lunes, 30 de noviembre de 2015

Frankenstein, Mary Shelley

     Así pasó el verano. Mi regreso a Ginebra había sido fijado para fines de otoño, pero distintos inconvenientes me retrasaron y pronto llegó el invierno y con él la nieve. Los caminos estaban impracticables y tuve que dejar mi viaje para la siguiente primavera. Aquello me disgustó en verdad, pues tenía vivos deseos de volver a ver mi ciudad natal y hallarme junto a los míos. Debo reconocer, sin embargo, que el motivo principal de mi retraso era el desasosiego que me producía el dejar a mi amigo Clerval en una ciudad desconocida para él, antes de que hubiera podido encontrar suficientes relaciones. Pasamos, no obstante, un invierno agradable y, aunque la primavera se retrasó mucho, compensó la tardanza de su aparición con un tiempo excepcionalmente bueno.
     El mes de mayo se hallaba ya avanzado y yo aguardaba, de un día a otro, la carta de la que dependía la fecha definitiva de mi marcha, cuando Henry me propuso una excursión a pie por los alrededores de Ingolstadt, cosa que, hasta cierto punto, me permitiría conocer mejor la región en la que durante tanto tiempo había vivido. Acepté encantado la sugerencia. La posibilidad de hacer ejercicio me atraía poderosamente. Además, Clerval había sido siempre el compañero que prefería para semejantes salidas que, a menudo, efectuábamos por los alrededores de Ginebra. El viaje duró quince días y, tras tan largo período de tiempo, yo había recuperado por completo mi salud y mi moral. El aire sano, los imprevistos incidentes del camino y nuestras conversaciones, largas y amigables, mejoraron todavía más mi estado. Con anterioridad los estudios me habían mantenido bastante apartado de mis semejantes y, lentamente, me estaba convirtiendo en un misántropo. Clerval supo reavivar y fortalecer en mi corazón los más generosos sentimientos. Me enseñó a admirar de nuevo el bello espectáculo del paisaje y la naturaleza, así como el rostro sonriente de los niños. ¡Qué magnífico amigo! Me amaba con sinceridad y esforzábase por elevar mi alma al nivel de la suya.
     La búsqueda egoísta de mi objetivo me había cegado. Con su gentileza y su cariño me devolvió la razón. Gracias a sus desvelos volvía a ser la criatura segura y feliz que, pocos años antes, amando a todo el mundo y amado por todos, ignoraba lo que eran las penas y desilusiones. Cuando me sentía feliz, la naturaleza tenía la virtud de despertar en mí las más exquisitas sensaciones. Un cielo en calma, los campos que iban, poco a poco, cubriéndose de verde me embargaban con un éxtasis delicioso. Las primeras flores cubrían los prados y eran ya el anuncio de las del verano. Las obsesiones que el año anterior me habían hecho sentir el rigor de su peso se habían alejado ahora de mí.

Mary Shelley, Frankestein, Yuncos (Toledo), Unidad Editorial, S.A. , Colección Millenium, 1999, pág. 70-71. Seleccionado por Coral García Domínguez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

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