lunes, 11 de abril de 2016

La obra, Émile Zola

-¡Ah!, nosotros, ¿ves?, amigo, nos hemos librado.
     Entonces le asaltaron otros recuerdos que hacían latir aceleradamente sus corazones, los bonitos días al aire libre y a pleno sol que habían vivido allí, fuera del colegio. Desde pequeños, a partir de sexto, los tres inseparables habían sentido pasión por las largas caminatas. Aprovechando la menor oportunidad, se iban a hacer lenguas, más enardecidos a medida que crecían, hasta que acabaron por recorrer la región entera, y eran unos viajes que duraban a menudo varios días. Y se acostaban a la buena de Dios por el camino, en la concavidad de una roca o en una empedrada cálida aún, donde la paja de trigo trillado les hacían de blanda yacija, en alguna casa de labor abandonada, cuyo suelo enladrillado recubrían con un lecho de tomillo y de lavanda. Eran huidas lejos el mundo, una absorción instintiva en el seno de la buena Madre Naturaleza, una adoración irracional de chiquillos por los árboles, las aguas, los montes, por aquella alegría sin límites de estar solos y de ser libres.
     Dubuche, que era interno, no se unían a los otros dos más que por vacaciones. Tenía, por lo demás, las piernas pesadas, la carne adormecida del buen empollón. Pero Claude y Sandoz eran infatigables, iban cada domingo a despertarse a las cuatro de la noche lanzándose piedras en las persianas. En verano, sobre todo, soñaban con la Viorne, el torrente cuyo delgado hilo de agua baña las praderas bajas de Plassans. Contaban apenas doce años y ya sabían nadar; y era apasionante chapotear en el fondo de los pozos, donde se remansaba el agua, pasar allí días enteros, completamente desnudos, secándose en la abrasadora arena para volver a zambullirse a continuación, vivir en el río, tumbados de espaldas o boca abajo, rebuscando entre las hierbas de las orillas, hundiéndose en él hasta las orejas y acechando durante horas los escondites de las anguilas. Aquel continuo baño de agua pura que les templaba a plena luz del día prolongaba su infancia, provocaba sus frescas risas de pilluelos que hacen novillos, cuando, vueltos ya unos jóvenes más formales, volvía, a la ciudad con el molesto calor abrasador de las noches de julio. Luego, andando el tiempo, se aficionaron a la caza, pero a la caza tal como se practica en aquella región sin caza, seis leguas hechas para matar media docena de papafigos, temibles expediciones de las que regresaba a menudo con el morral vacío, con algún murciélago imprudente abatido a la entrada del arrabal cuando descargaban sus escopetas. Sus ojos se humedecían al simple recuerdo de aquellas caminatas interminables: volvían a ver los blancos caminos, hasta el infinito, cubiertos de una capa de polvo, como si de una densa nevada se tratase: los seguían siempre sin descanso, felices de oír crujir sus zapatones, luego atajaban a campo traviesa por unas tierras rojas, ferruginosas, donde seguían siempre adelante; y con un cielo plomizo, sin una sombra, sólo los olivos enanos y almendros de ralo follaje; y, en cada recodo, la delicioso modorra provocada por el cansancio, la fanfarronada triunfal de haber caminado más incluso que la vez anterior, el gusto de sentirse llevar y de avanzar sólo simple inercia, dándose ánimos con alguna terrible canción de soldado que les acunaba como desde el fondo de un sueño.


            Émile Zola, La obra, Barcelona, Penguin Clásicos, ed. 20, 2007, pág 88
            Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016

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