lunes, 29 de septiembre de 2014

El libro de las tierras virgenes, Rudyard Kipling

Los perros jaros 

  No se metió Mowgli en este asunto, porque, como él dijo, ya sabía lo que eran frutas agrias y en qué árboles se cogían; pero cuando Fao, hijo de Faona ( cuyo padre era el que indicaba las pistas en los tiempos de la jefatura de Akela ) ganó en buena lid el derecho de dirigir la manada, de acuerdo con la ley de la Selva, y cuando, a la luz de las estrellas, resonaron una vez más los antiguos gritos y canciones, Mowgli volvió a asistir al Consejo de la Peña, como en memoria de tiempos que pasaron. Si se le antojaba hablar, la manada guardaba hasta que hubiera terminado, y se sentaba en la Peña al lado de Akela, más arriba del sitio ocupado por Fao. Eran, aquéllos, días en que se cazaba bien y se dormía mejor. Ningún forastero se atrevía a entrar en las selvas que pertenecían al pueblo de Mowgli, como llamaban a la manada; los lobos más jóvenes crecían fuertes y gordos, y abundaban los lobatos en la inspección que había que hacer de ellos al llevarlos a la Peña. Iba siempre Mowgli a estas reuniones, acordándose de aquella noche en que una pantera negra compró a la manada la vida de un chiquillo moreno y desnudo, y al prolongado grito de: " ¡ Mirad, mirad bien, lobos!", latía con fuerza su corazón. Otras veces se alejaba, internándose en la selva con los que él consideraba como sus cuatro hermanos, probando, tocando y viendo toda clase de cosas nuevas. 







El libro de las tierras vírgenes, Rudyard Kipling, Madrid, ed. Alianza,  1993, Página 150.
 Seleccionado por Rosa María Perianes Calle, Segundo de bachilerato, curso 2014-2015.

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