lunes, 30 de noviembre de 2015

La flecha negra,Robert louis stevenson

Aquella noche pasáronla sir Daniel y sus hombres en Kettley, cómodamente acuertelados y bien patrullados. Mas el caballero de tunstall era uno de esos hombres que jamás ven satisfecha su avaricia, y aun en este momento, a punto de empeñarse en una aventura que no sabía si había de favorecerle o perjudicarle, ya estaba levantado, a la una de la madrugada, dispuesto a esquilmar a sus pobres vecinos. Su tráfico consistía principalmente en las herencias en litigio; su método era comprar los derechos del demandante menos provisto de razón, y luego, ganando la voluntad de los que gozaban del favor del rey, procurábase injustas sentencias a favor suyo; o, si eso era andarse en demasiados rodeos, apoderábase de la mansión disputa por la fuerza de las armas, confiando en su influencia y en las marrullerías de sir Oliverio para burlar la ley, a fin de conservar lo que había arrebatado. Kettley era uno de semejantes lugares; recientemente había caído en sus garras, y todavía luchaba con la oposición de sus arrendatarios; por tal motivo, para intimidar a los descontentos, hubo de conducir allí a sus tropas.
Serían las dos de la madrugada cuando sir Daniel hallábase sentado en su habitación de la posada al amor de la lumbre, ya que aquella hora era intenso el frío en los marjales de Kattley. Tenía a la mano un jarro de cerveza sazonada con especias; habíase despojado de su yelmo y mostraba su cabeza calva, en tanto apoyaba su rostro enjusto y oscuro sobre la mano, vuelto su cuerpo en una capa de color sangriento. En uno de los extremos de la estancia, cerca de una docena de hombres de los suyos daban guardia a la puerta o dormitaban sobre unos bancos, y más próximo a él, un jovenzuelo, que aparentaba tener de doce a trece años, hallábase tendido cuan largo era sobre una manta que cubría el suelo. El dueño de la posada del Sol permanecía en pie ante nuestro gran personaje.


La flecha negra,Madrid,alfaguara,1994/1996,311,Seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez, primero de bachillerato,2015/2016

El último abencerraje, François René de Chateaubriand

           Cuando Boabdil, último rey de Granada, se vio obligado a abandonar el reino de sus padres, se detuvo en la cima del monte Padul, desde donde se descubría el mar en que el desventurado monarca iba a embarcarse para África; descubríase también a Granada, la vega y el Genil, en cuyas orillas se alzaban las tiendas de campamento de Fernando e Isabel. A la vista de tan delicioso país, y de los cipreses que aún señalaban aquí y acullá los sepulcros de los musulmanes, Boabdil rompió en acerbo el llanto. Su madre, la sultana Aixa, que le acompañaba en el destierro con los grandes que un tiempo componían su corte, le dijo: <> Bajaron de la montaña, y Granada se ocultó para siempre de sus ojos.
           Los moros españoles que compartieron la suerte de su rey, se dispersaron por el el África. Las tribus de los cegríes y los gomeles se establecieron en el reino de Fez, de que eran descendientes. Los vanegas y los alabes se detuvieron en la costa, desde Orán hasta Argel; y por último, los abencerrajes fijaron su morada en las mediaciones de Túnez, formando enfrente de las ruinas de Cartago una colonia que todavía se distingue de los moros africanos por la elegancia de sus costumbres y la benignidad de sus leyes.
           Estas familias llevaron a su nueva patria el recuerdo de la antigua. El Paraíso de Granada no se borraba de su memoria; las madres repetían su nombre a sus hijos aun en la lactancia, y los adormecían con los romances de los cegríes y los abencerrajes. De cinco en cinco días oraban en la mezquita, volviéndose hacia Granada, para conseguir de Alá restituyese a sus elegidos aquella tierra de delicias.



    François René de Chateaubriand, El último abencerraje, Sevilla, Paréntesis, ed. 24, Orfeo, página 17.
    Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

Frankenstein, Mary Shelley

       Nos criamos juntos; no nos llevábamos ni un año de diferencia. No hace falta decir que no conocimos ningún tipo de desunión o disputa. La armonía era el alma de nuestro compañerismo, y la diversidad y contraste que existía en nuestros caracteres nos acercaba aún más. Elizabeth era de disposición más serena y concentrada; yo, con todo mi ardor, era capaz de una dedicación más intensa y estaba más profundamente dominado por la sed de saber. Ella se ocupaba en seguir las creaciones de los poetas, y encontraba en los solemnes y maravillosos escenarios que rodeaban nuestra casa en Suiza, en las formas sublimes de las montañas, en los cambios de las estaciones, en la tempestad y en la calma, en el silencio del invierno, y en la vida y turbulencia de nuestros veranos alpinos, amplios motivos para la admiración y el deleite. Mientras mi compañera contemplaba con espíritu grave y satisfecho la magnífica apariencia de las cosas, yo disfrutaba investigando sus causas. El mundo era para mí un secreto que deseaba desentrañar. Entre las primeras sensaciones de que tengo recuerdo, están la curiosidad, la investigación seria de las leyes ocultas de la naturaleza y un gozo rayano en el éxtasis cuando se me relevaban.
       Cuando les nació el segundo hijo, siete años menor que yo, mis padres abandonaron por completo su vida viajera y se establecieron en su país natal. Poseíamos una casa en Ginebra,y una campagne en Belrive, en la orilla oriental del lago, a algo más de una legua de la ciudad. Residíamos principalmente en esta última, y la vida de mis padres transcurría en considerable aislamiento.

Frankenstein, Mary Shelley

     Así pasó el verano. Mi regreso a Ginebra había sido fijado para fines de otoño, pero distintos inconvenientes me retrasaron y pronto llegó el invierno y con él la nieve. Los caminos estaban impracticables y tuve que dejar mi viaje para la siguiente primavera. Aquello me disgustó en verdad, pues tenía vivos deseos de volver a ver mi ciudad natal y hallarme junto a los míos. Debo reconocer, sin embargo, que el motivo principal de mi retraso era el desasosiego que me producía el dejar a mi amigo Clerval en una ciudad desconocida para él, antes de que hubiera podido encontrar suficientes relaciones. Pasamos, no obstante, un invierno agradable y, aunque la primavera se retrasó mucho, compensó la tardanza de su aparición con un tiempo excepcionalmente bueno.
     El mes de mayo se hallaba ya avanzado y yo aguardaba, de un día a otro, la carta de la que dependía la fecha definitiva de mi marcha, cuando Henry me propuso una excursión a pie por los alrededores de Ingolstadt, cosa que, hasta cierto punto, me permitiría conocer mejor la región en la que durante tanto tiempo había vivido. Acepté encantado la sugerencia. La posibilidad de hacer ejercicio me atraía poderosamente. Además, Clerval había sido siempre el compañero que prefería para semejantes salidas que, a menudo, efectuábamos por los alrededores de Ginebra. El viaje duró quince días y, tras tan largo período de tiempo, yo había recuperado por completo mi salud y mi moral. El aire sano, los imprevistos incidentes del camino y nuestras conversaciones, largas y amigables, mejoraron todavía más mi estado. Con anterioridad los estudios me habían mantenido bastante apartado de mis semejantes y, lentamente, me estaba convirtiendo en un misántropo. Clerval supo reavivar y fortalecer en mi corazón los más generosos sentimientos. Me enseñó a admirar de nuevo el bello espectáculo del paisaje y la naturaleza, así como el rostro sonriente de los niños. ¡Qué magnífico amigo! Me amaba con sinceridad y esforzábase por elevar mi alma al nivel de la suya.
     La búsqueda egoísta de mi objetivo me había cegado. Con su gentileza y su cariño me devolvió la razón. Gracias a sus desvelos volvía a ser la criatura segura y feliz que, pocos años antes, amando a todo el mundo y amado por todos, ignoraba lo que eran las penas y desilusiones. Cuando me sentía feliz, la naturaleza tenía la virtud de despertar en mí las más exquisitas sensaciones. Un cielo en calma, los campos que iban, poco a poco, cubriéndose de verde me embargaban con un éxtasis delicioso. Las primeras flores cubrían los prados y eran ya el anuncio de las del verano. Las obsesiones que el año anterior me habían hecho sentir el rigor de su peso se habían alejado ahora de mí.

Mary Shelley, Frankestein, Yuncos (Toledo), Unidad Editorial, S.A. , Colección Millenium, 1999, pág. 70-71. Seleccionado por Coral García Domínguez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

Guerra y paz, Liev Nikoláievich Tolstói

IX
El príncipe Andrei llegó al cuartel General del Ejército a finales de junio. Las tropas del primer ejército, aquel en que se hallaba el Emperador, ocupaban el campo fortificado de Drisa; las del segundo, retrocedían tratando de reunirse al primero, del que, según se decía, estaban separadas por considerables fuerzas francesas. Todos se sentían disgustados en el ejército de l marcha general de la guerra, pero nadie pensaba ni suponía un peligro de invasión de las provincias rusas; nadie suponía que la guerra pasara más allá de las provincias occidentales de Polonia.
El príncipe Andrei encontró a Barclay de Tolly, al que había sido enviado, en las orillas del Drissa. Como no había pueblos grandes en los alrededores del campamento, los numerosos generales  y cortesanos que iban con el ejército se hallaban dispersos a unas diez verstas, en las casas mejores de la comarca, a uno y otro lado del río. Barclay de Tolly vivía a cuatro verstas del Emperador.
Recibió a Bolkonski con frialdad y, con su acento alemán, le dijo que informaría sobre él al Emperador y que, en espera del destino, le rogaba que permaneciera en su Cuartel General. Anatolio Kuraguin, a quien el príncipe Andrei esperaba encontrar en el ejército, no estaba allí. Había vuelto a San Petersburgo, y esa noticia agradó a Bolkonski.
Todo el interés se centraba ahora en aquella guerra titánica y el príncipe Andrei se sintió contento de verse por algún tiempo libre de la obsesión de Kuraguin. Durante los cuatro primeros días, en los que nadie le inquietó para nada, el príncipe Andrei recorrió el campo fortificado y trató, con ayuda de su propia experiencia y de las explicaciones de personas bien formadas, de hacerse una idea exacta de la situación. Sin embargo, la cuestión de si aquellas posiciones eran o no ventajosas permaneció para él insoluble. Su experiencia militar le decía que los proyectos mejor meditados no significan nada en la guerra (recordaba la batalla de Austerlitz), que todo depende del modo de reaccionar ante las acciones inesperadas, imposibles de prever, del enemigo; que todo depende de quién dirige la acción y del modo de dirigirla. Para ver claro en este último punto, el príncipe trató de penetrar en el carácter de los jefes de aquel ejército, de las personas y partidos que intervenían en su dirección; y de todo ello dedujo las siguientes apreciaciones personales sobre la situación militar.

