lunes, 18 de abril de 2016

Las aventuras de Tom Sawyer, Mark Twain

Capítulo II

     Llegó la mañana del sábado y el mundo estival apareció luminoso, fresco y rebosante de vida. En cada corazón resonaba un canto, y si el corazón era joven, la música subía hasta los labios. Todas las caras parecían alegres, y los cuerpos, anhelosos de movimiento. Las acacias estaban en flor y su fragancia sturaba el aire.
     El monte Cardiff, al otro lado del pueblo, y alzándose por encima de él, estaba todo cubierto de verde vegetación y lo bastante alejado para parecer como una deliciosa tierra prometida que invitaba al reposo y al ensueño.
     Tom apareció en la calle con un cubo de lechada y una brocha atada en la punta de una pértiga. Echó una mirada a la cerca y la naturaleza perdió toda su alegría, y una aplanadora tristeza descendió sobre su espíritu. ¡Treinta varas de valla de nueve pies de altura! Le pareció que la vida era vana y sin objeto y la existencia una pesadumbre. Lanzando un suspiro, mojó la brocha y la pasó a lo largo del tablón más alto; repitió la operación; la volvió a repetir; comparó la insignificante franja enjalbegada con el vasto continente de cerca sin encalar, y se sentó sobre el boj, descorazonado. Jim salió a la puerta haciendo cabriolas, con un balde de cinc y cantando «Las muchachas de Buffalo». Acarrear agua desde la fuente del pueblo había sido siempre a los ojos de Tom cosa aborrecible; pero entonces no le pareció así. Se acordó de que allí no faltaba compañía. Allí había siempre rapaces de ambos sexos, blancos, mulatos y negros, esperando vez, y entretanto halgazaneaban, hacían cambios, reñían, se pegaban y bromeaban. Y se acordó de que, aunque la fuente sólo distaba ciento cincuenta varas, jamás estaba de vuelta Jim con un balde de agua en menos de una hora, y aun entonces era porque alguno había tenido que ir en su busca. Tom le dijo:
     - Oye, Jim: yo iré a traer el agua si tú encalas un pedazo.
     Jim sacudió la cabeza y contestó:
     - No puedo, amo Tom. El ama vieja me ha dicho que tengo que traer el agua y no entretenerme con nadie. Ha dicho que se figuraba que el amo Tom me pediría que encalase, y que lo que tenía yo que hacer era andar listo y no ocuparme más que de lo mío...
     - No te importe lo que haya dicho, Jim. Siempre dice lo mismo. Déjame el balde y no tardo ni un minuto. Ya verás cómo no se entera.
     - No me atrevo, amo Tom. El ama me va a cortar el pescuezo. ¡De veras que sí!
     - ¿Ella?... Nunca pega a nadie. Da capirotazos con el dedal, y eso ¿a quién le importa? Amenaza mucho, pero aunque hable no hace daño, a menos que se ponga a llorar. Jim, te daré una canica. Te daré una de las blancas.
     Jim empezó a vacilar.
     - Una blanca, Jim, y es de primera.
     - ¡Anda! ¡De ésas se ven pocas! Pero tengo un miedo muy grande al ama vieja.
     Pero Jim era débil, de carne mortal. La tentación era demasiado fuerte. Puso el cubo en el suelo y cogió la canica. Un instante después iba volando calle abajo con el cubo en la mano y un gran escozor en las posaderas; Tom enjalbegaba con furia, y la tía Polly se retiraba del campo de batalla con una zapatilla en la mano y el brillo de la victoria en los ojos.

Mark Twain, Las aventuras de Tom Sawyer, Madrid, Unidad Editorial, Colección Millenium, 1999, pág. 17-18.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez ,Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

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