lunes, 16 de diciembre de 2013

Amores, Ovidio

       "Era de noche y el sueño me hizo cerrar los ojos cansados. Entonces aterrorizaron mi espíritu las visiones que diré a continuación. Al pie de un cerro soleado se erguía un bosque sagrado pobladísimo de encinas y muchos pájaros se ocultaban entre sus ramas. Debajo había una muy verde extensión cubierta por una pradera de césped, húmeda del rocío del agua que resonaba suavemente. Yo mismo esquivaba el calor bajo las ramas de los árboles, pero incluso bajo el ramaje hacía calor. Veo venir, en pos de las hierbas salpicadas de flores variadas, una vaca blanca que se paró ante mis ojos: más blanca que la nieve cuando ha caído y está reciente, y todavía no ha tenido tiempo de convertirse en líquida agua; más blanca que la leche que aún blanquea con borbolleante espuma y acaba de dejar enjuta a la oveja. Un toro la acompañaba, su feliz pareja, y se echó sobre el blando suelo junto con su compañera.
       Mientras estaba tumbado y rumiaba parsimoniosamente las hierbas volviéndolas a mascar y comiendo por segunda vez el alimento que había comido antes, me pareció que había apoyado en el suelo su cornígera cabeza, porque el sueño le había privado de fuerzas para sostenerla.
       A ese lugar llegó volando por los aires con alas ligeras una corneja y se posó parloteando en el verde suelo. Por tres veces escarbó con su pico audaz en el pecho de la vaca color de nieve y le arrancó mechones de pelo blanco.
       Ella, después de algún tiempo de duda, dejó aquel lugar y al toro, pero ya tenía una obscura mancha en el pecho. Y cuando vio desde lejos toros pastando (pues unos toros pastaban a lo lejos en la herbosa dehesa), marchosé rápida hacia ellos, se juntó a la manada y buscó un suelo de hierba más abundante.



Ovideo, Amores, Libro III, Capítulo 5, Madird, editorial Gredos, S.A.,colección Biblioteca básica de Gredos, 2001, páginas 105-106. Seleccionado por: Paloma Montero Jiménez,segundo de bachilletaro, curso 2013-2014.

Tragedias, 'Heracles', Eurípides:

   
      Anfitrión. --- ¿Quién de los hombres no conoce al que compartió el lecho con Zeus, al argivo Anfitrión, Heracles? Soy yo, que poseí esta ciudad de Tebas donde floreció la espiga terrena de los "Hombres Sembrados". Ares salvó un pequeño número de su estirpe y estos llenaron la ciudad de Tebas con los hijos de sus hijos. De ellos nació Creonte, el hijo de Meneceo, soberano de esta tierra. Y Creonte fue el padre de Mégara, aquí presente, a la que un dia todos los Cadmeos celebraron con cantos de esponsales, al son de la flauta, cuando el ilustre Heracles la trajo a mi casa como esposa.
      Abandonando Tebas, donde yo habito, y dejando aquí a Mégara y a sus suegros, mi hijo se ha dirigido a la ciudad amurallada de Argos, a la ciudad ciclópea de donde yo estoy exiliado por haber matado a Electrión. Por aligerar mi infortunio y querer que yo vuelva a habitar en mi patria, está pagando a Euristeo un gran precio por mi retorno, librar de monstruos a la tierra, sometido por los aguijones de Hera o impelido por el destino.
      Ya ha llevado a cabo los demás trabajos y ahora, para terminar, ha bajado al Hades, a través de la abertura del Ténaro, para traerse a la luz al Can de tres cuerpos y no ha regresado de allí.
      Pues bien, según una antigua tradición tebana, existió un tal Lico, esposo de Dirce, que tenia tiranizada a esta ciudad de siete puertas antes de que la rigieran los blancos potros gemelos Anfión y Zeto, hijos de Zeus.
      Un hijo de Lico, del mismo nombre que su padre, que no es Cadmeo, sino procedente de Eubea, ha matado a Creonte y, tras el crimen, domina esta tierra. Ha caido sobre esta ciudad enferma y dividida en facciones. Así que el parentesco que nos une a Creonte se nos ha tornado en terrible mal, como es obvio.
    

Eurípides, Tragedias II, Heracles
Madrid,Editorial Gredos, Colección Biblioteca Clásica Gredos 7 , 2000, páginas 23-24-25
Seleccionado por: Adrián Hernández García, segundo de bachillerato, curso 2013-2014

lunes, 25 de noviembre de 2013

En el camino, Jack Kerouac

       Caminé hasta Sabinal autopista abajo comiendo nueces negras de un nogal. Me dirigí a las vías del tren y seguí por ellas haciendo equilibrios. Pasé por delante del depósito de agua y de una fábrica. Era el final de algo. Fui a la oficina de telégrafos de la estación en busca de mi giro de Nueva York. Estaba cerrada. Lancé un juramento y me senté en las escaleras a esperar. El que vendía los billetes me invitó a entrar. El dinero había llegado; mi tía me había salvado de nuevo.
       -¿Quién cree usted que ganará el campeonato mundial este año?- dijo el viejo y flaco empleado. De repente, comprendí que había llegado el otoño y regresaba a Nueva York.
       Caminé de nuevo por las vías a la triste luz de octubre del valle, con la esperanza de que pasara un tren de carga y unirme así a los vagabundos que comían uvas y leían tebeos. No pasó ningún tren. Bajé hasta la autopista y me recogieron enseguida. Fue el más rápido y estimulante trayecto de toda mi vida. El conductor era un violinista de una orquesta californiana de vaqueros. Tenía un coche último modelo y corría a ciento treinta por hora.
       -No bebo cuando conduzco- dijo, tendiéndome una botella. Tomé un trago y se la pasé-. ¡Qué coño!- añadió, y bebió.
       Cubrimos la distancia de Sabinal a LA en el tiempo asombroso de cuatro horas justas para los cuatrocientos kilómetros. Me dejó exactamente delante de la Columbia Pictures de Hollywood; tuve el tiempo justo de entrar y recoger mi guión rechazado. Entonces compré un billete de autobús hasta Pittsburgh. No tenía bastante dinero para ir hasta Nueva York. Ya me preocuparía de ello cuando llegara a Pittsburgh.
       Como el autobús salía a las diez, tenía cuatro horas para recorrer Hollywood solo. Primero compré una hogaza de pan y salchichón y me hice diez emparedados para mantenerme durante el camino. Me quedaba un dólar. Me senté en la valla de cemento de un aparcamiento y me hice los emparedados. Mientras llevaba a cabo esta absurda tarea, grandes haces de focos de un estreno de Hollywood surcaban el cielo, el susurrante cielo de la Costa Oeste. A mi alrededor oía los ruidos de esta frenética ciudad de la costa de oro. Y a esto se redujo mi carrera en Hollywood... Era mi última noche en Hollywood, y estaba extendiendo mostaza sobre pan en la parte trasera de un aparcamiento.


Jack Kerouac, En el camino, ed. Anagrama, col. Compactos, Barcelona, 2004, páginas 123-124. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.

Las aventuras de Tom Sawyer, Mark Twain

Capítulo XVIII


         Aquél era el gran secreto de Tom: la idea de regresar con sus compañeros en piratería y asistir a sus propios funerales. Habían remado hasta la orilla del Missouri, a horcajadas sobre un tronco, al atardecer del sábado, tomando tierra a cinco o seis millas más abajo del pueblo; habían dormido en los bosques, a poca distancia de las casas, hasta la hora del alba, y entonces se habían deslizado por entre callejuelas desiertas y habían dormido lo que les faltaba de sueño en la galería de la iglesia, entre un caos de bancos perniquebrados.
          Durante el desayuno, el lunes por la mañana, tía Polly y Mary se deshicieron en amabilidad con Tom y en agasajarle y servirle. Se habló mucho, y en el curso de la conversación dijo tía Polly:
                -La verdad es que no puede negarse que ha sido un buen bromazo, Tom, tenernos sufriendo a todos casi una semana, mientras vosotros lo pasabais en grande, pero ¡qué pena que hayas tenido tan mal corazón para dejarme sufrir a mí de esa manera! Si podías venirte sobre un tronco para ver tu funeral, también podías haber venido y haberme dado a entender de algún modo que no estabas muerto, sino únicamente de escapatoria.
              -Sí, Tom, debías haberlo hecho -dijo Mary-, y creo que no habrías dejado de hacerlo si llegas a pensar en ello.
                  -¿De veras, Tom? -dijo tía Polly con expresión de viva ansiedad-. Dime, ¿lo hubieras hecho si llegas a acordarte?
                  -Yo..., pues no lo sé. Hubiera echado todo a perder.
                  -Tom, creí que me querías siquiera para eso -dijo la tía con dolorido tono, que desconcertó al muchacho-. Algo hubiera sido el quererme lo bastante para pensar en ello, aunque no lo hubieses hecho.

La señora del perrito y otros cuentos, Anton Chejov

LA SEÑORA DEL PERRITO


        Se decía que en el paseo marítimo había aparecido una cara nueva: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que llevaba quince días en Yalta y era ya de los habituados, empezaba también a interesarse por las caras nuevas. Sentado en el restaurante de Vernet, vio pasar por la explanada a una señora joven, rubia, de mediana estatura y tocada de boina. Tras ella corría un perrito de Pomerania blanco. Más tarde tropezó con ella varias veces al día en el jardín municipal y en la glorieta. Paseaba sola, siempre con la misma boina y con el perro blanco. Nadie sabía quien era y la llamaban sencillamente "la señora del perrito".
       "Si está aquí sin el marido y no tiene amistades -pensaba Gurov-, valdría la pena trabar conocimiento con ella".
       Gurov no había llegado todavía a la cuarentena, pero tenía ya una hija de doce años y dos hijos en la escuela secundaria. Le habían casado temprano, cuando aún estaba en el segundo año de universidad, y ahora su mujer parecía tener veinte años más que él. Era alta, tiesa, de cejas oscuras, grave, altanera y, como ella misma decía, intelectual. Leía mucho, usaba una ortografía abreviada en sus cartas y llamaba a su marido no Dmitri, sino Dimitri. Él, allá en sus adentros, la tenía por necia, angosta en su espíritu y desaliñada. Le tenía miedo y no gustaba de quedarse en casa. Ya hacía tiempo que la engañaba, la engañaba a menudo y quizá por ello decía pestes de las mujeres. Cuando en su presencia se hablaba de ellas exclamaba:
       -Son una raza inferior.
      Creía que la amarga experiencia le había enseñado lo bastante para llamarlas lo que le viniera en gana; y, sin embargo no hubiera podido vivir dos días sin la"raza inferior". En compañía de hombres se aburría, se encontraba a disgusto, era frío e incomunicativo; pero cuando estaba con mujeres se sentía libre, sabía qué decirles y cómo comportarse. Le era fácil incluso guardar silencio ante ellas. En su aspecto, en su carácter, en toda su persona, había algo inasible y atrayente que subyugaba y seducía a las mujeres. Él lo sabía y, a su vez, se sentía arrastrado hacia ellas por una fuerza desconocida.

