viernes, 12 de marzo de 2010

El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad.

Capítulo 5.

»No he visto nunca nada semejante al cambio que se operó en sus rasgos, y espero
no volver a verlo. No es que me conmoviera. Estaba fascinado. Era como si se hubiera
rasgado un velo. Vi sobre ese rostro de marfil la expresión de sombrío orgullo, de
implacable poder, de pavoroso terror... de una intensa e irremediable desesperación.
¿Volvía a vivir su vida, cada detalle de deseo, tentación y entrega, durante ese momento
supremo de total lucidez? Gritó en un susurro a alguna imagen, a alguna visión, gritó dos
veces, un grito que no era más que un suspiro: “¡Ah, el horror! ¡El horror!”
»Apagué de un soplo la vela y salí de la cabina. Los peregrinos estaban almorzando
en el comedor, y ocupé un sitio frente al director, que levantó los ojos para dirigirme una
mirada interrogante, que yo logré ignorar con éxito. Se echó hacia atrás, sereno, con esa
sonrisa peculiar con que sellaba las profundidades inexpresadas de su mezquindad. Una
lluvia continua de pequeñas moscas corría sobre la lámpara, sobre el mantel, sobre
nuestras manos y caras. De pronto el muchacho del director introdujo su insolente cabeza
negra por la puerta y dijo en un tono de maligno desprecio: “Señor Kurtz... él, muerto.”
»Todos los peregrinos salieron precipitadamente para verlo. Yo permanecí allí, y
terminé mi cena. Creo que fui considerado como un individuo brutalmente duro. Sin
embargo, no logré comer mucho. Había allí una lámpara... luz... y afuera una oscuridad
bestial. No volví a acercarme al hombre notable que había pronunciado un juicio sobre
las aventuras de su espíritu en esta tierra. La voz se había ido. ¿Qué más había habido
allí? Pero por supuesto me enteré de que al día siguiente los peregrinos enterraron algo en
un foso cavado en el fango.
»Y luego casi tuvieron que sepultarme a mí.

Conrad Joseph, El corazón de las tieblas, p&q=el+corazon+de+las+tinieblas+
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      Seleccionado por Cristina Martín

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