jueves, 4 de febrero de 2010

Los viajes de Gulliver, segunda parte, capítulo primero, Jonathan Swift.

Condenado por mi naturaleza y por mi suerte a una vida activa y sin reposo, dos meses después de mi regreso volví a dejar mi país natal y me embarqué en las Dunas el 20 de junio de 1702, a bordo del Adventure, navío mandado por el capitán John Nicholas, de Liverpool, y destinado para Surat. Tuvimos muy buen viento hasta que llegamos al Cabo de Buena Esperanza, donde tomamos tierra para hacer aguada; pero habiéndose abierto una vía de agua en el navío, desembarcamos nuestras mercancías e invernamos allí, pues atacado el capitán de una fiebre intermitente, no pudimos dejar el Cabo hasta fines de marzo. Entonces nos dimos a la vela, y tuvimos buena travesía hasta pasar los estrechos de Madagascar; pero ya hacia el Norte de esta isla, y a cosa de cinco grados Sur de latitud, los vientos, que se ha observado que en aquellos mares soplan constantes del Noroeste desde principios de diciembre hasta principios de mayo, comenzaron el 9 de abril a soplar con violencia mucho mayor y más en dirección Oeste que de costumbre. Siguieron así por espacio de veinte días, durante los cuales fuimos algo arrastrados al Este de las islas Molucas y unos tres grados hacia el Norte de la línea, según comprobó nuestro capitán por observaciones hechas el 2 de mayo, tiempo en que el viento cesó y vino una calma absoluta, de la que yo me regocijé no poco. Pero el patrón, hombre experimentado en la navegación por aquellos mares, nos previno para que nos dispusiéramos a guardarnos de la tempestad, que, en efecto, se desencadenó al día siguiente, pues empezó a formalizarse el viento llamado monzón del Sur.

Creyendo que la borrasca pasaría, cargamos la cebadera y nos dispusimos para aferrar el trinquete; pero, en vista de lo contrario del tiempo, cuidamos de sujetar bien las piezas de artillería y aferramos la mesana. Como estábamos muy enmarados, creímos mejor correr el tiempo con mar en popa que no capear o navegar a palo seco. Rizamos el trinquete y lo cazamos. El timón iba a barlovento. El navío se portaba bravamente. Largamos la cargadera de trinquete; pero la vela se rajó y arriamos la verga; y una vez dentro la vela, la desaparejamos de todo su laboreo. La tempestad era horrible; la mar se agitaba inquietante y amenazadora. Se afirmaron los aparejos reales y reforzamos el servicio del timón. No calamos los masteleros, sino que los dejamos en su lugar, porque el barco corría muy bien con mar en en popa y sabíamos que con los masteleros izados el buque no sufría y surcaba el mar sin riesgo. Cuando pasó la tempestad largamos el nuevo trinquete y nos pusimos a la capa; luego largamos la mesana, la gavia y el velacho. Llevábamos rumbo Nordeste con viento Sudoeste. Amuramos a estribor, saltamos las brazas y amantillos de barlovento, cazamos las brazas de sotavento, halamos de las bolinas y las amarramos; se amuró la mesana y gobernamos a buen viaje en cuanto nos fue posible.

Durante esta tempestad, a la que siguió un fuerte vendaval Oeste, fuimos arrastrados, según mi cálculo, a unas quinientas leguas al Este; así, que el marinero más viejo de los que estaban a bordo no podía decir en qué parte del mundo nos hallábamos. Teníamos aún bastantes provisiones, nuestro barco estaba sano de quilla y costados y toda la tripulación gozaba de buena salud; pero sufríamos la más terrible escasez de agua. Creímos mejor seguir el mismo rumbo que no virar más hacia el Norte, pues esto podría habernos llevado a las regiones noroeste de la Gran Tartaria y a los mares helados.