Liev Nikoláievich Tolstoi, Guerra y paz, página 760, seleccionado por Edith González Ramos, primero de bachillerato.

viernes, 27 de noviembre de 2015

la naranja mecánica, Anthony Burgess



Cuando salimos del Duque de Nueva York videamos al lado de la iluminada vidriera principal del ar un viejo y gorgoteante pianitso o borracho, aullando las sucias canciones de sus padre y eructando blerp blerp entre un trozo y otro, como si guardase en la tripa podrida y maloliente una hedionda y vieja orquesta. Esa es una vesche que nunca pude aguantar .Nunca pude soportar la vista de un cheloveco roñoso, tumbado, eructando y borracho.Fuera la que fuese su edad,pero muy especialmente cuando era de veras  starrio como éste.

Anthony Burgess, la naranja mecánica, https://drive.google.com/file/d/0B3biPk8dPbCxLTlScVdmNHVKY1U/edit
seleccionado por Paola Moreno Díaz, segundo de bchillerato. curso 2015-2016

Roman de la Rose, Guillaume de Lorris/ Jean de Meung

                                                                     La coquetería


De cualquier manera, de haberle hecho caso,
de ninguna forma se hubiesen casado,
pues el matrimonio es lazo muy malo.
¡Quiera San Julián liberarme de él,
el santo que ayuda a los que se pierden;
como san Leonardo, que rompe los hierros
a los prisioneros que se arrepintieron,
cuando con sus preces le piden perdón!
Hubiese ganado de haberme colgado
el día que tuve que tomar esposa,
ya que me llevé a una gran coqueta.
¡Casarse con éstas es como morir!
Porque, a ver, decidme, por Santa María,
¿para qué ,me sirven todos los adornos;
y qué ese vestido de tanto valor
que a quienes os ven deja boquiabiertos
y a mí malparado y desesperado;
qué su longitud y su larga cola,
que os hace que estéis tan llena de orgullo
y que a mí me pone tan fuera de mí?
¿Cuál es el provecho que hay en tal vestido?


Guillaume de Lorris/ Jean de Meun, Roman de la Rose, Madrid, Ediciones Cátedra , Letras Universales, 1987, pág. 280.
Seleccionado por Clara Fuentes Gómez. Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.

El proceso, Franz Kafka

Aquí está. Escribe: «Hace tiempo que no veo a Josef, hace una semana estuve en el banco, pero Josef estaba tan ocupado que no me dejaron verle. Estuve esperando casi una hora, pero tuve que irme a casa porque tenía la lección de piano. Me hubiera gustado hablar con él, es posible que se presente otra oportunidad. Para mi cumpleaños me envió una gran caja de bombones de chocolate, fue muy atento y cariñoso. Se me olvidó escribíroslo, pero ahora que me preguntáis, lo recuerdo. Los bombones no duran mucho en la pensión, apenas tiene uno conciencia de que le han regalado bombones, cuando ya se han acabado. En lo que concierne a Josef os quería decir algo más. Como os he mencionado, en el banco no me dejaron entrar a verle porque en ese momento estaba tratando algo importante con un hombre. Después de esperar tranquilamente durante un buen rato, pregunté a un empleado si la reunión duraría mucho más. Él contestó que podría ser, pires probablemente tenía que ver con el proceso que se había incoado contra el gerente. Pregunté qué proceso y si no se equivocaba y me respondió que no se equivocaba, que era un proceso y, además, grave, pero que no sabía más. A él mismo le gustaría ayudar al gerente, pues le consideraba un hombre bueno y justo, pero que no sabría cómo empezar, sólo deseaba que personas influyentes lo apoyaran. Era muy probable que esto ocurriera, y todo terminaría bien, pero por ahora, como se, desprendía del mal humor del señor gerente, las cosas no iban nada bien. Por supuesto, no di mucha importancia a esta información, intenté tranquilizar al sencillo empleado, le aconsejé que no hablase de ello con otros y lo tuve todo por rumores infundados. Sin embargo, tal vez fuera conveniente que tú, querido padre, le visitaras la próxima vez que vinieras, a ti te será fácil averiguar algo y, si realmente fuera necesario, podrías intervenir con algunos de tus influyentes amigos. Y si no resulta necesario, que será lo más probable, al menos le darás a tu hija la oportunidad de abrazarte, lo que le alegrará mucho».

Franz Kafka, El proceso,  http://www.edu.mec.gub.uy/biblioteca_digital/libros/K/Kafka,%20Franz%20-%20El%20Proceso.pdf. Seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.

Ensayo sobre la ceguera, José Saramago



     Aquí no hay mas que mierda, pensó, usando una palabra que no formaba parte de su léxico habitual, demostrando una vez que la fuerza de las circunstancias y su naturaleza influyen mucho en léxico pensemos si no en aquel militar que también dijo mierda cuando le pidieron que se rindieran, absolviendo así el delito de mala educación futuros desahogos en situaciones menos peligrosas. Aquí no hay mas que mierda volvió a pensar y se disponía a salir cuando otro pensamiento le acudió como una providencia. Un estasblecimiento como este debe tener un almacén, no digo un almacén grande, que ese estará en otro sitio, probablemente lejos sino, una reserva de los productos de mas consumo. Excitada por la idea se lanzo a la búsqueda de una ida  se lanzo a la busqueda de una puerta cerrada que le condujera a la cueva de los tesoros, pero tdas estan abiertad, y dentro reinaba la misma devastacion, los mimos ciegos rebuscando en la misma basura. Al fin en un pasillo oscuro donde apenas  llegaba luz del sol, vio lo que parecía un montacargas. Las puertas metálicas estaban, cerradas y lado había otra puerta lisa, de las se deslizan sobre carriles.El sótano, pensó, los ciegos que llegaron aquí encontraron el camino cerrado, sin duda se dieron cuenta que se trataba de un ascensor, pero a nadia se le ocurrio que lo normal es que halla tambien una escalera para cuando falle, la energía eléctrica, por ejemplo, como es el caso.


José Saramago, Ensayo sobre la ceguera, punto de lectura,1995
Seleccionado por María Alegre Trujillo. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016

El nombre de la rosa, Umberto Eco

Sexto día, Prima
 Mientras nos mostraba aquellas cosas, el rostro y los gestos de Nicola resplandecían de orgullo. Guillermo elogió lo que acababa de ver , y después preguntó a Nicola qué clase de persona había sido Malaquías.
-Extraña pregunta-dijo Nicola-,también tú lo conocías .
-Sí,pero no lo suficiente. Nunca comprendí qué tipo de pensamientos ocultaba... ni...-vaciló en emitir un juicio sobre alguien que acababa de morir-...si los tenía.
 Nicola se humedeció un dedo,lo pasó sobre una superficie de cristal cuya limpieza no era perfecta, y respondió sonriendo ligeramente y evitando la mirada Guilliermo:
-Ya ves que no necesitas preguntar... Es cierto, muchos consideraban que, tras su apariencia reflexiva, Malaquías era era un hombre muy simple. Según Alinardo, era un tonto.
-Alinardo todavía abriga rencor contra alguien por un acontecimiento que sucedió hace hace mucho tiempo,cuando le fue negada la dignidad de ser bibliotecario.

Eco Umberto, El nombre de la rosa, Ediciones Lumen,colección Palabras en el tiempo, pág. 541. Seleccionado por Daniel Carrasco Carril. Segundo de Bachillerato, Curso 2015-2016.

