viernes, 30 de octubre de 2015

La perla, John Steinbeck


Capítulo 3.


Una ciudad se parece mucho a un animal. Tiene un sistema nervioso, un cabeza, unos hombros y unos pies.
Está separada de las otras ciudades, de tal modo que no existen dos idénticas. Y  es además un todo emocional. Cómo viajan las noticias a su través es un misterio de difícil solución. Las noticias parecen ir más de prisa que la rapidez con que los muchachos pueden correr a transmitirlas, más de prisa delo que las mujeres pueden vocearlas de ventana en ventana.


John Steinbeck, La perla, Ediciones Primera Plana, S.A.
Seleccionado por Paola Moreno Díaz, Segundo de Bachillerato curso 2015-2016

El viejo y el mar, Ernest Hemingway



     Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Golf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez. En los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin haber pescado, los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y rematadamente salao, lo cual era la peor forma de mala suerte, y por orden de sus padres el muchacho había salido en otro bote que cogió tres buenos peces la primera semana. Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todos los días con el bote vacío, y siempre bajaba a ayudarle a cargar los rollos de sedal o el bichero y el arpón y la vela enrollada al mástil.

       Ernest Hemingway, El viejo y el mar, Editorial planeta, S.A.,
      Seleccionado por Julia Mateos Gutiérrez curso 2015-2016

Adiós a las armas, E. Hemingway


Me callé. Siempre me han confundido las palabras: sagrado, glorioso, sacrificio, y la expresión “en vano”. Las habíamos oído de pie, a veces, bajo la lluvia, casi más allá del alcance del oído, cuando sólo nos llegaban las palabras gritadas. Las habíamos leído en las proclamas que los que pegaban carteles fijaban desde hacia mucho tiempo sobre otras proclamas. No había visto nada sagrado, y lo que llamaban glorioso no tenía gloria, y los sacrificios recordaban los mataderos de Chicago con la diferencia de que la carne sólo servía para ser enterrada. Habían muchas palabras que no se podían tolerar y, a fin de cuentas, sólo los hombres de las localidades habían conservado cierta dignidad. Pasaba lo mismo con algunos números y algunas fechas. Los nombres de las localidades era lo único que aún parecía tener algún significado. Las palabras abstractas como gloria, honor, valentía o santidad eran indecentes, comparadas con los nombres concretos de los pueblos, con los números de las carreteras, con los nombres de los ríos, con los números de los regimientos, con las fechas. Gino era patriota. Por eso decía cosas que a veces nos distanciaban; pero era un muchacho muy agradable y comprendía su patriotismo. Había nacido patriota. Se marchó con Peduzzi en el coche para ir a Goritzia. Hizo mal tiempo todo el día. El viento azotaba la lluvia y por todas partes sólo había charcos de agua y lodo. El yeso de las casas derruidas era gris y mojado. Por la tarde cesó la Lluvia y, desde el punto número dos, podía ver la campiña de otoño, desnuda y mojada, con las nubes sobre la cima de las montañas y sobre la carretera, y los túneles de paja, mojados y goteando. El sol salió un momento antes de ponerse e iluminó los bosques desnudos más allá de la cresta. En los bosques sobre esta cresta, había muchos cañones austriacos, pero sólo algunos tiraban. Me distraje mirando las volutas de humo de los proyectiles que de repente aparecían en el cielo sobre alguna granja destruida, cerca de la línea de fuego; humaredas blancas con una centella blancoamarilla en el centro. Se veía el relámpago, se oía la detonación, después se veía cómo el penacho se deformaba y desaparecía en el viento. Las piedras de las casas estaban acribilladas por el plomo de los proyectiles. También las había en la carretera, junto a la casa derrumbada donde habían instalado el puesto de socorro; pero aquel día no bombardearon el puesto. Cargamos dos ambulancias y bajamos por la carretera que estaba protegida por las esteras mojadas, y los últimos rayos del sol se filtraban a través de las junturas de las esteras. Aún no habíamos llegado a la carretera descubierta, cuando el sol ya se había puesto. Seguimos por la carretera abierta y, al llegar al sitio donde, en un recodo, volvía a introducirse en la abertura cuadrada de un túnel de paja, se puso a llover de nuevo.


E. Hemingway, Adiós a las armas, www.medellindigital.gov.com/Mediateca/repositorio%20de%recursos/Hemingway,%20Ernest%20(1899%20%20-%201961)/adios-a-las-armas[1].pdf, Pág. 135-136.

Seleccionado por Clara Fuentes Gómez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.

París era una fiesta, Ernest Hemingway





        El cuento se estaba escribiendo solo y trabajo me daba seguirle el paso. Pedí otro
ron Saint James y sólo por la muchacha levantaba los ojos, o aprovechaba para
mirarla cada vez que afilaba el lápiz con un sacapuntas y las virutas caían rizándose
en el platillo de mi copa.
Te he visto, monada, y ya eres mía, por más que esperes a quien quieras y aunque
nunca vuelva a verte, pensé. Eres mía y todo París es mío y yo soy de este cuaderno
y de este lápiz.

      Luego otra vez a escribir, y me metí tan adentro en el cuento que allí me perdí. Ya lo
escribía yo y no se escribía solo, y no levanté los ojos ni supe la hora ni guardé
noción del lugar ni pedí otro ron Saint James. Estaba harto de ron Saint James sin
darme cuenta de que estaba harto. Al fin el cuento quedó listo y yo cansado. Leí el
último párrafo y luego levanté los ojos y busqué a la chica y se había marchado. Por
lo menos que esté con un hombre que valga la pena, pensé. Pero me dio tristeza.
Cerré la libreta con el cuento dentro y me la metí en el bolsillo de la cartera, y pedí al
camarero una docena de portuguesas y media jarra del blanco seco que allí servían.
Al terminar un cuento me sentía siempre vaciado y a la vez triste y contento, como si
hubiera hecho el amor, y aquella vez estaba seguro de que era un buen cuento,
aunque para saber hasta dónde era bueno había que esperar a releerlo al día
siguiente.

       Comiendo las ostras con su fuerte sabor a mar y su deje metálico que el vino blanco
fresco limpiaba, dejando sólo el sabor a mar y la pulpa sabrosa, y bebiendo el frío
líquido de cada concha y perdiéndolo en el neto sabor del vino, dejé atrás la
sensación de vacío y empecé a ser feliz y a hacer planes.