El 16 de junio de 1703 un grumete descubrió tierra desde el mastelero. El 17 dimos vista de lleno a una gran isla o continente -que no sabíamos cuál de ambas cosas fuera-, en cuya parte sur había una pequeña lengua detierra que avanzaba en el mar y una ensenada sin fondo bastante para que entrase un barco de más de cien toneladas. Echamos el ancla a una legua de esta ensenada, y nuestro capitán mandó en una lancha a una docena de hombres bien armados con vasijas para agua, por si pudieran encontrar alguna. Le pedí licencia para ir con ellos, a fin de ver el país y hacer algún descubrimiento a serme posible. Al llegar a tierra no hallamos río ni manantial alguno, así como tampoco señal de habitantes. En vista de ello, nuestros hombres recorrieron la playa en varios sentidos para ver si encontraban algo de agua dulce cerca del mar, y yo anduve solo sobre una milla por el otro lado, donde encontré el suelo desnudo y rocoso. Empecé a sentirme cansado, y no divisando nada que despertase mi curiosidad, emprendí despacio el regreso a la ensenada; como tenía a la vista el mar, pude advertir que nuestros hombres habían reembarcado en el bote y remaban desesperadamente hacia el barco. Ya iba a gritarles, aunque de nada hubiera servido, cuando observé que iba tras ellos por el mar una criatura enorme corriendo con todas sus fuerzas. Vadeaba con agua poco más que a la rodilla y daba zancadas prodigiosas; pero nuestros hombres le habían tomado media legua de delantera, y como el mar por aquellos contornos estaba lleno de rocas puntiagudas, el monstruo no pudo alcanzar el bote. Esto me lo dijeron más tarde, porque yo no osé quedarme allí para ver el desenlace de la aventura; antes al contrario, tomé a todo correr otra vez el camino que antes había llevado y trepé a un escarpado cerro desde donde se descubría alguna perspectiva del terreno. Estaba completamente cultivado; pero lo que primero me sorprendió fue la altura de la hierba, que en los campos que parecían destinarse para heno alcanzaba unos veinte pies de altura.

Fuí a dar en una carretera, que por tal la tuve yo, aunque a los habitantes les servía sólo de vereda a través de un campo de cebada. Anduve por ella algún tiempo sin ver gran cosa por los lados, pues la cosecha estaba próxima y la mies levantaba cerca de cuarenta pies. Me costó una hora llegar al final de este campo, que estaba cercado con un seto de lo menos ciento veinte pies de alto; y los árboles eran tan elevados, que no pude siquiera calcular su altura. Había en la cerca para pasar de este campo al inmediato una puerta con cuatro escalones para salvar el desnivel y una piedra que había que trasponer cuando se llegaba al último. Me fue imposible trepar esta gradería, porque cada escalón era de seis pies de alto, y la piedra última, de más de veinte. Andaba yo buscando por el cercado algún boquete, cuando descubrí en el campo inmediato, avanzando hacia la puerta, a uno de los habitantes, de igual tamaño que el que había visto en el mar persiguiendo nuestro bote. Parecía tan alto como un campanario de mediana altura y avanzaba de cada zancada unas diez yardas por lo que pude apreciar. Sobrecogido de terror y asombro, corrí a esconderme entre la mies, desde donde le vi detenerse en lo alto de la escalera y volverse a mirar al campo inmediato hacia la derecha, y le oí llamar con una voz muchísimo más potente que si saliera de una bocina; pero el ruido venía de tan alto, que al pronto creí ciertamente que era un trueno. Luego de esto, siete monstruos como él se le aproximaron llevando en las manos hoces, cada una del grandor de seis guadañas. Estos hombres no estaban tan bien ataviados como el primero y debían de ser sus criados o trabajadores, porque a algunas palabras de él se dirigieron a segar la mies del campo en que yo me hallaba. Me mantenía de ellos a la mayor distancia que podía, aunque para moverme encontraba dificultad extrema porque los tallos de la mies no distaban más de un pie en muchos casos, de modo que apenas podía deslizar mi cuerpo entre ellos. No obstante, me di traza para ir avanzando hasta que llegué a una parte del campo en que la lluvia y el viento habían doblado la mies. Aquí me fue imposible adelantar un paso, pues los tallos estaban de tal modo entretejidos, que no podía escurrirme entre ellos, y las aristas de las espigas caídas eran tan fuertes y puntiagudas, que a través de las ropas se me clavaban en las carnes. Al mismo tiempo oía a los segadores a no más de cien yardas tras de mí. Por completo desalentado en la lucha y totalmente rendido por la pesadumbre y la desesperación, me acosté entre dos caballones, deseando muy de veras encontrar allí el término de mis días. Lloré por mi viuda desolada y por mis hijos huérfanos de padre; lamenté mi propia locura y terquedad al emprender un segundo viaje contra el consejo de todos mis amigos y parientes. En medio de esta terrible agitación de ánimo, no podía por menos de pensar en Liliput, cuyos habitantes me miraban como el mayor prodigio que nunca se viera en el mundo, donde yo había podido llevarme de la mano una flota imperial y realizar aquellas otras hazañas que serán recordadas por siempre en las crónicas de aquel imperio y que la posteridad se resistirá a creer, aunque atestiguadas por millones de sus antecesores. Reflexionaba yo en la mortificación que para mí debía representar aparecer tan insignificante en esta nación como un simple liliputiense aparecería entre nosotros; pero ésta pensaba que había de ser la última de mis desdichas, pues si se ha observado en las humanas criaturas que su salvajismo y crueldad están en proporción de su corpulencia, ¿qué podía yo esperar sino ser engullido por el primero de aquellos enormes bárbaros que acertase a atraparme? Indudablemente los filósofos están en lo cierto cuando nos dicen que nada es grande ni pequeño sino por comparación. Pudiera cumplir a la suerte que los liliputienses encontrasen alguna nación cuyos pobladores fuesen tan diminutos respecto de ellos como ellos respecto de nosotros. ¿Y quién sabe si aun esta enorme raza de mortales será igualmente aventajada en alguna distante región del mundo ignorada por nosotros todavía?

