viernes, 12 de febrero de 2010

La isla del tesoro, Robert Louis Stevenson

Capítulo 26

El viento, sirviendo a nuestros deseos, cambió al oeste. Podíamos navegar con más facilidad desde el extremo noreste de la isla hasta la entrada de la Cala del Norte. Pero como no había forma de poder anclar, y yo no me atrevía a varar la goleta hasta que la marea estuviera alta, durante largo tiempo no tuvimos nada que hacer a bordo. El contramaestre me indicó cómo fachear el barco; y, tras muchos intentos, al fin logré hacerlo y los dos nos sentamos silenciosos a comer.

-Capitán -me dijo, con aquella misma inquietante sonrisa-, ¿qué hacemos con mi viejo camarada O'Brien? ¿Por qué no lo coge usted y lo arroja al agua? Yo no soy particularmente melindroso, sí me duele haberlo liquidado, pero no considero que esté bien ahí en cubierta... Feo ornamento, ¿no cree usted?

-Ni tengo fuerzas yo solo ni me apetece la tarea -le contesté-. Por mí, ahí se queda.

-Este es un barco sin suerte, Jim -siguió, haciéndome un guiño de complicidad-. Un puñado de hombres ha caído ya en esta Hispaniola, pobres marineros que se ha tragado el otro mundo desde que embarcamos en Bristol. No, nunca he visto un barco con peor suerte. Mira a este O'Brien... y ahora está muerto, ¿no es verdad? Pues bien, yo no soy hombre de letras y tú eres un mozo que sabe leer y entiende esas cosas de la pluma; y para decirlo sin rodeos, ¿tú crees que, cuando uno se muere, lo hace para siempre o que vuelve otra vez?

-Se puede matar el cuerpo, señor Hands, pero no el espíritu; ya debía saberlo -repliqué-. O'Brien está en el otro mundo, y hasta puede que nos esté mirando.

-¡Oh! -exclamó-. Pues es de lamentar, porque así es como si matar a uno no fuera más que matar el tiempo. De todos modos, los espíritus no cuentan mucho, por lo que yo sé. No me asusta tener que vérmelas con ellos, Jim. Y ahora que estamos hablando con confianza, te agradecería mucho que bajases al camarote y me trajeras un... bueno, un... ¡cómo crujen mis cuadernas!, no doy con el nombre; bien, tú traeme una botella de vino, Jim, porque este brandy es demasiado fuerte para mi cabeza.

Todo aquello no me parecía natural, y desde luego que prefiriese el vino al aguardiente no podía yo creerlo. Aquello no era más que un pretexto. Quería alejarme de la cubierta, de eso no había duda, pero ignoraba con qué propósito. Su mirada esquivaba la mía; sus ojos miraban de soslayo y hacia todas partes, lo mismo hacia los cielos que, furtivamente, hacia el cadáver de O'Brien. Seguía sonriendo sin cesar y se relamía tan gustosamente, que hasta un niño hubiera podido percatarse de que maquinaba alguna artimaña. Pero yo conocía mi terreno, y con alguien en el fondo tan torpe no me resultaba difícil ocultar mis sospechas; y le dije sin vacilar:

-¿Vino? Estupendo. ¿Lo quieres blanco o tinto?

-Calculo que viene a ser la misma cosa para mí, compañero -replicó-; con tal que sea fuerte y abundante, ¿qué importa lo demás?

-De acuerdo -le contesté-. Voy a traerte Oporto, amigo Hands. Pero me va a costar trabajo dar con la botella.

Y diciendo esto me alejé hacia la escala del camarote, haciendo el mayor ruido posible; y entonces me quité los zapatos, di vuelta por el pasillo, subí por la escala del castillo de proa y asomé la cabeza a ras de la cubierta. Yo sabía que él no podía ni imaginarse que yo apareciera allí, pero de todas formas fui lo más cauteloso posible; y en verdad que mis sospechas quedaron confirmadas.

Hands abandonó su postración, incorporándose dificultosamente; y a pesar de notarse que la pierna le producía un dolor intenso -pues le oí quejarse-, cruzó sin embargo la cubierta rápidamente hasta la banda de babor y de un rollo de maroma sacó un largo cuchillo, o quizás fuera corto, pero estaba hasta la empuñadura tinto en sangre. Lo examinó por unos instantes acercándoselo a los ojos, probó el filo y la punta en la palma de su mano, y después lo escondió apresuradamente en el bolsillo interior de su casaca. Y volvió a arrastrarse hasta el lugar que antes ocupaba apoyado en la amurada.

