Al levantarme no encontré a nadie. El buque había zarpado, sin que nadie de los pasajeros o tripulantes se acordase de mí; me habían abandonado en la isla. Me volví a derecha e izquierda pero no vi a nadie más. Me entró un terror profundo, hasta el punto de que por poco me estalla el corazón de pena y tristeza. Me había quedado sin ninguna de las ventajas del mundo y no tenía qué comer o beber; además, estaba solo. Desesperé de la vida y dije: “Tanto va el cántaro a la fuente, que al fin se rompe. ”Si la primera vez me salvé y encontré quien me llevase consigo desde aquella isla hasta la civilización, esta vez no creo que vuelva a tener la misma suerte.» Empecé a llorar y a lamentarme, y me entró tal rabia, que me maldije a mí mismo por lo que había hecho: volver a viajar y fatigarme, después de haberme instalado cómodamente en mi casa y en mi país, en donde vivía satisfecho y tenía a mi disposición comidas, bebidas y vestidos magníficos, sin necesitar dinero ni mercancías.
Me volví casi loco. Me puse de pie rabiosamente y empecé a recorrer la isla en todas direcciones, sin poder detenerme en ningún sitio: Después me subí a un árbol altísimo y extendí la mirada en derredor, sin ver más que agua, árboles, pájaros, islas y arenas. Al mirar más atentamente distinguí algo blanco y muy grande que había en la isla. Bajé del árbol, me dispuse a ver de qué se trataba y marché en aquella dirección. Era una gran cúpula blanca, muy elevada y de gran circunferencia. Me acerqué, di la vuelta en torno a ella y no encontré ninguna puerta ni tuve fuerza ni agilidad suficientes, dado lo lisa que era, para trepar por ella.
Señalé el sitio en que me encontraba y medí su circunferencia: tenía cincuenta pasos justos. Empecé a pensar qué hacer para conseguir entrar, pues se acercaba la noche. De repente se ocultó el sol.
Pensé que tal vez había sido tapado por una nube, pero como estábamos en verano me extrañó. Levanté la cabeza y vi un pájaro enorme, de gigantesco cuerpo y descomunal envergadura de alas, que surcaba el aire.
Había tapado el sol a su paso. Me admiré muchísimo y recordé una historia...
Schehrezade se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas cuarenta y cuatro, refirió:
-Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Simbad prosiguió: Recordé una historia que había oído hacía tiempo a los viajeros y caminantes: En una isla vivia un pájaro enorme, llamado ruj, que alimentaba a sus polluelos con elefantes. Entonces me convencí de que la cúpula que estaba viendo era un huevo de ruj, y me admiré de la creación de Dios (¡ensalzado sea!). Mientras me encontraba en esta situación, el pájaro descendió sobre la cúpula, empezó a incubarla con las alas, y apoyando las patas en el suelo por detrás, se durmió encima. ¡Gloria a Aquel que no duerme! Entonces deshice el turbante que llevaba en la cabeza, lo doblé y lo trencé hasta que quedó transformado en una cuerda; me ceñí la cintura con él y me até al pie de aquel pájaro lo más fuertemente que pude. Me dije: «Éste tal vez me conduzca a los países habitados y civilizados.»
Pasé aquella noche en vela, temeroso de dormirme y de que el pájaro arrancase a volar estando yo inconsciente.
Al hacerse de día el ave se levantó del huevo, dio un grito fortísimo y se elevó conmigo por los aires. Creí que había llegado a las nubes. Luego descendió hasta posarse en el suelo en un lugar elevado. En cuanto toqué tierra me apresuré a desatarme, pues temía que el bicho advirtiese mi presencia; pero no notó nada. El ruj cogió algo entre sus garras y se echó a volar de nuevo. Me fijé en lo que llevaba: era una serpiente enorme, que transportaba en dirección al mar. Me encontraba en un altozano a cuyo pie corría un río profundo y ancho, encajonado entre montañas elevadísimas, cuyas cimas no alcanzaba a distinguir; nadie tiene fuerzas suficientes para escalarlas. Al ver aquello me dije: «¡Ojalá me hubiese quedado en la isla, que era más hermosa que este lugar desértico! Por lo menos allí había variadas clases de fruta para comer, y riachuelos en los que beber. En cambio aquí no hay ni árboles, ni frutos, ni ríos. ¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! ¡Escapo de una calamidad para caer en otra mayor y más peligrosa!»
Me puse en pie, traté de animarme y empecé a recorrer el valle. Todo su suelo estaba cubierto de diamantes; los metales preciosos y las gemas afloraban por doquier; había porcelana y ónice. Todo el valle estaba lleno de serpientes y víboras, cada una de las cuales tenía el tamaño de una palmera; eran tan enormes que podían muy bien tragarse un elefante. Aparecían por la noche y se ocultaban durante el día, dado el temor que les infundían el pájaro ruj y las águilas, que, no sé por qué razón, las cogen para despedazarlas. Me arrepentí de lo que había hecho, mientras exclamaba: «Por Dios he precipitado mi muerte.»
Anónimo, Las mil y una noches.
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