jueves, 4 de febrero de 2010

El cuento del caballero, Geoffrey Chaucer

Nos cuentan viejas leyendas que había una vez un duque llamado Teseo, dueño y señor de Atenas. No existía por entonces conquistador más poderoso bajo el sol. Había conquistado muchos reinos de inigualable riqueza y, por su caudillaje y valor caballeresco, incluso el país de las Amazonas, que por aquel entonces se llamaba Escitia, y se había casado con Hipólita, su reina. Se la llevó a vivir con él a su propio país, con la mayor pompa y esplendor, junto con Emilia, la hermana menor de aquélla. Y aquí dejo a este noble duque y a sus huestes armadas cabalgando victoriosamente y al son de la música hacia Atenas.
Si no resultara demasiado largo de narrar, describiría por­menorizadamente cómo fue vencido por Teseo y sus caballeros el país de las Amazonas y, muy especialmente, la enconada batalla que sostuvieron los atenienses con ellas; cómo Hipólita, la feroz y hermosa reina de Escitia, fue asediada; la fiesta que se celebró cuando su boda y la gran tormenta que les sobrevino en la travesía hacia su patria. Pero, de momento, debo omitir estos detalles, pues Dios sabe muy bien que tengo un gran campo que arar y que dispongo de débiles bueyes para tal menester. El resto de mi relato es bastante largo, y no quiero robar el tiempo a los demás. Que cada uno relate su cuento cuando le corresponda, y veremos quién gana el banquete. Voy, pues, a reanudar mi narración donde la dejé.
El duque del que iba hablando estaba ya en las inmediaciones de la ciudad cuando, en medio de su alegría y triunfo, observó por el rabillo del ojo a un grupo de mujeres vestidas de negro, arrodilladas de dos en dos, en hilera, a lo largo del camino. Sus lloros y lamentos eran tales que jamás criatura viviente alguna había oído algo semejante; no cesaron en sus gemidos hasta que consiguieron agarrar la brida y la rienda de su caballo.
-¿Quiénes sois que así turbáis mi regreso al hogar y la alegría general con vuestras lamentaciones? preguntó Teseo. ¿Por qué os quejáis y lamentáis así? ¿Acaso os molesta que reciba estos honores? ¿0 es que alguien os ha insulta­do u ofendido? Decidme qué es lo que debo enderezar y por qué razón vais así vestidas de negro.
Casi a punto de desmayo, con un semblante pálido como la muerte que partía el corazón, la dama de más edad empezó a hablar:
-Mi señor, a quien la diosa Fortuna ha concedido la victoria y todos los honores dignos de un conquistador, no nos molestan ni vuestros laureles ni vuestro triunfo, sino que os pedimos ayuda y gracia. ¡Tened piedad de nuestra pena y de nuestro infortunio! Que de la nobleza de vuestro corazón caiga al menos una gota de piedad sobre nosotras, pobres mujeres, pues, mi señor, no hay ninguna de nosotras que, en el pasado, no haya sido duquesa o reina. Pero ahora, como podéis ver, somos las más infelices de las mujeres, gracias a la rueda traicionera de la diosa Fortuna que hace que los asuntos no nos sean propicios. Creednos, mi señor: hemos estado aguardando vuestra llegada en el templo de la diosa de la Piedad durante dos semanas enteras. Ahora, señor, ¡ayudadnos, ya que podéis hacerlo!
»Yo, que lloro aquí mi desgracia, fui en el pasado la esposa del rey Capaneo, el que sucumbió en Tebas. ¡Maldito sea aquel infausto día! Todas las que aquí sollozamos, vestidas de negro, perdimos a nuestros esposos durante el asedio de la ciudad. ¡Ay de nosotras! En este preciso momento, el an­ciano Creón, ahora señor de Tebas, lleno de cólera e iniquidad está deshonrando sus cadáveres: con desprecio tiránico ha hecho amontonar los cuerpos degollados de nuestros esposos y no quiere ni oír hablar de quemarlos o de darles sepultura, sino que, lleno de desprecio, los arroja a los perros para que los devoren.
