lunes, 22 de febrero de 2016

Frankenstein, Mary Shelley

     Yo admiraba las figuras perfectas de mis vecinos: su gracia, su belleza y su piel delicada; ¡pero cómo me horroricé al verme reflejado en la charca transparente! Al principio retrocedí aterrado, incapaz de creer que era yo, efectivamente, quien se reflejaba en aquel espejo; y cundo logré convencerme de que era el monstruo que soy, me embargaron los más dolorosos sentimientos de desaliento y mortificación. ¡Ay!, aún no conocía enteramente los fatales efectos de esta desdichada deformidad.
     Cuando el sol se hizo más cálido y la luz del día más larga, la nieve desapareció, y los árboles desnudos y la tierra negra volvieron a aparecer. A partir de entonces, Félix estuvo más ocupado, y los patéticos signos del hambre desaparecieron. Su alimentación, como descubrí más tarde, era tosca, pero sana y suficiente. En el huerto brotaron varias clases de plantas nuevas que ellos cultivaban; y estos signos de bienestar fueron aumentando, a medida que avanzaba la estación.
     El anciano, apoyándose en su hijo, salía a pasear a mediodía cuando no llovía, como averigüé que se decía cuando los cielos derramaban agua. Esto ocurría con frecuencia, hasta que fuertes vientos secaron la tierra, y la estación se volvió mucho más agradable.
     Mi vida en el cobertizo era siempre la misma. Por las mañanas observaba los movimientos de los moradores de la casa, y cuando acudían a sus diversas tareas me echaba a dormir; el resto del día lo pasaba observando a mis amigos. Cuando ellos se retiraban a descansar, si había luna o la noche era estrellada, me internaba en el bosque y recogí comida para mí y leña para la casa. Al regresar, y siempre que era necesario, les limpiaba el sendero y realizaba algunos menesteres que había visto hacer a Félix. Después descubrí que les tenían muy asombrados estas tareas que efectuaban unas manos invisibles; una o dos veces les oí pronunciar, a propósito de esto, las palabras espíritus benévolos y prodigio, aunque no entendí el significado de estos términos.
     Mis pensamientos se habían vuelto ahora más activos, y ansiaba descubrir los motivos y sentimientos de estas criaturas encantadoras; quería saber por qué Félix parecía tan desgraciado, y Agatha tan triste. Pensé (¡pobre infeliz!) que quizá estaba en mi mano devolver la felicidad a esta gente digna de toda estima. Cuando dormía o me ausentaba, las figuras del venerable padre ciego, de la dulce Agatha y del excelente Félix fluctuaban ante mí. Los miraba como seres superiores y árbitros de mi futuro destino. Trataba de imaginarme, de mil maneras distintas, el modo en que me presentaría ante ellos y el recibimiento que me brindarían. Imaginaba que al principio les repugnaría mi presencia, hasta que, por mi actitud afable y mis palabras conciliadoras, ganase primero su favor, y después su afecto.

Mary Shelley, Frankestein, Barcelona, Vicens Vives, Aula de Literatura, 2006, págs. 149-140. Seleccionado por Paula Ginarte Pérez, Primero de Bachillerato, curso 2015-16.

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