viernes, 8 de abril de 2016

Romeo y Julieta, William Shakespeare

Romeo: ¡Lo haré por mi fe! ... Veamos de cerca esa cara ... ¡El pariente de Mercutio! ¡El noble conde de Paris! ... ¿Qué me decía mi criado durante el viaje, cuando mi alma, en medio de sus tempestades, no le atendía? Creo que me contaba que París se iba a casar con Julieta ... ¿No era eso lo que dijo, o lo he soñado? ¿O es que estoy tan loco que oyéndole hablar de Julieta imaginé tal cosa? ... ¡Dame la mano, tú que, como yo, has sido inscrito en el libro funesto de la desgracia! ¡Yo te enterraré en una tumba triunfal! ¿Una tumba? ¡Oh, no; una linterna, joven víctima! Porque aquí descansa Julieta, y su hermosura transforma esta cripta en un regio salón de fiestas, radiante de luz. (Colocando a Paris en el mausoleo). ¡Muerte, un muerto te entierra! ... ¡Cuántas veces, cuando los hombres están a punto de expirar, experimentan un instante de alegria al que llaman sus enfermeros el relámpago precursor de la muerte! ¡Oh! ¿Cómo puedo llamar a esto un relámpago? ¡Oh! ¡Amor mío! ¡Esposa mía! ¡La muerte que ha saboreado el néctar de tu aliento, ningún poder ha tenido aún sobre tu belleza! ¡Tú no has sido vencida! ¡La enseña de la hermosura ostenta todavía su carmín en tus labios y mejillas, y el pálido estandarte de la muerte no ha sido enarbolado aquí! ... Teobaldo, ¿eres tú quien yace en esa sangrienta mortaja? ¡Oh! ¿Qué mayor favor puedo hacer por ti que, con la mano que segó en flor tu juventud, tronchar la del que fue tu adversario? ¡Perdóname, primo mío! ¡Ah! ¡Julieta querida! ¿Por qué eres aún tan bella? ¿Habré de creer que el fantasma incorpóreo de la muerte se ha prendado de ti y que ese aborrecible monstruo descarnado te guarda en estas tinieblas, reservándote para manceba suya? ¡Así lo temo, y por ello permaneceré siempre a tu lado, sin salir jamás de este palacio de noche sombría! ¡Aquí, aquí quiero quedarme con los gusanos, doncellas de tu servídumbre! ¡Oh! ¡Aquí fijaré mi eterna morada, para librar a esta carne, hastiada del mundo, del yugo del mal influjo de las estrellas! ... ¡Ojos míos, lancen su última mirada! ¡Brazos, den su último abrazo! Y ustedes, ¡oh, labios!, puertas del aliento, sellen con un legítimo beso el pacto sin fin con la acaparadora muerte. (Cogiendo el frasco del veneno) ¡Ven, amargo conductor! ¡Ven, guía fatal! ¡Tú, desesperado piloto, lanza ahora de golpe, para que vaya a estrellarse contra las duras rocas tu maltrecho bajel, harto de navegar! (Bebiendo) ¡Brindo por mi amada! ¡Oh, sincero boticario!, ¡tus drogas son activas! ... Así muero ..., ¡con un beso! ... (Muere).


William Shakespeare, Romeo y Julieta,
http://www.elalmanaque.com/biblioteca/Shakespeare%20-%20Romeo%20y%20Julieta.pdf 
seleccionado por Paola Moreno Díaz, segundo de bachillerato, curso 2015-2016