Opiniones de un payaso, Heinrich Böll

                Capitulo 2
   En Bonn las cosas sucedían siempre de modo muy distinto; allí nunca he salido a escena. allí vivo, y el taxi que tomaba nunca me llevaba a un hotel, sino a mi propio piso. Debí decir nos llevaba, a Marie y a mi. Ningún conserje en la casa, a quien pudiese yo confundir con un empleado del tren y, sin embargo. este piso, en el cual paso de tres a cuatro semanas cada año, es para mí más extraño que cualquier hotel. Tuve que contenerme para no tomar un taxi en la estación de Bonn: este gesto lo tengo tan bien ensayado que casi me pone en un apuro. Me quedaba un solo marco en el bolsillo. Permanecí en la escalinata y comprobé mis llaves: para la puerta de la casa, para la del piso, para mi escritorio; en el escritorio encontraría las llaves de la bicicleta. Hace tiempo que pienso en una pantomima con llaves: pienso en un manojo de llaves de hielo, que se van derritiendo mientras transcurre el número.
  Sin dinero para el taxi, y por primera vez en mi vida necesitaba uno urgentemente: mi rodilla estaba hinchada y a duras penas atravesé cojeando la plaza que hay delante de la estación, en dirección a la Poststrasse; dos minutos tan sólo desde la estación a nuestro piso, que me parecieron interminables. Me apoyé contra un automático de cigarrillos y lancé una mirada a la casa, de la cual mi abuelo me había regalado un piso; elegantes apartamentos imbricados uno en otro, con balcones revestidos de tonos discretos; cinco pisos, cinco tonalidades distintas para los balcones: en el quinto pisos, donde los balcones son de color orín, vivo yo.
   Heinrich Böll, Opiniones de un payaso, https://aullidosdelacalledotnet.files.wordpress.com/2014/08/heinrich-boll-opiniones-de-un-payaso.pdf. Seleccionado por Julia Mateos Gutiérrez, curso 2015-2016

A sangre fría, Truman Capote


          En el curso solitario, desolador, de sus recientes idas y venidas, Perry había considerado
una y otra vez aquella acusación y decidido que era injusta. Si que le importaba..., pero ¿a 
quién le importaba él? ¿A su padre? Sí, hasta cierto punto. Un par de chicas, pero aquello era 
«una historia larga de contar». A nadie, excepto Willie-Jay. Y sólo Willie-Jay había reconocido que valía, que tenía facultades,  sólo él había comprendido que Perry no era simplemente un paticorto y musculoso mestizo, sólo él, a pesar de todos sus sermones moralizadores, lo había visto como él mismo se veía: «excepcional», «raro», «artista». 
          En Willie-Jay su vanidad encontró apoyo, su sensibilidad refugio, y cuatro meses de distancia hacían aquella alta valoración más fascinante todavía,  más, aún, que todos los sueños de 
tesoros escondidos. De modo que cuando recibió la invitación de Dick y se dio cuenta de que 
la fecha que proponía coincidía más o menos con el día en que dejaban en libertad a WillieJay, supo qué debía hacer. Fue en coche a Las Vegas, vendió aquel carromato, empaquetó su colección de mapas, cartas, manuscritos y  libros y compró un billete de autobús. 
          Las consecuencias del viaje serían obra del destino; si «no se entendía con Willie-Jay», podría tomar en consideración «las proposiciones de Dick». Resultó que tenía que elegir entre Dick o nada, porque cuando su autobús llegó a Kansas City la tarde del 12 de noviembre, Willie-Jay, a quien no había podido advertir de su llegada, había salido ya de la ciudad, sólo cinco horas antes y por la misma estación terminal de autobuses a la que Perry llegara. Todo eso lo supo llamando al reverendo Post, que lo desanimó aún más al no querer revelar el destino exacto de su antiguo secretario.

          Truman Capote, A sangre fría, http://perio.unlp.edu.ar/catedras/system/files/a_sangre_fria- truman_capote_0.pdf
          Seleccionado por  Laura Agustín Críspulo. Segundo de Bachillerato, curso 2015-2016.

La náusea, Jean Paul Sartre

Es curioso: acabo de llenar diez páginas y no he dicho la verdad, por lo menos no toda la verdad. Cuando escribí, debajo de la fecha: “Nada nuevo”, tenía la conciencia intranquila por esto: en realidad una pequeña historia, que no es ni vergonzosa ni extraordinaria, se negaba a salir. “Nada nuevo”. Me admira cómo se puede mentir poniendo a la razón de parte de uno. Evidentemente, no se produjo nada nuevo, si se quiere: esta mañana, a las ocho y cuarto, cuando salí del hotel Printania para ir a la biblioteca, quise levantar un papel que había en el suelo y no pude. Esto es todo, y ni siquiera es un acontecimiento. Sí, pero para decir toda la verdad, me impresionó profundamente: pensé que ya no era libre. En la biblioteca traté de librarme de esta idea, sin conseguirlo. Quise huirle en el café Mably. Esperaba que se disiparía con las luces. Pero se quedó allí, en mi interior, pesada y dolorosa. Ella me dictó las páginas anteriores. 

Jean Paul Sartre, La náusea, http://www.infojur.ufsc.br/aires/arquivos/Jean%20Paul%20Sartre%20-%20La%20Nausea.pdf. Sleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.

El nombre de la rosa, Umberto Eco


Hay momentos mágicos, de gran fatiga física e intensa excitación motriz, en los que tenemos visiones de personas que hemos conocido en el pasado ( ¨en me retraçant ces details, j´en suis à me demander s´ils sont réels, ou bien si je le i rêvés¨). Como supe más tarde al leer el bello librito del Abbé de Bucquoy, también podemos tener visiones de libros aún no escritos.

Umberto Eco , el nombre de la rosa,https://drive.google.com/file/d/0B5ErbE8P5ZPpb21yc3BJNHl6eDQ/edit
seleccionado por Paola Moreno Díaz , segundo de bachillerato, curso 2015-2016


El señor de las moscas, William Golding

Se abrió camino remontando el desgarrón del bosque; pasó la gran roca que Ralph había escalado aquella primera mañana; después dobló a la derecha, entre los árboles. Caminaba con paso familiar a través de la zona de frutales, donde el menos activo podía encontrar un alimento accesible, si bien poco atractivo. Flores y frutas crecían juntas en el mismo árbol y por todas partes se percibía el olor a madurez y el zumbido de un millón de abejas libando. Allí le alcanzaron los chiquillos que habían corrido tras él. Hablaban, chillaban ininteligiblemente y le fueron empujando hacia los árboles. Entre el zumbido de las abejas al sol de la tarde, Simón les consiguió la fruta que no podían alcanzar; eligió lo mejor de cada rama y lo fue entregando a las interminables manos tendidas hacia él. Cuando les hubo saciado, descansó y miró en torno suyo. Los pequeños le observaban, sin expresión definible, por encima de las manos llenas de fruta madura.


William Golding, El señor de las moscas,  https://cidetac.files.wordpress.com/2015/08/golding-william-el-senor-de-las-moscas.pdf. Seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.

El proceso, F. Kafka


EL TÍO 
LENI 
Una tarde, cuando K estaba ocupado abriendo la correspondencia, el tío de K, Karl, un pequeño terrateniente de la provincia, se abrió paso entre dos empleados que llevaban algunos escritos y entró en el despacho. K se asustó menos de la llegada del tío de lo que le había asustado la simple idea de su posible visita. El tío iba a venir, de eso estaba seguro desde hacía un mes. Ya al principio había creído verlo, cómo le alcanzaba la mano derecha sobre el escritorio, algo inclinado, con su  sombrero de jipijapa en la mano izquierda, mostrando una prisa desconsiderada y arrollando todo lo que se le ponía en su camino. El tío siempre tenía prisa, pues le perseguía el infeliz pensamiento de que en su estancia de un día en la ciudad tenía que tener tiempo para realizar todo lo que se había propuesto, sin perderse tampoco cualquier conversación, negocio o placer que ocasionalmente pudiera surgirle. En todo ello tenía que ayudarle K, pues había sido su tutor y estaba obligado; además le tenía que dejar dormir en su casa. K le solía llamar «el fantasma rural». 

Inmediatamente después de saludarse ––no tenía tiempo para seguir la invitación de K y sentarse en el sillón––, le pidió a K si podían conversar a solas. 

––Es necesario ––dijo, tragando con esfuerzo––, es necesario para mi tranquilidad. 

K hizo salir a los empleados del despacho  con instrucciones de que no dejaran pasar a nadie. 

––¿Qué ha llegado a mis oídos, Josef? ––exclamó el tío en cuanto se quedaron solos. A continuación, se sentó sobre la mesa y, sin verlos, puso varios papeles debajo para sentarse con más comodidad. 

K no respondió: sabía lo que vendría a continuación, pero, repentinamente relajado al dejar el fatigoso trabajo, se apoderó de él una agradable lasitud, por lo que se limitó a mirar por la ventana hacia la calle de enfrente, de la que desde su sitio sólo se podía ver una pequeña esquina, la pared desnuda de una casa entre dos escaparates de tiendas. 

––¡Y te dedicas a mirar por la ventana! ––exclamó el tío alzando los brazos––. ¡Por amor al Cielo, Josef ¡Respóndeme! ¿Es verdad? ¿Puede ser verdad? 

––Querido tío ––dijo K, y salió de su ensimismamiento––, no sé qué quieres de mí. 

––Josef ––dijo el tío advirtiéndole––, siempre has dicho la verdad, por lo que sé. ¿Acaso tengo que tomar tus últimas palabras como un mal signo?

––Supongo lo que quieres ––dijo K sumiso––. Probablemente has oído hablar de mi proceso. 

––Así es ––respondió el tío, asintiendo con la cabeza lentamente––, he tenido noticia de tu proceso. 

––¿Quién te lo ha dicho? ––preguntó K. 

––Ema me lo ha escrito ––dijo el tío––. No tiene ningún trato contigo, por desgracia te preocupas mucho de ella, sin embargo se ha enterado. Hoy he recibido la carta y venido de inmediato. Por ningún otro motivo, pues me parece motivo suficiente. Te puedo leer la parte de la carta que se refiere a ti. 

Sacó la carta del bolsillo. 

