El sabio contestó: "¡Oh mi señor! este hombre de oro posee una virtud admirable! ¡Si le colocas a la puerta de la ciudad, será un guardián a toda prueba, pues si viniese un enemigo para tomar la plaza, le adivinará a distancia, y soplando en la trompeta que tiene a la altura de su rostro, le paralizará y le hará caer muerto de terror!" Y al oír estas palabras, se maravilló mucho el rey, y dijo: "¡Por Alah, ¡oh sabio! que si es verdad lo que dices, te prometo la realización de todos tus anhelos y de todos tus deseos!"

Entonces se adelantó el sabio rumí, que besó la tierra entre las manos del rey, y le ofreció como regalo una gran fuente de plata, en medio de la cual se encontraba un pavo real de oro rodeado por veinticuatro pavas reales del mismo metal. Y el rey Sabur los miró con asombro, y encarándose con el rumí, le dijo: "¡Oh sabio! ¿para qué sirven este pavo y estas pavas?"

El sabio contestó: "¡Oh mi señor! a cada hora que transcurre del día o de la noche, el pavo da un picotazo a cada una de las veinticuatro pavas y la cabalga, agitando las alas, y así sucesivamente cabalga a las veinticuatro pavas, marcando las horas; luego, cuando ha dejado transcurrir el mes de esta manera, abre la boca, y en el fondo de su gaznate aparece el cuarto creciente de la luna nueva".

Y exclamó el rey maravillado: "¡Por Alah, que si es verdad lo que dices, se cumplirán todas tus aspiraciones!"

El tercero que avanzó fué el sabio de Persia. Besó la tierra entre las manos del rey, y después de los cumplimientos y de los votos le ofreció un caballo de madera de ébano, de la calidad más negra y más rara, incrustado de oro y pedrerías, y enjaezado maravillosamente con una silla, una brida y unos estribos como sólo llevan los caballos de los reyes. Así es que el rey Sabur quedó maravillado hasta el límite de la maravilla y desconcertado por la belleza y las perfecciones de aquel caballo; luego dijo: "¿Y qué virtudes tiene este caballo de ébano?"

El persa contestó: "¡Oh mi señor! las virtudes que posee este caballo son cosa prodigiosa, hasta el punto de que cuando uno monta en él, parte con su jinete a través de los aires con la rapidez del relámpago, y le lleva a cualquier sitio donde se le guíe, cubriendo en un día distancias que tardaría un año en recorrer un caballo vulgar". Prodigiosamente asombrado con aquellas tres cosas prodigiosas que se habían sucedido en un mismo día, el rey encarose con el persa, y le dijo: "¡Por Alah el Omnipotente (¡exaltado sea!), que crea los seres todos y les da de comer y de beber, que si me pruebas la verdad de tus palabras te prometo la realización de tus anhelos y del menor de tus deseos!"

Anónimo, Las mil y una noches, http://es.wikisource.org/wiki/Las_mil_y_una_noches:414.

La Divina Comedia. El Paraíso, Canto VII; Dante Alighieri

     La divina bondad, que rechaza de si todo rencor, ardiendo en si misma centellea de tal modo, que hace brotar las bellezas eternas. Lo que procede inmediatamente de ella sin otra cooperación no tiene fin; porque nada hace cambiar su sello una vez impreso. Lo que sin cooperación procede de ella es completamente libre, porque no está sujeto a la influencia de las cosas secundarias; y cuanto más se le asemeja, más le place, pues el amor divino que irradia sobre todo, se manifiesta con mayor brillo en lo que se le parece más. La criatura humana disfruta la ventaja de todos estos dones, pero si le falta uno solo, es preciso que decaiga su nobleza. Solo el pecado es el que le arrebata su libertad y su semejanza con el Sumo Bien; por lo cual refleja muy poco Su luz, y no vuelve a adquirir su dignidad, si no llena de nuevo el vacío que dejó la culpa, expiando sus malos placeres por medio de justas penas. Cuando vuestra naturaleza entera pecó en su germen, se vio despojada de estas dignidades y lanzada del Paraíso, y no hubiera podido recobrarlas (si lo examinas sutilmente) por ningún camino, sin pasar por uno de estos vados: o porque Dios, en su bondad, perdonara el pecado, o porque el hombre por sí mismo redimiera su falta.


Dante Alighieri, Barcelona, Océano, Biblioteca universal
http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/literatura/dante/7_3.html

Balada de los ahorcados, François Villon.

Hermanos humanos, que viven después de nosotros,
no tengan contra nosotros endurecidos corazones,
pues, teniendo piedad de nuestras pobres almas,
Dios la tendrá antes de ustedes.
Aquí nos ven atados, cinco o seis:
en cuanto a la carne, que hemos alimentado en demasía,
hace tiempo que está podrida y devorada
y los huesos, nosotros, ceniza y polvo nos volvemos.
De nuestros males no se burle nadie;
pero rueguen que a todos Dios nos quiera absolver.

Si hermanos nos llamamos, en nuestro clamor sin desdén
nos traten, aunque hayamos sido muertos
por Justicia. Pues deben entender
que no todos los hombres pueden ser sensatos;
perdónennos ahora, ya que hemos partido
hacia el hijo de la Virgen María;
que su gracia no nos sea negada
y pueda preservarnos del rayo infernal.
Muertos estamos, que nadie nos moleste:
pero rueguen que a todos Dios nos quiera absolver.

La lluvia nos ha limpiado y lavado,
y el sol desecado y ennegrecido;
urracas, cuervos, nos han cavado los ojos
y arrancado la barba y nuestras cejas.
Nunca jamás, ni un instante, pudimos sentarnos:
luego aquí, luego allá, como varía el viento,
a su placer sin cesar nos acarrea,
siendo más picoteados por los pájaros que dedales de coser.
De nuestra cofradía nadie sea:
pero rueguen que a todos Dios nos quiera absolver.

Príncipe Jesús, que sobre todo reinas,
guarda que el Infierno no tenga sobre nosotros dominio:
nada tenemos que hacer con él ni que pagarle.
Hombres, en esto no hay ninguna burla:
pero rueguen que a todos Dios nos quiera absolver.

François Villon, Balada de los ahorcados, http://descontexto.blogspot.com/2007/07/epitafio-de-villon-o-balada-de-los.html
Seleccionado por Beatriz Curiel Lumbreras, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.

La Divina Comedia "El infierno", canto III, Dante Alighieri.

Por mí se llega a la ciudad del llanto;
Por mí a los reinos de la eterna pena,
Y a los que sufren inmortal quebranto.
Dictó mi Autor su fallo justiciero,
y me creo con su poder divino,
Su supremo saber y amor primero.
Nada fue antes que yo, sino lo eterno...
Renuciad para siempre a la esperanza.

Dante Alighieri, La Divina Comedia, Canto III. Biblioteca Universal. Editorial Océano. Seleccionado por Cristina Martín, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.

Cancionero "Soneto CXXXIV", Francesco Petrarca.

No encuentro paz, y combatir no puedo
y espero, y temo; y ardo, y hielo soy;
y vuelo sobre cielo, y yazgo en tierra;
y todo el mundo abrazo, y nada aprieto.

Alguien me tiene preso, y no me abre,
ni cierra, ni me deja, ni retiene;
y no me mata Amor, y no me libra,
y ni me quiere vivo, ni me molesta.