La letra escarlata, Nathaniel Hawthorne

Continuamente, y de mil maneras, experimentaba los innumerables tormentos que para ella había ideado la sentencia imperecedera del tribunal puritano. Los ministros del altar se detenían en medio de la calle para dirigirle palabras de exhortación, que atraían una multitud implacable alrededor de la pobre pecadora. Si entraba en la iglesia los domingos, confiada en la misericordia del Padre Universal, era con frecuencia, por su mala suerte, para verse convertida en el tema del sermón. Llegó a tener un verdadero terror de los niños, que habían concebido, gracias a las conversaciones de sus padres, una vaga idea que había algo horrible en esa triste mujer que se deslizaba silenciosa por las calles de la población, sin otra compañía que su única niña. Por lo tanto, dejándola al principio pasar, la perseguían después a cierta distancia con agudos chillidos pronunciando una palabra cuyo sentido exacto no podían ellos comprender, pero que no por eso era menos terrible para Ester, por venir de labios que la emitían inconscientemente. Parecía indicar una difusión tal de su ignominia, como si esta fuera conocida de toda la naturaleza; y no le habría causado pesar mas profundo si hubiera oído a las hojas de los árboles referirse entre sí la sombría historia de su caída, y a las brisas del verano contarla entre susurros, o a los ábregos del invierno proclamarla con sus voces tempestuosas. Otra especie de tortura peculiar que experimentaba la pobre mujer era cuando veía un nuevo rostro, cuando personas extrañas fijaban con curiosidad las miradas en la letra escarlata, lo que ninguna dejaba de hacer y era para ella como si le aplicasen un hierro candente al corazón. Entonces apenas podía contener el impulso de cubrir el símbolo fatal con las manos, aunque nunca llegó a hacerlo. Pero las personas acostumbradas a contemplar aquel signo de ignominia, podían hacerla sufrir también intensa agonía. Desde el primer momento en que la letra formó parte integrante de su vestido, Ester había experimentado el terror secreto que un ojo humano estaba siempre fijo en el triste emblema: su sensibilidad en ese particular, lejos de disminuirse con el tiempo, era cada vez mayor, merced al tormento cotidiano que sufría.

Nathaniel Hawthorne, La letra escarlata, https://www.google.es/search?q=moby+dick+pdf&rlz=1C1VSNC_enES609ES612&oq=moby+dick+pdf&aqs=chrome..69i57.5618j0j4&sourceid=chrome&ie=UTF-8#q=la+letra+escarlata+pdf. Seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.

Cromwell, Victor Hugo

       Digámoslo en voz alta. Ha llegado el tiempo en que la libertad, como la luz, penetrando por todas partes, penetra también en las regiones del pensamiento. Es preciso inutilizar por inservibles las teorías, las poéticas y los sistemas. Hagamos caer la antigua capa de yeso que ensucia la fachada del arte. No debe haber ya ni reglas ni modelos; o mejor dicho, no deben seguirse más que las reglas generales de la naturaleza, que se ciernen sobre el arte, y las leyes especiales que cada composición necesita, según las condiciones propias de cada asunto. Las primeras son interiores y eternas, y deben seguirse siempre; las segundas son exteriores y variables, y sólo sirven una vez.           Las primeras son las vigas de carga que sostienen la casa, y las segundas son los andamios que sirven para edificarla y que se hacen de nuevo para cada edificio; unas son el esqueleto y otras la vestidura del drama. Estas reglas, sin embargo, no están escritas en los tratados de poética. El genio, que adivina más que aprende, extrae para cada obra las primeras reglas del orden general de las cosas, las segundas del conjunto aislado del asunto, que trata, no como el químico que enciende el hornillo, sopla el fuego, calienta el crisol, analiza y destruye, sino como la abeja, que vuela con alas de oro, se posa sobre las flores y extrae la miel, sin que los cálices pierdan su brillo ni las corolas su perfume.


        Victor Hugo, Cromwell, Barcelona, Vicens Vives, ed. 2, pág. 25
        Seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.

