viernes, 1 de abril de 2016

La educación sentimental, Gustave Flaubert

Una mañana del mes de diciembre, cuando se dirigía al curso de práctica forense, creyó observar en la calle -Saint, Jacques más animación que de ordinario. Los estudiantes salían precipitadamente de los cafés, o, por las ventanas abiertas, se llamaban de una casa a otra; los tenderos, en las aceras, miraban con inquietud; se cerraban las contraventanas, y cuando llegó a la calle Soufflot vio una gran multitud alrededor del Panteón. Grupos desiguales de cinco a doce jóvenes se paseaban tomados del brazo y se acercaban a otros grupos mayores estacionados en diversos lugares; en el fondo de la plaza, junto a las verjas, unos hombres de blusa peroraban, mientras los guardias municipales, con el tricornio ladeado y las manos a la espalda, iban y venían a lo largo de las paredes haciendo resonar el pavimento con sus gruesas botas. Todos tenían un aire misterioso y turulato; algo se esperaba, evidentemente, y había en el borde de todos los labios una interrogación. Federico se encontró junto a un joven rubio, de rostro simpático, con bigote y perilla como un refinado de la época de Luis XIII. Preguntole por la causa de aquel desorden. -No sé nada ---contestó el otro-, ni tampoco ellos lo saben. ¡Es la moda del día! ¡Qué buena farsa! Y se echó a reír. Las peticiones para la Reforma que obligaban a firmar en la guardia nacional, juntamente con el empadronamiento Humann y otros acontecimientos producían desde hacía seis meses en París tumultos inexplicables, e incluso se repetían con tanta frecuencia que los diarios ya no hablaban de ellos. -Esto no tiene contorno ni color-continuó el vecino de Federico Tengo la impresión, señor, de que hemos degenerado. En la buena época de Luis XI, y aun en la de Benjamín Constant, había más rebeldía entre los estudiantes. Me parecen pacíficos como carneros, estúpidos como pepinillos e idóneos para horteras. ¡Pascua de Dios! ¡Y a esto se le llama juventud escolar! Y abrió ampliamente los brazos, como Federico Lemaître en Robert Macaire. -¡Juventud escolar, yo te bendigo!

Gustave Flaubert, La educación sentimental,  http://www.catedras.fsoc.uba.ar/varela/archivos/Flaubert.pdf.
Seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016-

Las aventuras de Oliver Twist, Charles Dickens

Cuando Oliver se despertó a la mañana siguiente, vio, sorprendido, que sus viejos zapatos habían desaparecido y que, en su lugar, se encontraban otros nuevos y lustrosos. No tardó mucho en entender tal cambio. -Esta noche irás a casa de Sikes -le dijo Fagin. No le dio ninguna explicación más y Oliver tampoco se atrevió a hacer preguntas. Pero antes de marcharse dejando de nuevo a Oliver solo en la casa, el ladrón le dijo: -Ahí tienes un libro para que lo leas mientras vienen a buscarte. Oliver cogió el libro; en él se contaban las vidas de grandes malhechores; eran relatos de espantosos crímenes que helaban la sangre, de asesinatos secretos y cadáveres escondidos. En un ataque de pavor, arrojó el libro lejos de él, se hincó de rodillas y empezó a rezar -¡Oh, Dios mío! ¡Líbrame de ser autor o víctima de crímenes tan espantosos! Estaba todavía en aquella postura, con la cabeza hundida entre las manos, cuando se sobresaltó al oír un leve ruido. -Tranquilo, Oli, soy yo, Nancy -dijo la muchacha con un susurro. -¿Qué te pasa, Nancy? Estás muy pálida. -¡Esta habitación es tan húmeda! -disimuló la muchacha, abrigándose con su manto-. Vamos. Te tengo que llevar a casa de B¡ll. Sin decir una palabra, Oliver se cogió de su mano y, tras un breve pero profundo silencio, Nancy respiró hondo y dijo: -Mina, Oliver, he intentado hacer algo por ti, pero ha sido en vano. Ahora no es el momento de escapar Te libré una vez de ser maltratado, y lo volveré a hacer pero esta vez debes portarte bien. Si no, sólo conseguirás perjudicarte a ti mismo, y también a mí. Luego, enseñándole unos cardenales que tenía en el cuello y en los brazos, añadió en voz muy baja: -¡Mira, Oliver! Todo esto lo he pasado por ti. Si pudiera ayudarte, lo haría, pero no tengo los medios.

Charles Dickens, Las aventuras de Oliver Twist, http://www.edu.mec.gub.uy/biblioteca_digital/libros/d/dickens,%20charles%20-%20oliver%20twist.pdf. Seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2015.

Los Novios, Alessandro Manzoni.