––Aquí está. Escribe: «Hace tiempo que no veo  a Josef, hace una semana estuve en el banco, pero Josef estaba tan ocupado que no me dejaron verle. Estuve esperando casi una hora, pero tuve que irme a casa porque tenía la lección de piano. Me hubiera gustado hablar con él, es posible que se presente otra oportunidad. Para mi cumpleaños me envió una gran caja de bombones de chocolate, fue muy atento y cariñoso. Se me olvidó escribíroslo, pero ahora que me preguntáis, lo recuerdo. Los bombones no duran mucho en la pensión, apenas tiene uno conciencia de que le han regalado bombones, cuando ya se han acabado. En lo que concierne a Josef os quería decir algo más. Como os he mencionado, en el banco no me 
dejaron entrar a verle porque en ese momento estaba tratando algo importante con un hombre. Después de esperar tranquilamente durante un buen rato, pregunté a un empleado si la reunión duraría mucho más. Él contestó que podría ser, pires probablemente tenía que ver con el proceso que se había incoado contra el gerente. Pregunté qué proceso y si no se equivocaba y me respondió que no se equivocaba, que era un proceso y, además, grave, pero que no sabía más. A él mismo le gustaría ayudar al gerente, pues le consideraba un hombre bueno y justo, pero que no sabría cómo empezar, sólo deseaba que personas influyentes lo apoyaran. Era muy probable que esto ocurriera, y todo terminaría bien, pero por ahora, como se, desprendía del mal humor del señor  gerente, las cosas no iban nada bien. Por supuesto, no di mucha importancia a esta información, intenté tranquilizar al sencillo empleado, le aconsejé que no hablase de ello con otros y lo tuve todo por rumores infundados. Sin embargo, tal vez fuera conveniente que tú, querido padre, le visitaras la próxima vez que vinieras, a ti te será fácil averiguar algo y, si realmente fuera necesario, podrías intervenir con algunos de tus influyentes amigos. Y si no resulta necesario, que será lo más probable,al menos le darás a tu hija la oportunidad de abrazarte, lo que le alegrará mucho». 

––Una niña encantadora––dijo el tío al terminar de leer la carta y se secó algunas lágrimas que brotaban de sus ojos. 

K asintió. A causa de todos los problemas que había tenido en los últimos tiempos, había olvidado por completo a Ema, incluso se había olvidado de su cumpleaños y la historia de los bombones había sido sólo una fábula para protegerle frente a sus tíos. Era algoenternecedor, Y ni siquiera se lo podría pagar con las entradas para el teatro que, a partir de ahora, pensaba enviarle con regularidad, pero  no se sentía con berzas para visitarla en la pensión, ni tampoco para sostener una conversación con una niña de diecisiete años que aún acudía al instituto.

F. Kafka, El proceso, www.edu.mec.gub.uy/biblioteca_digital/libros/K/Kafka,%20Franz%20-%20El%20Proceso.pdf
Seleccionado por Clara Fuentes Gómez. Segundo de bachillerato, curso 2015-2016.

El hombre que fue Jueves, G. K. Chesterton

Y en el torrente de sus pensamientos, nunca se le ocurrieron dos cosas: primero, nunca puso en duda que el Presidente y su Consejo podrían aplastarlo si se mantenía solo contra ellos. En una plaza pública, parecía imposible que se atrevieran contra él. Pero el Domingo no era hombre para aventurarse así, sin tener preparada, quién sabe dónde, y cómo, su trampa. Por el anónimo veneno, por un accidente callejero, por hipnotismo o mediante el fuego del infierno, el Domingo podía sin duda aniquilarlo. Si desafiaba a aquel enemigo, era hombre muerto, ya por muerte súbita en el mismo sitio en que se encontraba, o ya algún tiempo después como por efecto de alguna inocente dolencia. Si llamaba a la policía, los hacía arrestar, lo decía todo y movía contra ellos toda la fuerza de Inglaterra, es posible que lograra escapar. De otro modo, imposible. De suerte que en aquel balcón donde había unos caballeros mirando una plaza llena de gente, no se sentía más seguro que si se encontrara en un bote de piratas ante un mar desierto. 
En segundo lugar, nunca se le ocurrió otra cosa: el ser ganado por el enemigo. Muchos hombres de ahora, habituados a admirar con toda su miseria la inteligencia y la fuerza, habrían vacilado en su lealtad, bajo el imperio de una personalidad tan poderosa. Habrían declarado que Domingo era el superhombre. Si tal criatura es concebible, nadie se le parecía más que el Domingo, en aquella su abstracción de terremoto, en aquel vago aire de estatua que se echa a andar. Merecía, en efecto, un nombre sobrehumano: los planos de su cuerpo eran vastos, demasiado obvios para ser perceptibles, y aquellas amplias facciones, demasiado francas para ser comprendidas. Pero Syme, ni en aquel extremo de abatimiento podía caer en esta debilidad moderna. Como cualquiera, podía tener miedo ante la fuerza, pero no tanto que la admirara. 


Gilbert Keith Chesterton, El hombre que fue Jueves, https://www13.shu.edu/catholic-mission/upload/El-Hombre-Que-Fue-Jueves.pdf. Seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.

El extranjero, Albert Camus


                                                                          I
   Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: "Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias." Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.
   El asilo de ancianos está en Marengo, a ochenta kilómetros de Argel. Tomaré el autobús a las dos y llegaré por la tarde. De esa manera podré velarla, y regresaré mañana por la noche. Pedí dos días de licencia a mi patrón y no pudo negármelos ante una excusa semejante. Pero no parecía satisfecho. Llegué a decirle: "No es culpa mía." No me respondió. Pensé entonces que no debía haberle dicho esto. Al fin y al cabo, no tenía por qué excusarme. Más bien le correspondía a él presentarme las condolencias. Pero lo hará sin duda pasado mañana, cuando me vea de luto. Por ahora, es un poco como si mamá no estuviera muerta. Después del entierro, por el contrario, será un asunto archivado y todo habrá adquirido aspecto más oficial.
   Tomé el autobús a las dos. Hacía mucho calor.  Comí en el restaurante de Celeste como de costumbre. Todos se condolieron mucho de mí, y Celeste me dijo: "Madre hay una sola." Cuando partí, me acompañaron hasta la puerta. Me sentía un poco aturdido pues fue necesario que subiera hasta la habitación de Manuel para pedirle prestados una corbata negra y un brazal. El perdió a su tío hace unos meses.
   Corrí para alcanzar el autobús. Me sentí adormecido sin duda por la prisa y la carrera, añadidas a los barquinazos, al olor a gasolina y a la reverberación del camino y del cielo. Dormí casi todo el trayecto. Y cuando desperté, estaba apoyado contra un militar que me sonrió y me preguntó si venía de lejos. Dije "sí" para no tener que hablar más.
   El asilo está a dos kilómetros del pueblo. Hice el camino a pie. Quise ver a mamá enseguida. Pero el portero me dijo que era necesario ver antes al director. Como estaba ocupado, esperé un poco. Mientras tanto, el portero me estuvo hablando, y enseguida vi al director. Me recibió en su despacho. Era un viejecito condecorado con la Legión de Honor. Me miró con sus ojos claros. Después me estrechó la mano y la retuvo tanto tiempo que yo no sabía cómo retirarla. Consultó un legajo y me dijo: "La señora de Meursault entró aquí hace tres años. Usted era su único sostén." Creí que me reprochaba alguna cosa y empecé a darle explicaciones. Pero me interrumpió: "No tiene usted por qué justificarse, hijo mío. He leído el legajo de su madre. Usted no podía subvenir a sus necesidades. Ella necesitaba una enfermera. Su salario es modesto. Y, al fin de cuentas, era más feliz aquí." Dije: "Sí, señor director." El agregó: "Sabe usted, aquí tenía amigos, personas de su edad. Podía compartir recuerdos de otros tiempos. Usted es joven y ella debía de aburrirse con usted."
   Era verdad. Cuando mamá estaba en casa pasaba el tiempo en silencio, siguiéndome con la mirada. Durante los primeros días que estuvo en el asilo lloraba a menudo. Pero era por la fuerza de la costumbre. Al cabo de unos meses habría llorado si se la hubiera retirado del asilo. Siempre por la fuerza de la costumbre. Un poco por eso en el último año casi no fui a verla. Y también porque me quitaba el domingo, sin contar el esfuerzo de ir hasta el autobús, tomar los billetes y hacer dos horas de camino.
   El director me habló aún. Pero casi no le escuchaba. Luego me dijo: "Supongo que usted quiere ver a su madre." Me levanté sin decir nada, y salió delante de mí. En la escalera me explicó: "La hemos llevado a nuestro pequeño depósito. Para no impresionar a los otros. Cada vez que un pensionista muere, los otros se sienten nerviosos durante dos o tres días. Y dificulta el servicio." Atravesamos un patio en donde había muchos ancianos, charlando en pequeños grupos. Callaban cuando pasábamos. Y reanudaban las conversaciones detrás de nosotros. Hubiérase dicho un sordo parloteo de cotorras. En la puerta de un pequeño edificio el director me abandonó: "Le dejo a usted, señor Meursault. Estoy a su disposición en mi despacho. En principio, el entierro está fijado para las diez de la mañana. Hemos pensado que así podría usted velar a la difunta. Una última palabra: según parece, su madre expresó a menudo a sus compañeros el deseo de ser enterrada religiosamente. He tomado a mi cargo hacer lo necesario. Pero quería informar a usted." Le di las gracias. Mamá, sin ser atea, jamás había pensado en la religión mientras vivió.
   Entré. Era una sala muy clara, blanqueada a la cal, con techo de vidrio. Estaba amueblada con sillas y caballetes en forma de X. En el centro de la sala, dos caballetes sostenían un féretro cerrado con la tapa. Sólo se veían los tornillos relucientes, hundidos apenas, destacándose sobre las tapas pintadas de nogalina. Junto al féretro estaba una enfermera árabe, con blusa blanca y un pañuelo de color vivo en la cabeza.
   En ese momento el portero entró por detrás de mí. Debió de haber corrido. Tartamudeó un poco: "La hemos tapado, pero voy a destornillar el cajón para que usted pueda verla." Se aproximaba al féretro cuando lo paré. Me dijo: "¿No quiere usted?" Respondí: "No." Se detuvo, y yo estaba molesto porque sentía que no debí haber dicho esto. Al cabo de un instante me miró y me preguntó: "¿Por qué?", pero sin reproche, como si estuviera informándose. Dije: "No sé." Entonces, retorciendo el bigote blanco, declaró, sin mirarme: "Comprendo." Tenía ojos hermosos, azul claro, y la tez un poco roja. Me dio una silla y se sentó también, un poco a mis espaldas. La enfermera se levantó y se dirigió hacia la salida. El portero me dijo: "Tiene un chancro." Como no comprendía, miré a la enfermera y vi que llevaba, por debajo de los ojos, una venda que le rodeaba la cabeza. A la altura de la nariz la venda estaba chata. En su rostro sólo se
veía la blancura del vendaje.
   Cuando hubo salido, el portero habló: "Lo voy a dejar solo." No sé qué ademán hice, pero se quedó, de pie detrás de mí. Su presencia a mis espaldas me molestaba. Llenaba la habitación una hermosa luz de media tarde. Dos abejorros zumbaban contra el techo de vidrio. Y sentía que el sueño se apoderaba de mí. Sin volverme hacia él, dije al portero: "¿Hace mucho tiempo que está usted aquí?" Inmediatamente respondió: "Cinco años", como si hubiese estado esperando mi pregunta.
   Charló mucho enseguida. Se habría que dado muy asombrado si alguien le hubiera dicho que acabaría de portero en el asilo de Marengo. Tenía sesenta y cuatro años y era parisiense. Le interrumpí en ese momento: "¡Ah! ¿Usted no es de aquí?" Luego recordé que antes de llevarme a ver al director me había hablado de mamá. Me había dicho que era necesario enterrarla cuanto antes porque en la llanura hacía calor, sobre todo en esta región. Entonces me había informado que había vivido en París y que le costaba mucho olvidarlo. En París se retiene al muerto tres, a veces cuatro días. Aquí no hay tiempo; todavía no se ha hecho uno a la idea cuando hay que salir corriendo detrás del coche fúnebre. Su mujer le había dicho: "Cállate, no son cosas para contarle al señor." El viejo había enrojecido y había pedido disculpas. Yo intervine para decir: "Pero no, pero no..." Me pareció que lo que contaba era apropiado e interesante.
   En el pequeño depósito me informó que había ingresado en el asilo como indigente. Como se sentía válido, se había ofrecido para el puesto de portero. Le hice notar que en resumidas cuentas era pensionista. Me dijo que no. Ya me había llamado la atención la manera que tenía de decir: "ellos", "los otros" y, más raramente, "los viejos", al hablar de los pensionistas, algunos de los cuales no tenían más edad que él. Pero, naturalmente, no era la misma cosa. El era portero y, en cierta medida, tenía derechos sobre ellos.
   La enfermera entró en ese momento. La tarde había caído bruscamente. La noche se había espesado muy rápidamente sobre el vidrio del techo. El portero oprimió el conmutador y quedé cegado por el repentino resplandor de la luz. Me invitó a dirigirme al refectorio para cenar. Pero no tenía hambre. Me ofreció entonces traerme una taza de café con leche. Como me gusta mucho el café con leche, acepté, y un momento después regresó con una bandeja. Bebí. Tuve deseos de fumar. Pero dudé, porque no sabía si
podía hacerlo delante de mamá. Reflexioné. No tenía importancia alguna. Ofrecí un cigarrillo al portero y fumamos.