Sin ojos veo, y sin lengua grito;
y ansío perecer, y pido ayuda;
y a mí mismo me odio, y amo a otro.

Nútrome de dolor, llorando río;
tanto vivir como morir me hastía;
por vos, señora, en tal estado estoy.

Francesco Petrarca, Cancionero, Madrid. Editorial Cátedra, Colección Letras Universales, pág.491. Seleccionado por Beatriz Curiel Lumbreras, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.

Canción de Roldán "La muerte de Alda", Anónimo.

Llegó el emperador de su empresa en España y ya se encuentra en Aix, la capital de Francia.
Ha subido al palacio, ha llegado a la sala, y allí se acerca Alda, una bella doncella:
" ¿Dónde está Roldán -dice-, ese capitán vuestro, que ma había jurado tomarme por esposa? "
Carlos siente dolor y una gran pesadumbre, llorando está muy triste, tirando de su barba:
" Hermana, cara amiga, un muerto me demandas.Mas yo te daré a cambio otro que tanto valga: hablo de Ludovico, no encuentro otro mejor. Pues hijo mío es, y heredará mis marcas."
Pero Alda le responde: "No entiendo ese lenguaje. ¡No le permita Dios, ni sus santos ni ángeles, que después de yo permanezca viva! "
El color ha perdido, cae a los pies de Carlos.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Manifiesta tu admiración por sus encantos, Arte de amar, Ovidio.

Manifiesta tu admiración por sus encantos.
La costumbre favorece el amor y las ausencias momentáneas son también un incentivo amoroso, pero no te ausentes demasiado tiempo.

Que no se entere de vuestra aventura con otra, pero a veces resulta beneficioso que ella se entere de tu infidelidad.

La unión amoroso reconcilia. Ofrécele ese poderoso medicamento cuando esté enojada.

Cuando ella quiera te acercarás, cuando te rehuya te alejarás.

En el amor, no hay que apresurar el placer de Venus, sino retrasarlo poco a poco con morosa lentitud. No dejes atrás a tu amada ni te adelantes en la travesía, llegad a la meta al mismo tiempo. Es la norma a la que debes ajustarte cuando tienes tiempo de sobra y el temor no apresura la acción furtiva. Pero cuando el demorarse tiene riesgos conviene lanzarse a todo remo.

Sólo aquel que se conozca a sí mismo amará con talento.

Ovidio, Arte de amar, http://psicologia.laguia2000.com/general/el-arte-de-amar. Seleccionado por Fabiola Muñoz Hinojal, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.

Canción de Roldán "Comienza el desastre", Anónimo.

Cuando observa Roldán que Sansón está muerto,
podéis imaginar qué gran dolor sintió.
Espolea el caballo, galopa cuanto puede
blandiendo a Durandarte, que vale más que el oro.
Va a acometerlo el noble con la fuerza que puede
galopeándose el yelmo, todo el oro labrado.
Le corta la cabeza y la cota y el cuerpo,
le ha partido la silla, toda de oro labrada,
y le llega al caballo, rompiendo su espinazo.
A los dos ha matado, lo alaben o lo maldigan.
Los paganos responden:"¡El golpe nos es duro!"
Y responde Roldán:"No quiero a los paganos,
pues están con vosotros el error y el orgullo."

Anónimo, Cantar de Roldán, Cátedra, Colección Letras Universales, 1999. Seleccionado por Beatriz Curiel Lumbreras, segundo de Bachillerato,curso 2009-2010.

Arte de amar , "Las técnicas cambiarán según el carácter de cada una", Ovidio.

Ya iba terminar, pero las mujeres tienen distintos caracteres; conquista de mil maneras esos mil corazones. Tampoco una misma tierra produce de todo: una es apropiada para plantar vides, otra para olivos; en esta otra verdean con pujanza las mieces, como formas en el universo: el que es listo, se adecuará a esos innúmeros caracteres y, del mismo modo que Proteo, una veces se derretirá convirtiéndose en líquida agua, otra veces en león, otras en árbol y otras será un hirsurto jabalí. Aquí pescan con arpón, allí con anzuelos, en otra parte las redes, abombadas por medio de una cuerda tirante, arrastran a los peces. Tampoco a ti te convendrá la misma táctica para todas las edades; una cierva vieja se dará cuenta de las asechanzas a mayor distancia. Si ante la inculta te presentas como docto, y ante la vergonzosa como desenvuelto, enseguida ella desconfiará de sí misma, sintiéndose desgraciada. Por eso ocurre que la que tuvo miedo de entregarse a un hombre honrrado, cae en los viles brazos de otro inferior.
Me queda aún parte del tema que me he propuesto, pero parte está ya concluida. Que el ancla arrojada al agua detenga aquí nuestra nave.


Ovidio, Arte de amar, editorial Gredos, año 2001, Madrid, pág 181. Seleccionado por Susana Sánchez, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Electra, Sófocles

Vio mi padre su muerte vergonzante por las mismas dos manos que se han adueñado a traición de mi vida, las mismas que me han arruinado. ¡Ojalá que a esos el gran dios Olímpico en pago penas padecer produre, y que no consigan disfrutar del triunfo tras haber cometido tal crimen!

Sófocles, Electra, http://es.wikipedia.org/wiki/S%C3%B3focles. Seleccionado por Cristina Martín Bonifacio, segundo de Bachillerato, curso 2009/10.

Electra, Sófocles

Pero a mí ya se me ha esfumado, sin esperanzas, la mayor parte de mi vida y no aguanto más; sin hijos me consumo y sin ningún hombre que con su cariño me proteja, sino que como si fuera una refugiada indigna administro la casa de mi padre. Y así, con un vestido impropio, vago entre unas mesas para mí vacías.

Sófocles, Electra, http://es.wikipedia.org/wiki/S%C3%B3focles. Seleccionado por Cristina Martín Bonifacio, segundo de Bachillerato.

La Odisea "Odiseo y el Cíclope", Homero

Luego que hubo realizado sus trabajos agarró a dos compañeros a La vez y se los preparó como cena. Entonces me acerqué y le dije al Cíclope sosteniendo entre mis manos una copa de negro vino:

«"¡Aquí, Cíclope! Bebe vino después que has comido carne humana, para que veas qué bebida escondía nuestra nave. Te lo he traído como libación, por si te compadescas de mí y me enviabas a casa, pues estás enfurecido de forma ya intolerable. ¡Cruel¡, ¿cómo va a llegarse a ti en adelante ninguno de los numerosos hombres? Pues no has obrado como lo corresponde."

«Así hablé, y él la tomó, bebió y gozó terriblemente bebiendo la dulce bebida. Y me pidió por segunda vez:

«"Dame más de buen grado y dime ahora ya tu nombre para que te ofrezca el don de hospitalidad con el que te vas a alegrar. Pues también la donadora de vida, la Tierra, produce para los Cíclopes vino de grandes uvas y la lluvia de Zeus se las hace crecer. Pero esto es una catarata de ambrosia y néctar."