       Ya que el mal tiempo había llegado, nos convenía caminar un poco París por un
lugar donde aquella lluvia fuera nieve cayendo entre pinos y cubriendo la carretera y
las laderas empinadas, a una altura bastante para que la nieve nos crujiera al andar
de vuelta a casa por la noche. Al pie de Les Avants había un chalet con una pensión
estupenda, donde estaríamos juntos y con los libros y calientes en la cama juntos por
la noche con las ventanas abiertas y las estrellas brillando. Era el lugar que nos
convenía. Viajar en tercera no es caro. La pensión cuesta poco más de lo que
gastamos en París.




Ernest,Hemingway, París era una fiesta, infotematica.com.ar 
Seleccionado por Maria Alegre Trujillo ,Segundo de bachillerato, Curso 2015-2016.

La perla, John Steinbeck


"Por la ciudad se cuenta la historia de la gran perla, de cómo fue hallada y cómo la perdieron. Cuentan la historia de Kino, el pescador, de su esposa Juana y de su bebé CoyoTito. Y tantas veces la han contado que ha quedado grabado en la mente de todos. Y, como en todos los cuentos que van de boca en boca y calan en los corazones de la gente, sólo existen los extremos: lo bueno o lo malo, lo blanco o lo negro, cosas virtuosas y malignas, y no hay posiciones intermedias-
  Si se toma esa historia como una parábola, es probable que cada uno le dé una interpretación particular y pueda aplicársela a su propio caso. Sea como fuere, dicen en la ciudad que..."

John Steinbeck, La perla, Barcelona, Vicens Vives, 2008, Pág. 27, seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.


A sangre fría, Truman Capote


Capítulo I
Mientras tanto, el señor Ewalt había decidido que quizá no debió haber dejado entrar a las chicas solas en la casa. Bajaba del coche para reunirse con ellas cuando oyó los alaridos. Pero antes de que pudiera llegar a la casa, las jóvenes corrían ya a su encuentro. Su hija gritaba:
—¡Está muerta! —y refugiándose en sus brazos, añadió—: De verdad, papá. ¡Nancy está muerta!
Susan se volvió contra ella:
—No, no está muerta. Y no lo digas. No te atrevas a decirlo. Sólo es que le sale sangre de la nariz. Le ocurre muchas veces, le sangra la nariz muchísimo y no le pasa nada más.
—Hay demasiada sangre por las paredes. No te has fijado bien.
—No conseguía entender lo que decían —testimonió posteriormente Ewalt—. Imaginé que quizá la chica estuviera herida. Se me ocurrió que había que llamar una ambulancia. La señorita Kidwell, Susan, me dijo que había un teléfono en la cocina. Lo encontré exactamente donde ella me dijo. Pero el auricular estaba descolgado, y cuando lo levanté vi que el hilo había sido cortado.
Larry Hendricks, profesor de inglés de veintisiete años, vivía en el último piso de la casa del Profesorado. Quería escribir pero su apartamento no era el refugio ideal para un aspirante a escritor, pues era más pequeño que el de las Kidwell y además lo compartía con su esposa y tres niños vivarachos, amén de una televisión siempre en marcha. («Es el único sistema de tener a los niños quietos.») Si bien hasta ahora no ha publicado nada, el joven Hendricks, ex marino muy viril, nacido en Oklahoma, que fuma en pipa, lleva bigote y posee un indomable pelo negro, tiene aspecto de literato, en realidad se parece mucho a Ernest Hemingway, el escritor que él más admira, en las fotografías de joven. Para redondear su sueldo de profesor conduce además el autobús del colegio.
A veces hago noventa kilómetros al díale dijo a un conocido. Lo cual no me deja mucho tiempo para escribir. A no ser los domingos. Pues bien, aquel domingo, 15 de noviembre, estaba yo en el apartamento leyendo los periódicos. La mayor parte de las ideas para escribir un cuento las saco de los periódicos, ¿sabe? Bueno, la televisión estaba en marcha y los niños estaban más bien bulliciosos, pero aun así, pude oír voces. Abajo. En el apartamento de la señora Kidwell. Pero pensé que no era asunto mío ya que yo era nuevo aquí, pues llegué a Holcomb a principios de curso. Pero entonces Shirley, que estaba afuera tendiendo ropa, mi esposa Shirley, entró corriendo y dijo:
»—Cariño, será mejor que bajes. Están todos histéricos.
»Las dos chicas, desde luego, estaban en pleno ataque de histeria. Si quiere que les diga lo que pienso, Susan nunca se recobró del todo. Ni nunca se recobrará. Ni la pobre señora Kidwell. Es de poca salud; siempre está nerviosa. No dejaba de decir, claro, yo no entendí de qué se trataba hasta mucho después, no dejaba de decir: "Oh, Bonnie, Bonnie, ¿qué ha ocurrido? Pero si estabas tan contenta, si me dijiste que todo había terminado y que no volverías a estar mala." Y cosas así. Hasta el señor Ewalt estaba tan alterado como puede estarlo un hombre así. Hablaba por teléfono con el despacho del sheriff, el sheriff de Garden City, y le decía que sucedía "algo absolutamente impropio en casa de los Clutter". El sheriff prometió que iría inmediatamente y el señor Ewalt le contestó que iría hacia la autopista a su encuentro. Shirley bajó para quedarse con las mujeres y tratar de calmarlas, como si alguien hubiera podido. Y yo fui con Ewalt a la autopista a esperar al sheriff Robinson. Por el camino me contó lo que había sucedido. Cuando llegó a lo de haber descubierto que el hilo telefónico estaba cortado, entonces, me dije: "¡Huy! Mejor será que tengas los ojos bien abiertos y tomes nota de todos los detalles. Por si acaso has de declarar ante un tribunal."

Truman Capote, A Sangre Fría, www.elejendria.com/libros/fichas/Capote,%20Truman/A%20sangre%20fría/24

Seleccionado por Daniel Carrasco Carril. Segundo de Bachillerato, curso 2015-2016.