Albert Camus, El extranjero, biblio3.url.edu.gt/LIbros/camus/extranjero.pdf
Seleccionado por  Clara Fuentes Gómez. Segundo de bachillerato, curso 2015-2016.

lunes, 23 de noviembre de 2015

La llamada de lo salvaje, Jack london

Buck no leí los periódicos, porque de haberlo hecho se habría enterado de la amenaza que se cernía no sólo sobre él sino también sobre cualquier perro de fuertes músculos y pelo largo y espeso que habitara en la costa, desde el estrecho de Puget hasta San Diego. Los hombres que se afanaban por entre las tinieblas del Ártico habían encontrado un metal amarillo y, debido a que las compañías de transporte marítimo y terrestre anunciaban a bombo y platillo el hallazgo, miles de hombres se precipitaban hacia las regiones septentrionales. Y esos hombres necesitaban perros que fuesen incansables, de fuerte musculatura con la que bregar y de espesa pelambrera para protegerse de las heladas.
Buck vivía en una amplia casa del soleado valle de Santa Clara. La llamaban << la finca del juez Miller>>. Estaba algo apartada del camino, medio escondida entre unos árboles que apenas dejaban entrever la amplia y fresca terraza que rodeaba la casa por sus cuatro costados. A la casa se accedía por unos caminos de grava que serpenteaban por entre amplias extensiones de césped, bajo las ramas entrelazadas de grandes álamos. La parte trasera de la finca era aún más espaciosa que la delantera. Tenía grandes cuadras, en donde charlataneaban una docena de palanfreneros y mozos de cuadra, hileras de casitas para los criados, todas ellas con emparrado, un sinfín de cobertizos bien alineados, altos cenadores por los que trepaban parras, verdes pastizales, huertos y parcelas de cultivo. Disponía también de una bomba para el pozo artesiano y de una gran alberca de cemento en donde los hijos del juez Miller se zambullían por las mañanas o se refrescaban durante las tardes calurosas. y Sobre estos vastos dominios reinaba Buck. Allí había nacido y allí había pasado los cuatro años de su vida. Bien es verdad que había otros perros (no podía ser de otra manera en una propiedad tan extensa), pero no contaban.

La llamada de lo salvaje, Barcelona, Vicen Vives, 1998,154, seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez, primero de Bachillerato, 2015-2016.

Publicado por alumna I.E.S, Pérez Comendador

Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, Lewis Carroll

     —¡Vaya, al fin tengo libre la cabeza! - se dijo Alicia en un tono de alivio, que se transformó en alarma un instante después, al darse cuenta de que no se veía los hombros por ninguna parte; todo lo que conseguía ver, al mirar hacia abajo, era una inmensa longitud de cuello que parecía emerger como un tallo de un mar de hojas verdes que se extendía muy por debajo de ella.
     —¿ Qué será todo ese verde? - se dijo Alicia-. ¿Dónde estarán mis hombros? ¡Ay, pobres manos mías!, ¿cómo es que no puedo veros? -y las movió mientras hablaba, aunque sin conseguir ningún resultado al parecer, salvo una pequeña agitación entre las lejanas hojas verdes.
     Dado que no parecía haber posibilidades de levantar las manos hasta la cabeza, trató de bajar la cabeza hasta ellas, y le encantó comprobar que su cuello se doblaba fácilmente en cualquier dirección, como una serpiente. Acababa de curvarlo hacia abajo en un gracioso zigzag, e iba a bucear entre las hojas, que según había descubierto no eran sino las copas de los árboles bajo los que había estado deambulando, cuando un agudo siseo la hizo retirarse al instante: una gran paloma se había abalanzado sobre su cara dando violentos aletazos.
     —¡Serpiente! -chilló la Paloma.
     —¡No soy una serpiente! -dijo Alicia indignada-. ¡Déjame en paz!
     —¡Serpiente! ¡Serpiente! - repitió la Paloma; pero en tono más calmado, y añadió con una especie de sollozo-: ¡Lo he intentado todo, pero parece que nada las detiene!
     —No tengo ni idea de qué me hablas -dijo Alicia.
     —Lo he intentado en las raíces de los árboles, lo he intentado en las orillas de los ríos, lo he intentado en los setos -prosiguió la Paloma, sin hacerle caso-; ¡pero dichosas serpientes! ¡Nada las detiene!Alicia estaba cada vez más intrigada; pero consideró que era inútil decir nada hasta que la Paloma hubiese terminado.
     —Como si no fuese bastante preocupación incubar -dijo la Paloma-; ¡encima tener que andar vigilando noche y día a causa de las serpientes! ¡No he pegado ojo en estas tres semanas!
     —Siento muchísima haberle molestado -dijo Alicia, que empezaba a comprender.
     —¡Y precisamente cuando me había instalado en el árbol más alto del bosque -prosiguió la Paloma, elevando la voz hasta chillar-, precisamente cuando ya creía que al fin me había librado de ellas, empiezan a bajar contorsionándose del cielo! ¡Uff, dichosas serpientes!
     —¡Le repito que no soy una serpiente! -dijo Alicia-. Soy una... soy una...
     —¡A ver! ¿Qué eres? -dijo la Paloma-. ¡Ya veo que estás tratando de inventarte algo!
     —Soy... soy una niña -dijo Alicia con cierta vacilación, al recordar el número de cambios que había sufrido ese día.
     —¡Bonito cuento! -dijo la Paloma en tono de profundo desprecio-. He visto montones de niñas, en mis tiempos, y ninguna tenía un cuello así. ¡No, no! Eres una serpiente; de nada te valdrá negarlo. ¡Supongo que me vas a decir también que jamás te has comido un huevo!
     —He comido huevos, desde luego -dijo Alicia, que era una niña muy veraz-; pero las niñas comen huevos igual que las serpientes.
     — No me lo creo -dijo la Paloma-; pero si lo hacen, entonces son una especie de serpientes: es cuanto puedo decir.

Lewis Carroll, Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, Yuncos (Toledo), Ediciones Akal, S.A. , Colección Akal Literaturas, 2005, pág. 138-140.

Seleccionado por Paula Ginarte Pérez. Primero de Bachillerato. Curso 2015-2016.