«Así habló, y yo le ofrecí de nuevo rojo vino. Tres veces se lo llevé y tres veces bebió sin medida. Después, cuando el rojo vino había invadido la mente del Cíclope, me dirigí a él con dulces palabras:

«"Cíclope, ¿me preguntas mi célebre nombre? Te to voy a decir, mas dame tú el don de hospitalidad como me has prometido. Nadie es mi nombre, y Nadie me llaman mi madre y mi padre y todos mis compañeros."

«Así hablé, y él me contestó con corazón cruel:

«"A Nadie me lo comeré el último entre sus compañeros, y a los otros antes. Este será tu don de hospitalidad."

«Dijo, y reclinándose cayó boca arriba. Estaba tumbadó con su robusto cuello inclinado a un lado, y de su garganta saltaba vino y trozos de carne humana; eructaba cargado de vino.

«Entonces arrimé la estaca bajo el abundante rescoldo para que se calentara y comencé a animar con mi palabra a todos los compañeros, no fuera que alguien se me escapara por miedo. Y cuando en breve la estaca estaba a punto de arder en el fuego, verde como estaba, y .resplandecía terriblemente, me acerqué y la saqué del fuego, y mis compañeros me rodearon, pues sin duda un demón les infundiá gran valor. Tomaron la aguda estaca de olivo y se la clavaron arriba en el ojo, y yo hacía fuerza desde arriba y le daba vueltas. Como cuando un hombre taladra con un trépano la madera destinada a un navío otros abajo la atan a ambos lados con una correa y la madera gira continua, incesantemente , así hacíamos dar vueltas, bien asida, a la estaca de punta de fuego en el ojo del Cíclope, y la sangre corría por la estaca caliente. Al arder la pupila, el soplo del fuego le quemó todos los párpados, y las cejas y las raíces crepitaban por el fuego. Como cuando un herrero sumerge una gran hacha o una garlopa en agua fría para templarla y ésta estride grandemente pues éste es el poder del hierro , así estridía su ojo en torno a la estaca de olivo. Y lanzó un gemido grande, horroroso, y la piedra retumbó en torno, y nosotros nos echamos a huir aterrorizados.

«Entonces se extrajo del ojo la estaca empapada en sangre y, enloquecido, la arrojó de sí con las manos. Y al punto se puso a llamar a grandes voces a los Cíclopes que habitaban en derredor suyo, en cuevas por las ventiscosas cumbres. Al oír éstos sus gritos, venían cada uno de un sitio y se colocaron alrededor de su cueva y le preguntaron qué le afligía:

«"¿Qué cosa tan grande sufres, Polifemo, para gritar de esa manera en la noche inmortal y hacernos abandonar el sueño? ¿Es que alguno de los mortales se lleva tus rebaños contra tu voluntad o te está matando alguien con engaño o con sus fuerzas?"

«Y les contestó desde la cueva el poderoso Polifemo:

«"Amigos, Nadie me mata con engaño y no con sus propias fuerzas."

«Y ellos le contestaron y le dijeron aladas palabras:

«"Pues si nadie te ataca y estás solo... es imposible escapar de la enfermedad del gran Zeus, pero al menos suplica a tu padre Poseidón, al soberano."

«Así dijeron, y se marcharon. Y mi corazón rompió a reír: ¡cómo los había engañado mi nombre y mi inteligencia irreprochable!

«El Cíclope gemía y se retorcía de dolor, y palpando con las manos retiró la piedra de la entrada. Y se sentó a la puerta, las manos extendidas, por si pillaba a alguien saliendo afuera entre las ovejas. ¡Tan estúpido pensaba en su mente que era yo! Entonces me puse a deliberar cómo saldrían mejor las cosas ¡si encontrará el medio de liberar a mis compañeros y a mí mismo de la muerte..! Y me puse a entretejer toda clase de engaños y planes, ya que se trataba de mi propia vida . Pues un gran mal estaba cercano. Y me pareció la mejor ésta decisión: los carneros estaban bien alimentádos, con densos vellones, hermosos y grandes, y tenían una lana color violeta. Conque los até en silencio, juntándolos de tres en tres, con mimbres bien trenzadas sobre las que dormía el Cíclope, el monstruo de pensamientos impíos; el carnero del medio llevaba a un hombre, y los otros dos marchaban a cada lado, salvando a mis compañeros. Tres carneros llevaban a cada hombre.

»Entonces yo... había un carnero; el mejor con mucho de todo su rebaño. Me apoderé de éste por el lomo y me coloqué bajo su velludo vientre hecho un ovillo, y me mantenía con ánimo paciente agarrado con mis manos a su divino vellón. Así aguardamos gimiendo a Eos divina, y cuando se mostró la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, sacó a pastar a los machos de su ganado. Y las hembras balaban por los corrales sin ordeñar, pues sus ubres rebosaban. Su dueño, abatido por funestos dolores, tentaba el lomo de todos sus carneros, que se mantenían rectos. El inocente no se daba cuenta de que mis compañeros estaban sujetos bajo el pecho de las lanudas ovejas. El último del rebaño en salir fue el carnero cargado con su lana y conmigo, que pensaba muchas cosas. El poderoso Polifemo lo palpó y se dirigió a él:

«"Carnero amigo, ¿por qué me sales de la cueva el último del rebaño? Antes jamás marchabas detrás de las ovejas, sino que, a grandes pasos, llegabas el primero a pastar las tiernas flores del prado y llegabas el primero a las corrientes de los ríos y el primero deseabas llegar al establo por la tarde. Ahora en cambio, eres el último de todos. Sin duda echas de menos el ojo de tu soberano, el que me ha cegado un hombre villano con la ayuda de sus miserables compañeros, sujetando mi mente con vino, Nadie, quien todavía no ha escapado te lo aseguro de la muerte. ¡Ojalá tuvieras sentimientos iguales a los míos y estuvieras dotado de voz para decirme dónde se ha escondido aquél de mi furia! Entonce sus sesos, cada uno por un lado, reventarían contra el suelo por la cueva, herido de muerte, y mi corazón se repondría de los males que me ha causado el vil Nadie."

«Así diciendo alejó de sí al carnero. Y cuando llegamos un poco lejos de la cueva y del corral, yo me desaté el primero de debajo del carnero y liberé a mis compañeros. Entonces hicimos volver rápidamente al ganado de finas patas, gordo por la grasa, abundante ganado, y lo condujimos hasta llegar a la nave.

«Nuestros compañeros dieron la bienvenida a los que habíamos escapado de la muerte, y a los otros los lloraron entre gemidos. Pero yo no permití que lloraran, haciéndoles señas negativas con mis cejas, antes bien, les di órdenes de embarcar al abundante ganado de hermosos vellones y de navegar el salino mar.

«Embarcáronlo enseguida y se sentaron sobre los bancos, y, sentados, batían el canoso mar con los remos.

«Conque cuando estaba tan lejos como para hacerme oír si gritaba, me dirigí al Cíclope con mordaces palabras:

«"Cíclope, no estaba privado de fuerza el hombre cuyos compañeros ibas a comerte en la cóncava cueva con tu poderosa fuerza. Con razón te tenían que salir al encuentro tus malvadas acciones, cruel, pues no tuviste miedo de comerte a tus huéspedes en tu propia casa. Por ello te han castigado Zeus y los demás dioses."