El gran Gatsby, F. Scott Fitzgerald



-El césped se ve bien, si a eso es a lo que te refieres.  
-¿Qué césped? -preguntó inexpresivo-.  Ah, el del jardín. 
Se asomó por la ventana pero, a juzgar por su expresión, creo que nada vio.  
-Se ve muy bien -anotó vagamente-. Uno de los diarios dijo que creían que dejaría de llover hacia las 
cuatro. Creo que fue el Journal. ¿Lo tienes todo dispuesto para servir el... el té? 
Lo llevé a la despensa, donde miró con gesto adusto a la finlandesa. Juntos revisamos los doce pasteles 
de limón de la salsamentaria. 
-¿Serán suficientes? -pregunté. 
-¡Claro, claro! ¡Están perfectos! -y añadió con voz hueca ... viejo amigo. 
La lluvia cedió, un poco después de las tres y media, dejando una neblina húmeda, a través de la cual 
nadaban ocasionales gotitas como de rocío. Gatsby miraba con ojos ausentes una copia de la Economía de 
Clay, sobresaltado por los pasos de la finlandesa que sacudían el piso de la cocina y mirando de vez en 
cuando hacia las empacadas ventanas como si una serie de acontecimientos invisibles pero alarmantes 
estuvieran teniendo lugar afuera. Al cabo se levantó  y me informó con voz insegura que se marchaba a 
casa.  
-¿Y eso por qué? 
-Nadie va a venir a tomar el té. ¡Está demasiado tarde! - miró su reloj como si tuviera algo urgente que 
hacer en otra parte-.  No puedo esperar todo el día. 
-No seas tonto; sólo faltan dos minutos para las cuatro. 
Se sentó, sintiéndose miserable, como si yo lo hubiese empujado, en el preciso instante en que se oyó 
el ruido de un motor que daba la vuelta por el camino hacia la casa.  Ambos brincamos y, un poco inquieto 
yo también, salí al prado. 
Bajo los desnudos árboles de lila, que aún goteaban, un auto grande subía por el sendero. Se detuvo.  
El rostro de Daisy, ladeado bajo un sombrero color lavanda de tres picos, me miro con una brillante 
sonrisa de éxtasis. 
-¿Es éste el mismísimo lugar donde vives, querido mío? 
El estimulante rizo de su voz era un salvaje tónico en la lluvia. Tuve que seguir su sonido por un 
momento, alto y bajo, sólo con mi oído, antes de que salieran las palabras. Un mechón de pelo mojado caía 
como una pincelada de pintura azul en su mejilla, y su mano estaba húmeda de brillantes gotas cuando le 
di la mía para ayudarla a bajar del carro. 
-¿Estás enamorado de mí? -me dijo en voz baja al oído-, o, ¿por qué tenía que venir sola? 
-Este es el secreto del Castillo Rackrent. Dile a tu chofer que se vaya lejos y deje pasar una hora. 
-Regresa dentro de una hora, Ferdie -entonces, con un solemne murmullo-.  Su nombre es Ferdie. 
-¿Le afecta la gasolina la nariz? 
-No creo dijo inocente-. ¿por qué? 
Entramos. Quedé anonadado por la sorpresa al ver que la sala estaba desierta. 
-Pero, ¡esto sí es gracioso! 
 -¿Qué es gracioso? 

F. Scott Fitzgerald, El gran Gatsby, iesvelesevents.edu.gva.es/wptemp/wp-content/uploads/2013/03/Scott-Fitgerald.-El-gran-Gatsby.pdf, Pág. 42.
Seleccionado por Clara Fuentes Gómez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.

Fiesta, E. Hemigway


Capítulo IX
      El combate de boxeo entre Ledoux y Kid Francis fue la noche del veinte de junio. Fue un
buen combate. El día siguiente por la mañana, recibí una carta de Robert Cohn, escrita desde
Hendaya. Decía que estaba pasando una temporada muy tranquila: se bañaba, jugaba un poco
al golf y mucho al bridge. Hendaya era una playa estupenda, pero estaba ansioso de empezar
la excursión de pesca. ¿Cuándo iría yo? Si le compraba un sedal de dos hebras me lo pagaría
cuando llegara.
      Aquella misma mañana, desde la oficina, escribí a Cohn que Bill y yo nos marcharíamos
de París el 25, a no ser que le telegrafiara volviéndome atrás, y que nos encontraríamos en
Bayona; allí tomaríamos un autobús que cruzaba las montañas y que nos llevaría hasta
Pamplona. El mismo día por la tarde, hacia las siete, me detuve en el Select para ver a Michael
y a Brett. Como no estaban allí, me fui al Dingo, donde los encontré sentados a la barra.
      —Hola, querido —dijo Brett.
      —Hola, Jake —dijo Mike—. Ya me doy cuenta de que ayer por la noche estaba borracho.
      —¡Vaya si lo estabas! —dijo Brett—. ¡Qué asunto tan vergonzoso!
      —Oye, ¿cuándo te vas a España? —preguntó Mike—. ¿Te importaría que fuéramos
contigo?
      —Sería estupendo.
      —¿De veras no te importaría? Yo ya he estado en Pamplona, pero Brett tiene unas ganas
locas de ir. ¿Seguro que no seríamos un estorbo?
      —No digas estupideces.
      —Estoy un poco bebido, ¿sabes? No te lo preguntaría de esta forma si no lo estuviera.
¿Seguro que no te importa?
      —¡Oh, cállate, Michael! —dijo Brett—. ¿Cómo va el hombre a decir ahora que le molesta?
Pregúntaselo más adelante.
      —Pero a ti no te importa, ¿verdad?
      —No me lo preguntes otra vez si no quieres hacerme poner de mal humor. Bill y yo
marchamos el 25 por la mañana.
      —Por cierto, ¿dónde está Bill? —preguntó Brett.
      —Cena con una gente en Chantilly.
      —Es un buen chico.
      —Un chico espléndido —dijo Mike—. Vaya si lo es.
      —Tú no te acuerdas de él.
      —Sí que me acuerdo. Le recuerdo perfectamente. Oye, Jake, nosotros nos iremos el 25
por la noche. Brett no es capaz de levantarse por la mañana.
      —¡Por supuesto que no!
      —Si nuestro dinero llega, y si es seguro que a ti no te importa.
      —Sí que va a llegar. Yo me ocuparé de eso.
      —Dime qué equipo tengo que enviar a buscar.
      —Compra dos o tres cañas con carretes, sedales y algunas moscas.
      —Yo no voy a pescar —dijo Brett interviniendo.
      —Entonces compra dos cañas; así Bill no tendrá que comprar ninguna.
      —Bueno —dijo Mike—, enviaré un telegrama al administrador.
      —¿Verdad que será magnífico? —dijo Brett—. ¡España! ¡Qué bien lo vamos a pasar!
      —¿En qué cae el 25?
      —En sábado.
      —Tendremos que prepararnos ya.
      —Oye —dijo Mike—, voy a la barbería.
      —Yo tengo que bañarme —dijo Brett—. Ven conmigo hasta el hotel, Jake. Sé buen chico.
      —Tenemos el más adorable de los hoteles —dijo Mike—. Creo que es un burdel.
      —Cuando llegamos, dejamos las maletas aquí, en el Dingo, y en el hotel nos preguntaron
si queríamos una habitación sólo para la tarde. Parecieron tremendamente complacidos
cuando dijimos que íbamos a quedarnos durante toda la noche.