Moby Dick, Melville

     Hace unos años —no importa cuánto hace exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, calladamente, me meto en el barco. No hay nada sorprendente en esto. Aunque no lo sepan, casi todos los hombres, en una o en otra ocasión, abrigan sentimientos muy parecidos a los míos respecto al océano. 
    Ahí tenéis la ciudad insular de los Manhattos, ceñida en torno por los muelles como las islas indias por los arrecifes de coral: el comercio la rodea con su resaca. A derecha y a izquierda, las calles os llevan al agua. Su extremo inferior es la Batería, donde esa noble mole es bañada por olas y refrescada por brisas que pocas horas antes no habían llegado a avistar tierra. Mirad allí las turbas de contempladores del agua.
    Pasead en torno a la ciudad en las primeras horas de una soñadora tarde de día sabático. Id desde Corlears Hook a Coenties Slip, y desde allí, hacia el norte, por Whitehall. ¿Qué veis? Apostados como silenciosos centinelas alrededor de toda la ciudad, hay millares y millares de seres mortales absortos en ensueños oceánicos. Unos apoyados contra las empalizadas; otros sentados en las cabezas de los atracaderos; otros mirando por encima de las amuradas de barcos arribados de la China; algunos, en lo alto de los aparejos, como esforzándose por obtener una visión aún mejor hacia la mar. Pero ésos son todos ellos hombres de tierra; los días de entre semana, encerrados entre tablas y yeso, atados a los mostradores, clavados a los bancos, sujetos a los escritorios. Entonces ¿cómo es eso? ¿Dónde están los campos verdes? ¿Qué hacen éstos aquí?  


       Melville, Moby Dick, Barcelona, Vicens Vives, ed. 9, pág. 89                               
       Seleccionado por Julia Mateos Gutiérrez, segundo de bachillerato, curso 2015-2016.

Las olas, Virginia Woolf




—Te vi pasar delante de la cabaña del jardinero —dijo Bernardo— y te oí gemir— «Soy desdichada». Neville y yo estábamos construyendo barcos de madera, pero al verte, dejé a un lado mi cuchillo. Tengo los cabellos en desorden porque cuando Mrs. Constable me dijo que me los peinara, vi a una mosca cogida en una telaraña y me pregunté: «¿Debo libertar a la mosca? ¿Dejaré que se la coma la araña?» Así es como me atraso siempre. Mis cabellos están despeinados y estas virutas de madera se han adherido a ellos. Al oír que gemías, te seguí y te vi depositar sobre las raíces tu pañuelo, en el cual habías anudado tu furor y tu odio. Pero todo pasará. Nuestros cuerpos están muy próximos ahora. Tú escuchas mi respiración. Al mismo tiempo, ves a aquel escarabajo que arrastra una hoja sobre su dorso, corriendo de un lado a otro. En idéntica forma mientras lo observas, tu deseo de poseer un objeto único (que en este momento es Luis) debe oscilar, como la luz que penetra y sale por entre las hojas de las hayas. Más tarde, las palabras que se mueven oscuramente, en las profundidades de tu cerebro, romperán este nudo de dureza enrollada en tu pañuelo.

—Yo amo y odio —dijo Susana—. Yo no deseo sino una sola cosa. Mis ojos son hoscos. Los ojos de Jinny brillan con millares de luces. Los ojos de Rhoda son como esas flores pálidas a las cuales se acercan las mariposas al atardecer. Los tuyos son como agua que sube hasta la superficie y nunca se derrama. Pero yo estoy ya lanzada sobre mi pista. Mis ojos ven los insectos en el césped y aun cuando mi madre toda, vía teje calcetines y cose delantales para mí, a pesar de que soy todavía una niña, sé amar y aborrecer.