 La señora del perrito y otros cuentos, Anton Chéjov. Capítulo décimo. Editorial: Alianza, Madrid, 1995, páginas  169 y 170. Seleccionado por: Natalia Sánchez Martín. Curso: Segundo de bachillerato.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Aventuras de Robinsón Crusoe, Defoe_Daniel

       Comencé a observar el movimiento regular de cada estación lluviosa o seca, y aprendí a preverlas y a tomar las precauciones necesarias; pero ese estudio me costó caro,y lo que voy a referir es una de las experiencias que me desanimó más. He dicho ya que había conservado un poco de cebada y arroz que había crecido de un modo casi milagroso; poco más o menos, tendría unas treinta espigas de arroz y unas veinte de cebada. Creí que pasada la estación de las lluvias sería el momento propicio para sembrar, entrando el Sol en el solsticio de verano y alejándose de mí.
       Cavé,pues, del mejor modo que pude y supe con mi azadón de madera un tozo de tierra, en la cual hice dos divisiones, y empecé a sembrar el grano. Afortunadamente, en medio de la operación se me ocurrió que sería conveniente no sembrarlo todo en primera vez, pues ignoraba cuál fuera estación más propia para la siembra; no aventuré, pues, más que las dos terceras partes de mi grano, reservando poco más de un puñado de cada especie.
       Fue una sabía precaución. De todo lo que había sembrado no germinó ni un solo grano, porque los meses siguientes formaban parte de la estación seca, y se hallaba la tierra privada de agua, y faltó la humedad necesaria para germinar la semilla. Nada, pues, germinó entonces ; pero cuando vino la estación lluviosa, vi crecer aquellos granos como si acabase de sembrarlos.
      Viendo que mi primera siembra había tenido mal éxito, y comprendiendo que la sequía era la única causa,busqué un terreno húmedo para hacer un segundo ensayo. Cavé una pieza de de tierra cerca de mi tienda, y sembré el resto del grano en el mes de febrero, un poco antes del equinoccio de primavera. Esta siembra, humedecida con las aguas de marzo y abril, salió perfectamente, y dio muy buena cosecha ; pero como había empleado no más que una parte de la semilla que tenía en reserva, no queriendo aventurarla toda, recogí no más que una pequeña cosecha, cerca de un celemín mitad de arroz y mitad de cebada. Por lo demás, aquella prueba me había hecho muy experto en la materia : yo sabía ya cuando era necesario sembrar, y había descubierto que podía hacer en el año dos siembras y dos recolecciones.





 Daniel Defoe, Aventuras de Robinsón Crusoe. Cápitulo VII. Espasa-Calpe, Madrid, 1981, páginas 98-99. Seleccionado por Laura Tovar García, segundo de bachillerato,curso 2013-2014.

Almas muertas, Nikolai Gogol

       Durante este tiempo Chíchikov tuvo el placer de experimentar los agradables minutos que todos los viajeros conocen, cuando la maleta está hecha y el suelo queda lleno de cuerdas, papeles y basura, cuando uno no pertenece ni al camino ni al lugar en que se encuentra, cuando ve por la ventana a las gentes que pasan hablando de sus pequeños asuntos, levantan la vista con una estúpida curiosidad, lo miran y siguen adelante, circunstancia ésta que aumenta el mal humor del pobre viajero que no viaja.
       A uno le repugna todo lo que ve: la tienda de la otra acera, la cabeza de la vieja de la casa de enfrente, que se acerca a la ventana de menguadas cortinillas, pero no se aparta. Sigue mirando, ya sin darse cuenta de lo que ve, ya con una atención embotada, mira lo que se mueve y aplasta furioso una mosca que zumba y da golpes contra el cristal.
       Pero todo tiene su fin, y así llegó el momento deseado. Todo estaba dispuesto: la delantera del coche había sido arreglada, la rueda reforzada con una llanta nueva y los caballos abrevados; los bandidos de los herreros se marcharon, contando el dinero recibido y deseándole un buen viaje. El coche fue enganchado, colocaron en él dos hogazas recién salidas del horno que acababan de comprar, Selifán guardó algo en la bolsa del pescante y, por último, nuestro héroe subió al coche despedido por el mozo de la fonda, vestido con su eterna levita de bocací, por los demás criados de la fonda y los sirvientes y cocheros de otros señores, gente que siempre aprovechaba la ocasión para asistir al espectáculo de la salida de un vehículo, y el coche aquel, del tipo como el que suelen emplear los solterones, que tanto tiempo se había detenido en la ciudad, y que acaso haya cansado al lector, salió del portal de la fonda. <<¡Gracias a Dios!>>, pensó Chíchikov, persignándose.


       Gógol, Almas muertas, ed. RBA, col. Historia de la Literatura, Barcelona, 1994, pag 196. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.

El grillo del hogar, Dickens_Charles

       El reloj holandés del rincón daba las diez cuando el recado tomaba asiento junto a la chimeneas de su casa. Estaba tan turbado y tan lleno de aflicción y de congoja que pareció asustar al cuco, el cual, abreviando sus diez melodiosos avisos todo lo posible, volvió precipitadamente al interior de su palacio moruno y cerró de golpe tras él su puertecilla, como si el inusitado espectáculo fuera algo demasiado fuerte para sus sentimientos.
       Si el segadorcito hubiera estado armado con la más afilada de las guadañas y hubiera llegado en cada envite al corazón del recadero, jamás se lo habría partido y herido como Dot lo había hecho.
       Porque era un corazón tan lleno de amor por ella, tan ligado y unido a ella por innumerables hilos de recuerdos cautivadores, forjado en la demostración cotidiana de sus muchas cualidades de mujer hacendosa; un corazón en el que ella había entronizado tan dócil, tan puro y tan sincero en su Verdad, tan firme en el bien, tan flojo para el mal, que al principio no fue capaz de abrigar sentimientos pasionales ni de venganza, y sólo había sitio en él para albergar la quebrantada imagen de su ídolo.
       Pero luego, lenta, muy lentamente, sentado el recadero al borde de su hogar, ahora frío y oscuro, con sus cavilaciones empezaron a surgir en su alma otros pensamientos más violentos, como un viento enfurecido que se levanta en la noche. El forastero estaba allí mismo, bajo su propio techo ultajado. Tres pasos le llevarían  ante la puerta de su cuarto. De un solo golpe la echarían abajo."Podríais perpetrar un asesinato antes de daros cuenta", había dicho Tackleton.¿Cómo iba a ser un asesinato, si le daba al canalla la oportunidad de enzarzarse con él a brazo partido, y si de los dos, era el otro más joven?
       Era una idea inoportuna, mala para el humor tétrico que lo dominaba. Una idea inesperada por la cólera, acicate para un acto de venganza que transformaría la casa, tan alegre hasta entonces, en un lugar maldito que evitarían de noche los viandantes solitarios, por miedo a las apariciones, y donde los más medrosos verían sombras peleando en las ruinosas ventanas cuando palideciera la luna, y oirían ruidos estremecedores en medio de la tempestad.
       ¡El otro era el más joven! Sí, claro; algún galán que había conquistado el corazón que él, en cambio, jamás había conmovido. Algún galán que la había enamorado en su juventud, objeto de sus pensamientos y de sus sueños y por el que había venido suspirando y suspirando, mientras él imaginaba tan feliz a su lado. ¡Qué tortura pensarlo!



Charles Dickens, El grillo del hogar. Tercer canto del grillo, Acento Editorial, Madrid, 1998, páginas 101-103. Seleccionado por: Paloma Montero Jiménez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.

lunes, 4 de noviembre de 2013

El sabueso de los Baskerville "Capítulo VI: La mansión de los Baskerville", Arthur Conan Doyle

  El día señalado, Sir Henry Baskerville y el doctor Mortimer estaban listos para emprender viaje y, tal como habíamos convenido, salimos los tres camino de Devonshire. Sherlock Holmes me acompañó a la estación y antes de partir me dio las últimas instrucciones y consejos.       -No quiero influir sobre usted sugiriéndole teorías o sospechas, Watson. Limítese a informarme de los hechos de la manera más completa posible y deje para mi las teorías.
       -¿Qué clase de hechos? -pregunté yo.
       -Cualquier cosa que pueda tener relacion con el caso, por indirecta que sea, y sobre todo las relaciones del joven Baskerville con sus vecinos, o cualquier elemento nuevo relativo a la muerte de Sir Charles. Por mi parte he hecho algunas investigaciones en los últimos días, pero mucho me temo que los resultados han sido negativos. Tan sólo una cosa parece cierta, y es que el señor James Desmond, el próximo heredero, es un caballero virtuoso de edad avanzada, por lo que no cabe pensar en él como responsable de esta persecución. Creo sinceramente que podemos eliminarlo de nuestros cálculos. Nos quedan las personas que en el momento presente conviven con Sir Henry en el páramo.
       -¿No habría que librarse en primer lugar del matrimonio Barrymore?
       -No, no; eso sería un error imperdonable. Si son inocentes cometeríamos una gran injusticia y si son culpables estaríamos renunciando a toda posibilidad de demostrarlo. No, no; los conservaremos en nuestra  lista de sospechosos. Hay además un mozo de cuadra en la mansión,si no recuerdo mal. Tampoco debemos olvidar a los dos granjeros que cultivan las tierras del páramo. Viene a continuación nuestro amigo el doctor Mortimer, de cuya honradez estoy convencido, y su esposa, de quien nada sabemos. Hay que añadir a Stapleton, el naturalista, y a su hermana quien, según se dice, es una joven muy atractiva. Luego está el señor Frankland, de la mansión Lafter, que también es un factor desconocido, y uno o dos vecinos más. Ésas son las personas que han de ser para usted objeto muy especial de estudio.
       -Haré todo lo que esté en mi mano.
       -¿Lleva usted algún arma?
       -Sí, he pensado que sería conveniente.
       -Sin duda alguna. No se aleje de su revólver ni de día ni de noche y manténgase alerta en todo momento.
       Nuestros amigos ya habían reservado asientos en un vagón de primera clase y nos esperaban en el andén.


Athur Conan Doyle, El sabueso de los Baskerville. Capítulo sexto, La mansión de los Baskerville, Editorial: Vincens Vives, Barcelona, 2007, páginas  71 y 72.
Seleccionado por: Natalia Sánchez Martín, curso segundo bachillerato

Alicia en el país de las maravillas, Lewis Carroll

Capítulo VII
       La liebre de Marzo y el Sombrero estaban tomando el té frente a la casa, enle el ofrecérmelo>> una mesa dispuesta bajo un árbol; sin cuidado alguno apoyaban sus codos sobre un lirón que dormía profundamente entre ellos y hablaban sin más por encima de su cabeza.
       "¡Qué incómodo estará ese lirón!", penso Alicia. "Aunque quizás, como está dormido, no le importe demasiado"
       La mesa era bien grande, y, sin embargo, los tres se habían agrupado muy juntos en torno a una esquina. "¡No hay sitio! ¡No hay sitio!", se pusieron a vociferar apenas vieron que Alicia se les acercaba. "¡Hay sitio de sobra!", replicó Alicia indignada sentándose en una amplia butacona que estaba arrimada a un lado de la mesa.
       "¿Te apetece un poco de vino?>>, insinuó meliflua la Liebre de Marzo. Alicia miró por toda la mesa sin ver más que té, por lo que observó: "No veo ese vino por ninguna parte".
       "No lo hay", replicó enseguida la Liebre de Marzo.
       "Entonces, no ha sido nada amable el ofrecérmelo", dijo Alicia enojada.
       "Tampoco lo ha sido sentarse a esta mesa sin haber sido invitada", repuso la Liebre.
       "¡Cualquiera diría que la mesa fuera sólo para ustedes!", dijo Alicia. "Puedo ver que está puesta para muchas más de tres personas".



Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas, Capítulo VII, Alianza Editorial, página 145 y 146. Seleccionado por Paula Sánchez Gómez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.

Los compañeros de Livingstone, Nadine Gordimer

       Se estaba convirtiendo en una costumbre abrir los Diarios de Livingstone al azar antes de caer profundamente dormido. Ahora que estoy a punto de iniciar otro viaje a África me siento absolutamente entusiasmado: cuando uno viaja con el objetivo específico de mejorar las condiciones de vida de los nativos, todos los actos se ennoblecen. El calor de la tarde le hizo pensar esta vez en mujeres, y renunció a su siesta porque creía que este tipo de sueños no eran tanto un rasgo de adolescente como -mucho peor- un síntoma de envejecimiento. Se estaba volviendo... demasiado viejo para disfrutar de pausas como ésta, de tiempo libre. Si no estaba preocupado por la siguiente cosa que tenía que emprender no sabía qué hacer. Su mente derivó hacia la muerte, las tumbas que su cuerpo no iba a tomarse la molestia de visitar. Este cuerpo que pensaba en las mujeres; este cuerpo que no había cambiado. Fue este cuerpo el que lo llevó de vuelta al lago, recio y vigoroso, enrojecido por el sol hasta el vello negro que brillaba en su vientre.
       El sol estaba alto en mitad de una espléndida tarde. En media hora se le escaparon tres peces y empezó a sentirse desafiado. Cada vez que bueceaba más allá de cinco o seis metros le dolían los oídos mucho más que nunca en el mar. Falta de entrenamiento, sin duda. Y las aletas y las gafas prestadas por el hotel no eran exactamente de su medida. Las gafas dejaban filtrar agua a cada inmersión, y tenía que subir rápido a la superficie, con el agua hasta la nariz. Empezó a flotar sin rumbo fijo, sin bucear, trazando círculos alrededor de los enormes peñascos con sus empinados y pulidos flancos como troncos de árbol petrificados. 


Nadine Gordimer, Los compañeros de Livingstone, ed. Ediciones Primera Plana, col. Biblioteca de Literatura Universal, Barcelona, 1993, pag 31-32. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.

lunes, 28 de octubre de 2013

Cuentos II, Edgar Allan Poe

EL ALCE 

       Con frecuencia se ha opuesto el escenario natural de Norteamérica, tanto en sus líneas generales como en sus detalles, al paisaje del Viejo Mundo -en especial de Europa-, y no ha sido más profundo el entusiasmo que mayor la disensión entre los defensores de cada parte. No es probable que la discusión se cierre pronto, pues aunque se ha dicho mucho por ambos lados, aun queda por decir un mundo de cosas.
       Los turistas ingleses más distinguidos que han intentado una comparación, parecen considerar nuestro litoral norte y este, comparativamente hablando, así como todo el de Norteamérica o, por lo menos, el de Estados Unidos, digno de consideración. Poco dicen, porque han visto menos, del magnífico paisaje de algunos de nuestros distrititos occidentales y meridionales -del dilatado valle de Luisiana, por ejemplo-, realización del más exaltado sueño del paraíso. En se mayor parte estos viajeros se conformancon una apresurada inspección de los lugares más espectáculares de la zona: el Hudson, el Niágara, las Catskills, Harper's Ferry, los lagos de Nueva York, las praderas y el Mississippi. Son estos, en verdad, objetos muy dignos de contemplación, aun para aquel a las encastilladas riberas del Rin, o ha errado

Junto al azul torrente del Ródano veloz


Edgar Allan Poe, Cuentos II. Capítulo décimo, "El Alce", Alianza Editorial, Madrid, 1970, páginas  186-187.
Seleccionado por: Natalia Sánchez Martín, segundo de bachillerato, curso 2013-2014

Romeo y Julieta, William Shakespeare

       ROMEO. Si lo haré, a fe. Voy a examinar este rostro: ¡el pariente de Mercurio, el noble conde Paris! ¿Qué dijo mi criado mientras mi agitada alma no le hacía caso cuando cabalgábamos? Creo que me dijo que Paris se había de casar con Julieta: ¿lo dijo, o no? ¿Lo he soñado? ¿O estoy loco, al oírle hablar de Julieta, pensando que era así? ¿Ah, dame la mano, tú, inscrito conmigo en el triste libro de la desgracia! Te enterraré en tumba de triunfo: ¿tumba? Ah no, un faro, joven sucumbido; pues aquí yace Julieta, y su belleza hace que esta bóveda sea una festiva aparición llena de luz. Muerte, yace aquí, enterrada por un muerto. (Pone a Paris en la tumba.) ¡Cuántas veces los hombres en punto de muerte se sienten alegres! Sus guardianes suelen llamarlo en relámpago antes de la muerte: ¡ah! ¿Cómo puedo llamarlo el relámpago? ¡Ah mi amor, mi esposa! La muerte que ha libado la miel de tu aliento, no ha tenido poder sobre tu belleza: no estás vencida; aún la enseñanza de la belleza es carmesí en tus labios y tus mejillas, sin que haya avanzado hasta allí la pálida bandera de la muerte. Tebaldo, ¿yaces ahí tu en tu sangriento sudario? ¡Ah! ¿Qué más favor puedo hacerte, sino, con esta mano que quebró en dos tu juventud, romper la de quien fue tu enemigo? ¡Perdóname primo! Querida Julieta, ¿por qué sigues siendo tan bella? ¿He  de creer que el incorpóreo genio de la Muerte esté enamorado, y que ese flaco monstruo aborrecido te guarde aquí en lo oscuro para que seas su amante?  Por miedo de eso,  quiero quedarme siempre contigo, sin volver jamás a marchar de este palacio de noche sombría: aquí, aquí, me he de quedar con gusanos que son tus camareras: ah, aquí pondré mi descanso eterno, y sacudiré el yugo de las estrellas enemigas quitándolo de esta carne harta del mundo. ¡Ojos, mirad por última vez! ¡Brazos dad vuestro último abrazo! ¡Y vosotros, labios, puertas del aliento, sellad con legítimo beso una concesión sin término a la muerte rapaz! Vamos, amargo conductor, vamos, repugnante guía! ¡Piloto desesperado, estrella contra las destructoras rocas tu barca fatigada y mareada! ¡Brindo por mi amor! (Bebe) ¡Ah veraz boticario! Tu droga es rápida: así muero con un beso. (Muere.)


William Shakespeare, Romeo y Julieta, Acto V, ed. Planeta, col. Clásicos Universales Planeta, Barcelona, 1981, pag 89-90. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.

La línea de sombra, Joseph Conrad

Capítulo IV

Se hallaba colocado en tal forma que inmediatamente vi que no estaba cerrado. Al cogerlo y volverlo entre mis manos comprobé que estaba dirigido a mí. Contenía medio pliego de papel, que desdoblé con la extraña sensación de encontrarme en presencia de un hecho singular, pero sin experimentar más asombro que el que producen las cosas extraordinarias en un sueño.
       La carta comenzaba: << Mi querido capitán >>, pero, antes de leerla, mis ojos buscaron la firma. Era la firma del doctor. La fecha, la que el día en que, regresamos de visitar al señor Burns en el hospital, encontré al excelente doctor esperándome en aquella misma habitación, para decirme que había pasado revista al botiquín. Curioso. Al tiempo que esperaba mi regreso de un momento a otro, se había divertido escribiéndome una carta que, al oírme llegar, se había apresurado a meter en aquel cajón. Procedimiento verdaderamente increíble. Recorrí con asombro el contenido de la carta.
       Con una letra grande, rápida, pero legible, aquel hombre excelente, por una razón cualquiera, ya por amistad, ya -más verosímilmente- empujado por el irresistible deseo de expresar una opinión con la que no había querido antes matar mis ilusiones, me aconsejaba que no contase demasiado con los efectos benéficos de un cambio, una vez en el mar.
       << No he querido aumentar sus preocupaciones desanimándole >>, me decía. << Hablando como médico, temo que sus dificultades no hayan llegado a su término. >>
       En resumen, según su parecer, debía preverse un probable retorno de la fiebre tropical. Afortunadamente, tenía una buena provisión de quinina. En ella debía poner toda mi confianza, administrándola con perseverancia; y de seguro el estado sanitario del barco no dejaría de mejorar.
       Doblé la carta y la guardé en mi bolsillo. Ransome llevó dos fuertes dosis de quinina a los hombres que se hallaban a proa. En cuanto a mí, no subí en seguida a cubierta. Fui a la puerta del camarote del señor Burns, y le comuniqué la noticia.
       Es imposible decir el efecto que le produjeron. En un principio creí que había perdido el uso de la palabra. Su cabeza estaba hundida en la almohada. No obstante, movió los labios lo suficiente para asegurarme que recuperaba sus fuerzas, cosa increíble a poco que se mirase su rostro.
       Por la tarde hice mi cuarto de guardia como de costumbre. Una calma chica envolvía el barco y parecía mantenerlo inmóvil en una llameante atmósfera compuesta de dos tonos de azul. Ráfagas breves y calientes caían sin fuerza de lo alto de las velas. A pesar de todo, el barco avanzaba. Había debido avanzar, pues en el momento de la puesta del sol pasamos frente al cabo Liant y al poco tiempo lo dejábamos atrás: siniestra forma fugitiva bajo las últimas luces del crepúsculo.



       Joseph Conrad, La línea de sombra, capítulo IV, Catedra, Coleción Letras Universales, páginas 148-149.
       Seleccionado por Paula Sánchez Gómez, Segundo de Bachillerato, Curso 2013/2014

lunes, 21 de octubre de 2013

La metamorfosis, Kafka_Franz

       Cuando una mañana Gregor Samsa despertó de sueños intranquilos se encontró en su cama transformado en un enorme insecto. Estaba tumbado sobre su espalda, dura como un caparazón, y al levantar un poco la cabeza veía su vientre abombado, marrón, dividido por segmentos rígidos arqueados, sobre los cuales la manta, dispuesta a escurrirse del todo, apenas se podía mantener. Sus numerosas patas, penosamente delgadas en comparación con el resto del cuerpo, vibraban desvalidas delante de sus ojos.
      "¿Qué ha ocurrido conmigo?", pensó. Aquello no era un sueño. Su habitación, una habitación humana normal, tal vez un poco pequeña, seguía allí tranquilamente entre las cuatro paredes de siempre. Por encima de la mesa, sobre la que estaba extendida un muestrario de paños desempaquetados-Samsa era viajante-, colgaba el retrato que había recortado hacía poco de una revista y colgado en un bonito marco dorado. Representaba a una dama que, provista de un sombrero de piel y una boa el mismo material, estaba sentada muy derecha alzando hacia el espectador un pesado manguito, también de piel, donde había desaparecido por completo su antebrazo.
       La mirada de Gregor se dirigió entonces hacía la ventana, y el tiempo desapacible -se oían golpear gotas de lluvia sobre la chapa la ventana- le puso muy melancólico."¿Y si siguiese durmiendo un rato y olvidase todas estas locuras?", pensó, pero eso era todo imposible, pues estaba acostumbrado a dormir sobre el lado derecho y en su actual estado no podía adoptar esa postura.