Amedrentado y confuso como estaba, no podía por menos de hacerme estas reflexiones, cuando uno de los segadores, habiéndose acercado a diez yardas del caballón tras el que yo yacía, me hizo caer en que a otro paso que diera me despachurraría con el pie o me dividiría en dos pedazos con su hoz, y, en consecuencia, cuando estaba a punto de moverse, grité todo lo fuerte que el miedo podía hacerme gritar. Entonces la criatura enorme se adelantó un poco, y, mirando por bajo y alrededor de sí algún tiempo, me divisó tendido en el suelo por fin. Me consideró un rato, con la precaución de quien se propone echar mano a una sabandija peligrosa de tal modo que no pueda arañarle ni morderle, como yo tengo hecho tantas veces con las comadrejas en Inglaterra. Por último, se atrevió a alzarme, cogiéndome por la mitad del cuerpo con el índice y el pulgar, y me llevó a tres yardas de los ojos para poder apreciar mi figura más detalladamente. Adiviné su intención, y mi buena fortuna me dio tanta presencia de ánimo, que me resolví a no resistirme lo más mínimo cuando me sostenía en el aire, a unos sesenta pies del suelo, aunque me apretaba muy dolorosamente los costados por temor de que me escurriese de entre sus dedos. Todo lo que me atreví a hacer fue levantar los ojos al cielo, juntar las manos en actitud suplicante y pronunciar algunas palabras en tono humilde y melancólico, adecuado a la situación en que me hallaba, pues temía a cada momento que me estrellase contra el suelo, como es uso entre nosotros cuando queremos dar fin de alguna sabandija. Pero quiso mi buena estrella que pareciesen gustarle mi voz y mis movimientos y empezase a mirarme como una curiosidad, muy asombrado de oírme pronunciar palabras articuladas, aunque no pudiese entenderlas. En tanto, no dejaba yo de gemir y verter lágrimas, y, volviendo la cabeza hacia los lados, darle a entender como me era posible cuán cruelmente me dañaba la presión de sus dedos. Pareció que se daba cuenta de lo que quería decirle, porque levantándose un faldón de la casaca me colocó suavemente en él e inmediatamente echó a correr conmigo en busca de su amo, que era un acaudalado labrador y el mismo a quien yo había visto primeramente en el campo.