—Pero mientras permanecemos sentados así, muy próximos —dijo Bernardo—, nuestras palabras nos funden al uno en el otro. Y entre ambos, formamos una especie de territorio impregnable. —Veo el escarabajo —dijo Susana—. Es negro: lo veo es verde: lo veo. Yo estoy atada con palabras cortas, monosilábicas. Tú, en cambio, te echas a vagar con las tuyas a la aventura: te escapas: subes cada vez más alto, con palabras y más palabras hilvanadas en frases. —Y ahora, vamos a explorar a nuestro alrededor —dijo Bernardo—. Allá abajo, entre los árboles, hay una casa blanca. Nos hundiremos como los nadadores que rozan el fondo con las puntas de sus pies, nos sumergiremos a través de la atmósfera verde de las hojas. A medida que corramos, iremos sumergiéndonos, Susana. Las olas se cierran sobre nosotros, las hojas de las hayas se entrecruzan por encima de nuestras cabezas. Se ven relucir los punteros dorados del reloj de las caballerizas. Allí está el techo de la casa grande. Las botas de caucho del mozo de cuadra resuenan en el patio de Elvedon. «Ahora, descendemos por entre las copas de los árboles hasta el suelo. El aire no agita ya sobre nosotros sus tristes olas púrpuras. Estamos tocando tierra; hollamos el suelo. Aquél es el cerco del
jardín de las señoras, donde ellas salen a pasearse al mediodía y a cortar rosas con sus tijeras. Ahora estamos en el bosquecillo rodeado de una muralla. Esto es Elvedon. Yo he visto letreros en los cruces de caminos con un brazo que señalaba: «A Elvedon». Nadie había llegado jamás hasta aquí. Los helechos
despiden un olor fuerte y debajo de ellos crecen hongos rojos. Hemos despertado a las cornejas soñolientas que jamás han visto una figura humana y hollamos glándulas podridas que el tiempo ha tornado res- balosas y rojas. Un círculo de murallas rodea este bosque: nadie viene jamás aquí. ¡Escucha!… Ese ruido sordo es el de un sapo gigantesco que brinca entre los matorrales; aquel crujido es el de una piña prehistórica que cae entre los helechos y va a pudrirse  allí.

Seleccionado por María Alegre Trujillo, Segundo de bachillerato.Curso 2015-2016.

La gaviota, Anton Chejov


Acto primero 

 NINA (a Trigorin)- ¿Verdad que es una obra extraña?
 TRIGORIN- No he comprendido nada. De todos modos, he visto la representación con agrado.
 Usted ha declamado con mucha sinceridad. También la decoración era magnífica. (Pausa.) Debe de
 haber muchos peces en este lago.
 NINA- Sí.
 TRIGORIN- Me gusta pescar con caña. Para mí
 no hay mayor placer que sentarme al caer de la tarde
 a la orilla y contemplar el flotador.
 NINA- Pero yo me figuro que para quien ha experimentado el placer de la creación artística, los
 demás placeres ya no cuentan.
 ARKÁDINA (riéndose)- No hable de este modo.
 Cuando le dicen palabras agradables, eso le perjudica.
 SHAMRÁIEV- Recuerdo que en el teatro de la
 Opera de Moscú, una vez el famoso Silva cantó el
 do de bajo. Como hecho adrede, aquel día ocupaba
 un asiento de gallinero un bajo de los que cantan en
 la capilla sinodal. De pronto, figúrense ustedes, cuál
 no sería nuestra sorpresa, oímos que gritan desde el
 gallinero: "¡Bravo.  Silva!". ¡una octava entera más
 baja!... Algo así como (con voz de bajo): "¡Bravo,  Silva!"… Nos quedamos petrificados. (Pausa)
 DORN- Ha pasado un ángel silencioso volando.
 NINA- He de irme. Adiós.
 ARKÁDINA- ¿ Adónde? ¿Adónde ha de irse
 tan pronto? No la dejaremos marchar.
 NINA- Papá me espera.
 ARKÁDINA- ¡Qué hombre, la verdad!... (Se besan.) Bueno, qué le vamos a hacer. Es una pena dejarla           marchar, es una pena.
 NINA- ¡Si supiera cuánto siento tener que irme!
 ARKÁDINA- ¿Y si alguien la acompañara, pequeña mía?
 NINA (asustada)- ¡Oh, no, no!
 SORIN (a Nina, suplicante)- ¡Quédese!
 NINA- No puedo, Piotr Nikoláievich.
 SORIN- Quédese una  horita, eso es. Qué le
 cuesta, la verdad...
 NINA (después de reflexionar un instante, con lágrimas
 en los ojos)- ¡Imposible! (Le estrecha la mano y se va rápidamente.)
 ARKÁDINA- La verdad, es una chica desgraciada. Dicen que su difunta madre, al morir, legó a
 su esposo su enorme fortuna, hasta el último kopek,
 y esta muchacha se ha quedado sin nada, pues el
 padre ya lo ha legado todo a su segunda mujer. Es
 indignante.