Franz Kafka, La metamorfosis. Capítulo 1,  Acento editorial , Madrid , 1998, páginas 5-6.
Seleccionado por: Laura Tovar García, curso segundo de bachillerato.

Cuentos de Navidad, Charles Dickens "Quinta estrofa: El final"

       ¡Era cierto! Y la columna era de su cama. La cama era la suya, la habitación era la suya. Pero lo mejor y lo más feliz de todo era que el tiempo que le quedaba era todo suyo, ¡para corregir su vida!
      -Viviré en el pasado, en e presente y ne el futuro- repetía Scrooge, al salir de la cama-. Los tres espíritus vivirán en mí. ¡Oh, Jacob Marley! ¡Benditosea el cielo, y la fiesta de Navidad, por todo esto! Lo digo de rodillas, viejo Jacob, de rodllas.
      Estaba tan agitado y tan ferviente debido a sus buenas intenciones que su voz cascada apenas si podía responder a sus deseos. Había estado llorando copiosamente, en su lucha con el espíritu y su rostro estaba húmedo.
      -¡No me las han quitado!- gritó Scrooge, agarrando con sus brazos una de las cortinas de su cama-. ¡No me las han quitado, con anillas y todo! Están aqui; Las sombras de lo que hubiera ocurrido han desaparecido. Y así permanecerán ¡Seguro que nunca volverán a aparecer!
Sus manos se ocupaban en coger la ropa, dándole la vuelta, poniendo todo boca abajo, desgarrándola, poniéndosela mal, haciendo de ella el cómplice de todo tipo de extravagancias.
      -¡No sé lo que estoy haciendo!- gritó Scrooge, riendo y llorando al mismo tiempo, convertido gracias a sus medias, en un perfecto Laoconte-. Me siento tan ligero como una pluma, tan feliz como un ángel, tan alegre como un estudiante. Y estoytan aturdido como un borracho. ¡Feliz Navidad a todos! ¡Feliz año nuevo al mundo entero! ¡Hola! ¡Viva! ¡Hola!
Había entrado, a saltos, en la sala y se encontraba alli en pie, resoplando perfectamente.
      -¡Aquí está la cacerola de las gachas!- gritó Scrooge, comenzando de nuevo sus cabriolas y dando saltos alrededor de la chimenea-. ¡Esa es la puerta por donde entró el espectro de Jacob Marley! ¡En ese rincón estaba sentado el espectro de las Navidades actuales! ¡Esa es la ventana por dnde vi todos aquellos espíritus revoloteando! Todo es cierto. Todo es verdad. Todo ha sucedido. ¡Ja, ja, ja!
      ¡En verdad, para alguien que no lo había practicado durante tantos años, resultó una risa espléndida, una risa ilustre, la madre de una larga descendencia de risotadas brillantes!
      Fue interrumpido en sus transportes de alegría por el sonido de las campanas, con los repiques más alegres que jamás hubiera oído. ¡Tin, ton! ¡Tin, ton! ¡Tin, ton! ¡Tin, ton! ¡Oh! ¡Que maravilla! ¡Que maravilla!
      Corriendo hacia la ventana llegó a ella, la abrió y sacó la cabeza. No había niebla ni bruma; el tiempo era claro, brillante, jubiloso, punzante, frio, pidiendo a la sangre que bullera, dorada luz de sol, cielo celestial, culce aire fresco, campanas alegres, ¡Oh! ¡Glorioso todo! ¡Glorioso!


Charles Dickens, Cuentos de Navidad, Quinta estrofa, León, Evergráficas,2005, páginas 91-92.
Seleccionado por: Adrián Hernández García, segundo de bachillerato, curso 2013-2014

Germinal, Zola_Émile

       En la llanura lisa, bajo la noche sin estrellas, de una oscuridad y un espesor de tinta, un hombre avanzaba solo por la carretera de Marchiennes a Montsou, diez kilómetros de empedrado que cortaba todo recto a través de los campos de remolacha. Delante de él no veía siquiera el suelo negro ni tenía la sensación del inmenso horizonte llano más que por el soplo del viento de marzo, ráfagas amplias como las que se producen sobre un mar, heladas por haber barrido leguas de marismas y de tierras desnudas. Ninguna sombra de árbol manchaba el cielo, el empedrado se extendía con la rectitud de una escollera, en medio de la bruma cegadora de las tinieblas.
       El hombre había salido de Marchiennes hacia las dos. Caminaba con paso largo, tiritando bajo el delgado algodón de su chaqueta y de su pantalón de veludillo. Anudado en un pañuelo de cuadros, un paquete pequeño le molestaba, y lo apretaba contra sus costados, ahora con un codo, luego con el otro, para meter hasta el fondo de sus bolsillos las dos manos a la vez, manos entumecidas que los latigazos del viento de Este hacían sangrar. Una sola idea llenaba su cabeza vacía de obrero sin trabajo y sin techo, la esperanza de que el frío sería menos vivo tras el alba. Hacía una hora que caminaba así cuando a la izquierda, a dos kilómetros de Montsou, divisó unas fogatas rojas, tras braseros ardiendo en pleno aire, y como colgados. Al principio vaciló, asaltado por el miedo; luego no pudo resistir a la necesidad dolorosa de calentarse un momento las manos.




     Émile Zola, Germinal. Parte primera, Alianza Editorial, Madrid, 2005, páginas 7-8.
     Seleccionado por: Paloma Montero Jiménez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.




Cuentos de Canterbury. "Cuento de la mujer de Bath", Geoffrey Chaucer

       En los antiguos tiempos del rey Arturo, de quien los bretones hablan con gran reverencia, toda esta tierra se hallaba llena de huestes de hadas. La reina de ellas, con su alegre acompañamiento, danzaba muy a menudo en las verdes praderas. Tal era la creencia antigua, según he leído. Hablo de muchos cientos de años ha; mas ahora ya no puede ver nadie ningún hada, pues en estos tiempos la gran caridad y las oraciones de los mendicantes y otros santos frailes, que recorren todas las tierras y todos los ríos con tanta frecuencia como motas de polvo en el rayo de sol, bendiciendo salones, cámaras, cocinas, alcobas, ciudades, pueblos, castillos, altas torres, aldeas, granjas, establos y lecherías son causa de que no haya hadas. Porque allí donde acostumbraban pasear las hadas, va ahora el mendicante, mañana, y tarde, rezando sus maitines y sus santas preces mientras visita su demarcación. Pueden las mujeres caminar con seguridad en todas direcciones, por todos los matorrales, o bajo cualquier arboleda; que allí no hay otro ser sino el fraile, quien no les hará afrenta alguna.
       Sucedió, pues, que el rey Arturo alojaba en su mansión a un alegre caballero. Éste, cierto día, volviendo a caballo desde el río, vio a una muchacha que caminaba delante de él tan sola como había nacido. Y, asaltando a la doncella inmediatamente, y a pesar de todo cuanto ella hizo, la despojó de su virginidad a viva fuerza. Por cuya violación levantose tal clamor y tales instancias cerca del rey Arturo, que el caballero fue condenado a muerte según las leyes. En virtud de las reglas de entonces, hubiera perdido la cabeza si no fuese porque la reina y otras damas pidieron de tal modo gracia al rey, que éste, en aquel punto, perdonó al ofensor la vida, sometiéndole por completo a la voluntad de la reina, para que ella eligiera si quería salvarle o hacerle perecer.


Geoffrey Chaucer, Cuentos de Canterbury, ed. Planeta, col. Clásicos Universales Planeta, Barcelona, 1984, página 200. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.


Cartas de mi molino, Alphonse Daudet

       
 LAS NARANJAS.


En París, las naranjas tienen el desolado aspecto de los frutos caídos, recogidos bajo el árbol. En la época en que llegan, en pleno invierno lluvioso y frío, su deslumbrante cortezay su perfume, que se ve exagerado en estos países de sabores apagados, les dan un aspecto exótico, algo bohemio. En los atardeceres brumosos se extienden tristemente a lo largo de las aceras, apiladas en los carricoches ambulantes, al fulgor mortecino de un farolillo de papel rojo. Un grito monótono y agudo las escolta, perdido entre la circulación de los coches y el fragor de los ómnibus:
       "¡A dos perras la de Valencia!"
       Para las tres cuartas partes de los parisienses ese fruto cosechado lejos, trivial en su redondez, que no conserva del árbol más que un delgado rabillo verde, está estrechamente relacionado con las golosinas y dulces. El papel de seda que le envuelve y las fiestas en las que se le encuentra contribuyen a esta impresión. Al acercarse enero especialmente, los millares de naranjas diseminadas por las calles, todas esas cortezas arrastrándose en el barro de las cunetas, nos sugieren un gigantesco árbol de Navidad que hubiera sacudido sobre París sus ramas cargadas de frutos artificiales. No hay un solo rincón donde no se las encuentre. En las claras vitrinas de los escaparates, seleccionadas y colocadas en orden: en las puertas de las prisiones y hospicios, entre los paquetes de bizcochos y los montones de manzanas; a la entrada de los bailes y espectáculos domingueros. Y su exquisito perfume se mezcla con el olor a gas, el ruido de la charanga y el polvo de las banquetas del gallinero. Acabamos olvidando que son necesarios los naranjos para la producción de naranjas, ya que mientras que el fruto nos llega directamente de las regiones meridionales en remesas de cajas, el árbol, podado, transformado, disfrazado, del tibio invernadero en el que pasa el invierno, no hace más que una fugaz aparición al aire libre de los jardines públicos.
      

  Alphonse Daudet, Cartas a mi molino. Capítulo vigésimo primero, Las Naranjas, Editorial: Magisterio Español, Madrid, 1976, páginas  138-139.
Seleccionado por: Natalia Sánchez Martín, curso segundo bachillerato

La Metamorfosis, Kafka_Franz

       La grave herida de Gregor, de la que tardó más de un mes en recuperarse -la manzana siguió incrustada en su carne como un recuerdo visible, ya que nadie se atrevía a retirarla-, parecía haber hecho recordar, incluso al padre, que Gregor era, a pesar de su triste y repugnante aspecto actual, un miembro de la familia a quien no se podía tratar como a un enemigo y que era el deber de la familia reprimir la repulsión y tener resignación, nada más que resignación.
       Y aunque Gregor había perdido a causa de su herida, y probablemente para siempre, parte de su movilidad y, de momento, necesitaba largos minutos para atravesar su habitación, como un viejo inválido     -trepar por la pared impensable-, obtuvo por este empeoramiento de su estado un compensación, según él, completamente suficiente, por el hecho de que siempre al anochecer la puerta del cuarto de estar, que él solía observar atentamente una o dos horas antes, se abría, de manera que, echado en la oscuridad de su habitación, podía escuchar sin ser visto, por así decirlo, con el permiso general, es decir, de una manera muy distinta de la de antes, a toda la familia que charlaba alrededor de la mesa iluminada.