Yo no precisé saber más. Israel podía moverse, estaba armado, y, si tenía las lógicas intenciones de deshacerse de mí, sin duda que fácilmente yo me convertiría en su víctima. Cómo pensara arreglárselas después, atravesando la isla a rastras desde la Cala del Norte hasta la ciénaga donde estaban sus compañeros, o confiando en que éstos acudirían en su ayuda, no lo podía imaginar.

Pero a pesar de todo tenía la seguridad de que al menos en. una cosa podía fiarme de él, puesto que nuestros intereses coincidían, y era en poner a salvo la golera. Ambos queríamos embarrancarla con el menor daño posible en un lugar seguro, con el fin de que en su momento pudiera ser puesta a flote de nuevo sin demasiado trabajo; y hasta tanto consiguiéramos vararla, mi vida, así lo creía, estaría segura.

Al mismo tiempo que meditaba en todas estas cosas, me deslicé de nuevo hasta el camarote, me calcé mis zapatos y cogí la primera botella de vino que encontré a mano; aparecí con ella en cubierta.

Hands seguía tumbado como un guiñapo donde lo había dejado, y tenía los ojos casi cerrados como si estuviera tan débil que no pudiera resistirla luz del sol. En cuanto me vio, alzó su mirada, tomó la botella, rompió el cuello con la maestría del que está habituado a hacerlo, y dio un largo trago que solemnizó con un brindis.

-¡Suerte!

Después se quedó un rato tranquilo, y luego, sacando un pedazo de tabaco, me pidió que le cortase un trozo.

-Córtame un cacho -me dijo-, porque no tengo navaja ni fuerzas. Ojalá las tuviera. ¡Ay, Jim, Jim, creo que he perdido mis fuerzas! Córtame un cacho, porque me temo que no vas a cortarme muchos más, muchacho; voy a hacer mi último viaje y no hay que engañarse.

-Bien -le dije-, te cortaré el tabaco; pero, si yo estuviera en tu lugar y me creyera tan condenado, me pondría a rezar como un buen cristiano.

-¿Por qué? -me contestó-. Dime por qué.

-¿Por qué? -exclamé-. Hace poco me hablabas de los muertos. Tú has traicionado, has vivido en pecado y has vertido sangre; a tus pies hay ahora mismo un hombre a quien has asesinado. ¡Y me preguntas por qué! ¡Por Dios, Hands, ése es el porqué!

Le dije esto bastante enfurecido, pensando además en el cuchillo que llevaba oculto en su bolsillo y que destinaba, y de sus malos pensamientos no tenía yo dudas, a terminar conmigo. El, por su parte, bebió un largo trago de vino y me dijo con extraña e inesperada solemnidad:

-Treinta años llevo navegando los mares. Y he visto de todo, bueno y malo, he sufrido los peores temporales y sé lo que es acabarse las provisiones y tener que defenderse a cuchillo, y todo lo que haya que ver. Pero te voy a decir algo: no he visto nunca nada bueno que venga de lo que llamáis virtud. Hay que pegar el primero; los muertos no muerden. Esa es mi opinión, amén. Y ahora escucha esto -añadió, cambiando bruscamente su tono-: ya está bien de niñerías. La marea está subiendo y podemos pasar. Obedece mis órdenes, capitán Hawkins, y embarranquemos el barco y acabemos de una vez.

Sólo teníamos que salvar unas dos millas, pero la navegación era difícil: la entrada a la Cala del Norte era angosta y de poco calado, y además formaba un recodo, de manera que la goleta debía ser gobernada con mucha habilidad para conseguir que llegara a su destino. Yo era un buen subalterno, que cumplía con eficacia las órdenes, y estoy seguro de que Hands era un magnífico piloto; así que fuimos sorteando los bancos sin el menor problema y con tal precisión, que contemplar la maniobra hubiera procurado un inmenso placer.

En cuanto atravesamos los dos pequeños cabos que cerraban la entrada, nos encontramos en el centro de una bahía. Las costas de la Cala del Norte estaban cubiertas por bosques tan espesos como los que yo había visto en el otro fondeadero; pero éste era más estrecho, con forma alargada, que le daba el aspecto de un estuario. Frente a nosotros, en el extremo sur, vimos los restos de un buque hundido, que estaba en su última fase de ruina. Debía haber sido un navío de tres palos, pero llevaba seguramente tantos años expuesto a la injuria del tiempo, que por todas partes estaba cubierto como por inmensas telarañas de algas, que, al bajar la marea, surgían en sus mástiles chorreando agua. Sobre la cubierta ahora visible habían arraigado los mismos matorrales que en la costa veíamos cubiertos de flores. Era un espectáculo triste, pero nos aseguraba que aquel fondeadero era un buen abrigo.

