lunes, 15 de febrero de 2016

La muerte en Venecia, Thomas Mann

     
                                                                  IV

       Un día y otro día, el dios de ardientes mejillas recorría con su cuadriga generadora del cálido estío los espacios del cielo, y su dorada cabellera flotaba en el viento huracanado que venía del Este. Por los confines del mar indolente flotaba una blanquecina, sedosa niebla. La arena ardía. Bajo el azul encendido de éter se extendían, frente a las casetas, unas amplias zonas, y en la mancha de sombra secretamente dibujada que ofrecían, parábanse las horas de la mañana. Las noches eran deliciosas; las plantas del parque que esparcían su perfume penetrante, mientras en la altura seguían su carrera los astros, y el murmullo del mar, envuelto en tinieblas, hablaba íntimamente al alma. Aquellas noches traían la alegre promesa de un nuevo día de sol, con ocio ordenado, enjoyado de las infinitas posibilidades que podría ofrecer. 
        El huésped, a quien un oportuno fracaso había detenido allí, al recobrar su equipaje no pensó, ni mucho menos, en una nueva partida.
        Durante dos días había tenido que privarse de algunas cosas, viéndose obligado a comer en el gran comedor en traje de viaje. Pero cuando el equipaje extraviado apareció su cuarto, lo deshizo inmediatamente y llenó armarios y cajones con sus cosas, enteramente decidido a quedarse por un tiempo indefinido, satisfecho de poder caminar por la playa con su traje de seda y de presentarse de etiqueta en el comedor.


           Thomas Mann, La muerte en Venecia, Barcelona, Seix Barral, 1983, ed. 16, pág. 78
           Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, curso 2015-2016.

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