«Así hablé, y él se irritó más en su corazón. Arrancó la cresta de un gran monte, nos la arrojó y dio detrás de la nave de azuloscura proa, tan cerca que faltó poco para que alcanzara lo alto del timón. El mar se levantó por la caída de la piedra, y el oleaje arrastró en su reflujo, la nave hacia el litoral y la impulsó hacia tierra. Entonces tomé con mis manos un largo botador y la empujé hacia fuera, y di órdenes a mis compañeros de que se lanzaran sobre los remos para escapar del peligro, haciéndoles señas con mi cabeza. Así que se inclinaron hacia adelante y remaban. Cuando en nuestro recorrido estábamos alejados dos veces la distancia de antes, me dirigí al Cíclope, aunque mis compañeros intentaban impedírmelo con dulces palabras a uno y otro lado:

«"Desdichado, ¿por qué quieres irritar a un hombre salvaje?, un hombre que acaba de arrojar un proyectil que ha hecho volver a tierra nuestra nave y pensábamos que íbamos a morir en el sitio. Si nos oyera gritar o hablar machacaría nuestras cabezas y el madero del navío, tirándonos una roca de aristas resplandecientes, ¡tal es la longitud de su tiro!"

«Así hablaron, pero no doblegaron mi gran ánimo y me dirigí de nuevo a él airado:

«"Cíclope, si alguno de los mortales hombres te pregunta por la vergonzosa ceguera de tu ojo, dile que lo ha dejado ciego Odiseo, el destructor de ciudades; el hijo de Laertes que tiene su casa en Itaca."

«Así hablé, y él dio un alarido y me contestó con su palabra:

«"¡Ay, ay, ya me ha alcanzado el antiguo oráculo! Había aquí un adivino noble y grande, Telemo Eurímida, que sobresalía por sus dotes de adivino y envejeció entre los Cíclopes vaticinando. Éste me dijo que todo esto se cumpliría en el futuro, que me vería privado de la vista a manos de Odiseo. Pero siempre esperé que llegara aquí un hombre grande y bello, dotado de un gran vigor; sin embargo, uno que es pequeño, de poca valía y débil me ha cegado el ojo después de sujetarme con vino. Pero ven acá, Odiseo, para que te ofrezca los dones de hospitalidad y exhorte al ínclito, al que conduce su carro por la tierra, a que te dé escolta, pues soy hijo suyo y él se gloría de ser mi padre. Sólo él, si quiere, me sanará, y ningún otro de los dioses felices ni de los mortales hombres."

«Así habló, y yo le contesté diciendo:

«"¡Ojalá pudiera privarte también de la vida y de la existencia y enviarte a la mansión de Hades! Así no te curaría el ojo ni el que sacude la tierra."

«Así dije, y luego hizo él una súplica a Poseidón soberano, tendiendo su mano hacia el cielo estrellado:

«"Escúchame tú, Poseidón, el que abrazas la tierra, el de cabellera azuloscura. Si de verdad soy hijo tuyo y tú te precias de ser mi padre , concédeme que Odiseo, el destructor de ciudades, no llegue a casa, el hijo de Laertes que tiene su morada en Itaca. Pero si su destino es que vea a los suyos y llegue a su bien edificada morada y a su tierra patria, que regrese de mala manera: sin sus compañeros, en nave ajena, y que encuentre calamidades en casa."

«Así dijo suplicando, y le escuchó el de azuloscura cabellera. A continuación levantó de nuevo una piedra mucho mayor y la lanzó dando vueltas. Hizo un esfuerzo inmenso y dio detrás de la nave de azuloscura proa, tan cerca que faltó poco para que alcanzara lo alto del timón. Y el mar se levantó por la caída de la piedra, y el oleaje arrastró en su reflujo la nave hacia el litoral y la impulsó hacia tierra.

«Conque por fin llegamos a la isla donde las demás naves de buenos bancos nos aguardaban reunidas. Nuestros compañeros estaban sentados llorando alrededor, anhelando continuamente nuestro regreso. Al llegar allí, arrastramos la nave sobre la arena y desembarcamos sobre la ribera del mar. Sacamos de la cóncava nave los ganados del Cíclope y los repartimos de modo que nadie se fuera sin su parte correspondiente.

«Mis compañeros, de hermosas grebas, me dieron a mí solo, al repartir el ganado, un carnero de más, y lo sacrifiqué sobre la playa en honor de Zeus, el que reúne las nubes, el hijo de Crono, el que es soberano de todos, y quemé los muslos. Pero no hizo caso de mi sacrificio, sino que meditaba el modo de que se perdieran todas mis naves de buenos bancos y mis fieles compañeros.

«Estuvimos sentados todo el día comiendo carne sin parar y bebiendo dulce vino, hasta el sumergirse de Helios. Y cuando Helios se sumergió y cayó la oscuridad, nos echamos a dormir sobre la ribera del mar.

«Cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, di orden a mis compañeros de que embarcaran y soltaran amarras, y ellos embarcaron, se sentaron sobre los bancos y, sentados, batían el canoso mar con los remos.

«Así que proseguimos navegando desde allí, nuestro corazón acongojado, huyendo con gusto de la muerte, aunque habíamos perdido a nuestros compañeros.»


Homero, Odisea, http://www.apocatastasis.com/odisea-homero.php#9.
Seleccionado por Beatriz Curiel Lumbreras, segundo de bachillerato, curso 2009-2010.

Ilíada "Combate de Aquiles y Héctor o muerte de Héctor", Homero

-"Cerca tengo la muerte funesta y no puedo evitarla, mas no quiero morir de una forma cobarde y sin gloria, sino haciendo algo grande que admiren los hombres futuros"- dijo Héctor, blandiendo la espada afilada y potente.
Se agachó para dar un gran salto como águila rauda que cae desde una nube sombría sobre la llanura y arrebata la tierna cordera o la tímida liebre; pero el Pelida Aquiles, henchido de ira, le hizo frente.
Ondeaban las crines de oro, abundantes y bellas, que Hefesto fijara en el yelmo de cuatro bollones.
Como el Véspero, el astro más bello que hay en el cielo, resplandece de noche rodeado de miles de estrellas, tal brillaba la pica que Aquiles blandía en la diestra buscando un lugar vulnerable en el cuerpo de Héctor, que cubría la armadura de bronce que vistió Patroclo.
Donde el cuello se junta a los hombros es fácil al alma perderse, le hundió a Héctor la lanza Aquiles divino, y la punta pasó el fino cuello y salió por la nuca y el héroe troyano cayó a tierra, herido de muerte.

Homero, Ilíada, http://latabernadelturco.blogspot.com/2006/07/la-muerte-de-hctor.html. Seleccionado por Cristina Perianes Calle, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Arte de amar, "Gánate antes a su criada", Ovidio.