Franz Kafka, La Metamorfosis. Capítulo 3, Acento Editorial, Madrid, 1998, páginas 66-67. Seleccionado por: Paloma Montero Jiménez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.

Robinsón Crusoe. Capítulo 7, Daniel Defoe

CAPÍTULO VII

       Mientras que mi trigo crecía, hice un descubrimiento, que después me fue de mucha utilidad. Tan pronto como pasaron las lluvias y el tiempo comenzó a ser bueno, que fue hacia el mes de noviembre, hice una visita a mi casa de verano. Después de una ausencia de varios meses, lo encontré todo en el mismo estado que lo había dejado. No sólo se conservaba en buen estado la doble empalizada que había formado, sino que las estacas que había cortado de algunos árboles cercanos habían echado largas ramas, como habría podido suceder con los sauces que se hubiesen podado de nuevo. Ignoro el nombre de los árboles de donde había cortado las estacas. Sorprendido y encantado de ver la rapidez con que habían crecido aquellos jóvenes árboles, los podé lo mejor que me fue posible. Es difícil dar idea de su belleza al cabo de tres años: aunque el nuevo cercado tenía cerca de veinticinco varas de diámetro, aquellos árboles, pues ya podía darles este nombre, formaron pronto una sombra bastante espesa para guarecerme en ella durante las épocas de los calores.



Daniel Defoe, Aventuras De Robinsón Crusoe, Capítulo VII, Espasa Calpe S.A., Colección Austral, página 99. Seleccionado por Paula Sánchez Gómez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.




lunes, 14 de octubre de 2013

Germinal, Zola_Émile

       Eran ya las ocho cuando la Maheude apareció, con Estelle en su regazo y seguida por la chiquillería: Alzire, Henri y Lénore. Había ido directamente en busca de su hombre, sin temor a equivocarse. Cenarían más tarde, nadie tenía hambre, los estómagos estaban inundados de café e hinchados de cerveza. Llegaban otras mujeres y empezaron a cuchichear al ver entrar, detrás de la Maheude, a la Levaque, acompañada por Bouteloupm, que traía de la mano a Achille y a Desirée, los hijos de Philomène. Las dos vecinas parecían muy amigas, una se volvía y hablaba con la otra. Durante el camino habían tenido una explicación, la Maheude se había resignado al matrimonio de Zacharie, desolada por perder el sueldo de su hijo mayor mayor , pero convencida de la razón de que no podía conservarlo más tiempo a su lado sin ser injusta. Trataba, por tanto, de poner buena cara, con el corazón lleno de ansiedad, como ama de casa que se pregunta cómo llegar al final de la quincena, ahora que empezaba a írsele lo más claro de sus ingresos.
      -Ponte ahí, vecina-le dijo señalando una mesa cercana aquella en la que Maheu bebía con Étinnee y Pierron.
       -¿No está mi marido con vosotros? -preguntó la Levaque.
       Los compañeros le que volvería enseguida. Todo el mundo se apiñaba, Bouteloup, los críos, y, ante la concurrencia de bebedores, juntaron las dos mesas y pidieron unas jarras. Al ver a su madre y a sus hijos, Philomène se había decidido a acercarse. Aceptó una silla y pareció contenta al enterarse de que por fin la casaban; luego, cuando preguntaron por Zacharie, respondió con su voz blanda:
     -Estoy esperándole, anda por ahí.
     Maheu había cruzado una mirada con su mujer. ¿Consentía, por tanto, la boda? Se puso furioso y fumó en silencio. También a él le preocupaba el futuro, ante la ingratitud de aquellos hijos que irían casándose uno a uno y dejando a sus padres en la miseria.


Émile Zola, Germinal. Tercera parte,capítulo 1, Alianza Editorial, Madrid, 2005, páginas 182-183.
Seleccionado por: Laura Tovar García, curso segundo bachillerato

Anna Karenina, León Tolstói

 Primera Parte. Capítulo VI
       Las familias Lievin y Scherbatski, ambas de antiguo linaje aristocrático en Moscú, habían mantenido siempre excelentes relaciones, las cuales se hicieron aún más estrechas en la época en que Lievin y el joven príncipe Scherbastki, hermano de Dolli y Kiti, se preparaban para el examen de ingreso en la universidad y mientrats estudiaron la carrera en aquella docta institución. Por aquel tiempo, Lievin, que frecuentaba la casa de los Scherbatski, se enamoró de esa casa. Sí, por extraño que parezca, Konstantín Lievin estaba enamorado de la casa, de la familia, y, sobretodo, del elemento femenino de la familia Scherbastki. Como no podía recordar a su madre por haber ésta fallecido siendo él muy niño, y la única hermana que tenía era mayor que él, fue en aquella casa donde aprendió los hábitos honestos y cultivados de nuestra antigua aristocracia, y en donde halló de nuevo el ambiente de que le había privado la muerte de sus padres. Veía a todos los individuos de esa familia, sobre todo a las mujeres, a través de un velo poético y misterioso.



León Tolstoi, Anna Karenina, capítulo VI, ed. Catedra, col. Letras Universales, páginas 78-79, seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.





viernes, 12 de abril de 2013

Oda sobre la melancolía, John Keats

I

No vayas al Leteo ni exprimas la raíz
del acónito y bebas su vino ponzañoso;
ni dejes que tu pálida frente sea besada
por la noche, rubí uva de Proserpina;
no te hagas un rosario con las bayas del tejo,
ni que el escarabajo o la mortal falena
sea tu Psiquis fúnebre, ni el búho, de plumaje
esponjoso, partícipe de tus misterios sea;
pues sombra a sombra irán llegando con sopor
a ahogar la desvelada angustia de tu alma.

II

Pero cuando el acceso melancólico caiga
de pronto desde el cielo como una nube en llanto
que da vida a las flores cabizbajas y esconde
a la verde colina en mortaja de abril,
con una mañanera rosa cubre tu pena,
o con ek arco iris de la ola en le duna,
o con las peonías, en globos de riqueza;
o si tu amada muestra una ira abundante,
aprisiona su suave mano, y que se enfurezca,
y nútrete muy hondo en sus ojos sin par.

III

Con Belleza ella mora, Belleza que es mortal;
y el Gozo, que está siempre con la mano en los labios
diciendo adiós, y cerca del Placer doloroso,
hecho veneno, cuando la boca -como abeja-
la liba: aún en el templo del placer tiene un alto
sagrario la velada Melancolía, visto
sólo por quien con lengua audaz puede estallar
la uva de Jove contra su paladar sutil:
gustará la tristeza de ese poder en su alma
y entre sus nebulosos trofeos colgará.

Oda la melancolía, Biblioteca, Seleccionado por Sandra Sánchez Perianes, segundo de Bachillerato, curso 2012-2013.



viernes, 5 de abril de 2013

Carmen, Posper Mérimée

España es uno de los países donde se encuentran aún hoy en mayor número esos nómadas dispersos por toda Europa y conocidos con los nombres de Bohémiens, Gitanos, Gypsies, Zigeuner, etc. La mayor parte habitan, o más bien llevan vidas errante, en las provincias del sur y del este, en Andalucía, Extremadura y el reino de Murcia; hay muchos en Cataluña. Estos últimos pasan frecuentemente a Francia. Se les encuentra en todas nuestras ferias del sur. Los hombres ejercen de ordinario los oficios de chalán, veterinario y esquilador de mulos; a ello unen la industria de arreglar calderos y utensilios de cobre, sin hablar del contrabando y otras prácticas ilícitas. Las mujeres dicen la buenaventura, mendigan y venden toda clase de drogas inocuas o no.
Los rasgos físicos de los gitanos son más fáciles de distinguir que de describir, y cuando se ha visto a uno solo, se reconocería entre mil a un individuo de esta raza. La fisonomía, la expresión, es, sobre todo, lo que les separa de los pueblos que habitan en el mismo país. Su tez es muy morena, siempre más oscura que la de las gentes entre las que viven. De ahí el nombre de calé, los negros, con el que ellos se designan frecuentemente. Los ojos, sensiblemente oblicuos, bien rasgados, muy negros, están sombreados por pestañas largas y espesas. Su mirada sólo puede compararse a la de una fiera. En ella se manifiestan al mismo tiempo la audacia y la timidez, y a este respecto los ojos revelan bastante bien  el carácter de esta raza, astuta, atrevida, pero con temor natural a los golpes como Panurgo.

Prosper Mérimée, Carmen, Editora Catedra.  Seleccionado por Esther Hernández Calvo,  segundo de Bachillerato, curso 2012/2013.

Los novios, Alessandro Manzoni


La hija del capitán, Alexander Pushkin

Al recobrar el conocimiento, estuve un tiempo aturdido, sin entender lo que me había pasado. Yacía en una cama, en un cuarto extraño y me dominaba una gran debilidad. Ante mí se encontraba Savélich con una vela en la mano. alguien me quitaba delicadamente las vendas que envolvían mi pecho y hombro. Poco a poco se me fue aclarando la mente. Me acordé del duelo y comprendí que estaba herido. En aquel instante chirrió la puerta.
-¿Qué?¿Cómo va? - pronunció una voz en un susurro que me hizo estremecer.
-En el mismo estado - respondió Savélich con un suspiro -: sin recobrar el conocimiento, y ya va para el quinto día.
Quise volverme, pero no pude.
-¿Dónde estoy? ¿Quién hay aquí? - pronuncié con gran esfuerzo.
María Ivánovna se acercó a la cama y se inclinó sobre mí.
-¿Qué?¿Cómo se siente usted? - dijo.
-Gracias a Dios - logré decir con voz débil -. ¿Es usted, María Ivánovna? Dígame... -no me sentí con fuerzas para continuar y callé.
Una expresión de alegría se dibujó en el rostro de Sanvélich.
Exclamó:
-¡Ha vuelto en sí!¡Ha vuelto en sí! - repetía -. ¡Gracias te doy, Dios Todopoderoso! ¡Ay, hijo mío, Piotr Andreich, qué susto me has dado!¡Se dice pronto!¡El quinto día!.
María Ivánovna interrumpió sus palabras.
-No hables mucho con él, Sávelich -dijo -. Aún está débil.
La muchacha salió del cuarto y entornó silenciosamente la puerta.
Los pensamientos se me soliviantaron. Así pues, me encontraba en casa del comandante. María Ivánovna entraba en mi cuarto. Quería hacerle unas cuantas preguntas a Savélich, pero el anciano meneó la cabeza y se tapó los oídos. Yo cerré contrariado los ojos y pronto caí en un profundo sueño.
Al despertarme llamé a Savélich, pero en su lugar encontré ante mí a María Ivánovna; su voz angelical me enviaba un saludo. No podria expresar el dulce sentimiento que invadió en aquel instante todo mi ser.  Tomé su mano y la estreché contra mí cubriéndola de emocionadas lágrimas. Masha no la apartaba...De pronto sus delicados labios rozaron mi mejilla y yo sentí su ardiente y fresco beso. Una ola de fuego recorrió todo mi cuerpo.