Al decir esto cayeron de bruces, gritando lastimosamente: -Tened compasión de nosotras, infortunadas mujeres, y dejad que nuestro dolor penetre en vuestro corazón. Cuando el duque les oyó hablar, de un salto se apeó del caballo, con el corazón lleno de compasión al ver la desgracia y abandono de aquellas mujeres que habían tenido tan alto rango. Sintió tan intensa piedad, que parecía que el corazón le iba a estallar. Levantó con sus brazos a cada una de ellas y trató de infundirles ánimo, jurando por su condición de caballero que utilizaría todo su poder en vengarlas del ti­rano, hasta que toda Grecia conociera la forma en que Teseo iba a dar a Creón la muerte a que se había hecho acreedor. Entonces, desplegó de inmediato su estandarte para congregar a sus hombres y se dirigió contra Tebas con todo su ejército. Ni siquiera media jornada se acercó a Atenas para descansar, sino que aquella noche pernoctó en el camino que conducía a Tebas. Envió a la reina Hipólita y a su joven y encantadora hermana Emilia a la ciudad de Atenas para que permanecieran allí mientras él seguía cabalgando. ¿Qué más puedo decir?
La roja imagen de Marte con su lanza y escudo resaltaba su gran estandarte blanco hasta que su reflejo brilló en todos los puntos de los campos que atravesó, junto al estandarte llevaba un pendón de oro, bordado con la figura del Mino­tauro, que había conquistado en Creta. De esta guisa el du­que conquistador cabalgó con sus huestes -la flor de la caballería- hasta llegar a Tebas, donde se desplegaron en per­fecto orden de batalla.
Para abreviar el relato: luchó con Creón, el rey de Tebas, y le mató en noble combate, como corresponde a un valiente caballero. Entonces, tras derrotar a los hombres de Creón, asaltó la ciudad, derribando murallas, vigas y puntales. Luego, Teseo restituyó a las mujeres los cadáveres de sus esposos para que recibieran sepultura siguiendo los ritos funerarios de costumbre. Tardaría demasiado en describir el griterío de las mujeres como expresión de su dolor cuando fueron incinerados los restos de sus esposos o en relatar la solemne ce­remonia con que el noble conquistador de Teseo las obse­quió en su despedida, pues quiero que mi cuento sea lo más breve posible.
Tras haber matado a Creón, tomado Tebas y dispuesto de todo el reino a su antojo, el noble duque Teseo pemoctó en el campamento al aire libre. A continuación dispuso del país a su gusto; los saqueadores se dedicaron al pillaje de los cadáveres, despojándolos de armas y ropajes. Sucedió que entre los cuerpos amontonados encontraron a dos jóvenes caballeros, que yacían uno al lado del otro y que iban vestidos con el mismo escudo de armas. Sus armaduras, ricamente elaboradas, estaban perforadas por varios golpes mortales. Uno de los caballeros se llamaba Arcite; el otro, Palamón. Aunque estaban medio vivos o medio muertos, como queráis, los heraldos los reconocieron, sobre todo por su equipo y sus escudos de armas, como primos y miembros, a su vez, de la real casa de Tebas. Los saqueadores los apartaron del montón de cadáveres y los transportaron con todo cuidado a la tienda de Teseo, quien, rechazando cualquier clase de res­cate, los envió inmediatamente a Atenas condenados a cadena perpetua. Después de dictar estas disposiciones, el noble duque y su ejército se dirigieron directamente a casa, coronados con los laureles conquistados allí, y, no hace falta decirlo, vivió honrado y alegre el resto de sus días.
Mientras, Palamón y su amigo Arcite permanecían encerrados para siempre en un torreón, sufriendo pena y oprobio. Con ninguna cantidad de oro podría comprarse su libertad.
Así transcurrían los días y los años. Una mañana del mes de mayo ocurrió que Emilia -más hermosa que un lirio en su tallo verde y más lozana que el mes de mayo en su florido esplendor, pues su tez competía ventajosamente con las rosas- se había levantado y vestido antes de romper el alba como solía hacer a menudo.
Las noches de mayo no son propicias para el sueño. En esta época del año los corazones nobles se agitan y salen a su conjuro de su sopor:
-¡Levántate y rinde homenaje a la primavera!
Esto hizo recordar a Emilia que debía rendirse a los encantos del mes de mayo y se levantó de la cama. Imagináosla vestida con ropajes nuevos, con su cabello de un dorado rubio cayéndole por la espalda en forma de trenza de casi una yarda de longitud, vagando sin rumbo por el jardín al amanecer para recoger flores blancas y rojas y tejer con ellas una guirnalda para su cabeza y cantando con voz celestial como la de un ángel.