Pero antes de conquistar a una joven, procura conocer a su criada: ella te facilitará el acercamiento. Has de ver en qué medida es partícipe de los planes de su señora, y que no vaya a ser una cómplice poco fiel de sus secretos devaneos. Sobórnala con promesas, sobórnala con súplicas: lo que pretendes, lo obtendrás muy fácilmente, si ella quiere. Ella elegirá el momento oportuno(también los médicos están atentos a lo momentos oportunos)en el que el estado anímico de su señora sea propicio e idóneo para conquistarla. Su estado anímico será el idóneo para la conquista precisamente cuando se muestre la más alegre del mundo y se sienta exhuberante, como mies en suelo fértil. Los corazones se abren espontáneamente cuando están alegres y el dolor no les afecta: entonces Venus penetra persuasivamente. Precisamente cuando estaba triste Ilio, se defendió a sí misma con las armas. Pero en medio de su alegría dejó pasar el caballo repleto de soldados. También entonces, cuando se sienta dolida por una rival, debes tantearla, podrás entonces todo tu esfuerzo para que no quede sin venganza. Que su criada, mientras le peine el cabello por la mañana le incite y añada a la vela el impulso del remo;y que suspirando con leve murmullo diga para sí: "me parfece que tú no podrías corresponderle"; que aproveche la ocasión para hablar de ti, y añada palabras persuasivas, jurándole que mueres de un loco amor. Pero apresúrate, no vayan a desinflarse las velas y amainen las brisas:
como el hielo quebradizo, así el desenfreno se desvanece con la demora. ¿Preguntas si sirve de algo forzar a la sirvienta misma?, en tales asuntos juega un gran papel el azar. Alguna se vuelve más diligente después de la unión amorosa, otra más remolona. Una te prepara como regalo para sdu señora, la otra para sí misma.La casualidad interviene en el desarrollo de los hechos; pero, aunque favorezca tu atrevimiento, mi consejo no obstante es abstenerse de ello. No iré yo por los precipicios y escarpadas cumbres, y ningún joven que me siga se verá atrapado.

Ovidio, Arte de amar, Madrid, Gredos, Biblioteca básica Gredos. Seleccionado por Beatriz Curiel Lumbreas, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.

martes, 1 de diciembre de 2009

Fábulas “La zorra y el leopardo”, Esopo

Una zorra y un leopardo disputaban sobre su belleza. Cuando el leopardo a cada instante adujese la variedad de colores de su cuerpo, la zorra, respondiendo, dijo: «¡Cuánto más hermosa que tú soy yo, que tengo variedad de colores no en el cuerpo, sino en el alma!».


La buena constitución de la mente es mejor que la belleza del cuerpo.

Esopo, http://elcajondesastre.blogcindario.com/2006/04/00589-la-zorra-y-el-leopardo-esopo-fabula.html, fragmento seleccionado por Fabiola Muñoz, segundo de Bachillerato.

viernes, 27 de noviembre de 2009

Las mil y una noches, "Simbad el marino".

Al levantarme no encontré a nadie. El buque había zarpado, sin que nadie de los pasajeros o tripulantes se acordase de mí; me habían abandonado en la isla. Me volví a derecha e izquierda pero no vi a nadie más. Me entró un terror profundo, hasta el punto de que por poco me estalla el corazón de pena y tristeza. Me había quedado sin ninguna de las ventajas del mundo y no tenía qué comer o beber; además, estaba solo. Desesperé de la vida y dije: “Tanto va el cántaro a la fuente, que al fin se rompe. ”Si la primera vez me salvé y encontré quien me llevase consigo desde aquella isla hasta la civilización, esta vez no creo que vuelva a tener la misma suerte.» Empecé a llorar y a lamentarme, y me entró tal rabia, que me maldije a mí mismo por lo que había hecho: volver a viajar y fatigarme, después de haberme instalado cómodamente en mi casa y en mi país, en donde vivía satisfecho y tenía a mi disposición comidas, bebidas y vestidos magníficos, sin necesitar dinero ni mercancías.
Me volví casi loco. Me puse de pie rabiosamente y empecé a recorrer la isla en todas direcciones, sin poder detenerme en ningún sitio: Después me subí a un árbol altísimo y extendí la mirada en derredor, sin ver más que agua, árboles, pájaros, islas y arenas. Al mirar más atentamente distinguí algo blanco y muy grande que había en la isla. Bajé del árbol, me dispuse a ver de qué se trataba y marché en aquella dirección. Era una gran cúpula blanca, muy elevada y de gran circunferencia. Me acerqué, di la vuelta en torno a ella y no encontré ninguna puerta ni tuve fuerza ni agilidad suficientes, dado lo lisa que era, para trepar por ella.
Señalé el sitio en que me encontraba y medí su circunferencia: tenía cincuenta pasos justos. Empecé a pensar qué hacer para conseguir entrar, pues se acercaba la noche. De repente se ocultó el sol.
Pensé que tal vez había sido tapado por una nube, pero como estábamos en verano me extrañó. Levanté la cabeza y vi un pájaro enorme, de gigantesco cuerpo y descomunal envergadura de alas, que surcaba el aire.
Había tapado el sol a su paso. Me admiré muchísimo y recordé una historia...
Schehrezade se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas cuarenta y cuatro, refirió:
-Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Simbad prosiguió: Recordé una historia que había oído hacía tiempo a los viajeros y caminantes: En una isla vivia un pájaro enorme, llamado ruj, que alimentaba a sus polluelos con elefantes. Entonces me convencí de que la cúpula que estaba viendo era un huevo de ruj, y me admiré de la creación de Dios (¡ensalzado sea!). Mientras me encontraba en esta situación, el pájaro descendió sobre la cúpula, empezó a incubarla con las alas, y apoyando las patas en el suelo por detrás, se durmió encima. ¡Gloria a Aquel que no duerme! Entonces deshice el turbante que llevaba en la cabeza, lo doblé y lo trencé hasta que quedó transformado en una cuerda; me ceñí la cintura con él y me até al pie de aquel pájaro lo más fuertemente que pude. Me dije: «Éste tal vez me conduzca a los países habitados y civilizados.»
Pasé aquella noche en vela, temeroso de dormirme y de que el pájaro arrancase a volar estando yo inconsciente.
Al hacerse de día el ave se levantó del huevo, dio un grito fortísimo y se elevó conmigo por los aires. Creí que había llegado a las nubes. Luego descendió hasta posarse en el suelo en un lugar elevado. En cuanto toqué tierra me apresuré a desatarme, pues temía que el bicho advirtiese mi presencia; pero no notó nada. El ruj cogió algo entre sus garras y se echó a volar de nuevo. Me fijé en lo que llevaba: era una serpiente enorme, que transportaba en dirección al mar. Me encontraba en un altozano a cuyo pie corría un río profundo y ancho, encajonado entre montañas elevadísimas, cuyas cimas no alcanzaba a distinguir; nadie tiene fuerzas suficientes para escalarlas. Al ver aquello me dije: «¡Ojalá me hubiese quedado en la isla, que era más hermosa que este lugar desértico! Por lo menos allí había variadas clases de fruta para comer, y riachuelos en los que beber. En cambio aquí no hay ni árboles, ni frutos, ni ríos. ¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! ¡Escapo de una calamidad para caer en otra mayor y más peligrosa!»
Me puse en pie, traté de animarme y empecé a recorrer el valle. Todo su suelo estaba cubierto de diamantes; los metales preciosos y las gemas afloraban por doquier; había porcelana y ónice. Todo el valle estaba lleno de serpientes y víboras, cada una de las cuales tenía el tamaño de una palmera; eran tan enormes que podían muy bien tragarse un elefante. Aparecían por la noche y se ocultaban durante el día, dado el temor que les infundían el pájaro ruj y las águilas, que, no sé por qué razón, las cogen para despedazarlas. Me arrepentí de lo que había hecho, mientras exclamaba: «Por Dios he precipitado mi muerte.»