E. Hemingway, Fiesta, www.latertuliadelagranja.com/sites/default/files/Hemingway,%20Ernest%20-%20Fiesta_0.pdf, Pág. 44-45.

Seleccionado por Clara Fuentes Gómez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.

lunes, 26 de octubre de 2015

EL CORAZÓN DELATOR, E. ALLAN POE

-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo,  y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando [...]
Oí de prono un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con u espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo e viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado desierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. había tratado de decirse que aquel ruido no era nada,  pero sin conseguirlo. Pensaba: "no es más que el viento en la chimenea...o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era lo que lo moví a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo del buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par...y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es solo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podía hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas sí respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquel me llenó de un horror incontrolable. Si embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar y una nueva ansiedad se apoderó de mi...

Allan Poe, Edgar, El corazón delator, Libro de primero de bachillerato (Literatura Universal), seleccionado por Edith González Ramos, primero de bachillerato, curso 2015-2016.

El Fantasma de Canterville y otros cuentos, Oscar Wilde

           Cuatro días después de estos curiosos incidentes, un cortejo fúnebre partía de Canterville hacia las once de la noche. Del carruaje tiraban ocho caballos negros, tocados con un gran penacho ondulante de plumas de avestruz, y el feŕetro de plomo iba cubierto con un suntuoso paño de color púrpura, sobre el que se veía bordado en oro el escudo de los Canterville. Acompañaban al carruaje y demás vehículos los sirvientes con teas encendidas y todo el cortejo resultaba extrañamente impresionante. Lord Canterville había acudido ex profeso desde Gales y presidía el funeral, sentado en el primer coche al lado de la pequeña Virginia. Venía después el diplomático estadounidense con su esposa, luego Washington y los tres muchachos, y en el último coche la señora Umney. Todos opinaban que, aterrorizada más de cincuenta años por el fantasma, tenía derecho a acompañar el duelo. Se había excavado una fosa profunda en un rincón del cementerio, justo al pie de un tejo añoso, y el reverendo Augustus Dampier ofició la ceremonia con toda solemnidad.



         Oscar Wilde, El fantasma de Canterville, Barcelona, Vicens Vives, ed. 15, página 139.
         Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.
               

La perla

Kino se despertó cuando aún estaba oscuro. Todavía brillaban las estrellas y el día sólo había podido desteñir con su pálida luz la parte más oriental del cielo junto al horizonte. Hacía ya rato que los gallos cantaban, y los cerdos más madrugadores habían comenzado a rebuscar incesantemente por entre la leña y los restos de madera para ver si daban con algo de comer, algo que se les hubiera pasado por alto hasta entonces. Fuera de la casa, hecha de ramas, una bandada de pajarillos piaba y agitaba frenéticamente las alas en medio de un campo de higos chumbos.
Kino abrió los ojos y miró hacia el iluminado rectángulo de la puerta, y luego hacia la caja colgada del techo en la que dormía coyotito. Después se volvió hacia Juana, su esposa, que yacía junto a él sobre la estera, cubriéndose con el mantón azul la cara hasta la nariz, el pecho y la espalda. Juana tenía también los ojos abiertos. Kino no recordaba haberlos visto jamás cerrados cuando se despertaba. Los ojos oscuros de la mujer reflejaban las estrellitas del cielo. Ella lo miraba del mismo modo que lo miraba día tras día al despertarse.
Kino escuchó el ligero murmullo de las olas de la mañana al deshacerse sobre la playa. Era muy agradable, así  que Kino volvió a cerrar los ojos para escuchar aquella melodía. Tal vez era el único que hacía esto, o quizá lo hiciera también toda su gente. Su pueblo había tenido grandes creadores de canciones, y todo lo que veían, pensaban, hacían o escuchaban, lo convertían en canción. Pero de eso hacía ya mucho tiempo. Las canciones perduraban. Kino las conocía; pero no se había agregado ninguna nueva. Esto no significaba que no existieran canciones personales. Kino tenía una en la cabeza en aquel preciso instante, una canción clara y delicada, y si hubiera sido capaz de escribir su letra, la hubiera llamado Canción de la Familia.
Se cubrió hasta la nariz con la manta para resguardarse de la desagradable humedad ambiental. Parpadeó al oír  su rumor a su lado.



John steinbeck, La perla, Barcelona, Vicens vives,1994, 112, Seleccionado por Jennifer garrido gutierrez, primero de bachiller, 2015/2016. Publicado por el alumno I.E.S Peréz comendador