Anton Chejov, La gaviota,  http://www.edu.mec.gub.uy/biblioteca_digital/libros/c/Chejov,%20Anton%20-%20La%20gaviota.pdf
Seleccionado por Laura Agustín Críspulo. Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016

Werther, Goethe

   «Reina en mi espíritu una alegría admirable, muy parecida a las dulces alboradas de la primavera, de que gozo aquí con delicia. Estoy solo, y me felicito de vivir en este país, el más a propósito para almas como la mía, soy tan dichoso, mi querido amigo, me sojuzga de tal modo la idea de reposar, que no me ocupo de mi arte. Ahora no sabría dibujar, ni siquiera hacer una línea con el lápiz; y, sin embargo, jamás he sido mejor pintor Cuando el valle se vela en torno mío con un encaje de vapores; cuando el sol de mediodía centellea sobre la impenetrable sombra de mi bosque sin conseguir otra cosa que filtrar entre las hojas algunos rayos que penetran hasta el fondo del santuario, cuando recostado sobre la crecida hierba, cerca de la cascada, mi vista, más próxima a la tierra, descubre multitud de menudas y diversas plantas; cuando siento más cerca de mi corazón los rumores de vida de ese pequeño mundo que palpita en los tallos de las hojas, y veo las formas innumerables e infinitas de los gusanillos y de los insectos; cuando siento, en fin, la presencia del Todopoderoso, que nos ha creado a su imagen, y el soplo del amor sin limites que nos sostiene y nos mece en el seno de una eterna alegría; amigo mío, si los primeros fulgores del alba me acarician, y el cielo y el mundo que me rodean se reflejan en mi espíritu como la imagen de una mujer adorada, entonces suspiro y exclamo: «¡Si yo pudiera expresar todo lo que siento! ¡Si todo lo que dentro de mí se agita con tanto calor, con tanta exuberancia de vida, pudiera yo extenderlo sobre el papel, convirtiendo éste en espejo de mi alma, como mi alma es espejo de Dios!» Amigo... Pero me abismo y me anonada la sublimidad de tan magníficas imágenes.»

      Johann Wolfgang von Goethe, Werther, http://www.edu.mec.gub.uy/biblioteca_digital/libros/g/Goethe%20-%20Werther.pdf.
      Seleccionado po Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.

Las aventuras de Tom Sayer, Mark Twain




–¡Tom! 
Silencio.
–¡Tom!
Silencio.
–Pero ¿dónde se habrá metido este crío? ¡Tom!
La buena mujer se bajó las gafas y miró por encima de ellas recorriendo toda la estancia; después se las puso en la frente y miró por debajo. Pocas veces, o prácticamente ninguna, miraba a través de ellas para ver algo tan insignificante como un chiquillo; aquellas gafas eran todo un lujo, su mayor orgullo; eran más un adorno que un objeto útil, pues no habría visto mejor mirando a través de un par de tapaderas de cocina. 

Parecía perpleja y no enfurecida, pero sí lo bastante alto como para que la oyeran los muebles, dijo: 

–Muy bien, pues te aseguro que si te pongo la mano encima te…

No acabó la frase porque en aquel momento estaba agachada, hurgando debajo de la cama con una escoba, con lo que necesitaba todo el aliento para sus escobazos. No obstante, lo único que logró fue desenterrar al gato.

–¡En mi vida he visto un chico tan revoltoso!
Fue hasta la puerta y allí se detuvo recorriendo con la mirada las tomateras y los matorrales silvestres que constituían el jardín. 

Ni rastro de Tom. Así pues, alzó suficientemente la voz y gritó: 

–¡Tom! ¡Eh, Tom!
Oyó tras ellas un ligero ruido y se dio la vuelta al instante para atrapar al chiquillo por el borde de la chaqueta e impedirle que huyera.