Aleksandr Pushkin, La hija del capitán, editorial Alianza, seleccionado por Beatriz Iglesias, segundo de Bachillerato, curso 2012/2013

Ivanhoe, Walter Scott

La habitación adonde lady Rowena fuera conducida estaba amueblada y decorada con tosca magnificencia, y su elección podía considerarse como una prueba de respeto de que no se había creído dignos a los demás prisioneros. Pero la mujer de Frente de Buey, para la cual se alhajara en otro tiempo, había muerto hacía muchos años, de suerte que se hallaban deteriorados por el abandono y la vejez los raros adornos con que aquélla se complaciera en embellecerla. En muchos lados los tapices colgaban hechos jirones, mientras en otros el sol había deslucido sus colores o se hallaban apolillados y destruidos por el tiempo. Estropeada y todo estaba, habíales parecido la pieza más decente del castillo para albergar a la heredera sajona, y en ella habíanla dejado reflexionar acerca de su situación, hasta que los actores de este abominable drama se hubieran repartido los papeles diferentes que debían representar. El reparto se hizo en una conferencia celebrada entre Frente de Buey, Bracy y el templario, y tras una larga y acalorada discusión sobre las ventajas que cada cual pretendía sacar de la empresa, quedó decidida, al fin, la suerte de los desgraciados prisioneros.


Walter Scott, Ivanhoe, Historia de la Literatura, seleccionado por Laura Mahillo, segundo de Bachillerato, curso 2012/13

viernes, 22 de marzo de 2013

El fantasma de Canterville, Oscar Wilde

I


Cuando el diplomado norteamericano Hiram B. Otis compró la mansión de los Canterville, todo el mundo le dijo que hacía una locura, porque no cabía la menor duda de que el lugar estaba encantado. Hasta el propio Lord Canterville, hombre de honradez escrupulosa, se creyóen el deber de comentárselo cuandohablaron de las condiciones. 
    -Nosotros mismos dejamos de residir allí -dijo Lord Canterville- desde que mi tía abuela, la duquesa viuda de Bolton, sufrió un ataque de nervios, del que nunca llegóa recuperarse, cuando las manos de un esqueleto se le apoyaron en los hombros mientras se vestíaparalacena, y me siento obligado a advertirle, señor Otis, que al fantasma lo han visto varios miembros de la familia, lo mismo que el párroco, elreverendo Augustus Dampier, miembro del King`s College de Cambridge. Tras el desafortunado accidente de la duquesa, la servidumbre más joven no quiso seguir con nosotros, y era frecuente que Lady Canterville no pudiera conciliar el sueño a causa de los ruidos misteriosos que venían del pasillo y de la biblioteca.
    -Milord-contestó el diplomático-, por el mismo precio me quedo con el mobiliario y el fantasma. Vengo de un país moderno, donde hay de todo lo que el dinero puede comprar. Con una juventud bulliciosa como la nuestra, que se gasta el dinero a manos llenas en el Viejo Continente y se lleva sus mejores actores y cantantes de ópera, estoy seguro de que, si en Europa existiera algo parecido a un fantasma, pronto lo exhibiríamos en alguno de nuestros museos o en algún espectáculo ambulante.
    -Me temo que el fantasma existe -dijo Lord Canterville, sonriendo-, aunque puede que se haya resistido a las ofertas de sus activos empresarios teatrales. Hace tres siglos que se sabe de él: para ser exactos, desde 1584, y siempre se presenta antes de que fallezca algún miembro de la familia.
    -Bueno, lo mismo que el médico de cabecera, Lord Canterville. Los fantasmas no existen, milord, e imagino que la aristocracia británica no es una excepción a las leyes de la naturaleza.
    -Se lo toman ustedes con mucha naturalidad en América -contestó Lord Canterville, que no había entendido del todo el último comentario de Otis-;  sino le importa que haya un fantasma en la casa, perfecto; pero recuerde que se lo advertí.
    Semanas más tarde se cerró el trato, y a finales de verano el diplomático se trasladó con su familia a Canterville.
   La señora Otis (de soltera Lucretia R. Tappen,calle53 Oeste, Nueva York, donde había sido toda una belleza), era ahora una mujer elegante de mediana edad, ojos hermosos y un perfil encantador. Cuando salen de su país, muchas norteamericanas adoptan un aire de enfermas crónicas, en la idea de que es una forma de refinamiento europeo, pero la señora Otis nunca había caído en ese error. Dotada de una constitución envidiable y de una sorprendente reserva de vitalidad, era en muchos aspectos muy inglesa, la verdad, y un buen ejemplo de cómo en realidad tenemos todo en común con Norteamérica , menos el idioma, naturalmente.
    El mayor de los hijos, al que los padres en un momento de patriotismo bautizaron con el nombre de Washington (lo que nunca dejó de lamentar), era un joven rubio y bien parecido que se había preparado para el cuerpo diplomático dirigiendo el cotillón tres temporadas seguidas en el casino de Newport, y que hasta en Londres tenía fama de buen bailarín. Sus únicas debilidades eran las gardenias y la nobleza. Por lo demás, era de lo más sensato.

    Oscar Wilde, El fantasma de Canterville , páginas 5, 6 y 7, Aula de literatura Vicens Vives. Seleccionado por Natalia Sánchez Martín,  segundo de Bachillerato, curso 2012/2013.

El padre de Sergio, León Tolstói

Alrededor del año 1840, en Petersburgo, tuvo lugar un suceso que sorprendió a cuantos de él tuvieron noticia: un oficial de coraceros del regimiento imperial, guapo joven de aristocrática familia en quien todo el mundo veía al  futuro ayudante de campo del emperador Nicolás I y a quien todos auguraban una brillantísima carrera, un mes antes de su enlace matrimonial con una hermosa dama tenida en mucha estima por la emperatriz, solicitó ser relevado de sus funciones, rompió su compromiso de matrimonio, cedió sus propiedades, no muy extensas, a una hermana suya, y se retiró a un monasterio, decidido a hacerse monje. El suceso pareció insólito e inexplicable a las personas que desconocían las causas internas que lo provocaron; para el joven arisócrata, Stepán Kasatski, su modo de proceder fue tan natural, que ni siquiera cabía en si imaginación el que hubiera podido obrar de manera distinca.
Stepán  Kasastki tenía doce años cuando murió su padre, coronel de la Guardia, retirado, quien dispuso su testamento que si él faltaba no se retuviera al hijo en su casa, sino que se le hiciera ingresar en el Cuerpo de cadetes. Por doloroso que a la madre le resultara separarse de su hijo, no se atrevió a infringir la voluntad de su difunto esposo, y Stepán entró en el Cuerpo indicado. La viuda, empero, decidió trasladarse a Petersburgo junto con su hija Várvara a fin de vivir en la misma ciudad que su hijo y poder tenerlo consigo los días de fiesta.


León Tolstói, El padre de Sergio, Editora RBA.  Seleccionado por Esther Hernández Calvo,  segundo de Bachillerato, curso 2012/2013.

Los cuentos de así fue. Rudyard Kipling



     La mariposa que pateó.