La cabaña del tío Tom, Harriet E. Beecher Stowe

CAPÍTULO II

LA MADRE

     Desde su infancia Elisa había sido educada por su ama como una favorita consentida. 
     Los que hayan viajado por el sur deben haberse dado cuenta con frecuencia, de ese estilo peculiar de refinamiento, de esa dulzura de la voz y del gesto, que en muchos casos parece ser un regalo especial de las mujeres negras y mulatas. La gracia natural va casi siempre unida en ellas a una belleza muy notable, y a un aspecto agradable. Elisa, como la hemos descrito, no es un retrato de fantasía, sino un recuerdo de la mujer que vimos en Kentucky hace algunos años. A salvo bajo la vigilante protección de su ama, Elisa creció lejos de las tentaciones que hacen de la belleza una herencia fatal para el esclavo. Se casó con un joven mulato, inteligente y despejado, esclavo de una hacienda vecina, que se llamaba Jorge Harris.
     Este joven, entregado en alquiler por su amo a un industrial de los alrededores, que tenía una fábrica de sacos, había mostrado en su trabajo una inteligencia y una habilidad que le hacía ser considerado por todos como el mejor obrero. Había inventado una máquina para blanquear el cáñamo, que, considerando el nacimiento y la educación del inventor, denotaba un genio para la mecánica igual al de Whitney.
     Su personalidad era agradable y sus gestos amables, y era en realidad el favorito de la fábrica. Sin embargo, como este joven a los ojos de la ley no era un hombre sino una cosa, todas esas cualidades superiores las controlaba un amo de mentalidad estrecha y tirano. Ese mismo caballero, al enterarse de la fama del invento de Jorge, se fue a la factoría a ver qué hacía su objeto inteligente. El industrial recibió con gran entusiasmo al amo, y le felicitó por poseer un esclavo tan valioso.
     Le enseñaron toda la factoría , le mostraron la máquina de Jorge, quien, muy emocionado, habló habló con tal elocuencia, se mantuvo tan tieso, parecía tan hermoso y tan señorial, que su amo comenzó a sentir un sentimiento incómodo de inferioridad. ¿Qué demonios tenía que ver ese esclavo con el conocimiento del país, la invención de máquinas, y mantenerse tan orgulloso entre caballeros? Tendría que acabar con todo eso. Le volvería a llevar a su finca, le pondría a cavar tierra hasta agotarse <>. Y por eso, el industrial y todos los empleados se asombraron de que pidiera que le dieran todo el sueldo acumulado de Jorge, indicándoles su intención de llevárselo a casa.
     Pero señor Harris -insistía el industrial- ¿por qué esas prisas?
     ¿Y a usted qué le importa? Ese hombre es mío.
     Estaría dispuesto, señor, a aumentar la tasa de compensación.
     No serviría de nada, señor. No necesito alquilar a ninguno de mis hombres, si no quiero hacerlo.
     Pero, señor, parece especialmente apto para este negocio.
     Es muy posible. Sin embargo, jamás ha hecho ninguna de las cosas que yo le he encargado.
     Pero piense tan sólo en el invento de esa máquina -añadió uno de los trabajadores, de forma bastante inapropiada.
     ¡Ah, claro! Una máquina para ahorrar trabajo, ¿no? Eso es lo que ha inventado, naturalmente. Para eso los negros son muy inteligentes. Todos ellos son máquinas que evitan el trabajo. ¡Hacer trampas, eso es lo que les gusta!
     Jorge se quedó petrificado al oír el destino pronunciado repentinamente por un poder ante el que no podía hacer nada. Cruzó los brazos y se mordió los labios, pero un volcán inmenso de amargura le ardía en el pecho y enviaba oleadas de fuego por sus venas. Anhelante, y echando fuego por sus grandes ojos, podría haber estallado en alguna ebullición peligrosa, sino hubiera sido por el industrial amable, que le tocó el brazo y le dijo en voz baja:
     Acéptalo, Jorge. Márchate con él por ahora. Trataremos de ayudarte; ya lo verás.
     El tirano observó el murmullo e hizo conjeturas sobre su contenido, aunque no pudiera oír las palabras; y en su interior se afianzó en la determinación de mantener el poder que poseía sobre su víctima.


Harriet E. Beecher Stowe,  La cabaña del tío Tom, León, Ediciones Gaviota, Colección Clásicos Jóvenes Gaviota, pág. 22-23.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

viernes, 23 de octubre de 2015

El viejo y el mar, Ernest Hemingwey




Es un pez fuerte y de calidad -pensó-. Tuve suerte de engancharlo a él. en vez de un dorado. El dorado es demasiado dulce.Este no es nada dulce y guarda toda la fuerza.
   Sin embargo, hay que ser prácticos -pensó-. Otra cosa no tiene sentido.Ojala tuviera un poco de sal. Y no se si el sol secara o pudrirá que  me queda. Por tanto sera mejor que me lo coma todo aunque no tengo hambre.El pez sigue tirando firme y tranquilamente.Me comeré todo el bonito y entonces estaré preparado
    Ten paciencia, -mano- dijo. Esto lo hago por
    Me gustaría dar de comer al pez -pensó- Es mi hermano. Pero tengo Que matarlo y cobrar fuerzas para hacerlo .Lenta y deliberadamente se comió todas las tiras en forma de cuña de pescado.
Se enderezo, limpiándose la mano en e pantalón.
  -Ahora- -dijo- , mano, puedes soltar el sedal.Yo sujetare el pez con el brazo hasta que se te pase la bobería.Puso su pie izquierdo el pesado sedal que había aguantado la mano izquierda  y se echo hacia atrás para llevar en la espalda la presión.
 -Dios quiere que se me quite el calambre -dijo-. Porque no se que hará el pez.
  Pero parece tranquilo -pensó-, y sigue su plan. Pero ¿cual sera su plan?¿Y cual es el mio?El mio tendré que improvisarlo de acuerdo con o suyo porque es muy grande.




Ernest Hemingway, El viejo y el mar, Barcelona, Planeta, 1997, Pág.65-66
Seleccionado por María Alegre Trujillo. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.
 

Al Este Del Edén, John Steinbeck.

En los últimos metros que le separaban de la casa de Trask, al salir del valle Salinas y ascenderla llana carretera que pasaba bajo los corpulentos robles, Samuel intentó dominar su turbación, animándose con palabras de aliento.
Adam estaba todavía más flaco de lo que Samuel recordaba. sus ojos tenían una expresión abotargada, como si  no los emplease mucho para ver. Adam tardó algún tiempo en darse cuenta de que Samuel estaba ante él. Una mueca de enojo contrajo sus labios.
-Me siento algo incómodo -se excusó Samuel- al venir sin que usted me haya invitado.
-¿Qué quiere? -preguntó Adam-. ¿No le pagué ya?
- ¿Pagarme? -respondió Samuel-. Sí, claro que me pagó. ¡Sí, desde luego! Pero mucho menos de lo que valgo.
-¿Qué? ¿Qué quiere usted decir?
La ira de Samuel aumentó y estalló:
-Un hombre, la vida de un hombre, no tiene precio. Y si yo he pasado toda mi vida intentando descubrir cuánto valgo, ¿cómo puede un despojo de hombre como usted saberlo al instante?
-Le pagaré- exclamó Adam-. Le prometo que le pagaré. ¿Cuánto quiere?
-Pagará, pero no a mí.
-Entonces, ¿para qué ha venido? Márchese.
-Usted me invitó una vez.
-Pero no ahora.
Samuel puso los brazos en jarra y se echó hacia delante.
-Tranquilo, ya se lo digo. Durante una noche glacial y oscura, que fue precisamente anoche, un buen pensamiento cruzó mi mente, y la oscuridad comenzó a disiparse al venir el día.Y ese pensamiento perduró desde la aparición de la estrella vespertina hasta despuntar el día. Por eso me he invitado.
-Usted no es bienvenido.
-Me han dicho -contestó Samuel- que sus hijos poseen una singular belleza.

John Steinbeck, Al este del Edén, Barcelona, Tusquets Editores, 2002, Pág. 297.
Seleccionado por Clara Fuentes Gómez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.
Capítulo 20

Los que iban montados en la carga, los niños y Connie y Rose of Sharon y el predicador, sentían los miembros rígidos y acalambrados. Habían estado sentados bajo el sol delante de la oficina del forense de Baskersfield, mientras los padres y el tío John estaban dentro. Luego alguien sacó una cesta y bajaron del camión el largo fardo. Y permanecieron al sol mientras proseguía el examen, se averiguó la causa de la muerte y de firmó el certificado.

John Steinbeck, Las uvas de la ira, Alianza Editorial, pág.365.
Seleccionado por Daniel Carrasco Carril. Segundo de Bachillerato, curso 2015-2016.