Anónimo, Las mil y una noches.

El Cantar de los Nibelungos ''El asesinato de Sigfrido y la venganza de Brunilda'', Anónimo.

El destino le tendió a Sigfrido una trampa
lo engañaron y bebió la pócima mágica del olvido,
con sinsabores amargos de hiel exiguo
su amada Brunilda lo esperó durante días
aletargada en su inmensa agonía.

El caballero galopó por los senderos
llegó a la gruta del oro y de los sueños,
mató al dragón guardián celoso eterno
y se bañó en su sangre glorioso
para protegerse del infierno.

Mas Brunilda lo esperaba con anhelo
y él en brazos de otra encontró consuelo,
con el tesoro que le robó a los nibelungos
le llegó la maldición a su destino sin rumbo.

Él se casó con una hermosa princesa
y en el banquete su memoria regresa,
corre Sigfrido a buscar a su amada
pero la muerte lo espera lo engalana.

Brunilda derrama lágrimas de muerte
es tanto el dolor que su alma se pierde,
desconsolada se arroja al fuego
donde su amado es cremado con esmero.

Se fusionan las cenizas de ambos amantes
viajaran por el cosmos con sueños alucinantes,
ésta es la leyenda de Brunilda y Sigfrido
de un amor tan grande marcado por el destino.

Anónimo, Cantar de los Nibelungos, http://www.mundopoesia.com/foros/poemas-fantasticos-ciencias-ocultas-miticos-y-tecnologicos/6683-el-cantar-de-los-nibelungos.html. Seleccionado por Beatriz Curiel Lumbreras, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.


Fábulas "El águila y el escarabajo", Esopo

Estaba una liebre siendo perseguida por un águila, y viéndose perdida pidió ayuda a un escarabajo, suplicándole que la salvara.

Le pidió el escarabajo al águila que perdonara a su amiga. Pero el águila, despreciando la insignificancia del escarabajo, devoró a la liebre en su presencia.

Desde entonces, buscando vengarse, el escarabajo observaba los lugares donde el águila ponía sus huevos, y haciéndolos rodar, los tiraba a tierra. Viéndose el águila echada del lugar a donde quiera que fuera, recurrió a Zeus pidiéndole un lugar seguro para depositar sus futuros pequeñuelos.

Le ofreció Zeus colocarlos en su regazo, pero el escarabajo, viendo la táctica escapatoria, hizo una bolita de barro, voló y la dejó caer sobre el regazo de Zeus. Se levantó entonces Zeus para sacudirse aquella suciedad, y tiró por tierra los huevos sin darse cuenta. Por eso, desde entonces, las águilas no ponen huevos en la época en que salen a volar los escarabajos.

Nunca desprecies lo que parece insignificante,
pues no hay ser tan débil que no pueda alcanzarte.

Esopo, El águila y el escarabajo, referencia: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/euro/esopo/escaraba.htm. Fragmento seleccionado por Fabiola Muñoz

jueves, 26 de noviembre de 2009

Fábulas "Prometeo y los hombres", Esopo

Prometeo por orden de Zeus modeló a los hombres y a las fieras.

Zeus al ver que eran mucho más numerosos los animales irracionales le ordenó que deshaciendo algunas de las fieras las transformara en hombres.

Tras hacerse lo ordenado sucedió que los que los que habían sido modelados a partir de ellas tenían la forma de hombres pero sus almas de fieras.

En relación con un varón grosero y bestial esta fábula es oportuna.

Esopo, Prometeo y los hombres. Seleccionado por Cristina Martín, segundo de Bachillerato.

El lobo y la cabra, Fedro

Encontró un lobo a una cabra que pastaba a la orilla de un precipicio. Como no podía llegar a donde estaba ella le dijo:

-Oye amiga, mejor baja pues ahí te puedes caer. Además, mira este prado donde estoy yo, está bien verde y crecido.

Pero la cabra le dijo:

-Bien sé que no me invitas a comer a mí, sino a ti mismo, siendo yo tu plato.

Conoce siempre a los malvados, para que no te atrapen con sus engaños.

Fedro, Fábulas. Texto seleccionado por Cristina Martín, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.

Los perros hambrientos, Fedro

Vieron unos perros hambrientos en el fondo de un arroyo unas pieles que estaban puestas para limpiarlas; pero como debido al agua que se interponía no podían alcanzarlas decidieron beberse primero el agua para así llegar fácilmente a las pieles.

Pero sucedió que de tanto beber y beber, reventaron antes de llegar a las pieles.

Ten siempre cuidado con los caminos rápidos, pues no siempre son los más seguros.

Fedro, Fábulas. Seleccionado por Cristina Martín, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Odisea, Homero.

[…] Entonces me dijo la soberana Circe:
« […] Escucha ahora tú lo que voy a decirte y lo recordará después el dios mismo.
«"Primero llegarás a las Sirenas, las que hechizan a todos los hombres que se acercan a ellas. Quien acerca su nave sin saberlo y escucha la voz de las Sirenas ya nunca se verá rodeado de su esposa y tiernos hijos, llenos de alegría porque ha vuelto a casa; antes bien, lo hechizan éstas con su sonoro canto sentadas en un prado donde las rodea un gran montón de huesos humanos putrefactos, cubiertos de piel seca. Haz pasar de largo a la nave y, derritiendo cera agradable como la miel, unta los oídos de tus compañeros para que ninguno de ellos las escuche. En cambio, tú, si quieres oírlas, haz que te amarren de pies y manos, firme junto al mástil que sujeten a éste las amarras , para que escuches complacido, la voz de las dos Sirenas; y si suplicas a tus compañeros o los ordenas que te desaten, que ellos te sujeten todavía con más cuerdas.
«"Cuando tus compañeros las hayan pasado de largo, ya no te diré cuál de dos caminos será el tuyo; decídelo tú mismo en el ánimo. Pero te voy a decir los dos: a un lado hay unas rocas altísimas, contra las que se estrella el oleaje de la oscura Anfitrite. Los dioses felices las llaman Rocas Errantes. No se les acerca ningún ave, ni siquiera las temblorosas palomas que llevan ambrosía al padre Zeus; que, incluso de éstas, siempre arrebata alguna la lisa piedra, aunque el Padre (Zeus) envía otra para que el número sea completo. Nunca las ha conseguido evitar nave alguna de hombres que haya llegado allí, sino que el oleaje del mar, junto con huracanes de funesto fuego, arrastra maderos de naves y cuerpos de hombres. Sólo consiguió pasar de largo por allí una nave surcadora del ponto, la célebre Argo, cuando navegaba desde el país de Eetes. Incluso entonces la habría arrojado el oleaje contra las gigantescas piedras, pero la hizo pasar de largo Hera, pues Jasón le era querido.
«"En cuanto a los dos escollos, uno llega al vasto cielo con su aguda cresta y le rodea oscura nube. Ésta nunca le abandona, y jamás, ni en invierno ni en verano, rodea su cresta un cielo despejado. No podría escalarlo mortal alguno, ni ponerse sobre él, aunque tuviera veinte manos y veinte pies, pues es piedra lisa, igual que la pulimentada. En medio del escollo hay una oscura gruta vuelta hacia Poniente, que llega hasta el Erebo, por donde vosotros podéis hacer pasar la cóncava nave, ilustre Odiseo. Ni un hombre vigoroso, disparando su flecha desde la cóncava nave, podría alcanzar la hueca gruta. Allí habita Escila, que aulla que da miedo: su voz es en verdad tan aguda como la de un cachorro recién nacido, y es un monstruo maligno. Nadie se alegraría de verla, ni un dios que le diera cara. Doce son sus pies, todos deformes, y seis sus largos cuellos; en cada uno hay una espantosa cabeza y en ella tres filas de dientes apiñados y espesos, llenos de negra muerte. De la mitad para abajo está escondida en la hueca gruta, pero tiene sus cabezas sobresaliendo fuera del terrible abismo, y allí pesca explorándolo todo alrededor del escollo , por si consigue apresar delfines o perros marinos, o incluso algún monstruo mayor de los que cría a miles la gemidora Anfitrite. Nunca se precian los marineros de haberlo pasado de largo incólumes con la nave, pues arrebata con cada cabeza a un hombre de la nave de oscura proa y se lo lleva.
«"También verás, Odiseo, otro escollo más llano cerca uno de otro. Harías bien en pasar por él como una flecha. En éste hay un gran cabrahigo cubierto de follaje y debajo de él la divina Caribdis sorbe ruidosamente la negra agua. Tres veces durante el día la suelta y otras tres vuelve a sorberla que da miedo. ¡Ojalá no te encuentres allí cuando la está sorbiendo, pues no te libraría de la muerte ni el que sacude la tierra! Conque acércate, más bien, con rapidez al escollo de Escila y haz pasar de largo la nave, porque mejor es echar en falta a seis compañeros que no a todos juntos."
«Así dijo, y yo le contesté y dije:
«"Diosa, vamos, dime con verdad si podré escapar de la funesta Caribdis y rechazar también a Escila cuando trate de dañar a mis compañeros."
«Así dije, y ella al punto me contestó, la divina entre las diosas:
«"Desdichado, en verdad te placen las obras de la guerra y el esfuerzo. ¿Es que no quieres ceder ni siquiera a los dioses inmortales? Porque ella no es mortal, sino un azote inmortal, terrible, doloroso, salvaje e invencible. Y no hay defensa alguna, lo mejor es huir de ella, porque si te entretienes junto a la piedra y vistes tus armas contra ella, mucho me temo que se lance por segunda vez y te arrebate tantos compañeros como cabezas tiene. Conque conduce tu nave con fuerza e invoca a gritos a Cratais, madre de Escila, que la parió para daño de los mortales. Ésta la impedirá que se lance de nuevo.


