lunes, 15 de febrero de 2016

Cuentos de Navidad, Charles Dickens

      Al referirme al funeral de Marley recuerdo el punto de partida de este relato.No había ninguna duda: Marley estaba muerto. Si no lo entendemos claramente, no surgirá nada maravilloso de la historia que voy a relatar.Si no estuviéramos totalmente convencidos de que el padre de Hamlet murió antes de comenzar la tragedia, no sería nada extraño que se paseara por las noches, cuando soplaba el viento del este, por sus propias murallas, como no resulta extraño que otro caballero de mediana edad se apareciera de improvisto a la caída del sol en mediana edad se apareciera de improvisto a la caída del sol en un lugar agitado por el viento --el cementerio de San Pablo, por ejemplo--, literalmente para asombrar la mente débil de su hijo.
      Scrooge nunca borró el nombre del viejo Marley. Y se mantuvo año tras año, en la puerta de la oficina este letrero: Scrooge y Marley. La empresa se llamaba Scrooge y Marley. Algunos, que conocieron la empresa más tarde, le llamaban a Scrooge, Scrooge, y a veces Marley; pero contestaba, indistintamente, y ambos nombres le parecían iguales.
      ¡Oh! Pero era avaro como un puño, Scrooge. ¡Era un viejo pecador, astuto, que empujaba, arañaba, asía y agarraba! Duro y afilado como el pedernal, del que jamás ningún acero logró sacar el fuego generoso; secreto e introvertido; solitario como una ostra. El frío de su interior había congelado sus rasgos, afilado su nariz apuntada y arrugado sus mejillas. Dio rigidez a su paso, enrojeció sus ojos e hizo palidecer sus labios. Su voz astuta y enfadosa sonaba con desagrado. Una escarcha brillaba en su cabeza, en sus cejas y en su tiesa barba. Con él iba siempre una temperatura baja, helaba en su oficina en los días de mayor calor, y no le calentaba ni un grado en Navidad.
       El calor y el frío externos tenían poca influencia en Scrooge. Ni el calor le calentaba, nie el tiempo malo podía enfriarlo. No había viento más amargo que el suyo, ni caía nieve con peores intenciones que las suyas, ni había lluvia menos abierta a la compasión. El tiempo inestable no podía molestarle. Tan sólo en algo se diferenciaban de él la pesada lluvia, la nieve, la helada o la ventisca: con frecuencia se calmaban de forma admirable. Scrooge no se calmaba nunca.
       Nadie le paraba en la calle para decirle, con mirada alegre «Querido Scrooge, ¿cómo estás? ¿Cuándo vendrás a visitarme?». Ningún mendigo le pidió limosna, ningún niño le preguntó la hora que era, nunca jamás en sus vidas ni hombres ni mujeres le preguntaban ninguna dirección a Scrooge. Hasta el perro del ciego parecía conocerle, y si le veía aparecer, arrastraba de su amo hasta que entrara en un callejón o en un portal, y luego agitaba el rabo como si dijera: «Mejor no ver, que recibir mal de ojo, amo en tinieblas»



        Charles Dickens, Cuentos de Navidad, Madrid, Gaviota, 2005, 15
        Selecionado por; Coral García Domínguez, primero de bachillerato, 2015-2016

La llamada de lo salvaje, jack london

Capítulo V
El trabajo agotador del tiro y de las pistas

A los treinta días de haber abandonado Dawson, el correo de Salt Water, con Buck y sus compañeros al frente, llegó a Skaguay. Se encontraban en un estado lamentable, rendidos y agotados. Loa sesenta y tres kilos que solía pesar Buck habían quedado reducidos a cincuenta y dos. Sus compañeros, aunque eran más pequeños que él, habían perdido relativamente más peso. Pike, el haragán, que en su vidallena de engañosa menudo había fingido que tenía una pata herida, cojeaba ahora de veras. Sol-leks también cojeaba, y Dub tenía la paletilla dislocada.
Todos tenían los pies terriblemente lastimados, y habían perdido toda su elasticidad y su resistencia. Sus patas caían pesadamente sobre el camino, sacudiéndose el cuerpo entero y duplicando, por tanto, el cansancio de cada día de viaje. No les ocurría nada, sólo que estaban muertos de cansancio. No era el profundo cansancio que aparece tras un esfuerzo breve y desmesurado, del que te recuperas en cuestión de horas, sino el profundo cansancio que aparece tras el agotamiento lento y prolongado de las fuerzas a lo largo de varios meses de arduo trabajo. Ya no tenía capacidad de recuperación, ni fuerzas de reserva a las que recurrir. Las habían agotado todas, hasta la última gota. Cada uno de sus músculos, de sus nervios, de sus células, estaban cansados, profundamente cansados. Y con razón. En menos de cinco meses habían recorrido cuatro mil kilómetros, y en los últimos tres mil sólo habían disfrutado de cinco días de descanso.
Cuando llegaron a Skaguay, parecían en las últimas. Apenas podían mantener las riendas tirantes y, cuando iban cuesta abajo, les costaba trabajo evitar que el trineo los atropellase.
-¡Adelante, patitas doloridas!-les gritaba el perrero para animarlos cuando bajaban tambaleantes por la calle mayor de Skaguay-. Esto ya es el final. Luego nos tomaremos un largo descanso. ¿Vale? Claro que sí. Un descanso de primera.
Loa perreros confiaban en disfrutar de unos días de reposo. También ellos habían recorrido dos mil kilómetros con tan sólo dos días de descanso y, con toda razón y justicia, merecían un período de asueto. Pero eran tantos los hombres que habían acudido al Klondike, y tantas las novias, esposas y parientes que se habían quedado en casa, que el correo acumulado estaba tomando proporciones gigantescas; y además, había despachos. Varias remesas de perros, recién llegados de la bahía de hudson, iban a sustituir a los que ya no servían para la ruta. Había que deshacerse de los inútiles y, como los perros apenas si valen nada comparados con los dólares, tuvieron que venderlos.
Pasaron tres días, durante los cuales Buck y sus compañeros se dieron cuenta de lo cansados y débiles que se encontraban. Al cabo, en la mañana del cuarto día, llegaron dos hombres de Estados Unidos y los compraron, con arreos y todo, medio regalados.