-Ahora -dijo Hands-, ten cuidado; hay un trozo de playa que es perfecto para varar el barco. Arena fina, seguro que nunca hace viento y está rodeado de árboles, y mira las flores que crecen como en un jardín sobre ese viejo barco.

-Cuando embarranquemos -pregunté-, ¿cómo podremos volver a sacarlo a flote?

-Ah -replicó-, tú tomas una maroma y la llevas a tierra, cuando la marea ya esté baja; la fijas en uno de aquellos grandes pinos; la traes a bordo y le das otra vuelta en el cabestrante, y ya no hay más que esperar la pleamar, y sale a flote el solo como la cosa más natural. Y ahora, muchacho, pon atención. Estamos ya sobre el sitio justo y el barco navega demasiado rápido. ¡Un poco a estribor! ¡Ahí! ¡Sostén firme! ¡A estribor! ... ¡Ahora un poco a babor! ¡Sostén firme!

Seguía dando órdenes que yo obedecía inmediatamente. De pronto, gritó:

-¡Ahora, muchacho... orza!

Yo fijé el timón, y la Hispaniola viró rápidamente y avanzó de proa hacia la costa baja y frondosa.

La excitación por toda la maniobra me impidió, desde luego, estar pendiente del contramaestre como con anterioridad. Y hasta en aquel momento la seguía yo con tan vivo interés, esperando el instante en que el barco embarrancase, que me olvidé del peligro que me amenazaba y sólo tenía ojos para mirar por la borda cómo la proa cortaba las olas. Y allí hubiera perecido sin siquiera luchar por mi vida, si no hubiera sido porque un presentimiento me sobrecogió y me hizo volver la cabeza. Quizá fue un ruido, o que vi la sombra de Hands con el rabillo del ojo; acaso un instinto como el de los gatos; pero el caso es que, cuando miré hacia atrás, allí estaba Hands ya casi sobre mí con el cuchillo en su mano derecha.

Recuerdo que los dos gritamos cuando nuestros ojos se encontraron; pero, si el mío fue un grito de terror, el suyo era una especie de bufido salvaje, como el de un toro al embestir. Saltó sobre mí al mismo tiempo que daba aquel furioso alarido, y yo salté como pude hacia el castillo de proa. Al precipitarme para esquivar su golpe, solté el timón, y la rueda empezó a girar violentamente a sotavento; creo que eso fue lo que me salvó la vida, porque, al girar, dio a Hands en el pecho con tal violencia, que quedó parado en seco.

Antes de que él se recobrara, ya me había puesto a salvo, escapando de aquel rincón donde podría acorralarme; ahora tenía toda la cubierta libre para esquivar sus ataques. Me protegí tras el palo mayor y saqué mi pistola; él venía directamente hacia mí blandiendo el cuchillo. Apunté con serenidad y apreté el gatillo. Pero no se produjo el disparo; el agua del mar había inutilizado mi arma. Me maldije a mí mismo por ese descuido. ¿Cómo no se me había ocurrido cebar de nuevo la pistola y comprobar su carga? En aquellas circunstancias yo no era más que una oveja esperando a su carnicero.

Aunque Hands estaba herido, era increíble la agilidad con que se movía, y parecía un demonio con el pelo aceitoso cayéndole sobre su rostro y las mejillas encendidas por la agitación o por la furia. Yo no tenía tiempo de probar la otra pistola, ni demasiada confianza en que no estuviera inservible. Una cosa era clara para mí: si continuaba retrocediendo, no tardaría en acorralarme contra la proa, como antes había estado apunto de conseguirlo en popa. Y si lograba cercarme, lo único que yo podía esperar de este lado de la eternidad eran nueve o diez pulgadas de acero ensangrentado dentro de mi cuerpo. Me escondí tras el palo mayor, que era de un respetable grosor, y esperé con todos mis nervios en tensión.