El labrador, a quien, según deduje por los hechos, su servidor había dado acerca de mí las explicaciones que había podido, tomó una pajita, del tamaño de un bastón aproximadamente, y con ella me alzó los faldones, que parecía tener por una especie de vestido que la Naturaleza me hubiese dado. Me sopló los cabellos hacia los lados, para mejor verme la cara. Llamó a sus criados y les preguntó -por lo que supe después- si habían visto alguna vez en los campos bicho que se me pareciese. Luego me dejó blandamente en el suelo, a cuatro pies; pero yo me levanté inmediatamente y empecé a ir y venir despacio, para que aquella gente viese que no tenía intención de escaparme. Ellos se sentaron en círculo a mi alrededor a fin de observar mejor mis movimientos. Yo me quité el sombrero e hice al labrador una inclinación profunda; caí de rodillas, y alzando al cielo las manos y los ojos pronuncié varias palabras todo lo fuerte que pude, y me saqué de la faltriquera una bolsa de oro, que le ofrecí humildemente. La recibió en la palma de la mano, se la acercó al ojo para ver lo que era y luego la volvió varias veces con la punta de un alfiler que se había quitado de la solapa, sin lograr nada con ello. Le hice entonces seña de que pusiera la mano en el suelo; tomé la bolsa, y luego de abrirla le derramé todo el oro en la palma. Había seis piezas españolas de a cuatro pistolas cada una, aparte de veinte o treinta monedas más pequeñas. Le vi humedecerse la punta del dedo pequeño con la lengua y alzar una de las piezas más grandes y luego otra, pero aparentando ignorar por completo lo que fuesen. Me hizo seña de que volviese de nuevo las monedas a la bolsa y la bolsa a la faltriquera, partido que acabé por tomar después de renovar repetidas veces mi ofrecimiento.

A la sazón debía de estar ya el hacendado convencido de que yo era un ser racional. Me hablaba a menudo; pero el ruido de su voz me lastimaba los oídos como el de una aceña, aunque articulaba las palabras bastante bien. Le respondí lo más fuerte que pude en varios idiomas, y él frecuentemente inclinaba el oído hasta dos yardas de mí; pero todo fue en vano, porque éramos por completo ininteligibles el uno para el otro. Mandó luego a los criados a su trabajo, y sacando su pañuelo del bolsillo lo dobló y se lo tendió en la mano izquierda, que puso de plano en el suelo con la palma hacia arriba, al mismo tiempo que me hacía señas para que me subiese en ella, lo que pude hacer con facilidad porque no tenía más de un pie de grueso. Entendí que mi único camino era obedecer, y por miedo a caerme me tumbé a la larga sobre el pañuelo, con cuyo sobrante él me envolvió hasta la cabeza para mayor seguridad, y de este modo me llevó a su casa. Una vez allí llamó a su mujer y me mostró a ella, que dio un grito y echó a correr como las mujeres en Inglaterra a la presencia de un sapo o de una araña. No obstante, cuando hubo visto mi comportamiento un rato y lo bien que obedecía a las señas que me hacía su marido, se reconcilió conmigo pronto y poco a poco fue prodigándome los más solícitos cuidados.

Eran sobre las doce del día y un criado trajo la comida. Consistía en un plato fuerte de carne -propio de la sencilla condición de un labrador- servido en una fuente de veinticuatro pies de diámetro, poco más o menos. Formaban la compañía el granjero y su mujer, tres niños y una anciana abuela. Cuando estuvieron sentados, el granjero me puso a alguna distancia de él encima de la mesa, que levantaba treinta pies del suelo. Yo tenía un miedo atroz y me mantenía todo lo apartado que me era posible del borde por temor de caerme. La esposa picó un poco de carne, desmigajó luego algo de pan en un trinchero y me lo puso delante. Le hice una profunda reverencia, saqué mi cuchillo y mi tenedor y empecé a comer, lo que les causó extremado regocijo. La dueña mandó a su criada por una copita de licor capaz para unos dos galones y me puso de beber; levantó la vasija muy trabajosamente con las dos manos y del modo más respetuoso bebí a la salud de la señora, hablando todo lo más fuerte que pude en inglés, lo que hizo reír a la compañía de tan buena gana, que casi me quedé sordo del ruido. El licor sabía como una especie de sidra ligera y no resultaba desagradable. Después el dueño me hizo seña de que me acercase a su plato; pero cuando iba andando por la mesa, como tan grande era mi asombro en aquel trance -lo que fácilmente comprenderá y disculpará el indulgente lector-, me aconteció tropezar con una corteza de pan y caí de bruces, aunque no me hice daño. Me levanté inmediatamente, y advirtiendo en aquella buena gente muestras de gran pesadumbre, cogí mi sombrero -que llevaba debajo del brazo, como exige la buena crianza- y agitándolo por encima de la cabeza di tres vivas en demostración de que no había recibido en la caída perjuicio ninguno. Pero cuando en seguida avanzaba hacia mi amo -como le llamaré de aquí en adelante-, su hijo menor, que se sentaba al lado suyo -un travieso chiquillo de unos diez años- me cogió por las piernas y me alzó en el aire a tal altura, que las carnes se me despegaron de los huesos; el padre me arrebató de sus manos y le dio un bofetón en la oreja derecha, con el que hubiera podido derribar un ejército de caballería europea, al mismo tiempo que le mandaba retirarse de la mesa. Temeroso yo de que el muchacho me la guardase, y recordando bien cuán naturalmente dañinos son los niños entre nosotros para los gorriones, los conejos, los gatitos y los perritos, me dejé caer de rodillas, y, señalando hacia el muchacho, hice entender a mi amo como buenamente pude que deseaba que perdonase a su hijo. Accedió el padre, el chiquillo volvió a sentarse en su puesto, y en seguida yo me fui a él y le besé la mano, la cual mi amo le cogió e hizo que con ella me acariciase suavemente.