Homero, Odisea, seleccionado por Cristina Perianes Calle, segundo de Bachillerato.

martes, 24 de noviembre de 2009

Fábulas "El pescador y el boquerón" Esopo

Un pescador al echar la red sacó un boquerón. Y éste le suplicaba que por el momento lo soltara, pues era pequeño, luego, cuando creciera, podría cogerlo por ser de más utilidad. El pescador dijo: “Muy tonto sería si, dejando marchar la ganancia que tengo en las manos, persiguiera una esperanza incierta.”
La fábula muestra que es preferible tomar la ganancia presente, aunque sea pequeña, que la que se espera, aunque sea grande.

Esopo, El pescador y el boquerón. Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, segundo de Bachillerato curso 2009-2010

sábado, 21 de noviembre de 2009

Edipo rey, Sófocles

CORO:
¡Ah dolor, terrible de contemplar para los hombres!
El más duro de todos cuantos yo he encontrado.
¿Qué locura, triste de ti, te entró?
No puedo mirarte.
Tal es el miedo que me causas.
Y no es extraño que en mitad de estos infortunios un doble duelo llores y una doble pena arrastres.
Hiciste algo terrible.
¿Como te atreviste así a arrasar tus ojos?

EDIPO: Apolo fue. Fue Apolo, amigos míos, Apolo el que todos mis males trajo. Si hubiera muerto entonces no habría sido asesino de mi padre, ni esposo de mi madre. Ahora soy un maldito de los dioses.
¡Oh, Citerón!
¿Por qué no me mataste aquel día infausto? ¡Oh, cruce de caminos, valle oculto, encinar, angostura del camino que bebisteis la sangre de mi padre, ¡la mía!, de mis manos! ¡Oh, madre, madre me diste el ser y luego me diste hijos a mí y diste a luz, padres, hermanos, hijos, todos juntos en sangre! Llevadme fuera, por los dioses y escondedme o matadme o arrojadme a la mar, allí donde no volváis a verme.

CORIFEO: Aquí llega Creonte para obrar y resolver, pues él solo ha quedado como guía de este país.

(Llega Creonte)
CREONTE: Edipo, no he venido para burlarme, ni vengo para reprocharte nada de lo ya pasado. Acompañadlo a casa, pues sólo la familia puede, sin faltar a la piedad, ver sin horror y escuchar los males de los suyos.

EDIPO: Por los dioses, tú el más noble concédeme una gracia.

CREONTE: ¿Qué quieres obtener de mí?

EDIPO: Échame pronto del país, donde no pueda hablarme ninguno de los hombres.

CREONTE: Así se dijo; sin embargo, en esta situación, es preferible preguntar a los dioses qué hay que hacer.

EDIPO: Deja que viva en las montañas, donde está el Citerón que llaman mío, el que mi padre y mi madre me destinaron como tumba, para que muera según ellos lo quisieron. De mis hijos varones no te cuides, Creonte; hombres son y, donde quiera que estén, no carecerán de recursos de vida. Cuídame, en cambio, a mis pobres niñas, prendas desgraciadas, jamás mi mesa ha estado sin ellas; en todo lo mío ellas tenían siempre parte. Déjame que las toque con mis manos y llore mi desdicha. Mi llanto es por vosotras -no puedo veros-; pienso en el resto de vuestra vida amarga.

CREONTE: Basta ya de lágrimas.

EDIPO: Llévame de aquí ya.

CREONTE: ¡Vete!

EDIPO: ¡Hijas! ¿Dónde estáis?

CREONTE: No quieras tener poder en todo, que aún aquellas cosas que tuviste no te han seguido a lo largo de la vida.

Sófocles, Edipo rey, adaptación de Miguel Lumera Guerrero de las traducciones de Assela Alamillo, Agustín García Calvo y Francisco Rodríguez Adrados.

Edipo rey, Sófocles

(Llega Tiresias)
EDIPO: Tiresias, tú que todo lo sabes, lo explicable y lo inexplicable, lo que pasa en el cielo y en la tierra, dinos qué enfermedad padece esta ciudad, pues tú aunque ciego, eres el único salvador que le encontramos.
No calles la respuesta de las aves ni otro camino de la adivinación. Sálvate, salva a la ciudad y sálvame. Aleja toda la impureza que nos rodea.
¡Que un hombre ayude a otros es la más noble de todas las acciones!

TIRESIAS: ¡Qué terrible es saber cuando no rinde provecho al que lo sabe!
Yo lo sé muy bien, pero lo había olvidado; si no, no hubiera venido hasta aquí.

EDIPO: ¿Qué te sucede? ¡Con mucho desánimo has llegado?

TIRESIAS: Déjame ir a mi casa; es así como mejor soportaremos nuestra vida, la tuya tú y la mía yo, si me haces caso.