    Tienes aquí, mi queridísimo niño, una historia..., una historia nueva y maravillosa..., una historia totalmente distinta de todas las demás..., una historia sobre el requesabio soberano Suleiman-bin-Daoud: Salomón, hijo de david.
    De las trescientas cincuenta y cinco historias que hay sobre Suleiman-bin-Daoud, ésta no es ninguna de ellas. No es la historia del avefría que encontró el agua, ni la de la abubilla que con su sombra libró  del calor a Suleiman-bin-Daoud. No es tampoco la historia del pavimento de cristal, ni la del rubí del agujero retorcido, ni la de los lingotes de oro de Balkis. Ésta es la historia de la mariposa que pateó.
    ¡Así que vuelve a prestar toda tu atención y escucha!
    Suleiman-bin-Daoud era sabio. Entendía lo que decían las bestias, las aves, los peces y los insectos. Entendía lo que decían las rocas de las profundidades de la tierra, cuando se hacían reverencias unas a otras y gemían; y entendía el significado del susurro de los árboles a media mañana. Todo lo entendía, desde el obispo del tribunal hasta el hisopo del muro; y Balkis, su primera reina, era casi tan sabia como él.
    Suleiman-bin-Daoud era fuerte. Llevaba un anillo en el dedo anular de la mano derecha. Cuando lo hacía girar una vez, surgían de la tierra demonios malignos y espíritus para hacer lo que él mandara, Cuando lo hacía girar dos veces bajaban del cielo las hadas para hacer lo que él les dijera y cuando lo hacía girar tres veces , el propio e inmenso ángel Azrael de la espada se le presentaba vestido de aguador para contarle las noticias de los tres mundos: el de arriba, el de abajo y el de aquí.
    Y sin embargo Suleiman-bin-Daoud no era orgulloso. Raras veces se mostraba jactancioso, y cuando así lo hacía se sentía apenado por ello. En una ocasión trató de alimentar a todos los animales del mundo en un solo día, pero cuando la comida estaba preparada salió un animal de las profundidades del mar y lo devoró todo en tres bocados. Suleiman-bin-Daoud se quedó muy sorprendido y preguntó:
   -¡Oh animal! ¿Quién eres tú?
    Y el animal respondió: -¡Oh rey. que vivas por siempre! Soy el más pequeño de treinta mil hermanos que tenemos nuestra casa en el fondo del mar. Nos enteramos de que ibas a los animales de todo el mundo y mis hermanos me mandaron a preguntar cuándo estaría lista la comida.
    Suleiman-bin-Daoud quedó más sorprendido que nunca y le dijo: -¡Oh animal! Te has comido todo lo que había preparado para los animales de todo el mundo.
    Y el animal replicó: -¡Oh rey, que vivas por siempre! ¿De verdad llamas a eso una comida? En el lugar de donde vengo nos zampamos al menos el doble cada uno sólo entre comidas.
    Entonces Suleiman-bin-Daoud se tiró al suelo boca abajo y exclamó: -¡Oh animal! Daba esa comida para demostrar qué rey tan grande y rico soy, no porque en realidad quisiera ser amable con los animales. Me has dado una lección y me siento avergonzado.
    Suleiman-bin-Daoud era un hombre verdaderamente sabio, mi queridísimo  niño. Después de aquello nunca olvidó que la ostentación es una tontería; y ahora empieza la parte de mi verdadera historia.
   Se casó con muchas esposas: con novecientas noventa y nueve esposas, sin contar a la hermosísima Balkis; y todas vivían en un inmenso palacio dorado que estaba en un maravilloso jardín de fuentes. No quería en realidad a novecientas noventa y nueve mujeres, pero en aquellos tiempos todo el mundo se casaba con muchas esposas, y como es lógico el rey se tenía que casar con muchas más, sólo para demostrar que era el rey,
    Algunas de las esposas eran agradables pero otras eran realmente horribles, y las horribles se peleaban con las agradables y las volvían horribles, y todas se peleaban con Suleiman-bin-Daoud, lo cual era horrible para él. Pero Balkis la hermosa no se peleaba nunca con Suleiman-bin-Daoud. pues lo amaba demasiado- Se quedaba sentada en sus aposentos del Palacio Dorado, o paseaba por el jardín del palacio, y se sentía realmente apenada por él.
    Desde luego que si hubiera querido girar una vez el anillo en el dedo. habría convocado a los espíritus y demonios malignos, quienes habrían enmagado a las novecientas noventa y nueve esposas pendencieras, convirtiéndolas en mulas blancas del desierto. o en galgos o en semillas de granada; pero Suleiman-bin-Daoud pensaba que eso sería ostentoso. Por eso, cuando se peleaban mucho, se iba a pasear solo a una zona de los bellos jardines de palacio y deseaba no haber nacido.
    Un día, cuando llevaban peleándose tres semanas seguidas -las novecientas noventa y nueve esposas- Suleiman-bin-Daoud salió como de costumbre a buscar paz y tramquilidad; y encontró entre los naranjos a Balkis la hermosísima, que estaba muy apenada al ver a Suleiman-bin-Daoud tan preocupado. Y ella le dijo:
    -¡Oh señor mío y luz de mis ojos! Haz girar tu anillo y demuestra a estas reinas de Egipto, de Mesopotamia, de Persia y de China que ers un rey grande y terrible.
    Pero Suleiman-bin-Daoud negó con la cabeza y dijo: -¡Oh mi señora y delicia de mi vida! Me acuerdo del animal que salió del mar y me avergonzó delante de todos los animales del mundo por haber sido jactancioso. Si ahora hiciera ostentación ante estas reinas de Persia y de Egipto, de Abisinia y de China, sólo porque me preocupan, podría quedar más avergonzado que nunca.
    Balkis la hermosísima respondió: -¡Oh mi señor, tesoro de mi alma! ¿Qué vas a hacer?
    Suleiman-bin-Daoud  respondió: -¡Oh mi señora, contento de mi corazón! Seguiré soportando mi destino en manos de estas novecientas noventa y nueve reinas que me vejan con sus continuas disputas.
    Siguiño paseando, por tanto, entre los lilos, los ciruelos japoneses, las cañas y los jengibres de fuerte aroma que creían en ese jardín, hasta que llegó al robusto alcanforero conocido con el nombre de alcanforero de Suleiman-bin-Daoud. Entretanto, Balkis, para estar cerca de su gran amor Suleiman-bin-Daoud, se había ocultado entre los altos lirios, los moteados bambúes y los lilos rojos que había detras del alcanforero.
    De pronto parason volando bajo el árbol dos mariposas en disputa.
    Suleiman-bin-Daoud oyó que el marioposo le decía a la mariposa:
    -Me asombra tu presunción al hablarme de ese modo. ¿Acaso no sabes que si pateara el suelo con  mi pie, todo el palacio de Suleiman-bin-Daoud y todo esta jardín se desvanecerían inmediatamente y con un seco estampido?
    Entonces Suleiman-bin-Daoud se olvidó de sus novecientas noventa y nueve esposas y se rió  de la ostentación del mariposo hasta sacudir el alcanforero. Extendió su dedo y dijo:
    -Pequeño, ven aquí.
    El mariposo se sintió terriblemente asustado, pero consiguió volar hasta la mano de Suleiman-bin-Daoud, y se quedó allí agarrado, abanicándose con las alas. Suleiman-bin-Daoud inclinó la cabeza y susurró co suavidad: -¿No te das cuenta, pequeño,  de que tu pateo no doblaría ni una hoja de hierba?  ¿Por qué le cuentas tan fea mentirilla a tu esposa?... Pues sin duda es tu esposa.
    El mariposo miró a Suleiman-bin-Daoud y vio que los ojos del más sabio de los reyes titilaban como estrellas en una noche helada, se armó de valor moviendo ambas alas, ladeó la cabeza y dijo: -¡Oh rey, que vivas por siempre! Es mi esposa y ya sabes cómo son las esposas.
   Apareció una sonrisa tras la barba de Suleiman-bin-Daoud, que dijo: -Vaya si lo sé, hermanito.
   -Hay que tenerla a raya como sea -añadió el mariposo-, y llevaba ya toda la mañana discutiendo conmigo. Le dije eso para callarla.
    Suleiman-bin-Daoud dijo: -¡Ojalá eso la calle! Vuelve con ella hermanito, y  déjame escuchar lo que dice.
    El mariposo regresó volando junto a su esposa, que estaba toda temblorosa detrás de una hoja, y le dijo ella: -¡Te ha odio! ¡El propio Suleiman-bin-Daoud te ha odio!
    -Por supuesto que me ha odio -respondió el mariposo-. Lo dije para que me oyera.
    -¿Y qué te dijo? ¡Oh! ¿Qué te dijo?
    -Bueno -dijo el mariposo, dándose gran importancia con el abaniqueo de sus alas- , que quede entre tú y yo, querida, me pidió que no pateara y le prometí que no lo haría... Desde luego no se lo puedo echar en cara, pues su palacio debió de costar una fortuna, y precisamente ahora están madurando las naranjas.
    -¡Jope! -exclamó la esposa, y se quedó sentada y calladita; pero Suleiman-bin-Daoud lloró de la risa que le daba el descaro del pequeño mariposo.
     Balkis la hermosísima, que lo había oído todo entre los lilos que había detrás del árbol, sonrió para sí y pensó: << Si actúo con sabiduría, aún puedo salvar a mi señor de las persecuciones de las pendencieras reinas>>
     Extendió un dedo y susurró suavemente a la esposa del mariposo: -Ven aquí, pequeña.
     La mariposa echó a volar, muy asustada, y se posó sobre la blanca mano de Balkis. Ésta inclinó su hermosa cabeza y preguntó: -Dime, pequeña,¿te has creido lo que acaba de decir tu esposo?
     La mariposa miró a Balkis y vio que los ojos de la hermosísima reina brillaban como la luz de las estrellas en balsas profundas, movió ambas alas para reunir valor y respondió: -¡Oh reina, como siempre seas tan maravillosa! Tú ya sabes cómo son los hombres.
     La reina Balkis, la sabia Balkis de Saba, se llevó lamano sobre los labios para ocultar una sonrisa y dijo: -Vaya si lo sé, hermanita.
     -Se encolerizan por nada -dijo la mariposa-, pero hemos de complacerlos, oh reina, No creen nunca ni la mitad de lo que dicen. Pero si a mi esposo le gusta creer que yo creo que puede hacer deaparecer el palacio de Suleiman-bin-Daoud con un pateo de su pie, ¿a mi qué me importa? Lo habrá olvidado todo mañana.
     -Mucha razón tienes, hermanita -le dijo Balkis-;pero la próxima vez que empieze con sus ostentaciones, tómale la palabra. Pídele que patee y que vea lo que sucede. Ya sabemos cómo son los hombres, ¿verdad? Se quedará muy avergonzado.
    La mariposa se fue volando junto a su marido, y a los cinco minutos se estaban peleando más que nunca.
   -¡Acuérdate! -dijo el mariposo- ¡Recuerda lo que puede pasar si pateo con m pie!
   -No te creo nada de nada -respondió ella-. Me encantaría ver cómo lo haces. Venga, patea ahora.
    -Le prometí a Suleiman-bin-Daoud que no lo haría, y no quiero faltar a mi promesa.
    -Nada importaría si lo hicieras -dijo la mariposa-. Con tu pateo no podrías doblar ni una hoja de hierba. Te desafío a que lo hagas: ¡patea!, ¡patea!, ¡patea!
   Suleiman-bin-Daoud, que estaba sentado sobre el alcanforero, lo había oido todo, y rió como no había reído en su vida. Se olvidó completamente de sus reinas; se olvidó del animal que salió del mar; se olvidó de lo que pensaba de la obstentación. Simplemente reía de gozo, y Balkis, que estana al otro lado del árbol, sonrió al ver gozoso a su querido amor.
   Entonces el mariposo, muy enfadado e hinchado, fue dando vueltas hasta la sombra que daba el alcanforero y dijo: ¡Quiere que patee! ¡Oh Suleiman-bin-Daoud, quiere ver lo que sucede! Sabes bien que no puedo hacerlo, y a partir de ahora no creerá una sola palabra de lo que le diga. ¡Se reirá de mi hasta el final de mis días!
    -No, hermanito -tranquilizó Suleiman-bin-Daoud-. No volverá a reirse de ti nunca más -e hizo girar el anillo de su dedo, pero no para hacer ostentación, sino por el bien del mariposillo... ¡Y al instante surgieron cuatro espítitus de la tierra!
   -Esclavos -ordenó Suleiman-bin-Daoud- cuando este caballero que está sobre mi dedo -pues allí estaba sentado el frescales del mariposillo- golpee una vez el suelo con su pata deñantera, haréis que mi palacio y jardines deasperezcan con un golpe seco. Cuando vuelva a patear lo recompondréis todo  cuidadosamente.
   -Ahora, hermanito, vuelve con tu esposa y patea a placer.
   El marioposo se fue con su esposa que estaba gritando: ¡A que no lo haces! ¡A que no o haces! ¡Venga, patea, anda, patea!
   Balkis vio que los espíritus cogían las cuetro esquinas del jardín, en cuyo centro estaba el palacio, batió palmas suavemente y dijo:
   -¡Al menos en nombre del mariposo Suleiman-bin-Daoud hará lo que debía haber hecho en su propio benefiicio, y así las reinas pendencieras quedarán aterrorizadas!
    En ese momento el mariposo pateó. Los espíritus sacudieron el palacio y los jardines lanzándolos a mil kilómetros por el aire: se oyó un terrible golpe seco y todo se volvió negro como la tinta. La esposa del mariposo revoloteó en la oscuridad gritando: -¡Seré buena! ¡Cuánto lamento haber hablado! Vuelve a traer los jardines, amado esposo y no te volveré a contradecir.
    El mariposo estaba casi tan asustado como su esposa, y Suleiman-bin-Daoud tebnía tal ataque de risa que pasaron varios minutos antes de que pudeira recupeara el aliento necesario para susurrar al mariposo: -Patea de nuevo, hermanito. Devuélveme mi palacio, grandísimo mago.
    -Sí, devuélvele el palacio -dijo la mariposa, que seguía revoloteando en la oscuridad como una mariposa nocturna-. Devuéveselo y no vuelvas a hacer estas magias horribles.
    -Está bien, querida -dijo el mariposo aparentando valentía como podía-. Ya ves adónde nos han conducido tus continuas regañinas. A mí, desde luego, todo esto no me importa nada -estoy acotumbrado a estas cosas-, pero en tu beneficio y en el de Suleiman-bin-Daoud me avengo a enderezar las cosas.
    Volvió a patear y al instante los espíritus volvieron a bajar el palacio y los jardines sin producir el más ligero chasqudo. El sol brilló en las hojas color verde oscuro de los naranjos; las fuentes juguetearon entre los sonrosados lilos egipcios; los pájaros osiguienron con sus cantos; y la esposa del mariposo se tumbó de lado bajo el alcanforero, moviendo las alas y repitiendo entre jadeos: -¡Me portaé bien! ¡Me portaré bien!
    Suleiman-bin-Daoud reía de tal modo que apenas podía hablar. Se recostó hacia atrás, debilitado e hipando, y movió su dedo ante el mariposo mientras decía: -Oh gran brujo, ¿de qué me vale que me devuelvas mi palacio si al mismo tiempo me matas de risa?
    Se oyó entonces un terrible ruido, pues las novecientas noventa y nueve esposas salían del palacio corriendo, gritando, chillando y llamando a sus hijos. Bajaron precipitadamente, cien en fondo, por las grandes escalinatas de marmol que había bajo la fuente, y la requetesabia Balkis se adelantó a recibirlas con gran majestad.
   -¿Qué os preocupa, oh reinas?- preguntó Balkis.
    Se detuvieron en las escalinatas de mármol, de cien en fondo y gritaron: -¡Que qué nos preocupa? Estábamos viviendo pacíficamente en nuestro palacio dorado, tal como acostumbrábamos, cuando de pronto el palacio desapareció y nos quedamos sentadas en una espesa y ruidosa oscuridad; tronó, y los demonios y espíritus se movieron por la oscuridad. Esa es nuestra preocupación, oh primera reina, y por esa preocupación estamos extraordinariamente preocupadas, pues a diferencia de las preocupaciones que habíamos conocido, esa fue una preocupante preocupación.