El guardián entre el centeno, J.D. Salinger

Capítulo 6.

Hay cosas que cuesta un poco recordarlas. Estoy pensando en cuando Stradlater volvió aquella noche después de salir con Jane. Quiero decir que no sé qué estaba haciendo yo exactamente cuando oí sus pasos acercarse por el pasillo. Probablemente seguía mirando por la ventana, pero la verdad es que no me acuerdo. Quizá porque estaba muy preocupado, y cuando me preocupo mucho me pongo tan mal que hasta me dan ganas de ir al baño. Sólo que no voy porque no puedo dejar de preocuparme para ir. Si ustedes hubieran conocido a Stradlater les habría pasado lo mismo. He salido con él en plan de parejas un par de veces, y sé perfectamente por qué lo digo. No tenía el menor escrúpulo. De verdad. El pasillo tenía piso de linóleum  y se oían perfectamente las pisadas acercándose a la habitación. Ni siquiera sé donde estaba sentado cuando entró, si en la repisa de la ventana, en mi sillón, o en el suyo. Les juro que no me acuerdo. Entró quejándose del frío que hacía. Luego dijo: -¿Dónde se ha metido todo el mundo? Esto parece el depósito de cadáveres. Ni me molesté en contestarle. Si era tan imbécil que no se daba cuenta de que todos estaban durmiendo o pasando el fin de semana en casa, no iba a molestarme yo en explicárselo.

J.D Salinger, El guardián entre el centeno, Madrid, Alianza Editorial, Libro de bolsillo, 1997, Pág 48-49.
Seleccionado por Laura Agustín Críspulo. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.

viernes, 16 de octubre de 2015

Las uvas de la ira, John Steinbeck

Capítulo 25.


La primavera es hermosa en California. Valles en los que las frutas maduras son fragantes aguas rosas y blancas de un mar poco profundo. Luego los primeros zarcillos de las uvas, hinchándose desde las viejas vides nudosas, caen como una cascada y cubren los troncos. Las verdes colinas llenas son redondeadas y suaves como senos. Y a ras del suelo las tierras de verduras y hortalizas dan hileras de millas de longitud con lechugas verde claro y pequeñas coliflores esbeltas, plantas de alcachofa verde-grisáceas, que no parecen de esta tierra. Y entonces las hojas salen en los árboles y los pétalos caen de los frutales y alfombran la tierra de rosa y blanco. Los centros de las flores se hinchan, crecen y se colorean: cerezas y manzanas, melocotones y peras, higos cuya flor se cierra sobre la fruta. Toda California se acelera con productos de la tierra, y la fruta se hace pesada y las ramas se van inclinando poco a poco bajo su peso, de modo que deben ponerse bajo ellas pequeñas horquillas para soportarlo.

John Steinback, Las uvas de la ira, Alianza Editorial, 2007, pág 524.
Seleccionado por Laura Agustín Críspulo. Segundo de bachillerato. 2015-2016.

El guardián entre el centeno, J.D. Salinger

Capítulo 10

Era aún bastante temprano. No estoy seguro de qué hora sería, pero desde luego no  muy tarde. Me revienta irme a la cama cuando ni siquiera estoy cansado, así que abrí las maletas, saqué una camisa limpia, me fui al baño, me lavé y me cambié. Había decidido bajar a ver qué pasaba en el Salón Malva.
Mientras me cambiaba de camisa se me ocurrió llamar a mi hermana Phoebe. Tenía muchas ganas de hablar con ella por teléfono. Necesitaba hablar con alguien que tuviera un poco de sentido común. Pero no podía arriesgarme porque, como era muy pequeña, no podía estar levantada a esa hora y, menos aún, cerca del teléfono. Pensé que podía colgar en seguida si contestaban mis padres, pero no hubiera dado resultado. Se habrían dado cuenta de que era yo. A mi madre no se le escapa una. Es de las que te adivinan el pensamiento. Una pena, porque me habría gustado charlar un buen rato con mi hermana.
No se imaginan ustedes lo guapa y lo lista que es. Les juro que es listísima. Desde que empezó a ir al colegio no ha sacado mas que sobresalientes. La verdad es que el único torpe de la familia soy yo. MI hermano D.B. es escritor, ya saben, y mi hermano Allie, el que les he dicho que murió, era un genio. Yo soy el único tonto. Pero no saben cuánto me gustaría que conocieran a Phoebe. Es pelirroja, un poco como era Allie, y en el verano se corta el pelo muy cortito y se lo remete por detrás de las orejas. Tiene unas orejitas muy monas, muy pequeñitas. En el invierno lo lleva largo. Unas veces mi madre le hace trenzas y otras se lo deja suelto, pero siempre le queda muy bien. Tiene solo diez años. Es muy delgada, como yo, pero de esas delgadas graciosas, de las que parecen que han nacido para patinar. Una vez la vi desde la ventana cruzar la Quinta Avenida para ir al parque y pensé que tenía el tipo exacto de patinadora. Les gustaría mucho conocerla. En el momento en que uno habla, Phoebe entiende perfectamente lo que se l quiere decir. Y se la puede llevar a cualquier parte. Si se la lleva a ver una película mala, enseguida se da cuenta de que es mala. Si se la lleva a ver una película buena, enseguida se da cuenta de que es buena. D.B. y yo la llevamos una vez a ver una película francesa de Raimu que se llamaba La mujer del panadero. Le gustó muchísimo. Pero su preferida es Los treinta y nueve escalones, de Robert Donat. Se la sabe de memoria porque la ha visto como diez veces.

J.D. Salinger, El guardián entre el centeno, Madrid, Alianza Editorial, Libro de bolsillo, 1997, Pág. 76-77.
Seleccionado por Clara Fuentes Gómez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.


Capitulo 9


En las pequeñas casas los arrendatarios seleccionaron entre sus pertenencias, y entre las de sus padres y abuelos. Escogieron entre ellas para su viaje hacia el oeste. Los hombres eran implacables porque el pasado se había echado a perder, pero las mujeres sabían que el pasado las llamaría en días venideros. Los hombres se ocuparon de los graneros y cobertizos.
     El arado, la grada, ¿recuerdas cuando plantamos mostaza durante la guerra?¿Recuerdas aquel tipo que quería que plantásemos ese arbusto de goma que llaman guayule? Os haréis ricos, dijo. Saca esas herramientas nos darán por ellas unos cuantos dolares. Dieciocho dolares costo el arado, mas el flete... Sears Roebuck.
      Arreos, carros, sembradoras, esas azadas.Sácalas. Apílalos.Cárgalos en el carro. Llévelos a la ciudad. Véndelos por lo que te den. Vende también el carro y el tiro. Ya no nos van a servir.
      Cincuenta centavos no es suficiente por un buen arado.Esa sembradora me costó treinta y ocho dólares. Dos dólares no es bastante.No podemos volver a casa con todo... Bueno quédenselo  y quédense otro poco de amargura con ello. Quédense la bomba y el arnés. Quédese con los ronzales los collares, los arneses y los tiradores.Quedese también con los pequeños objetos de bisutería, rosas rojas bajo el cristal,




John Steinbeck, Las uvas de la ira, Alianza editorial, 1939,  pág 134
Seleccionado por María Alegre Trujillo, Segundo de bachillerato. 2015-2016

Al este del Edén, John Steinbeck.