Un torreón enorme, de gruesos y recios muros, en el que estaban encarcelados los dos caballeros protagonistas de mi relato, constituía la mazmorra más importante del castillo y tenía una pared común con el muro que rodeaba el jardín en el que Emilia se estaba solazando. El sol brillaba aquella mañana con todo su esplendor y el pobre cautivo Palamón se había levantado como de costumbre. Por condescendencia de su carcelero paseaba por una habitación elevada desde la que podía contemplarse la bella perspectiva de la ciudad y también el verdoso jardín por el que Emilia, tan radiante y lozana, se estaba paseando. Mientras, el cautivo Palamón andaba tristemente de un extremo a otro del aposento, compadeciéndose de sí mismo y lamentándose en voz alta con cierta frecuencia: «¡Ay de mí! ¿Por qué habré nacido?» Fuera por casualidad o porque el destino lo había dispuesto así, su mirada se posó en Emilia, a través de una ventana fuertemente protegida con barrotes de hierro, cuadrados y macizos como si fueran estacas de madera. Al verla retrocedió dando un grito que le brotó de lo más profundo de su corazón. Al percibir el ruido, Arcite se puso en pie y preguntó:
-¿Qué te pasa, primo? ¿Por qué tienes esta mortal pali­dez? ¿Por qué has gritado? ¿Qué te ha alterado de esta forma? ¡Por el amor de Dios!, resígnate con nuestro encierro. No tienes otra alternativa. Estas penalidades son el designio de la diosa Fortuna; alguna disposición maligna de Saturno64 y de las constelaciones lo permite, a pesar de todo lo que po­damos hacer. Estaba ya escrito en las estrellas cuando nacimos; por duro que sea, debemos aceptar nuestro destino. Palamón replicó:
-Verdaderamente, primo, estás muy equivocado. No fue esta cárcel la que me ha hecho gritar, sino porque mi ojo ha sido herido por una saeta que me ha llegado al corazón y me temo que resulte mortal. La belleza de la dama que he visto vagar por el jardín ha sido la única causa de mi grito y mi dolor. No puedo asegurar si se trata de una diosa o de una mujer, pero creo que se trata de la propia Venus.
Entonces cayó de rodillas y dijo:
Venus, si es tu voluntad manifestarte en este jardín a una criatura tan apenada y desgraciada como yo, ayúdanos a escapar de esta cárcel; sin embargo, si mi destino está irrevocablemente escrito y debo morir en cautividad, ten piedad de esta noble sangre humillada por la tiranía.
Pero mientras Palamón estaba hablando, los ojos de Arci­te divisaron también a la dama que paseaba por el jardín. Quedó tan conmovido ante su belleza, que si Palamón había resultado herido, Arcite lo fue también en el mismo o mayor grado. Con tristeza dijo: -La lozana belleza de esa muchacha que pasea por ahí me ha asestado un golpe tan repentino como mortal; si no llego a obtener su piedad y su favor para que, al menos, pueda verla, seré hombre muerto. Es todo lo que puedo decir.
Cuando Palamón oyó estas palabras, replicó secamente: -¿Dices esto en broma o en serio?
-En serio y de buena fe -repuso Arcite-. Dios es testigo de que no estoy de humor para chanzas.
Palamón frunció el ceño y contestó:
-No te honraría mucho serme desleal o traicionarme, si consideras que no solamente soy tu primo, sino tu hermano por juramento. Estamos unidos mutuamente por las más solemnes promesas hasta que la muerte nos separe. Ni tan sólo la muerte por tortura debe permitir que uno de nosotros estorbe al otro en cuestiones de amor o de cualquier otra naturaleza. Al revés. Tú, mi querido hermano, debes acudir en mi ayuda fielmente, de la misma forma en que yo debo acudir en la tuya. Esta fue la promesa que nos juramos, y sé perfectamente que no te atreverás a negarlo. Por esta razón yo con­fié completamente en ti; pero ahora tú estás tratando traicioneramente de amar a la dama que deberé querer y servir siempre hasta que mi corazón deje de latir. No, tú no lo harás, falaz Arcite, ¡te aseguro que no lo harás! Yo fui el primero en amarla; te comuniqué lo que me pasaba porque, como te dije, tú eres el confidente de mis secretos. Mi hermano por juramento dio su palabra de acudir a ayudarme y, por tanto, está obligado, en su calidad de caballero, a prestarme toda la ayuda que requiera. En otro caso te llamaré perjuro.
Arcite le reconvino desdeñosamente:
-Tú eres, más que yo, el que mayor probabilidad tiene de cometer perjurio. Tú si que has faltado a tu promesa, te lo digo francamente. Yo la amé con verdadera pasión antes que tú. ¿Qué dices a eso? Hasta ahora no sabías aún si era mujer o diosa. Tu amor es un efecto espiritual, mientras que el mío es el amor de un ser humano; por eso te he contado lo que me ha sucedido, como primo mío y hermano por juramento.