En medio de la comida, el gato favorito de mi ama le saltó al regazo. Oía yo detrás de mí un ruido como si estuviesen trabajando una docena de tejedores de medias, y volviendo la cabeza, descubrí que procedía del susurro que en su contento hacía aquel animal, que podría ser tres veces mayor que un buey, según el cálculo que hice viéndole la cabeza y una pata mientras su dueña le daba de comer y le hacía caricias. El aspecto de fiereza de este animal me descompuso totalmente, aunque yo estaba al otro lado de la mesa, a más de cincuenta pies de distancia, y aunque mi ama le sostenía temiendo que diese un salto y me cogiese entre sus garras. Pero resultó no haber peligro ninguno, pues el gato no hizo el menor caso de mí cuando despues mi amo me puso a tres yardas de él; y como he oído siempre, y la experiencia me lo ha confirmado en mis viajes, que huir o demostrar miedo ante un animal feroz es el medio seguro de que nos persiga o nos ataque, resolví en esta peligrosa coyuntura no aparentar cuidado ninguno. Pasé intrépidamente cinco veces o seis ante la misma cabeza del gato y me puse a media yarda de él, con lo cual retrocedió, como si tuviese más miedo él que yo. Los perros me importaban menos. Entraron tres o cuatro en la habitación, como es corriente en las casas de labradores; había un mastín del tamaño de cuatro elefantes, y un galgo un poco más alto que el mastín, pero no tan corpulento.

Cuando ya casi estaba terminada la comida entró el ama de cría con un niño de un año en brazos, el cual me divisó inmediatamente y empezó a gritar -en el modo que todos habréis oído seguramente y que desde London Bridge hasta Chelsea es la oratoria usual entre los niños- para que me entregasen a él en calidad de juguete. La madre, llena de amorosa indulgencia, me levantó y me presentó al niño, que en seguida me cogió por la mitad del cuerpo y se metió mi cabeza en la boca. Di yo un rugido tan fuerte, que el bribonzuelo se asustó y me dejó caer, y me hubiera infaliblemente desnucado si la madre no hubiese puesto su delantal. Para callar al nene, el ama hizo uso de un sonajero que era una especie de tonel lleno de grandes piedras y sujeto con un cable a la cintura del niño; pero todo fue en vano; así, que se vio obligada a emplear el último recurso dándole de mamar. Debo confesar que nada me causó nunca tan mala impresión como ver su pecho monstruoso, que no encuentro con qué comparar para que el lector pueda formarse una idea de su tamaño, forma y color. La veía yo de cerca, pues se había sentado cómodamente para dar de mamar, y yo estaba sobre la mesa. Esto me hacía reflexionar acerca de los lindos cutis de nuestras damas inglesas, que nos parecen a nosotros tan bellas sólo porque son de nuestro mismo tamaño y sus defectos no pueden verse sino con una lente de aumento, aunque por experimentación sabemos que los cutis más suaves y más blancos son ásperos y ordinarios y de feo color.

Recuerdo que cuando estaba yo en Liliput me parecían los cutis de aquellas gentes diminutas los más bellos del mundo, y hablando sobre este punto con una persona de estudios de allá, que era íntimo amigo mío, me dijo que mi cara le parecía mucho más blanca y suave cuando me miraba desde el suelo que viéndola más de cerca, cuando le levantaba yo en la mano y le aproximaba. Al principio constituía para el, según me confesó, un espectáculo muy desagradable. Me dijo que descubría en mi cutis grandes hoyos, que los cañones de mi barba eran diez veces más fuertes que las cerdas de un verraco, y mi piel de varios colores totalmente distintos. Y permítaseme que haga constar que yo soy tan blanco como la mayor parte de los individuos de mi sexo y de mi país, y que el sol me ha tostado muy poco en mis viajes. Por otra parte, cuando hablábamos de las damas que formaban la corte del emperador, solía decirme que la una tenía pecas; la otra, una boca demasiado grande; una tercera, la nariz demasiado larga, nada de lo cual podía yo distinguir. Reconozco que esta reflexión era bastante obvia, pero, sin embargo, no he querido omitirla porque no piense el lector que aquellas inmensas criaturas eran feas, pues les debo la justicia de decir que son una raza de gentes bien parecidas.