EDIPO: Por los dioses, si lo sabes, no lo calles; te lo pedimos todos estos suplicantes.

TIRESIAS: Porque ninguno lo sabéis. Pero no hay cuidado de que yo revele mis desdichas... por no decir las tuyas.

EDIPO: ¿Cómo? ¿Sabiéndolo, no vas a hablar? ¿Piensas traicionarnos y arruinar tu ciudad?

TIRESIAS: Son cosas que vendrán aunque yo las envuelva en mi silencio.

EDIPO: Pues bien, si han de venir, debes decírmelas.

TIRESIAS: No diré una palabra más. Ante esto ya, si quieres, enfurécete con la cólera más fiera.

EDIPO: Sabe que me pareces haber tramado el crimen y haberlo ejecutado, y si pudieras ver, diría que el crimen fue obra tuya.

TIRESIAS: Te requiero a que cumplas la proclama que has lanzado: ¡desde este día no nos hables ni a éstos ni a mí, pues tú eres la maldición funesta que contamina este país!

EDIPO: ¿Dónde piensas huir de esto que has hecho?

TIRESIAS: Estoy ya a salvo: llevo en mí la verdad, ésta es mi fuerza.

EDIPO: ¿De quién la sabes?

TIRESIAS: De ti. Tú me forzaste a hablar mal de mi grado.

EDIPO: No te he entendido bien. Habla de nuevo.

TIRESIAS: Digo que eres el asesino al que buscas.

EDIPO: No dirás dos veces tan contento injurias tales.

TIRESIAS: ¿Qué más he de decir, para que más te encolerices? No advertiste que tenías un trato infame con los más queridos y no ves adónde puede llegar tu desgracia. Tú eres desgraciado por hacer reproches que ninguno de éstos dejará de hacerte muy en breve.

EDIPO: ¿Es cosa tuya o de Creonte esta maquinación?

TIRESIAS: No es Creonte ningún mal para ti; sino tú para ti mismo.

EDIPO: ¡Riqueza y poder y astucia, cómo os envidian! Creonte el fiel, el amigo de siempre me ataca y desea destronarme lanzándome este brujo, este tramposo, este embustero charlatán.
Penando pagaréis la culpa el que esto ha urdido y tú.

CORIFEO: Edipo, lo mismo sus palabras que las tuyas han sido dichas con ira.
No son estas palabras las que resultan necesarias, sino buscar cómo descifraremos mejor el oráculo del dios.

TIRESIAS: Aunque tú eres el rey, quiero contestarte, pues yo no vivo como esclavo tuyo, sino de Apolo; no voy a aliarme con Creonte como patrono.
Te digo, ya que tú como a ciego me injuriaste: teniendo vista, tú no ves a qué punto has llegado de desgracia, ni dónde moras, ni con quién vives.
La doble maldición de tu madre y tu padre ha de expulsarte un día de esta tierra, un día en el que tú, que ahora tienes vista, sólo verás las tinieblas.
¡Después de esto injuria a Creonte y a mí también cúbreme de insulto y lodo: que no habrá mortal ninguno que peor que tú se vea un día atormentado.

EDIPO: ¡Vete a los infiernos! ¡Da la vuelta y vete y marcha lejos de este palacio!

TIRESIAS: No habría venido aquí, si no me hubieras llamado.

EDIPO: Porque no sabía que tu boca iba a decir palabras insensatas.

TIRESIAS: Me voy pues ya he dicho aquello para lo que vine, no por miedo de tu persona; pues no puedes causarme mal alguno. Yo te digo: ese hombre al que buscas hace tiempo, amenazando y lanzando proclamas sobre la muerte del rey Layo, está aquí: pasa por extranjero aquí asentado, pero pronto se verá que ha nacido tebano y no se alegrará con el hallazgo: porque ciego habiendo visto y mendigo en vez de rico, recorrerá tierras extrañas.

TIRESIAS y CORO:
Verán todos que es al mismo tiempo
padre y hermano de los hijos con quien vive,
hijo y esposo de la mujer de que nació
y heredero del lecho y asesino de su padre.
Reflexiona sobre esto
y si descubres que he mentido,
di ya que de adivinación
no entiendo nada.
(Sale Tiresias)

Sófocles, Edipo rey, Adaptación de Miguel Lumera Guerrero de las traducciones de Assela Alamillo, Agustín García Calvo y Francisco Rodríguez Adrados.

Deucalión y Pirra.

Deucalión, hijo de Prometeo y de la oceánide Clímene, reinó en el territorio de Ftía y casó con Pirra, hija de Epimeteo y Pandora. Habiendo decidido Zeus destruir la raza humana sepultándola bajo las aguas, Prometeo aconsejó a su hijo que construyera una gran arca, la llenara de provisiones y se metiera en ella con su esposa.
Iniciado el diluvio, el arca navegó durante nueve días a la deriva, hasta que, al fin, se acercó al monte Parnaso, el único lugar que no había sido anegado.
Cuando cesaron las lluvias, Deucalión y Pirra desembarcaron y ofrecieron sacrificios a Zeus, dirigiéndose después al oráculo de Temis para preguntarle cómo podrían conseguir compañeros. La respuesta fue que arrojaran tras de sí los huesos de su madre, y ellos entendieron que se trataba de la Madre-Tierra, cuyos huesos debía ser las piedras; en efecto, de las piedras lanzadas por Deucalión iban naciendo hombres, y de las que arrojaba Pirra, mujeres.


Anónimo, Deucalión y Pirra, Mitología Griega. Seleccionado por Beatriz Curiel Lumbreras, segundo de bachillerato curso 2009-2010.

martes, 17 de noviembre de 2009

Génesis "Noé y el arca salvadora"





Esta es la historia de Noé.
Noé era un hombre justo y honrado entre sus contemporáneos, un hombre fiel a Dios.(...)Entonces dijo Dios a Noé:
-Tengo decidido el fin de todos los seres vivos, porque toda la tierra está llena de maldad a causa de los hombres; voy a exterminarlos a todos de la tierra. Tú hazte un arca de madera resinosa, dividida en compartimentos, y calafatéala con brea por dentro y por fuera. (...)Porque voy a desencadenar sobre la tierra un diluvio de agua para acabar con todos los seres vivos que hay en el cielo. Todo cuanto existe en la tierra perecerá.
Contigo, sin embargo, estableceré mi alianza. Entrarás en el arca tú con tus tres hijos, tu mujer y tus nueras. Toma una pareja de cada especie de animales, macho y hembra, y métela en el arca, para salvarlos contigo. (...)La tierra estuvo inundada durante ciento cincuenta días. (...)La tierra estaba completamente seca el día veintisiete del segundo mes.
Entonces habló Dios a Noé y le dijo:
-Sal del arca, tú, tu mujer, tus hijos y tus nueras. Haz que salgan también los animales de toda clase que están contigo: aves,ganados y reptiles; que llenen la tierra, crezcan y se multipliquen sobre ella.

(Seleccionado por Beatriz Curiel Lumbreras, segundo de bachillerato curso 2009-2010)
(ANÓNIMO:''Noé y el arca salvadora'', Libro del Génesis, Antiguo Testamento, La Biblia, Atenas-Madrid, La Casa de la Biblia, Edición popular, 1993, pág.18-19)