Nuestra señora de París, Victor Hugo

                    Capítulo VII
        
          La ilustre taberna de la Pomme d´Eve se hallaba en el barrio de la Universidad, en el cruce de la calle Rondelle con la de Bâtonnier. Era una sala bastante amplia, situada en la planta baja. Su techo de poca altura se apoyaba en un sólido pilar pintado de amarillo. Había mesas por todas partes; jarros de estaño relucientes, colgados de las paredes; mucha clientela, chicas en abundancia, una cristalera que daba a la calle y una parra a la puerta.. Sobre la puerta se veía una placa metálica de colores brillantes que tenía pintadas una manzana y una mujer. La placa estaba ya oxidada por la lluvia y giraba al viento sobre un eje de hierro. Esta especie de veleta, inclinada hacia el suelo, era el distintivo de la taberna.
         Empezaba a anochecer y el cruce en donde se encontraba la taberna estaba ya oscuro y ésta, llena de luces, se destacaba de lejos como una fragua en la oscuridad. A través de los cristales rotos de la entrada se oía el ruido del entrechocar de los vasos, el bullicio, los juramentos, las discusiones... A través del humo y la neblina que el ambiente de la sala empujaba hacia la cristalera de la entrada, se distinguían cien figuras borrosas y de vez en cuando se destacaba de entre ellas alguna carcajada estridente. 

        Victor Hugo, Nuestra señora de París, Madrid, Catedra, ed. 27, Letras Universales, página 310.
        Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

El amante, Marguerite Duras.

El hombre elegante se ha apeado de la limusina, fuma un cigarrillo inglés. Mira a la jovencita con sombrero de fieltro, de hombre, y zapatos dorados. Se dirige lentamente hacia ella. Resulta evidente: está intimidado. Al principio, no sonríe. Primero les ofrece un cigarrillo. Su mano tiembla. Existe la diferencia racial, no es blanco, debe superarla, por eso tiembla. Ella le dice que no fuma, no, gracias. No dice nada más, no le dice déjeme tranquila. Entonces tiene menos miedo. Entonces le dice que cree estar soñando. No responde. No vale la pena responder, ¿qué  podría responder? Espera. Entonces él le pregunta: ¿pero de dónde viene usted? Dice que es la hija de la directora de la escuela femenina de Sadec. El reflexiona y después dice que ha oído hablar de esa señora, su madre, dela mala suerte que ha tenido con esa concesión que compró en Camboya, ¿no es así? Sí, lo es.
Repite que es realmente extraordinario verla en ese transbordador. Por la mañana, tan pronto, una chica tan hermosa como ella, usted no se da cuenta, resulta inesperado, una chica blanca en un autocar indígena.
Le dice que el sombrero le sienta bien, incluso muy bien, que resulta...sí, original...un sombrero de hombre, ¿por qué no?, es tan bonita, puede permitírselo todo.
Ella le mira. Se pregunta quién es. El hombre le dice que regresa de París donde ha cursado sus estudios, que también vive en Sadec, en el río exactamente, la gran casa con las grandes terrazas de balaustradas de cerámica azul. Le pregunta qué es. Le dice que es un chino, que su familia procede del norte de china, de Fun-Chuen. ¿Me permite que lalleve a su casa, en Saigón? Está de acuerdo.El hombre dice al chófer que recoja del autocar el equipaje de la chica y que lo meta en el coche negro.

Marguerite Duras, El amante, Texto seleccionado por Edith González Ramos, Primero de bachillerato, curso 2015-2016.

viernes, 20 de noviembre de 2015

A sangre fría, Truman Capote.

    Capitulo II
  -¿Te encuentras bien?
  - Muy bien.
  - No tardes toda la noche.
   Dick echó una moneda en la automática, tiró de la palanca y cogió una bolsita de jelly beans. Masticando volvió al coche y observó los esfuerzos del mozo de la gasolinera para librar el parabrisas del polvo de Kansas y de restos de insectos aplastados. El mozo, que se llamaba James Spor, se sentía nervioso. Los ojos de Dick y su hosca expresión junto con la extraña y prolongada estancia de Perry en el lavabo, le inquietaban.(Al día siguiente le contaría a su jefe:"Anoche tuvimos un par de clientes bastante groseros."Pero entonces ni durante mucho tiempo,relacionaría aquellos visitantes con la tragedia de Holcomb)
  Dick dijo:
 -Esto está un poco muerto.
 -¡Ah, sí! -contestó James Spor-. Son ustedes los primeros que paran aquí desde hace un
par de horas. ¿De dónde vienen?
 -Kansas City.
 -¿A cazar por aquí?
 -Sólo de paso. Vamos a Arizona. Tenemos  allí trabajo que nos aguarda. En la
construcción. ¿Tiene idea de cuántos kilómetros hay hasta Tucumcari, en Nuevo México?
-No sabría decirle. Son tres dólares seis. -Tomó el dinero de Dick, le dio el cambio y
añadió-: Perdóneme, pero estoy trabajando, cambiando el parachoques de un camión.
     Truman Capote, A sangre fría, http://perio.unlp.edu.ar/catedras/system/files/a_sangre_fria-   truman_capote_0.pdf Seleccionado por Julia Mateos Gutiérrez curso 2015-2016

A sangre fría, Truman Capote





     Cuando lo llevaron al almacén, Smith reconoció a su enemigo Dewey. Dejó de mascar la goma de menta que tenía en la boca, sonrió y le guiñó el ojo a Dewey, entre desenvuelto y malicioso. Pero cuando el alcaide le preguntó si quería decir algo, su expresión era seria. Sus ojos sensibles contemplaron gravemente los rostros que le rodeaban, se alzaron hacia el verdugo en sombras, luego se posaron en sus manos esposadas. Se miró los dedos sucios de tinta y pintura, porque se había pasado sus últimos tres años en la Hilera de la Muerte pintando autorretratos y retratos de niños de los detenidos que le dejaban las fotos de su progenie que tan raramente veían.
     —Pienso —dijo— que es una cosa infernal quitar la vida de este modo. No creo en la pena de muerte ni legal ni moralmente. Puede que hubiera podido contribuir en algo, algo... —le falló la seguridad, la timidez le redujo la voz hasta que se hizo casi inaudible—. No sirve de nada que pida perdón por lo que hice. Hasta está fuera de lugar. Pero lo hago. Pido perdón.
    Escalones, lazo, máscara. Pero antes de que le ajustaran la venda, el prisionero escupió su chicle en la mano tendida del capellán. Dewey cerró los ojos y los mantuvo cerrados hasta que oyó el golpe seco que anuncia que la cuerda ha partido el cuello. Como casi todos los funcionarios de la ley americana, Dewey estaba convencido de que la pena capital representa un freno para el crimen violento y creía que si alguna vez la sentencia había sido plenamente merecida, era ésta. La precedente ejecución no le había turbado: Hickock nunca le había parecido gran cosa, sino que lo veía como «un estafador ocasional, que se había salido de su radio de acción, un ser hueco sin ningún valor». Pero Smith, a pesar de que era el verdadero asesino, despertaba en él otra reacción. Había algo en él, un aura de animal exiliado, de criatura herida, que el detective no podía dejar de ver. Recordaba su primer encuentro con Perry en la sala interrogatoria de la policía de Las Vegas: aquel enano sentado en la silla metálica, con sus diminutos pies metidos en unas botas que no llegaban al suelo. Y ahora, cuando Dewey volvió a abrir los ojos, fue aquello lo que vio, los mismos diminutos pies que colgaban, oscilantes.
     Dewey había imaginado que con las ejecuciones de Hickock y Smith se sentiría satisfecho, que experimentaría una sensación de liberación, de justicia cumplida. En lugar de ello, descubrió que estaba recordando un incidente ocurrido casi un año atrás, un encuentro casual en el cementerio de Valley View que, ahora retrospectivamente, le parecía que había cerrado el caso Clutter.
      Los pioneros que fundaron Garden City, tuvieron que ser gente espartana, pero cuando llegó el momento de establecer un cementerio formal, decidieron, a pesar de la aridez del suelo y las dificultades para transportar agua, crear aquel rico contraste con las polvorientas calles y las austeras llanuras. El resultado, que llamaron Valley View, está situado por encima de la ciudad, en una meseta de altura moderada. Visto hoy, es una oscura isla lamida por el ondulante oleaje de los trigales que la rodean, un buen refugio para un día caluroso, porque se hallan en ella muchos senderos umbríos, gracias a árboles plantados generaciones atrás.
     Una tarde del pasado mayo, mes en que los campos arden con el fuego verdeoro del trigo a medio crecer, Dewey llevaba varias horas en Valley View limpiando de malezas la tumba de su padre, deber que había descuidado por mucho tiempo. Dewey tenía cincuenta y un años, cuatro años más que cuando dirigió la investigación del caso Clutter. Pero seguía espigado y ágil y era el principal agente del KBI de la Kansas occidental. La semana anterior, había arrestado a un par de ladrones de ganado. El sueño aquel de establecerse en una granja propia no se había convertido en realidad, pues su esposa no había perdido el miedo a vivir aislada. En cambio, los Dewey se habían construido una casa nueva en la ciudad. Se sentían orgullosos de ella y orgullosos también de sus dos hijos, que ahora ya tenían voz grave y eran tan altos como su padre. El mayor iba a ingresar en la universidad en otoño.



Truman Capote, A sangre fría, www.perio.unpl.edu.ar
Seleccionado por Maria Alegre Trujilllo, segundo de bachillerato. Curso 2015-2016

Metamorfosis, Franz Kafka

Capítulo II
Y así, se puso a correr delante del padre,se paraba cuando él se detenía y volvía a emprender la carrera
cuando él hacía el menos movimiento. Así dieron varias vueltas a la habitación sin que ocurriese nada decisivo y sin que todo aquello tuviese el aspecto de una persecución debido a la lentitud con que tenía lugar. Por ello, Gregor siguió de momento en el suelo,ya que además temía que el padre pudiese interpretar su huida por la pared o por el techo como una maldad especial. No obstante, Gregor tuvo que reconocer que no podría aguantar mucho tiempo aquella carrera ,pues mientras su padre daba un paso él tenía que hacer un sinnúmero de movimiento. Ya empezaba a sentir sus ahogos; bien es verdad que su vida anterior había poseído un pulmón demasiado fiable.