Cuando la comida se hubo terminado, mi amo se volvió con sus trabajadores, y, según pude colegir de su voz y su gesto, encargó muy especialmente a su mujer que tuviese cuidado de mí. Estaba yo muy cansado y con sueño, y advirtiéndolo mi ama me puso sobre su propio lecho y me cubrió con un pañuelo blanco limpio, que era mayor y más basto que la vela mayor de un buque de guerra.

Dormí unas dos horas y soñé que estaba en casa con mi mujer y mis hijos, lo que vino a gravar mis cuitas cuando desperté y me vi solo en un vasto aposento de doscientos a trescientos pies de ancho y más de doscientos de alto, acostado en una cama de veinte yardas de anchura. Mi ama se había ido a los quehaceres de la casa, y dejádome encerrado. La cama levantaba ocho yardas del suelo. En tal situación yo, treparon dos ratas por la cortina y se dieron a correr por encima del lecho, olfateando de un lado para otro. Una de ellas llegó casi hasta mi misma cara, lo que me hizo levantarme aterrorizado y sacar mi alfanje para defenderme. Estos horribles animales tuvieron el atrevimiento de acometerme por ambos lados y uno de ellos llegó a echarme al cuello una de sus patas delanteras, pero tuve la buena fortuna de rajarle el vientre antes que pudiera hacerme daño. Cayó a mis pies, y la otra, al ver la suerte que había corrido su compañera, emprendió la huída, pero no sin una buena herida en el lomo que pude hacerle cuando escapaba, y que dejó un rastro de sangre. Después de esta hazaña me puse a pasear lentamente por la cama para recobrar el aliento y la tranquilidad. Aquellos animales eran del tamaño de un mastín grande, pero infinitamente más ligeros y feroces; así que, de haberme quitado el cinto al acostarme, infaliblemente me hubieran despedazado y devorado. Medí la cola de la rata muerta y encontré que tenía de largo dos yardas menos una pulgada; mas no tuve estómago para tirar de la cama el cuerpo exánime, que yacía en ella sangrando. Noté que tenía aún algo de vida; pero de una fuerte cuchillada en el pescuezo la despaché enteramente.

Poco después entró mi ama en la habitación, y viéndome todo lleno de sangre corrió hacia mí y me cogió en la mano. Yo señalé a la rata muerta, sonriendo y haciendo otras señas para significar que no estaba herido, de lo que ella recibió extremado contento. Llamó a la criada para que cogiese con unas tenazas la rata muerta y la tirase por la ventana. Después me puso sobre una mesa, donde yo le enseñé mi alfanje lleno de sangre, y limpiándolo en la vuelta de mi casaca lo volví a envainar.

Espero que el paciente lector sabrá excusar que me detenga en detalles que, por insignificantes que se antojen a espíritus vulgares de a ras de tierra, pueden ciertamente ayudar a un filósofo a dilatar sus pensamientos y su imaginación y a dedicarlos al beneficio público lo mismo que a la vida privada. Tal es mi intención al ofrecer estas y otras relaciones de mis viajes por el mundo, en las cuales me he preocupado principalmente de la verdad, dejando aparte adornos de erudición y estilo. Todos los lances de este viaje dejaron tan honda impresión en mi ánimo y están de tal modo presentes en mi memoria, que al trasladarlos al papel no omití una sola circunstancia interesante. Sin embargo, al hacer una escrupulosa revisión, taché varios pasajes de menos momento que figuraban en el primer original por miedo de ser motejado de fastidioso y frívolo.
JONATHAN SWIFT, Los viajes de Gulliver , Segunda parte:
Un viaje a Brobdingnag, capítulo primero
http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/56817398763481662165679/p0000002.htm
(Seleccionado por Cristina Perianes Calle, Segundo de Bachillerato, curso 2009-2010)

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