lunes, 19 de enero de 2015

David Copperfield, Charles Dickens

CAPÍTULO XVIII

DISOLUCIÓN DE SOCIEDAD

     Me apresuré a poner inmediatamente en ejecución el plan que había formado relativo a los debates parlamentarios. Era uno de los hierros de mi forja que había que golpear mientras estuviera caliente, y me puse a ello con una perseverancia que me atrevo a admirar. Compré un célebre tratado sobre el arte de la taquigrafía (que me costó diez chelines) y me sumergí en un océano de dificultades, y al cabo de algunas semanas casi me habían vuelto loco todos los cambios que podía tener uno de esos acentos que colocados de una manera significaban una cosa y otra en tal otra posición; los caprichos maravillosos figurados por círculos indescifrables; las consecuencias enormes de un signo tan grande como una pata de mosca; los terribles efectos de una curva mal colocada, y no me preocupaban únicamente durante mis horas de estudio: me perseguían hasta durante mis horas de sueño. Cuando por fin llegué a orientarme más o menos a tientas, en medio de aquel laberinto y a dominar casi el alfabeto, que por sí solo era todo un templo de jeroglíficos egipcios, fui asaltado por una procesión de nuevos horrores, llamados signos arbitrarios. Nunca he visto signos tan despóticos; por ejemplo, querían absolutamente que una línea más fina que una tela de araña significara espera, y que una especie de candil romano se tradujera por perjudicial. A medida que conseguía meterme en la cabeza todo aquello me daba cuenta de que se me había olvidado el principio. Lo volvía a aprender, y entonces olvidaba lo demás. Si trataba de recordarlo, era alguna otra parte del sistema la que se me escapaba.

Charles Dickens, David Copperfield, Pozuelo de Alarcón (Madrid), Espasa Calpe, Colección Austral, 1999, Páginas 668-669.
Seleccionado por Alain Presentación Muñoz. Segundo de Bachillerato. Curso 2014-2015.

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