Capítulo 46.

A finales de verano, Lee salió a la calle con su gran cesta de la compra . Desde que vivían en Salinas, Lee se había vuelto un norteamericano conservador a la hora de vestir. Por lo general, llevaba trajes de paño fino negro cuando salía de casa. Usaba camisas blancas, con altos cuellos duros, y lucía con afectación corbatas de lazo de estrechas cintas negras, semejantes a las que solían llevar antaño, como distintivo, los senadores del sur. Sus sombreros eran siempre negros, de copa redonda y de ala ancha, y abombados como si tuviera que ocultar aún su coleta recogida. Iba siempre inmaculadamente vestido.

John Steinbeck, Al Este Del Edén, Barcelona, Editorial Fabulas Tusquets Editores, Coleción Andanzas,2002, pág.586.
Seleccionado por Daniel Carrasco Carril, Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.

viernes, 9 de octubre de 2015

La vuelta al mundo en ochenta días, Jules Verne.

Capítulo 18. En el que Phileas Fogg, Passepartout y Fix, cada uno por su lado, van a lo suyo.

     El tiempo fue bastante malo durante los últimos días de la travesía. Un viento muy fuerte del noroeste contrarió la marcha del paquebote, al que sometió a un fuerte balanceo que la inestabilidad del Rangoon agravaba considerablemente. Los pasajeros tuvieron motivos para guardar rencor a las grandes olas que el viento levantaba. Esas condiciones viraron a la tempestad durante las jornadas del 3 y del 4 de noviembre. La borrasca encrespó el mar con vehemencia. El Rangoon tuvo que estarse a la capa durante medio día, manteniéndose con diez vueltas de hélice solamente a fin de tomar las olas al sesgo. Se arriaron todas las velas, y aún sobraban todos esos aparejos que silbaban al paso de las ráfagas.

Jules Verne, La vuelta al mundo en ochenta días, Alianza Editorial, 1997, pág 159.
Seleccionado por Laura Agustín Críspulo. Segundo de bachillerato. 2015-2016.



Robinsón Crusoe, Daniel Defoe

Capítulo VIII, Viaje por el mar.

     En una palabra, la naturaleza y la experiencia de las cosas me enseñaron, después de la debida reflexión, que todas las cosas buenas de este mundo, sólo son buenas por el servicio que nos prestan; y que de todo lo que atesoramos para tener más, disfrutamos únicamente de lo que podemos servirnos.

   Daniel Defoe, Robinson Crusoe, Barcelona, Ediciones Planeta, 1999, pág. 117
   Seleccionado por Daniel Carrasco Carril, Segundo de Bachillerato. Curso  2015-2016.



El perfume, Patrick Süskind




   En aquella época había en París una docena de perfumistas.Seis de ellos vivían en la orilla derecha, seis en la orilla izquierda y justo en medio, en el Pont au Change, que unía la orilla derecha con la île de la Cité.En ambos lados de este puente se apiñaban hasta tal punto las casas de cuatro pisos, que al cruzarlo no se podía ver el rió y se tenia la impresión de andar por una calle normal, trazada sobre tierra firme, que era, ademas, muy elegante.De echo el Pont au Change pasaba por ser el centro comercial mas distinguido de la ciudad.En el se encontraba las tiendas mas famosas, los joyeros y ebanistas, los mejores fabricantes de pelucas y bolsos los confeccionistas de las medidas y ropa interior mas delicada, los comercios de marcos, botas de montar y bordados de carretas, los fundidores de botones de oro y los banqueros.





 Patrick Süskind, El perfume, Barcelona, Booket Seix Barral, 1985, pág 58-59.
 Seleccionado por María Alegre Trujillo, Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016

Jane Eyre, Charlotte Brontë





¡Qué extraños son los presentimientos! Aunque también lo son las simpatías humanas, así como las señales que nos transmiten las cosas. Estos tres fenómenos combinados constituyen un misterio del que la humanidad no ha encontrado la clave todavía. Jamás me he reído de los presentimientos, porque yo misma los he tenido muy extraños. Creo que existen las simpatías (por ejemplo, entre parientes que, a pesar de no tratarse durante largos períodos, reafirman el origen común del que proceden), y sus mecanismos desafían la comprensión de cualquier mortal. Y en cuanto a las señales, cuanto sabemos sobre ellas es que bien pudieran ser el resultado de la simpatía que la naturaleza le profesa al hombre.

Charlotte Brontë, Jane Eyre, León, Editorial Everest, Versión íntegra, 2013, Pág. 356.
Seleccionado por Paola Moreno Díaz. Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.

Viaje al centro de la tierra, Jules Verne


       -Ante todo- dijo mi tío-, hay que hallar la lengua de este documento cifrado. No debe ser difícil.
Al oír esto levanté vivamente la cabeza. Mi tío reanudó su soliloquio.
       -Nada más fácil. Hay en este documento ciento treinta y dos letras, con sesenta y nueve consonantes contra cincuenta y tres vocales. Ahora bien: esta es, poco más o menos, la proporción  existente en las palabras de las lenguas meridionales, en tanto que los idiomas del norte son infinitamente más ricos en consonantes. Se trata, pues, de una lengua del sur.
       Estas conclusiones eran muy justas.
       -Pero ¿cuál es esta lengua?
       Ahí es donde yo esperaba a mi sabio, en quién descubría yo un profundo analista.
-      Ese Saknussemm -continuó- era un hombre instruido. Y de noescribir en su lengua materna habría optado preferentemente por la lengua de uso corriente entre los hombres cultos del siglo XVI, es decir, el latín. Si me equivoco, probaré con el español, el francés, el italiano o el hebreo. Pero los sabios del siglo XVI escribían generalmente en latín. Tengo, pues, el derecho de decir a priori: esto es latín.