Capítulo XIV.
 —Te daré una razón, querido posadero mío, y lo entenderás. Si los bandos que hablan bien, en favor de los buenos  cristianos, no cuentan; tanto menos deben contar los que hablan mal. De modo que quita de ahí todos esos enredos, y trae en cambio otro frasco; porque éste está rajado —diciendo esto, lo golpeó ligeramente con los nudillos, y agregó—: Escucha, escucha, posadero, cómo suena a hueco. 
 También esta vez, Renzo, poco a poco, había atraído la atención de los que estaban a su alrededor: y también esta vez fue aplaudido por el auditorio. 
 —¿Qué debo hacer? —dijo el posadero, mirando a aquel desconocido, que no era tal para él. 
 —Vamos, vamos —gritaron muchos de los parroquianos—: tiene razón, ese joven: todo eso son vejaciones, trampas, estorbos: ley nueva hoy, ley nueva. 
 En medio de estos gritos, el desconocido, lanzando al posadero una ojeada de reproche, por aquel interrogatorio demasiado descubierto: 
 —Dejad que haga lo que le parece: no hagáis escenas. 
 —He cumplido con mi deber —dijo  el posadero en voz alta; y después para sí: 
 —Ahora estoy entre la espada y la pared. —Y cogió papel, pluma y tintero, el bando y el frasco vacío, para entregárselo al mozo. 
 —Trae del mismo —dijo Renzo—: que  lo encuentro bueno; y volvió a sentarse bajo la campana de la chimenea. «¡Pedazo de liebre!», pensaba, haciendo de nuevo arabescos en la ceniza: «¡En buenas manos has ido a caer!, ¡So asno! Si quieres ahogarte, ahógate; pero el posadero de la Luna llena no pagará los platos rotos por tus locuras.» 
 Renzo dio las gracias a su guía, y a todos los otros que se habían puesto de su parte. 
 —¡Bien por los amigos! —dijo—. Ahora veo que los hombres de bien se echan una mano, y se apoyan—. Luego, extendiendo la diestra en el aire por encima de la mesa, y adoptando otra vez la actitud de orador —¡Gran cosa —exclamó— que todos los que gobiernan el mundo, quieran meter en todo papel, pluma y tintero! ¡Siempre con la pluma en el aire! ¡Qué manía tienen esos señores de manejar la pluma! 
 —¡Eh, buen labriego! ¿Queréis saber por qué?  —dijo riendo uno de aquellos jugadores, que iba ganando. 
 —Oigámoslo —respondió Renzo.
Alessandro Manzoni, Los Novios,https://ysseg14.files.wordpress.com/2011/06/los-novios-alessandro-manzoni1.pdf,texto seleccionado por  Daniel Carrasco Carril, Segundo de Bachillerato, curso 2015-2016.

La hija del capitán, Alexandre Pushkin

CAPITULO II

El cochero puso los caballos a galope, pero no dejaba de mirar al este. Los caballos iban a buena marcha. Entre tanto, el viento iba siendo más fuerte por momentos. La nubecilla se había convertido en una nube blanca que se levantaba lentamente y crecía hasta cubrir poco a poco todo el cielo. Empezó a caer una nieve menuda, y de repente cayeron grandes copos. Aullaba el viento; había empezado la tormenta. En un instaste, el cielo se juntó con el mar de nieve. Todo desapareció.
-¡Señor!  -gritó el cochero ¡Estamos perdidos! ¡La tormenta!
Me asomé a la ventanilla de la kibitka todo era oscuridad y remolinos. El viento aullaba con una expresión tan feroz, que parecía un ser vivo; la nieve nos cubría a Savélich y a mi; los caballos se pusieron al paso y luego se pararon.
-¿Por qué no sigues?  -pregunté impaciente al cochero.
-¿Y para qué quiere que siga? -respondió bajando del pescante-. No sé ni dónde estamos; no hay camino, todo está oscuro.
Me puse a reñirle, pero Savélich le defendió:
-Todo ha sido por no hacernos caso  --decía malhumorado-. Ya estaba en la posada, habrías tomado té y dormido hasta mañana; la tormenta se habría calmado y podríamos seguir adelante. ¿Qué prisa tenemos? Ni que fuéramos a una boda.

Alexandre Pushkin, La hija del capitán, http://www.edu.mec.gub.uy/biblioteca_digital/libros/P/Pushkin,%20Alexander%20-%20La%20hija%20del%20capitan.pdf
Seleccionado por Laura Agustín Críspulo, Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.