»Demos por supuesto, dentro de esta discusión, que tú la amas en primer lugar. ¿No has oído jamás el viejo adagio que dice: "¿Quién puede imponer la ley a un amante?”. Por mi alma te aseguro que el amor es una ley más poderosa que cualquier otra decretada por hombres mortales. Por consiguiente, todas las leyes hechas por los hombres y mandatos parecidos son quebrantados cada día por motivos de amor por todo tipo de gente. Un hombre ama contra toda razón.
Aunque tuviera que costarle la vida no tiene escapatoria, tanto si ella es doncella, viuda o esposa. De todas formas, es muy dificil que uno de los dos conquistemos sus favores, puesto que, como muy bien sabes, estamos condenados a prisión perpetua y no existe rescate que pueda redimimos.
»Estamos peleando como aquellos dos perros que lucharon todo el día por un hueso y no lo consiguieron; mientras ellos reñían, llegó un gavilán y se lo llevó delante de sus propias narices. Por ello, hermano mío, como en la alta política, que cada uno luche por sí mismo. Esto es todo lo que se puede hacer. Ámala si quieres, pero yo la amo y siempre la amaré. Querido hermano, cada uno de nosotros debe soportar estas cadenas y aceptar su suerte. Eso es todo.
Si tuviera tiempo describiría con todo detalle su larga y en­conada pelea, pero para abreviar os diré que, al final, un noble duque llamado Peroteo, que había sido amigo del duque Teseo desde que eran niños, llegó un día a Atenas. Solía hacer esto para tomarse unas vacaciones y visitar a su antiguo compañero de juegos. No había nadie a quien quisiera más en este mundo, y Teseo, en justa correspondencia, lo apreciaba con la misma intensidad y ternura. Tan grande era el aprecio mutuo que se tenían, que los ancianos escribas refieren que cuando uno de ellos murió, su amigo fue y le bajó a buscar a los infiernos. Pero ésa es otra historia.
El duque Peroteo sentía un gran aprecio por Arcite, pues durante muchos años le había tratado en Tebas. Después de mucho insistir, a instancias de Peroteo, el duque Teseo dejó salir a Arcite de la cárcel sin pagar rescate alguno y con libertad de ir a donde quisiera bajo la siguiente condición.
En términos sencillos, el convenio entre Teseo y Árcite fue éste: si Arcite era cogido vivo a cualquier hora del día o de la noche en los dominios de Teseo, sería decapitado; no tenía otra alternativa que despedirse y, sin dilación, volver a su patria. Era conveniente que no olvidase: el precio era su cabeza.
¡Qué angustia sufrió entonces Arcite! Sintió a la muerte penetrar en su corazón; lloró y se lamentó y lanzó quejidos lastimeros, esperando secretamente una oportunidad para suicidarse.
-¡Ay del día en que nací! -gritaba-, pues ahora mi cárcel es más dura que antes. Estoy eternamente condenado a vivir, y no en el purgatorio, sino en el infierno. ¡Ay de mí! ¿Por qué conocí a Peroteo? De lo contrario habría permanecido con Teseo, encadenado en su cárcel para siempre. En­tonces hubiera vivido en la felicidad en vez de la desesperación. El simple hecho de ver a la mujer que adoro habría sido más que suficiente para mí, aunque nunca conquistase su ca­riño. Querido primo Palamón -prosiguió-, en este caso saliste ganando. ¡Con qué felicidad sigues en la cárcel! ¿Qué digo? ¿Cárcel? ¡Paraíso!
»La diosa Fortuna ha cargado los dados en tu favor: tú disfrutas de la presencia de Emilia, yo sufro su ausencia. Y es posible (pues tú estás cerca de ella y eres un caballero valiente lleno de recursos) que tú, por casualidad -pues la Fortuna es veleidosa-, más tarde o temprano alcances lo que de­seas. En cuanto a mí, exiliado y desprovisto de toda esperanza, me hallo en tal estado de desesperación, que ni la tierra, ni el fuego, ni el agua, ni el aire, ni criatura alguna hecha de estos elementos puede proporcionarme consuelo o remedio. Bien puedo perecer de desesperación y tristeza. ¡Adiós vida, alegría y felicidad!
