lunes, 11 de enero de 2016

Los viajes de Gulliver, Jonathan Swift

   En el ínterin el emperador convocó repetidos Consejos para discutir qué debía hacerse conmigo. Según me aseguró con posteridad un amigo íntimo, persona de prestigio que estaba en el secreto como ningún otro, la corte estaba teniendo serios problemas relativos a mi persona. Sospechaban que me escaparía, que mi manutención iba a resultar sumamente cara y podría causar un hambre general. A veces decidieron dejarme perecer de hambre, o, cuanto menos, dispararme flechas envenenadas a la cara y las manos, lo que en poco tiempo acabaría conmigo; pero volvían a reconsiderar la cuestión, pues el hedor de un cadáver tan corpulento podría producir una peste que probablemente se propagaría por todo el reino. En mirad de estas consultas se presentaron varios oficiales del ejército ante las puertas de la Cámara del Gran Consejo, adonde se hizo pasar a dos de ellos, quienes dieron cuenta de mi comportamiento para con los seis sinvergüenzas antes mencionados, circunstancia que causó una impresión tan favorable en el corazón de Su Majestad y de todo el Consejo, en mi provecho, que se despachó una Comisión Imperial que obligaba a todas las villas a novecientos metros en redondo de la ciudad a suministrarme cada mañana seis bueyes, cuarenta ovejas y otras viandas para mi manutención, junto a una proporcional cantidad de pan, vino y otros licores, para subvenir al pago de lo cual Su Majestad libró unas asignaciones con cargo al Tesoro. Porque este príncipe vive principalmente de su propia fortuna personal, y muy de vez en cuando, de modo excepcional, en las grandes ocasiones, recauda tributos de sus súbditos, los cuales están obligados a ayudarle en sus guerras a expensas propias. Se creó también un cuerpo de seiscientas personas en calidad de sirvientes míos a los que se asignaron unos salarios como pensión alimentario, y para los que se levantaron tiendas, con muy buen criterio, a cada lado de mi puerta. Del mismo modo se dio orden de que trescientos sastres me hicieran unos trajes a la moda del país; que seis de los más célebres filólogos de Su Majestad se emplearan en enseñarme su lengua, y, finalmente, que los caballos del emperador, así como los de la nobleza y de la tropa de guardia hicieran frecuentes ejercicios en mi presencia a fin de que se acostumbraran a mí. Pusiéronse todas estas órdenes luego debidamente en práctica y, al cabo de tres semanas, había hecho considerables progresos en el aprendizaje de su lengua, tiempo durante el cual el emperador me honraba con frecuentes visitas y se complacía en colaborar con mis maestros en enseñarme. Empezamos, pues, ya a conversar entre nosotros de algún modo, y las primeras palabras que aprendí fueron para expresarle mi deseo de que tuviera la bondad de concederme la libertad, cosa que le repetía diariamente puesto de rodillas. Su respuesta, a lo que pude entender, fue que aquello debía ser labor de mucho tiempo y en la que no podía pensarse sin contar con el parecer de su Consejo, y que, antes de nada, yo debía Lumos Kelmin pesso desmar lon Emposo; esto es, «jurar la paz con él y su reino».

   Jonathan Swift, Los viajes de Gulliver, Madrid, Unidad Editorial, S.A. , Colección Millenium, 1999, pág. 26-27.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

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