    Entonces BAlkis la hermosa reina, la más querida por Suleiman-bin-Daoud, reina que fue de Saba y Sebia, y de los ríos de oro del sur, desde el desierto de Zinn a las torres de Zimbabwe, Balkis, casi tan sabia como el propio y requetesabio Suleiman-bin-Daoud, les dijo: -No pasa nada, oh reinas! Es que un mariposo se quejaba de que su esposa siempre estaba peleando con él, y nuestro señor Suleiman-bin-Daoud ha querido enseñarle lo que es la humildad y el hablar en voz baja, pues es sabio que ello es una virtud entre las esposas de los mariposos.
     Se adelantó entonces una reina egipcia, hija de un faraón y dijo: -Nuestro palacio no se puede arrancar de raíz como un puerro en beneficio de un insecto. ¡Ni hablar! Lo que ha debido ocurrir es que es que Suleiman-bin-Daoud ha muerto y lo qie hemos odio y visto ha sido a la tierra tronando y oscureciéndose ante la noticia.
     Balkis le hizo una seña a la audaz reina, sin ni siquiera mirarla, y le dijo a ela y a las otras: -Venid y veréis.
    Bajaron la escalinata de mármol, de cien en fondo, y vieron al requetesabio Suleiman-bin-Daouddebajo de su alcanforero, aún debilitado por la risa, balanceándose hacia adelante y hacia atrás con una mariposa en cada mano, y le oyeron decir: -Oh esposa de mi hermano del aire, acuérdate ahora de complacer a tu marido en todo, para que no lo provoques y vuelva a patear el suelo; pues ves que ha dicho que está acostumbrado a esta magia, y es un gran mago eminentísimo... pues puede hacer desaparecer el propio palacio del mismo Suleiman-bin-Daoud. ¡Id en paz, buenas gentes!
    Los besó entonces en las alas y se alejaron volando. Ante ello, todas las reinas salvo Balkis -la bellísima y espléndida Balkis, que estaba un poco apartada, riendo- cayeron de bruces al suelo y dijeron: -Si suceden tales cosas cuando un mariposo está disgustado con su esposa, ¿qué nos ocurrirá a nosotras que llevamos tantos días molestando a nuestro rey con nuestras voces y disputas?
    Se pusieron los velos sobre las cabezas, se llevaron las manos a la boca y regresaron al palacio muy calladitas y andando de puntillas.
    Entonces Balkis, la hermosísima y excelente Balkis, cruzó los lilos rojos para llegar hasta donde el alcanforero daba su sombra , puso su mano sobre el hombro de Suleiman-bin-Daoud y dijo: -Oh señor mío, tesoro de mi alma, regocíjate, pues hemos dado una memorable lección a las reinas de Egipto y de Meopotamia, de Abisinia y de Persia, de la India y de la China,
    Suleiman-bin-Daoud, que seguía observando cçomo jugaban las mariposas bajo la luz del sol, preguntó: -Oh mi señora, la joya de mi felicidad, ¿cuándo sucedió tal cosa? Pues desde que llegué al jardín no he hecho otra cosa que bromear con una mariposa -y le contó a Balkis lo que había hecho.
    Balkis, la tierna y amantísima Balkis, le respondió: Oh mi señor, que riges mi existencia, estaba escondida detrás del alcanforero y lo vi todo. Fui yo quien le dije a la esposa del mariposo que le pidiera a éste que patalerara, pues esperaba que por seguir la broma mi señor haría una gran magia que verían las reinas, y que las asustaría -y le contó lo que las reinas habían dicho, visto y pensado.
    Entonces Suleiman-bin-Daoud se levantó del asiento que tenía bajo el alcanforero, extendió los brazos, se regocijó y dijo: -Ah mi señora, la que endulza mis días, sabías que si yo hubiera  hecho magia contra mis reinas por orgullo o por cólera, como cuando preparé la fiesta para todos los animale, seguramente habría terminado avergonzado. Pero por tu sabiduría hice la magia en nombre de un pequeño mariposo... ¡Y eso me ha librado también de las molestias de mis molestas esposas! Dime entonces, oh mi señora y corazón de mi corazón, ¿cómo llegaste a ser tan sabia?
    Entonces Balkis la reina, hermosa y alta, se miró en los ojos de Suleiman-bin-Daoud, ladeó un poco la cabeza, igual que la mariposa, y dijo: -Primero, oh mi señor, porque te amo, y segundo, oh mi señor, porque sé cómo son las mujeres.
    Se fueron entonces al palacio y vivieron muy felices desde entonces, ¿Verdad que Balkis fue muy lista?



 Kipling, Los Cuentos de así Fue, Biblioteca, Seleccionado por Sandra Sánchez Perianes, segundo de Bachillerato, curso 2012-2013.

Los tres mosqueteros, Alexandre Dumas

             HOMBRES DE TOGA Y HOMBRES DE ESPADA

       Al día siguiente de ocurridos los hechos que acabamos de referir, al no dar Athos señales de vida, D' Artagnan y Porthos advirtieron al señor De Treville de su desaparición.
       En cuanto a Aramis, había pedido un permiso de cinco días, y se decía que estaba en Rouen por asuntos familiares.
El señor De Tréville era el padre de sus soldados. El más pequeño y menos conocido de ellos, desde el momento en que lucía el uniforme del cuerpo, estaba tan seguro de su apoyo y ayuda como si el capitán su propio humano.
Así pues, el señor De Tréville se presentó inmediatamente ante el teniente fiscal. Se hizo venir al oficial que manadaba el puesto de la Cruz Roja y, a tenor de los informaciones aportadas por él, el capitán de los mosqueteros pudo saber que Athos se encontraba momentáneamente preso en el Fuerte del Obispo.


Alexandre Dumas, Los tres mosqueteros, capitulo XV , seleccionado por Beatriz Iglesias , segundo de Bachillerato , curso 2O12/ 2013.

Almas muertas, Nikolai Gogol

    En este mundo todos tratan de arreglar sus asuntos. , dice el refrán. La expedición a través de los baúles tuvo éxito, pues como consecuencia de ella algo pasó a su propia arqueta. En una palabra, que todo fue realizado de una manera sensata. No es que Chínchikov robase nada, sino que se aprovechó de las circunstancias. Cualquiera de nosotros se aprovecha de algo: uno se aprovecha de un bosque público, otro de determinadas sumas, el de más allá roba a sus propios hijos para darlo a alguna actriz forastera, o a sus campesinos, para comprar muebles caros o un coche. ¿Qué hacer si en el mundo hay tantas tentaciones? Restaurantes de lujo con unos precios de locura, bailes de máscaras, fiestas, cíngaros. Es difícil que uno se abstenga cuando ve que todos hacen lo mismo y la moda lo impone. ¡A ver quién es el que se abstiene! No es posible abstenerse siempre y a todas horas. El hombre no es Dios. Y así Chíchikov, al igual que el infinito número de aficionados al confort, orientó las cosas en su provecho. Cierto es que hubiera debido salir de la ciudad, pero los caminos se habían puesto intransitables.


Gógol, Almas muertas, editorial RBA.
Seleccionado por Beatriz Iglesias, segundo de Bachillerato, curso 2012/2013.

viernes, 15 de marzo de 2013

Triunfos, Francesco Petrarca

I
Cuando vuelven de nuevo mis suspiros
por la dulce memoria de aquel día
que fue comienzo de martirios largos,

el Sol ya iluminaba los dos cuernos 
de Tauro, al mismo tiempo que la Aurora 
corría en la frescura a su morada.

Amor, desdenes, lágrimas y tiempo
al cerrado lugar me condujeron
donde el pecho reposa toda pena.

Cansado de llorar sobre la hierba,
una luz vi, vencido por el sueño,
con mucho dolor dentro y placer breve.

Vi a un jefe victorioso cual si fuera
uno que al Capitolio condujese
su carro de triunfo hacia la gloria.

Y, que de tal visión gozar no suelo
por el adverso siglo en que me encuentro,
carente de virtud, de orgullo lleno,

miré aqaquella figura rara y bella
elevando mis ojos ya cansados
porque sólo saber es mi deseo.

Cuatro corceles vi como la nieve,
y en un carro de fuego un joven fiero
con un arco y saetas en la aljaba;

nada temía pues ni escudo o cota
llevaba sobre sí, sino dos alas
de mil colores, y desnudo el resto.


Francesco Petrarca, Triunfos , sección I, Editora Nacional.  Seleccionado por Natalia Sánchez Martín,  segundo de Bachillerato, curso 2012/2013.

Tito Andrónico, William Shakespeare

     [El mismo lugar]
     Entra un capitán.
     CAPITÁN. ¡Romanos, dejad paso! El buen Andrónico, protector de la virtud, el mejor campeón de Roma, triunfante en las batallas que pelea, ha vuelto con honor y con fortuna desde donde ha cercado con su espada y sujetado al yugo a los enemigos de Roma.
Tocan tambores y trompetas, y luego entran Marcio y Mucio; detrás de ellos, dos hombres llevando un ataúd cubierto de negro; luego Lucio y Quinto. Después de ellos, Tito Andrónico, y luego Tamora, con Alarbo, Demetrio, Quirón, Aarón y otros godos, prisioneros; siguiéndoles Soldados [todos los que puedo haber]. Dejan en el suelo el ataúd y habla Tito.
     TITO. ¡Salve, Roma, victoriosa en tus ropàjes de lujo! Miro; como el barco que, descarga su mercancía, vuelve con precioso flete a la bahía de donde levó anclas, así viene Andrónico, ceñido de ramas de laurel, para saludar otra vez a su país con sus lágrimas, lágrimas de verdadero gozo por su regreso a Roma. ¡Tú, gran defensor de este Capitolio, preside benévolo los ritos que vamos a hacer! ¡Romanos, de veinticinco valerosos hijos, la mitad del número que tuvo el rey Príamo, observad los escasos restos, muertos y vivos! Los que han sobrevivido, que Roma les premie con amor; a los que traigo a su última morada, que les premie sepultándoles entre los antepasados. Aquí los godos me han dejado envainar la espada. Tito, cruel y descuidado para con los tuyos, ¿por qué consientes que tus hijos, aún sin enterrar, se ciernan sobre la temible orilla del Estigio?

William Shakespeare, Tito Andrónico, Escena II, editorial planeta, texto seleccionado por Esther Hernández Calvo, segundo de Bachillerato, curso 2012/13