       Jules Verne, Viaje al centro de la tierra, Madrid, España, Alianza Editorial, Libro de bolsillo, 1998, pág. 37.
       Seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016

lunes, 5 de octubre de 2015

Odisea, Canto IV, Homero

                     Cuando al valle fragoso de Lacedemonia llegaron,
                     a la casa del rey Menelao dirigiénrose, y viéronlo,
                     entre muchos parientes en pleno festín de los dobles
                     desposorios perfectos de su hijo y de su hija; a ella enviaba
                     para el hijo de Aquiles, aquel que secciones rompía,
                     porque en Troya acordó y prometió tiempo atrás concedérsela,
                     y los dioses eternos ahora las nupcias cumplían.
                    Así. pues, con su carro y caballos, se la enviaría
                    al monarca de los mirmidones, el pueblo famoso.
                    Ya él había elegido en Esparta a una hija de Aléctor
                    y con ella casó a Megapentes el fuerte, su hijo,
                    de una esclava nacido, que a Helena negaron los dioses
                    otros hijos después de alumbrada una hija amorosa,
                    con la misma belleza de la áurea Afrodita: Hermíone.

                    Bajo los altos techos, parientes y amigos del noble
                    Menelao, en la excelsa mansión, el festín celebraban
                    deleitándose, y luego un hado divino cantaba
                    y pulsaba la cítara y dos saltadores danzaban
                    al compás de su canto y saltaban en medio de todos.
                    A la puerta sus bravos corceles los dos detuvieron,
                    el magnífico hijo de Néstor y el héroe Telémaco.
                    El ilustre Eteoneo, el veloz servidor del glorioso
                    Menelao los vio al punto en que iba a salir de la casa.
                    Y a la casa volvió, a dar la nueva al pastor de los hombres,
                    y, llegado ante el rey, pronunció estas palabras aladas:
                 
                    -¡Menelao, descendiente de Zeus! Han llegado dos héroes
                   a esta casa, en los cuales la estirpe de Zeus se adivina.
                   Dime, pues, si hemos de desuncir sus veloces corceles,
                   o enviarlos a donde les den acogida, a otra casa.


                  Homero, La Odisea, Madrid, Planeta, Historia de la Literatura, 1995, páginas 48 y 49.
                  Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.



El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad

     Mi primera entrevista con el director fue curiosa. No me invitó a sentarme después de mi caminata de veinte millas de aquella mañana. Su aspecto, sus rasgos, sus modales y su voz eran vulgares. Era de mediana estatura y de constitución corriente. Sus ojos, de un azul corriente, eran notablemente fríos, y sin duda podía hacer que su mirada cayera sobre uno tan incisiva y pesadamente como un hacha. Pero incluso en estas ocasiones el resto de su persona parecía desmentir tal intención. Por lo demás, únicamente en sus labios había una expresión relajada, difícil de definir, algo furtivo entre sonrisa y no sonrisa; lo recuerdo, pero no lo puedo explicar. Era inconsciente (me refiero a la sonrisa), aunque se intensificaba momentáneamente cada vez que había dicho algo. Aparecía al final de sus discursos, como un sello estampado sobre las palabras, que convertía el significado de la frase más usual en algo absolutamente inescrutable. Era un vulgar comerciante, empleado en esta región desde su juventud; nada más. Se le obedecía, aunque no inspiraba ni afecto, ni fervor, ni siquiera respeto. Inspiraba malestar. ¡Eso era! Malestar. No una clara desconfianza definida; siempre malestar, nada más. No tenéis idea de lo eficaz que puede ser semejante...facultad. No tenía talento para organizar, para la iniciativa, ni siquiera para el orden. Eso se evidenciaba en cosas tales como el lamentable estad de la estación. No tenía estudios ni inteligencia. Su puesto había venido a él, ¿por qué? Tal vez porque nunca estaba enfermo... Había servido tres períodos de tres años allí... Porque una salud triunfante sobre la derrota general de los organismos constituye por sí misma una especie de poder. Cuando iba a su casa con permiso cometía todo tipo de excesos de una manera ostentosa. Marinero en tierra, pero con la diferencia de que lo era sólo en lo externo. Esto se podía deducir de su conversación superficial. No creaba nada; podía mantener la rutina, pero nada más. Sin embargo, era extraordinario. Era extraordinario por el pequeño detalle de que era imposible imaginar qué podía controlar a semejante hombre. Nunca reveló ese secreto. Quizás no había nada dentro de él. Tal sospecha le hacía a uno reflexionar, puesto que allí no había controles externos. Una vez, cuando varias enfermedades tropicales tenían postrados a casi todos los "agentes" agentes de la estación, le oyeron decir: "Los hombres que vienen aquí no deberían tener entrañas." Selló el comentario con aquella sonrisa tan suya, como si fuera una puerta que se abría a una oscuridad de la que él era custodio. Uno se imaginaba haber visto cosas, pero el sello se interponía. Cuando se hartó de las constantes peleas entre los blancos por cuestiones de precedencia de las comidas, ordenó fabricar una inmensa mesa redonda, para la cual hubo de ser construida una casa especial. Éste era el comedor de la estación. El lugar donde él se sentaba era la presidencia; el resto no contaba. Era obvio que ésta era su convicción inalterable. No era cortés ni descortés. Era tranquilo. Consentía que su boy, un negro joven y sobrealimentado de la costa tratara en su presencia a los blancos con una insolencia provocativa.


Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, Madrid, Ediciones Cátedra, Colección Letras Universales, 2005, pág. 160-161.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

La montaña magica, Thomas Mann

          -¿Qué? ¿Ya se ha acabado el verano?- preguntó Hans Castorp irónicamente a su primo el tercer día.
           El tiempo había cambiado de un modo terrible.
         El segundo día completo pasado por el visitante allá arriba fue un esplendor verdaderamente estival.             El azul profundo del cielo brillaba por encima de las copas puntiagudas de los abetos;  la aldea, en el fondo del valle, resplandecía bajo una claridad que se había hecho vibrátil por el calor, mientras el tintineo de las esquilas de las vacas que pacían en la hierba corta y tibia de las praderas animaba el aire con una alegría dulcemente contemplativa.
       A la hora del desayuno las señoras habían aparecido ya con ligeras blusas de lino: alguna de ellas incluso con los brazos al aire, lo que no sentaba igualmente bien a todas. La señora Stoehr, por ejemplo, no resultaba muy favorecida; sus brazos eran demasiado esponjosos y la transparencia del vestido no le sentaba bien.             


Thomas Mann, La montaña mágica, Barcelona, Plaza & Janes, El ave fenix, 1987, 3ª ed., pág 98, Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, curso 2015-2016