–¡Te pillé! ¿Cómo no se me había ocurrido pensar en la despensa? ¿Qué estabas haciendo ahí dentro?

–Nada

–¿Nada? ¡Mírate las manos! ¡Mírate la boca! ¿Con qué te has ensuciado?

–Y yo qué sé, tía.

–Pues yo sí lo sé. Con mermelada, con eso te has pringado. Te he dicho cuarenta veces que si no dejas en paz la mermelada te haré trizas. ¡Acércame aquella vara!
La vara se agitó en el aire. El peligro era inminente.

–¡Oh! ¡Mire detrás de usted, tía!
La buena mujer giró en redondo, recogiéndose las faldas para esquivar el peligro; en ese mismo instante, el chiquillo escapó: se encaramó a la alta valla de madera y desapareció.
La tía Polly permaneció un instante sorprendida y después se echó a reír suavemente.



Mark Twain, Las Aventuras de Tom Sayer, www.biblioteca.org.ar
Seleccionado por Maria Alegre Trujillo , Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016

Orgullo y prejuicio, Jane Austen


     Por más que la señora Bennet, con la ayuda de sus hijas, preguntase sobre el tema, no conseguía sacarle a su marido ninguna descripción satisfactoria del señor Bingley. Le atacaron de varias maneras: con preguntas clarísimas, suposiciones ingeniosas, y con indirectas; pero por muy hábiles que fueran, él las eludía todas. Y al final se vieron obligadas a aceptar la información de segunda mano de su vecina lady Lucas. Su impresión era muy favorable, sir William había quedado encantado con él. Era joven, guapísimo, extremadamente agradable y para colmo pensaba asistir al próximo baile con un grupo de amigos. No podía haber nada mejor. El que fuese aficionado al baile era verdaderamente una ventaja a la hora de enamorarse; y así se despertaron vivas esperanzas para conseguir el corazón del señor Bingley. ––Si pudiera ver a una de mis hijas viviendo felizmente en Netherfield, y a las otras igual de bien casadas, ya no desearía más en la vida le dijo la señora Bennet a su marido. 
      Pocos días después, el señor Bingley le devolvió la visita al señor Bennet y pasó con él diez minutos en su biblioteca. Él había abrigado la esperanza de que se le permitiese ver a las muchachas de cuya belleza había oído hablar mucho; pero no vio más que al padre. Las señoras fueron un poco más afortunadas, porque tuvieron la ventaja de poder comprobar desde una ventana alta que el señor Bingley llevaba un abrigo azul y montaba un caballo negro.
Poco después le enviaron una invitación para que fuese a cenar. Y cuando la señora Bennet tenía ya planeados los manjares que darían crédito de su buen hacer de ama de casa, recibieron una respuesta que echaba todo a perder. El señor Bingley se veía obligado a ir a la ciudad al día siguiente, y en consecuencia no podía aceptar el honor de su invitación. La señora Bennet se quedó bastante desconcertada. No podía imaginar qué asuntos le reclamaban en la ciudad tan poco tiempo después de su llegada a Hertfordshire; y empezó a temer que iba a andar siempre revoloteando de un lado para otro sin establecerse definitivamente y como es debido en Netherfield. Lady Lucas apaciguó un poco sus temores llegando a la conclusión de que sólo iría a Londres para reunir a un grupo de amigos para la fiesta. Y pronto corrió el rumor de que Bingley iba a traer a doce damas y a siete caballeros para el baile. Las muchachas se afligieron por semejante número de damas; pero el día antes del baile se consolaron al oír que en vez de doce había traído sólo a seis, cinco hermanas y una prima. Y cuando el día del baile entraron en el salón, sólo eran cinco en total: el señor Bingley, sus dos hermanas, el marido de la mayor y otro joven. 

Jane Austen, Orgullo y prejuicio,                                                                           http://www.edu.mec.gub.uy/biblioteca_digital/libros/a/Austen,%20Jane%20-                   %20Orgullo%20y%20prejuicio.pdf. Seleccionado por Julia Mateos Gutiérrez, segundo de bachillerato, curso 2015-2016.