Cuando vio que yo me defendía con aquella especie de juego del esquinazo, se detuvo; y durante unos momentos intentó alcanzarme con rápidos golpes de su cuchillo, a los que yo respondía esquivando a un lado y otro del mástil. Era un juego que a menudo había yo practicado en mi tierra, entre los peñascos del Cerro Negro; pero nunca pensé que tendría que utilizarlo de aquel modo. De otras formas no hice quizá otra cosa que seguirlo imaginando que tenía que vérmelas con un marino viejo y además herido en una pierna. Eso pareció acrecentar mi valor, hasta el punto que incluso aventuré pronósticos sobre el desenlace; pero, si empezaba a considerar la posibilidad de prolongarlo mucho tiempo, no alcanzaba ninguna esperanza sobre su resultado.

Y así estaban las cosas, cuando de repente la Hispaniola embarrancó, escoró con violencia y quedó varada en el arenal con una inclinación de cuarenta y cinco grados a babor; penetró un poco de agua por los imbornales, que hizo pequeños charcos entre la cubierta y la amurada.

Hands y yo fuimos derribados al mismo tiempo y rodamos casi juntos hasta la banda; el cadáver del pirata del gorro rojo, que aún conservaba los brazos en cruz, rodó, rígido, junto a nosotros. Yo di con la cabeza contra un pie del timonel, y sentí el golpe resonar en mi boca. Pese a ello, me levanté inmediatamente, antes que Hands, al que le había caído encima el cadáver. La inclinación del barco no era a propósito para poder correr en cubierta; era preciso que yo buscara un medio de escapar, y lo antes posible, porque mi enemigo estaba a punto de lanzarme el cuchillo. Rápido como el pensamiento, salté a un obenque de mesana, trepé por él todo lo rápido que mis manos me permitían y no respiré hasta verme sentado en la cruceta.

Mi ligereza me salvó; el cuchillo se clavó a menos de medio pie por debajo de mí, cuando empecé a trepar a toda velocidad. Vi a Israel Hands con gesto de perplejidad, su rostro levantado, mirándome con la boca abierta.

Aproveché aquel instante de sosiego para cebar de nuevo mis pistolas, y, cuando ya tuve una dispuesta, preparé la otra convenientemente.

Hands se quedó desconcertado e indeciso; se daba cuanta de que con aquellos dados no ganaría nunca; y después de visibles vacilaciones, trató de encaramarse por el cabo, con el cuchillo entre sus dientes. Pero trepar no era empresa fácil para él; mucho tiempo gastó en ello y cuántos ayes, con aquella pierna colgando herida. Ya tenía yo mis dos pistolas preparadas cuando aún no había él trepado ni una tercera parte del obenque. Entonces, mirándolo, y con una pistola en cada mano le grité:
-¡Un palmo más, señor Hands, y le salto los sesos! Los muertos no muerden, ¿no es eso lo que dijo? -añadí, riendo entre dientes. Se detuvo. Vi, por su gesto, que trataba de pensar, lo que para él era empresa harto lenta y dificultosa, y yo, crecido por mi superioridad en aquel momento, solté una carcajada. El tragó saliva varias veces, y trató de hablar, aunque sin perder aquella expresión de perplejidad. Para poder hacerlo se quitó el cuchillo de su boca, pero no hizo ningún otro movimiento.

Jim -me dijo-, calculo que los dos estamos en un mal paso, y que no tenemos otra salida que firmar un pacto. Si no hubiera sido por el bandazo, te habría atrapado; pero ya te dije que este barco trae mala suerte, sí, señor; y creo que tendré que rendirme, aunque sea duro, ya lo ves, para un buen marinero, siendo tú un grumete, Jim.

Saboreaba yo estas palabras, tan sonriente y ufano como un gallo en su corral, cuando de improviso vi a Hands que echó la mano atrás por encima del hombro. Algo silbó en el aire como una flecha; sentí un golpe y después un agudo dolor, y quedé clavado por mi hombro contra el mástil. Ni lo pensé; el dolor era muy fuerte y no menos mi sorpresa; nunca he sabido si quise disparar o no, pero apreté los dos gatillos. Ambas pistolas cayeron de mis manos, y junto a ellas, con un grito ahogado, el timonel Israel Hands se soltó del obenque y cayó de cabeza al mar.

           Robert Louis Stevenson, La isla del tesoro,              http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/OtrosAutoresdelaLiteraturaUniversal/Stevenson/Laisladeltesoro/VMiaventuraenlamar/XXVI.asp.
           Seleccionado por Beatriz Curiel, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010

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