Franz Kafka , Metamorfosis,editorial Acento,colección Club de los Clásicos, pág.65-66
seleccionado por Daniel Carrasco Carril, segundo de bachillerado, curso 2015-2016

El gran Gatsby , F. Scott Fitzgerald



En mis años mozos y más vulnerables mi padre me dio un consejo que desde aquella época no ha dejado de darme vueltas en la cabeza. “Cuando sientas deseos de criticar a alguien” -fueron sus palabras- “recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste.” No dijo nada más, pero como siempre nos hemos comunicado excepcionalmente bien, a pesar de ser muy reservados, comprendí que quería decir mucho más que eso. En consecuencia, soy una persona dada a reservarme todo juicio, hábito que me ha facilitado el conocimiento de gran número de personas singulares, pero que también me ha hecho víctima de más de un latoso inveterado. La mente anormal es rápida en detectar esta cualidad y apegarse a las personas normales que la poseen. Por haber sido partícipe de las penas secretas de aventureros desconocidos, en la universidad fui acusado injustamente de ser político. No busqué la mayor parte de estas confidencias; a menudo fingía tener sueño o estar preocupado; o cuando gracias a algún signo inconfundible me daba cuenta de que se avecinaba por el horizonte la revelación de alguna confidencia, mostraba una indiferencia hostil. Y es que las revelaciones íntimas de los jóvenes, o al menos la manera como las formulan, son por regla general plagios o están deformadas por supresiones obvias. Reservarse el juicio es asunto de esperanza ilimite. Todavía hoy temo un poco perderme de algo si olvido que como lo insinuó mi padre en forma por demás pretencioso, y yo de la misma manera lo repito-, el sentido fundamental de la buena educación es inequitativamente repartido al nacer.



 Fitzgerald  F.Scott , El gran Gatsby, iesvelesevent.edu.gva.es
seleccionado por Paola Moreno Díaz, segundo de bachillerado, curso 2015-2016

A sangra fría, Truman Capote

    Cada vez que ves un espejo, te pones como en trance. Como si estuvieras contemplando un magnífico trasero. Vamos, por Dios, ¿no te aburres nunca? Lejos de cansarle, su rostro le fascinaba. Desde cada ángulo le producía una impresión diferente. Era un rostro cambiante y los experimentos frente al espejo le habían enseñado a controlar sus expresiones, a parecer ora amenazador, ora travieso, ora sentimental; una inclinación de la cabeza, una contracción de los labios y el gitano corrompido se convertía en un jovencito romántico. Su madre había sido una india de pura raza cherokee y de ella había heredado aquella tez, el color yodo de la piel, los oscuros ojos húmedos y el pelo negro, siempre con una buena cantidad de brillantina y tan abundante que le permitía llevar largas patillas y un mechón corto caído sobre la frente a modo de flequillo. Si la aportación de su madre era evidente, la de su padre -un irlandés pecoso y de pelo color jengibre- lo era menos, como si la sangre india hubiese borrado toda huella de la estirpe celta. Pero los labios rosados y la nariz afilada confirmaban su presencia, al igual que aquel aire malicioso de arrogante egocentrismo irlandés que con frecuencia animaba la máscara cherokee y que llegaba a dominarla por completo cuando tocaba la guitarra y cantaba. Cantar e imaginar que lo hacía ante el público era otro fascinante modo de ir pasando las horas. Siempre recurría mentalmente a la misma escena: un local nocturno de Las Vegas que era, en realidad, su ciudad natal. Un local elegante, lleno de celebridades pendientes de la sensacional revelación, y entusiasmadas con aquel nuevo astro que interpretaba, con un fondo de violines, su versión de I’ll be seeing you y luego como bis, la última balada que había compuesto: En abril, bandadas de papagayos vuelan en lo alto, rojos y verdes, verdes y anaranjados. Los veo volar, los oigo en lo alto, papagayos que cantan y traen la primavera en abril...

   Truman Capote, A sangre fría, http://perio.unlp.edu.ar/catedras/system/files/a_sangre_fria-truman_capote_0.pdf, capítulo I.
   Seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.

El nombre de la rosa, Umberto Eco


Tercer día
NOCHE
Donde Adso, trastornado, se confiesa a Guillermo y medita sobre la función de la mujer en el plan de la creación, pero después descubre el cadáver de un hombre.

Cuando volví en mí, alguien estaba mojándome la cara. Era fray Guillermo.Tenía una lámpara y me había puesto algo bajo la cabeza.
-¿Qué ha sucedido, Adso -me preguntó-, para que andes de noche por la cocina robando despojos?
En pocas palabras: Guillermo se había despertado, había ido a buscarme no sé por qué razón, y al no encontrarme había sospechado que estaba haciendo alguna bravata en la biblioteca. Cuando se acercaba al Edificio por el lado de la cocina, había visto una sombra que salía en dirección al huerto (era la muchacha que se alejaba, quizá  porque había oído que alguien venía). Había tratado de reconocerla y de seguir sus pasos, pero ella (o sea, lo que para él era una sombra) había llegado hasta la muralla y había desaparecido. Entonces Guillermo  -después de explorar los alrededores- había entrado en la cocina y me había descubierto inconsciente.
Cuando, todavía aterrorizado, le señalé el envoltorio que contenía el corazón, y balbucí algo acerca de un nuevo crimen, se echó a reír:
-¡Pero Adso! ¿Qué hombre tendría un corazón tan grande? Es un corazón de vaca, o de buey; justo hoy han matado un animal. Mejor explícame cómo se encuentra en tus manos.
Oprimido por los remordimientos y atolondrado,  además, por el terror, no pude contenerme y prorrumpí en sollozos, mientras le pedía que me administrase el sacramento de la confesión. Así lo hizo y le conté todo sin ocultarle nada. Fray Guillermo me escuchó con mucha seriedad, pero con una sombra de indulgencia. Cuando hube acabado, adoptó una expresión severa y me dijo:
-Sin duda, Adso, has pecado, no sólo contra el mandamiento que te obliga a no fornicar, sino también contra tus deberes de novicio. En tu descargo obra la circunstancia de que te has visto en una de aquellas situaciones en las que hasta un padre del desierto se habría condenado. Y sobre la mujer como fuente de tentación ya han hablado bastante las escrituras. De la mujer dice el Eclesiastés que su conversación es como fuego ardiente, y los Proverbios dicen que se apodera de la preciosa alma del hombre, y que ha arruinado a los más fuertes. Y también dice el Eclesiastés: Hallé que es la mujer más amarga que la muerte y lazo para el corazón, y sus manos, ataduras. Y otros han dicho que es vehículo del demonio. Aclarado esto, querido Adso, no logro convencerme de que Dios haya querido introducir en la creación un ser tan inmundo sin dotarlo al mismo tiempo de alguna virtud. Y me resulta inevitable reflexionar sobre el hecho de que El les haya concedido muchos privilegios y motivos de consideración, sobre todo tres muy importantes. En efecto, ha creado al hombre en este mundo vil, y con barro, mientras que a la mujer la ha creado en un segundo momento, en el paraíso, y con la noble materia humana. Y no la ha hecho con los pies o las vísceras del cuerpo de Adán, sino con su costilla. En segundo lugar, el Señor, que todo lo puede, habría podido encarnarse directamente en un hombre, de alguna manera milagrosa, pero, en cambio, prefirió vivir en el vientre de una mujer, signo de que ésta no era tan inmunda. Y cuando apareció después de la resurrección, se le apareció a una mujer. Por último, en la gloria celeste ningún hombre será rey de aquella patria, pero sí habrá una reina, una mujer que jamás ha pecado. Por tanto, si el Señor ha tenido tantas atenciones con la propia Eva y con sus hijas, ¿es tan anorque también nosotros nos sintamos atraídos por las gracias y la nobleza de ese sexo? Lo que quiero decirte,Adso, es que, sin duda, no debes volver a hacerlo, pero que tampoco es tan monstruoso que hayas caído en la tentación. Y, por otra parte, que un monje, al menos una vez en su vida, haya experimentado la pasión carnal, para, llegado el momento, poder ser indulgente y comprensivo con los pecadores a quienes deberá aconsejar y confortar... pues bien, querido Adso, es algo que no debe desearse antes de que suceda, pero que tampoco conviene vituperar una vez sucedido. Así que, ve con Dios, y no hablemos más de esto. En cambio, para no pensar demasiado en algo que mejor será olvidar, si es que lo logras -y me pareció que en aquel momento su voz vacilaba, como ahogada por una
emoción muy profunda-, preguntémonos qué sentido tiene lo que ha sucedido esta noche. ¿Quién era esa muchacha y con quién tenía cita?
-Eso sí que no lo sé, y no he visto al hombre que estaba con ella.
-Bueno, pero podemos deducir quién era basándonos en una serie de indicios inequívocos. Ante todo, era un hombre feo y viejo, con el que una muchacha no va de buena gana, sobre todo si es tan hermosa como la describes, aunque me parece, querido lobezno, que en la situación en que te encontrabas cualquier bocado te habría sabido exquisito.
-¿Por qué feo y viejo?
-Porque la muchacha no iba con él por amor, sino por un paquete de riñones. Sin duda se trataba de una muchacha de la aldea, que, quizás no por primera vez, se entregaba a algún monje lujurioso por hambre, obteniendo como recompensa algo en que hincar el diente, ella y su familia.

