viernes, 6 de noviembre de 2015

A sangre fría, Truman Capote





   
 —Mis ojos ya no ven muy bien y me pregunto si no me habrían jugado una mala
pasada —recordaba después— Pero no. Tenía la seguridad de que no. Tenía la
seguridad de que no se trataba de un fantasma. Porque yo no creo en fantasmas.
Entonces, ¿quién podía ser? Husmeando por allá dentro, donde nadie está
autorizado a entrar más que la policía... ¿Y cómo había conseguido entrar? Con
todo cerrado a cal y canto como si la radio hubiese anunciado tornado. Eso es lo
que me intrigaba. Pero no tenía ganas de descubrirlo, por lo menos no por mi
cuenta. Interrumpí lo que estaba haciendo y me fui campo atraviesa hasta
Holcomb. En cuanto llegué, telefoneé al sheriff Robinson. Le dije que alguien
andaba dando vueltas por la casa de los Clutter. Bueno, llegaron en un santiamén.
Policía del estado. El sheriff y los suyos. Los del KBI. Al Dewey. Y justo cuando
estaban rodeando la casa, como preparándose para la acción, se abrió la puerta
principal.
       Por ella salió una persona que ninguno de los presentes había visto jamás, un
hombre de unos treinta y cinco años, de ojos apagados, pelo alborotado, que
llevaba una pistolera con una pistola de calibre 38.
        —Supongo que todos los que allí estábamos tuvimos la misma idea: éste era él, el
que había llegado y quien los había matado —continuó el señor Helm—. No hizo
movimiento alguno. Se quedó quieto. Parpadeando. Le quitaron el arma y
empezaron a hacerle preguntas.
El hombre se llamaba Adrian, Jonathan Daniel Adrian. Iba de camino hacia Nuevo
México y en el presente no tenía dirección alguna. ¿Con qué intenciones se había
introducido en casa de los Clutter y, además, cómo lo había hecho? Les explicó
cómo. (Había levantado la tapa de un pozo y se había deslizado por la tubería que
daba al sótano.) En cuanto al porqué, había leído lo ocurrido allí y sintió curiosidad
por ver qué aspecto tenía aquello.
          —Y entonces —según recordaba el señor Helm el episodio— alguien le preguntó si
viajaba haciendo auto-stop. «¿Hacer auto-stop hasta Nuevo México? No», contestó.
Tenía coche. Y estaba aparcado en la avenida, un poco más allá. Así que todos
fueron para ver el coche. Cuando encontraron lo que llevaba en él, uno de los
hombres, quizás Al Dewey, le dijo, a ese Jonathan Daniel Adrian: «Muy bien, señor,
parece que tenemos algunas cosas de que hablar.» Porque dentro del coche lo que
encontraron era un fusil calibre 12. Y un cuchillo de caza.
Una habitación de hotel en la Ciudad de México. En la habitación, una horrible
cómoda moderna con un espejo de color lavanda que tenía insertado en una
esquina un aviso impreso de la Dirección:
                         Su día termina a las 2 de la tarde
          En otras palabras, los huéspedes tenían que desalojar la habitación a la hora fijada
o pagar un día más de alojamiento, lujo que los actuales ocupantes no estaban
dispuestos a considerar. Les hubiese gustado saber más bien cómo conseguir la
suma que ya debían. Pues todo había sucedido como Perry había pronosticado:
Dick había vendido el coche y, al cabo de tres días, el dinero (algo menos de
doscientos dólares) se había esfumado. Al cuarto día, Dick partió en busca de un
trabajo honrado y esa noche le anunció a Perry:
         —¡Maldita sea! ¿Sabes cuál es la paga? ¿Qué salario dan? ¿A un mecánico
especialista? Dos dólares al día. ¡México! Ya tengo bastante, rico. Hay que largarse
de aquí. Volver a los Estados Unidos. No, esta vez no voy a escuchar nada. Ni
brillantes, ni tesoros enterrados. Anda, despierta, enano. Los cofres de oro no
existen. Ni los barcos hundidos. Y aún si los hubiera... demonios, ni siquiera sabes
nadar.



Truman Capote, A sangre fría diskokosmiko.mx
Seleccionado por  María Alegre Trujillo, Segundo de bachillerato, curso 2015-2016.

No hay comentarios:

Publicar un comentario