viernes, 15 de marzo de 2013

Triunfos, Francesco Petrarca

I
Cuando vuelven de nuevo mis suspiros
por la dulce memoria de aquel día
que fue comienzo de martirios largos,

el Sol ya iluminaba los dos cuernos 
de Tauro, al mismo tiempo que la Aurora 
corría en la frescura a su morada.

Amor, desdenes, lágrimas y tiempo
al cerrado lugar me condujeron
donde el pecho reposa toda pena.

Cansado de llorar sobre la hierba,
una luz vi, vencido por el sueño,
con mucho dolor dentro y placer breve.

Vi a un jefe victorioso cual si fuera
uno que al Capitolio condujese
su carro de triunfo hacia la gloria.

Y, que de tal visión gozar no suelo
por el adverso siglo en que me encuentro,
carente de virtud, de orgullo lleno,

miré aqaquella figura rara y bella
elevando mis ojos ya cansados
porque sólo saber es mi deseo.

Cuatro corceles vi como la nieve,
y en un carro de fuego un joven fiero
con un arco y saetas en la aljaba;

nada temía pues ni escudo o cota
llevaba sobre sí, sino dos alas
de mil colores, y desnudo el resto.


Francesco Petrarca, Triunfos , sección I, Editora Nacional.  Seleccionado por Natalia Sánchez Martín,  segundo de Bachillerato, curso 2012/2013.

Tito Andrónico, William Shakespeare

     [El mismo lugar]
     Entra un capitán.
     CAPITÁN. ¡Romanos, dejad paso! El buen Andrónico, protector de la virtud, el mejor campeón de Roma, triunfante en las batallas que pelea, ha vuelto con honor y con fortuna desde donde ha cercado con su espada y sujetado al yugo a los enemigos de Roma.
Tocan tambores y trompetas, y luego entran Marcio y Mucio; detrás de ellos, dos hombres llevando un ataúd cubierto de negro; luego Lucio y Quinto. Después de ellos, Tito Andrónico, y luego Tamora, con Alarbo, Demetrio, Quirón, Aarón y otros godos, prisioneros; siguiéndoles Soldados [todos los que puedo haber]. Dejan en el suelo el ataúd y habla Tito.
     TITO. ¡Salve, Roma, victoriosa en tus ropàjes de lujo! Miro; como el barco que, descarga su mercancía, vuelve con precioso flete a la bahía de donde levó anclas, así viene Andrónico, ceñido de ramas de laurel, para saludar otra vez a su país con sus lágrimas, lágrimas de verdadero gozo por su regreso a Roma. ¡Tú, gran defensor de este Capitolio, preside benévolo los ritos que vamos a hacer! ¡Romanos, de veinticinco valerosos hijos, la mitad del número que tuvo el rey Príamo, observad los escasos restos, muertos y vivos! Los que han sobrevivido, que Roma les premie con amor; a los que traigo a su última morada, que les premie sepultándoles entre los antepasados. Aquí los godos me han dejado envainar la espada. Tito, cruel y descuidado para con los tuyos, ¿por qué consientes que tus hijos, aún sin enterrar, se ciernan sobre la temible orilla del Estigio?

William Shakespeare, Tito Andrónico, Escena II, editorial planeta, texto seleccionado por Esther Hernández Calvo, segundo de Bachillerato, curso 2012/13

Jacques el fatalista, Denis Diderot

Jacques y su amo pasaron el resto del día sin abrir la boca. Jacques tosía y su amo decía: <¡Qué tos más mala!>; miraba luego la hora en su reloj, sin enterarse, abría su tabaquera sin darse cuenta y aspiraba su porción de tabaco sin sentirlo. La prueba de esa distacción es que lo repetía tes o cuatro veces seguidas y por ese mismo orden. Un rato después, Jacques volvía a toser, y el amo volvía a decir: <¡Demonio de tos! Así te pimplaste tú el vino de la mesonera hasta el gargabero... y anoche, con el secretario, tampoco te anduviste con chiquitas: al subir ibas tembaleándose y no sabías lo que decías, y en el día de hoy has hecho diez paradas, apuesto a que no queda una gota de vino en tu cantimplora...> Luego murmuraba entre dientes, miraba su reloj y daba un poco de gusto a su nariz.
Olvidé deciros, lector, que Jacques no salía nunca sin una cantimplora llena del mejor vino; la llevaba colgada del arzón de su silla. Cada vez que el amo interrumpía su relato con alguna pregunta un poco premiosa, Jacques desataba su cantimplora, bebía un trago a chorro y no la dejaba en su sitio hasta que su amo había terminado de hablar. También olvidé que en cuantos casos requerían reflexión, el primer movimiento de Jacques era consultar con su cantimplora; y si había que resolver una cuestión de moral, discutir sobre un hecho, preferir un cambio a otro, iniciar, proseguir o abandonar un negocio, sopesar las ventajas y desventajas de una operación política, de una especulación comercial o financiera, el acierto o desacierto de una ley, el desenlace de una guerra, la elección de alojamiento y, en la posada, la elección de alojamiento y, en la posada, la elección de habitación y, en la habitación, la elección de un lecho, sus primeras palabras eran: Y su última opinión:


Denis Diderot,  Jacques el fatalista,  págs 263- 264editorial planeta, texto seleccionado por Beatriz Iglesias, segundo de Bachillerato, curso 2012/2013