london jack, la llamada de lo salvaje, barcelona, vicens vives, 1988, 154, seleccionado por Jennifer garrido gutiérrez, 2016/2017


publicado por el alumno I.E.S Peréz comendador

Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, Lewis Carroll

    —Estoy segura de que no son ésas las palabras correctas -dijo la pobre Alicia, y se le llenaron los ojos de lágrimas otra vez, mientras proseguía-: Debo de ser Mabel, y me va a tocar vivir en esa casucha, sin casi juguetes para jugar, y, ¡ay!, ¡con un montón de lecciones que aprender! No, sobre eso estoy decidida: ¡si soy Mabel, me quedaré aquí abajo! ¡De nada les va a valer que asomen la cabeza y digan: «Sube ya, cariño»! Me limitaré a mirarlos, y les diré: «A ver, ¿quién soy? Decídmelo primero;  entonces, si me gusta lo que decís, subiré; pero si no, me quedaré aquí hasta que sea otra...» pero, ¡Dios mío! -exclamó Alicia, con una súbita explosión de lágrimas-. ¡Ojalá asomen la cabeza! ¡Estoy cansadísima de estar aquí sola!
     Al decir esto, se miró las manos, y se quedó sorprendida al ver que se había puesto uno de los pequeños guantes de cabritilla del Conejo mientras hablaba. «¿Cómo he podido hacerlo?» pensó. «He debido de estar haciéndome pequeña otra vez». Se levantó y fue a la mesa a medirse con ella, y descubrió que, por lo que podía calcular, tenía ahora como unos dos pies de altura, y que seguía disminuyendo a toda prisa: no tardó en comprobar que la causa de esto era el abanico que tenía en la mano, así que lo soltó apresuradamente, a tiempo de evitar su completa desaparición.
     —¡Me he librado por los pelos! -dijo Alicia, bastante asustada ante el súbito cambio, pero muy contenta de verse todavía con vida-. Y, ahora, ¡al jardín! -y echó a correr a toda prisa hacia la puertecita; pero ¡ay!, la puertecita estaba cerrada otra vez, y la llavecita de oro estaba sobre la mesa de cristal como antes, «y la situación ahora ha empeorado», pensó la pobre niña,«ya que antes no era tan pequeña, ¡ni mucho menos! ¡Lo cual es una rabia, desde luego!»
     Mientras decía estas palabras le resbaló el pie, y un instante después, ¡plash!, estaba en agua salada hasta la barbilla. Lo primero que pensó fue que, de alguna forma, se había caído al mar; «en cuyo caso puedo regresar en tren», se dijo (Alicia había ido a la playa una vez en su vida, y había llegado a la conclusión general de que, a cualquiera de las costas inglesas que una fuese, encontraría en el agua un montón de máquinas de bañarse, niños cavando en la arena con palitas de madera, luego una fila de hoteles, y detrás una estación de ferrocarril). Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que estaba en el charco de lágrimas que ella misma había derramado cuando medía nueve pies.
     —¡Ojalá no hubiera llorado tanto! -dijo Alicia al tiempo que nadaba, tratando de salir-. ¡Ahora, en castigo me ahogaré en mis propias lágrimas! ¡Será una cosa muy rara, desde luego! Pero hoy todo resulta raro.

Lewis Carroll, Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, Madrid, editoral Akal, colección Akal literaturas, 2005, págs. 100-103.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez, Primero de Bachillerato, curso 2015-16.

La muerte en Venecia, Thomas Mann

     
                                                                  IV

       Un día y otro día, el dios de ardientes mejillas recorría con su cuadriga generadora del cálido estío los espacios del cielo, y su dorada cabellera flotaba en el viento huracanado que venía del Este. Por los confines del mar indolente flotaba una blanquecina, sedosa niebla. La arena ardía. Bajo el azul encendido de éter se extendían, frente a las casetas, unas amplias zonas, y en la mancha de sombra secretamente dibujada que ofrecían, parábanse las horas de la mañana. Las noches eran deliciosas; las plantas del parque que esparcían su perfume penetrante, mientras en la altura seguían su carrera los astros, y el murmullo del mar, envuelto en tinieblas, hablaba íntimamente al alma. Aquellas noches traían la alegre promesa de un nuevo día de sol, con ocio ordenado, enjoyado de las infinitas posibilidades que podría ofrecer. 
        El huésped, a quien un oportuno fracaso había detenido allí, al recobrar su equipaje no pensó, ni mucho menos, en una nueva partida.
        Durante dos días había tenido que privarse de algunas cosas, viéndose obligado a comer en el gran comedor en traje de viaje. Pero cuando el equipaje extraviado apareció su cuarto, lo deshizo inmediatamente y llenó armarios y cajones con sus cosas, enteramente decidido a quedarse por un tiempo indefinido, satisfecho de poder caminar por la playa con su traje de seda y de presentarse de etiqueta en el comedor.


           Thomas Mann, La muerte en Venecia, Barcelona, Seix Barral, 1983, ed. 16, pág. 78
           Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, curso 2015-2016.