Umberto Eco, El nombre de la rosa, www.ignaciodarnaude.com/textos_diversos/Eco,Umberto,El%20nombre%20de%20la%20rosa.pdf
Seleccionado por  Clara Fuentes Gómez. Segundo de bachillerato, curso 2015-2016.


El gran Gatsby, Scott Fitzgerald

Casi en la mitad del camino entre West Egg y Nueva York la carretera se une con la carrilera y corre a su lado durante un cuarto de milla, como huyendo de cierta desolada área de tierra. Es un valle de cenizas, una granja fantástica donde las cenizas crecen, como el trigo, en cerros, colina,, y grotescos jardines: un valle donde las cenizas toman la forma de casas, chimeneas y humo en ascenso, e incluso, con un esfuerzo trascendente, la de hombres grises que se mueven envueltos en la niebla, a punto de desplomarse y a través de la polvorienta atmósfera. De vez en cuando una hilera de autos grises pasa reptando a largo de un sendero invisible, emite un traqueteo fantasmagórico y se detiene, acto seguido unos hombres grises como la ceniza se trepan con palas plomizas y agitan una nube impenetrable que tapa su oscura operación a la vista. Pero encima de la tierra gris y de los espasmos del polvo desolado que todo el tiempo flota sobre ella, se pueden percibir, al cabo de un momento, los ojos del T.J. Eckleburg. Los ojos del T.J. Eckleburg son azules, y gigantescos, con retinas que miden una yarda. No se asoman desde rostro alguno sino tras un par de enormes anteojos amarillos, posándose sobre una nariz inexistente. Es evidente que el oculista chiflado y guasón los colocó allí a fin de aumentar su clientela del sector de Queens, y después se hundió en la ceguera eterna, los olvidó o se mudó. Pero sus ojos, un poco desteñidos por tantos días al sol y al agua sin recibir pintura, cavilan sobre el solemne basurero. Por uno de los lados el valle de las cenizas limita con un riachuelo fétido, y cuando se abre el puente levadizo para que pasen las barcazas, los pasajeros de los trenes que esperan pueden observar la deprimente escena, a veces hasta por media hora. Siempre es necesario hacer un alto allí, por lo menos de un minuto. Gracias a esta parada conocí por primera vez a la amante de Tom Buchanan. Donde quiera que lo conocían se hacia referencia al hecho de que Tom tenía una amante. A sus amigos les molestaba que se presentara con ella en los restaurantes más populares y que, dejándola sentada, fuera de mesa en mesa a conversar con cualquier conocido. Yo sentía cierta curiosidad por ver cómo era, aunque no tenía deseos de conocerla. Pero me tocó. Una tarde subí a Nueva York con Tom en tren, y al detenernos junto a los morros de ceniza, éste se levantó de un salto y, asiéndome del codo, literalmente me sacó del vagón.

Scott Fitzgerald, El gran Gatsby,  http://iesvelesevents.edu.gva.es/wptemp/wp-content/uploads/2013/03/Scott-Fitzgerald.-El-gran-Gatsby.pdf, capítulo II.
Sleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.

lunes, 16 de noviembre de 2015

La isla del tesoro, Robert L.Stevenson

El squire Trelawaney, el doctor Livesey y los demás me han encargado que ponga por escrito todo lo referente a la Isla del Tesoro, de cabo a rabo, sin dejar otra cosa en el tintero que la posición de la isla, y esto porque aún quedan allí riquezas que no han sido recogidas. Tomo, pues, la pluma en el año de gracia de 17..., y retrocedo hasta el tiempo en que mi padre era el dueño de la posada del Almirante Benbow, en que el viejo navegante, de moreno y curtido rostro cruzado por sablazo, se acomodó como húesped bajo nuestro techo.
Recuerdo como si fuera ayer el día en que llegó, con torpe andadura, a la puerta del albergue, y tras él, en una carretilla, su cofre de marinero. Era un hombretón alto, recio, pesado, muy bronceado; la coleta embreada le caía sobre los hombros de la casaca azul, cubierta de manchas; tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con las uñas negras y rotas; y la cuchillada que cruzaba una de sus mejillas le había dejado un costurón lívido, de sucia blancura. Paréceme que lo estoy viendo mirar en torno de la ensenada, silbando entre dientes, y después tararear aquella antigua canción marinera, que tantas veces cantaría después:
                   ¡Quince hombres en el cofre del muerto,
                    Yo-jo-jó, y una botella de ron!
con aquella voz alta y cascada que parecía haber sido a un tiempo afinada y quebrada en las barras del cabrestante.
Después llamó a la puerta con una especie de bastón que llevaba, semejante a un espeque, y cuando acudió mi padre, pidió con tono destemplado un vaso de ron. Se lo trajeron y lo bebió pausadamente, como buen catador, paladeándolo sin prisa y sin dejar de mirar los acantilados y la enseñanza que colgaba sobre la puerta.
 -Buena caleta ésta -dijo por fin-, y la taberna está bien situada. ¿Mucha compañía por aquí jefe?
Mi padre le respondió que no: muy poca concurrencia, por desgracia.
 -Bueno, entonces aquí ehco el amarre. ¡Eh, colega!-gritó al que empujaba la carretilla-. Atraca aquí al costado y ayuda a subir el cofre. Me quedo aquí unos días-continuó-. Soy hombre llano: ron, tocino y huevos es todo lo que necesito, y aquel promontorio de allá arriba, para ver salir los barcos. ¿Que cómo me han de lamar? Llámenme capitán.
¡Ah! ya veo tras de lo que anda... ¡Ahí va!-y arrojó tres o cuatro monedas de oro en el umbral-. Ya me avisarán cuando me haya comido todo eso -dijo imperioso y altivo como un almirante.


Robert L.Stevenson,La Isla del tesoro, Barcelona, vicens vives, 1990, 270, seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez CURSO 2015-2016.

El sueño de una noche de verano, William Shakespeare

     PUCK.—Ahora ruge el león hambriento y aúlla el lobo a la luna, mientras ronca el cansado labrador abrumado por su ruda tarea. Ahora arden los tizones abandonados, mientras el búho, con agudo chillido, hace que el infeliz hundido en la congoja se acuerde del sudario. Ésta es la hora de la noche en que las tumbas se abren del todo para dejar salir a los espectros que se deslizan por los senderos del cementerio y de la iglesia; y nosotros, duendes y hadas, huimos de las presencia del sol, siguiendo las sombras como un sueño. ¡Qué alegría la nuestra en este instante! No habrá ni un ratón que perturbe este hogar. Enviáronme, escoba en mano, a barrer el polvo detrás de la puerta. (Entran Oberón, TItania y séquito.)
     OBERÓN. —Brillen alegres luces junto a la lumbre medio apagada. Y cada duende y hada salte tan ligero como el ave sobre los espinos. Y siguiéndome, bailen y canten alegremente.
     TITANIA.—Repetid primero esta canción acompañando cada palabra con melodioso trino. Y con gracia propia de hadas, mano a mano, cantemos y bendigamos este lugar.
     TODOS.—(Canta y bailan)
     OBERÓN.Ahora hasta rayar el día
                       habiten aquí las hadas,
                       y de las tres desposadas
                       bendigamos la mejor.
                       La prole que nazca de ella
                       será siempre venturosa;
                       cada pareja amorosa
                       siempre fiel será a su amor.
                       Ni mostrará tacha alguna
                       su descendencia lejana,
                       de todas las que importuna
                       la naturaleza da.
                       Con las gotas del rocío
                       consagremos esta casa,
                       donde a sus dueños escasa
                       nunca la dicha será.
                       Cantad y bailad ahora
                       hasta que raye la aurora. (Salen.)

  William Shakespeare, El sueño de una noche de verano, Madrid, Editorial EDAF, Colección Biblioteca EDAF, 1997, pág. 113-114.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

La metamorfosis, Franz Kafka

                  Cuando una mañana Gregor Samsa despertó de sus sueños intranquilos se encontró en su cama transformado en un enorme insecto. Estaba tumbado sobre su espalda, dura como un caparazón, y al levantar un poco la cabeza veía su vientre abombado, marrón, dividido por segmentos rígidos arqueados, sobre los cuales la manta, dispuesta a escurrirse del todo, apenas se podía mantener. Sus numerosas patas, penosamente delgadas en comparación con su cuerpo, vibraban desvalidas delante de sus ojos.
                  «¿Qué ha ocurrido conmigo?», pensó. Aquello no era un sueño. Su habitación, una habitación humana normal, tal vez un poco pequeña, seguía allí tranquilamente entre las cuatro paredes de siempre. Por encima de la mesa, sobre la que estaba extendido un muestrario de paños desempaquetado -Samsa era viajante-, colgaba el retrato que había recortado hacía poco de una revista y colocado en un bonito marco dorado. Representaba a una dama que, provista de un sombrero de piel y una boa del mismo material, estaba sentada muy derecha alzando hacia el espectador un pesado manguito, también de piel, donde había desaparecido por completo su antebrazo.
                  La mirada de Gregor se dirigió entonces hacia la ventana, y el tiempo desapacible -se oían golpear gotas de lluvia sobre la chapa de la ventana- le puso muy melancólico. «¿Y si sigue durmiendo un rato y olvidase todas estas locuras?», pensó, pero eso era del todo imposible, pues estaba acostumbrado a dormir sobre su lado derecho y en su actual estado no podía adoptar esa postura. Por mucho que se esforzaba en echarse sobre su lado derecho, siempre volvía a caer de espaldas. Debió intentarlo cien veces, cerró los ojos para no tener que ver las patas agitadas y no desistió hasta que notó en el costado un dolor leve y sordo que nunca había sentido.


        Franz Kafka, La metamorfosis, Madrid, Acento, ed. 7, Club de los clásicos, página 5.
        Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.