»¡Ay! ¿Por qué la gente, en general, se queja de lo que disponen Dios o la Fortuna, quienes con frecuencia y de tan diverso modo arreglan los acontecimientos mejor de lo que ellos mismos podrían imaginar? Uno tiene riquezas, que pueden causar su muerte o pérdida de la salud; otro es liberado de la cárcel, sólo para perecer bajo el cuchillo de sus criados al llegar a casa. Infinitas calamidades provienen de esta forma de proceder: no sabemos qué es lo que pedimos en oración a los dioses aquí abajo. Nos comportamos como un hombre borracho como una cuba: sabe perfectamente que tiene un hogar al que dirigirse, pero desconoce dónde se halla. Y el hombre bebido camina por senda resbaladiza. Así es como nosotros andamos por el mundo, en busca desesperada de la felicidad, pero, generalmente, donde no se encuentra. Esto es cierto para todos nosotros, pero muy particularmente para mí. Yo que tenía la idea de que si lograba escapar de la prisión mi felicidad y bienestar estarían asegurados, ahora me encuentro en el exilio y sin reposo para mi espíritu. Si no puedo verte, Emilia, no soy mejor que un cadáver viviente; no hay solución.
Cuando Palamón comprobó que Arcite se había marchado, dio tales gritos que la gran torre vibró con sus voces descompasadas. Los grilletes que cercaban sus hinchados tobillos quedaron humedecidos por sus saladas y amargas lágrimas.
-¡Oh primo Arcite! -exclamó-, Dios sabe que has salido el mejor librado en nuestra pelea. Ahora puedes andar a tus anchas por Tebas sin pensar en mi desgracia. Siendo un hombre astuto y decidido, tienes ocasión de reunir nuestras gentes y declarar contra Atenas una guerra tan feroz, que mediante un ataque osado o algún tratado consigas a Emilia por dama y esposa -por quien yo debo perecer aquí. Comparando nuestras posibilidades, tu situación es muy superior a la mía, pues aquí estoy muriendo enjaulado. Tú eres un príncipe que ya no está en prisión, sino en libertad. Pero yo tengo que llorar y lamentar toda mi vida la desgracia que acarrea el estar encarcelado, más las punzadas de dolor que provoca en mí el amor, lo que duplica mi tormento y mi pena.
Entonces se encendió en su pecho la llama de los celos y agarró su corazón con tal fuerza, que el color de su piel adoptó el del boj o el de las cenizas de un fuego apagado, y gritó:
-¡Oh, vosotros, dioses crueles que gobernáis el mundo, sometiéndolo con vuestras leyes implacables y escribiendo vuestras decisiones y decretos eternos en tablas diamantinas!, ¿cómo puede preocuparos más la humanidad que las ovejas de un redil? Pues el hombre muere igual que cualquier otro animal y, a menudo, sufre arrestos y cárcel o padece pestes y adversidades sin culpa alguna. ¿Qué designio figura en vuestra presciencia al atormentar al inocente y al que carece de toda culpa? Y lo que acrecienta toda esta penitencia es que el hombre se ve obligado a caminar según las leyes de Dios y debe reprimir sus deseos, mientras que una bestia es libre de hacer lo que le parece; una vez muerto, no se siente dolor; sin embargo, después de la muerte el hombre debe llorar y sufrir aunque haya padecido mucho en este mundo. No hay duda de que, como están las cosas, se debe dejar a los teólogos que proporcionen la respuesta; pero de una cosa estoy seguro: que aquí en la tierra hay muchos padecimientos. »¡Ay!, veo a una víbora, a un ladrón que ha hecho daño a muchos hombres buenos, quedar libre para ir a donde le plazca, mientras yo tengo que languidecer en prisión porque Saturno y Juno en su furor celoso han destruido por completo la mejor sangre de Tebas, cuyas espesas murallas yacen ahora derruidas, y por otro lado Venus me mata de celos y temor por causa de Arcite.
Ahora voy a dar descanso a Palamón y lo dejaré en prisión, mientras me extiendo en mi relato sobre Arcite.
Pasa el verano y sus largas noches doblan los violentos tormentos del amante Arcite y del prisionero Palamón. No sé cuál de los dos es el que debe soportar más dolor. Para abreviar, Palamón está condenado a prisión perpetua, cargado de cadenas y grilletes hasta que muera. Arcite, en cambio, exiliado bajo pena de muerte, no podrá ver jamás a su dama en los dominios de Teseo.
Ahora, vosotros que amáis, dejadme que os formule una pregunta: ¿quién sufre más por ello, Arcite o Palamón? ¿El que ve a su dama diariamente, pero está encerrado para siempre, o el que es libre de ir donde le plazca, pero no verá nunca más a su dama? Aquellos de vosotros que podáis, elegid entre las dos situaciones a voluntad; yo, por mi parte, continuaré como he empezado.

Geoffrey Chaucer, El Cuento del Caballero, http://www.ddooss.org/articulos/cuentos/Canterbury_1.htm, Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, curso 2009-2010, segundo de Bachillerato.

No hay comentarios:

Publicar un comentario