Nuestra señora de París, Victor Hugo


IV LOS INCONVENIENTES DE IR TRAS UNA
BELLA MUJER DE NOCHE POR LAS CALLES
     Gringoire por lo que pudiera pasar, quiso seguir a la gitana. La había visto tomar, con su cabra, la calle de la Coutellerie y él había hecho lo mismo.
     -¿Y por qué no? -se dijo.
     Gringoire, filósofo práctico de las calles de París, se había dado cuenta de que nada es tan propicio al ensueño como seguir a una mujer bella sin saber a dónde va. Existe en esta abdicación voluntaria del libre albedrío, en esta fantasía, que a su vez se somete a otra fantasía, una mezcla de independencia fantástica y de obediencia ciega, un no sé qué intermedio entre la libertad y la esclavitud, que agradaba a Gringoire. En efecto, su espíritu era esencialmente mixto, complejo a indeciso, interesado en todos los temas y pendiente un poco de todas las propensiones humanas, pero neutralizando cada una de ellas con su contraria.
     Le gustaba compararse a la tumba de Mahoma, atraída en sentidos contrarios por dos piedras de imán, dudando eternamente entre lo alto y lo bajo, entre la bóveda y el suelo, entre la caída y la elevación entre, el cenit y el nadir.
     Si Gringoire viviera en nuestros días ¡qué bien sabría mantenerse en un término medio entre lo clásico y lo romántico!, pero no era lo suficientemente primitivo como para vivir trescientos años y era una lástima. Su ausencia es un vacío que hoy día lamentamos.
     Por otra parte, para seguir por las calles a los transeúntes (y sobre todo a las transeúntes), cosa que Gringoire hacía con cierta frecuencia, lo mejor es no saber en dónde va uno a dormir.
     Iba, pues, pensativo detrás de la muchacha, que aceleraba el paso y hacía ir al trote a su cabritilla al ver que la gente se recogía ya y que las tabernas, únicos establecimientos abiertos aquel día se iban cerrando.
     Después de todo, iba pensando Gringoire, en algún lugar tendrá que dormir y las gitanas suelen tener buen corazón. ¡Quién sabe si...!, y él llenaba esos puntos suspensivos con no se sabe muy bien qué ideas peregrinas.
     Sin embargo, de vez en cuando, al pasar junto a los últimos grupos de burgueses que se despedían ya para retirarse, cogía al vuelo algún retazo de sus conversaciones que venían a romper la lógica de sus optimistas hipótesis.
     A veces se trataba de dos viejos que comentaban...
     -Maese Thibaut Femicle, ¿sabéis que hace frío?
     ¡Gringoire lo sabía bien desde el comienzo del invierno!
     -Ya lo creo maese Bonifacio Disome. ¿Tendremos un invierno como el de hace tres años, el del 80, en el que la madera costó a ocho sueldos el haz?
     -¡Bah! ¡Eso no eso no fue nada, maese Thibaut! ¿Se acuerda de aquel invierno de 1407, que no paró de helar desde San Martín hasta la Candelaria? Lo hacía con tal fuerza que hasta la pluma del parlamento se helaba a cada tres palabras y por eso hubo que suspender las actuaciones de la justicia...
     Un poco más allá eran unas vecinas a la ventana, alumbradas con candiles que el viento hacía chisporrotear.
     -¿Vuestro marido os ha contado ya la desgracia, señora Boudraque?
     -No. ¿De qué se trata, señora Tourquant?
     -Del caballo del señor Gilles Godin, el notario del Châtelet, que se ha desbocado, al ver a los flamencos y la procesión, y ha tirado por los suelos a maese Philipot Avrillot, oblato de los celestinos.
     -¿De verdad?
     -Ya lo creo.
     -¡Un caballo burgués! ¡Quién lo iba a pensar! ¡Si al menos hubiera sido un caballo del ejército!
     Y se iban cerrando las ventanas y Gringoire, distraído con las conversaciones, perdía el hilo de sus ideas.
     Por suerte lo volvía a encontrar enseguida y enlazaba sin dificultad, gracias sobre todo a la bohemia que, con su cabra, marchaba por delante; eran dos delicadas finas y encantadoras criaturas, en las que admiraba sus pequeños pies, sus lindas formas, sus graciosos ademanes, confundiendo casi a las dos en su imaginación, al considerarlas mujeres por su inteligencia y su amistad y cabritillas por su ligereza y agilidad y por la destreza de sus andares.
     Las calles se iban haciendo cada vez más oscuras y solitarias. Hacía bastante tiempo que había sonado el toque de queda y sólo se veía ya, muy de cuando en cuando, a un transeúnte por las calles o una luz en las ventanas.
     Gringoire se había internado, siguiendo a la egipcia, en aquel dédalo inextricable de callejuelas, encrucijadas y callejones sin salida, que rodean el antiguo sepulcro de los inocentes y que se asemeja a un ovillo enmarañado por un gato.
     -Desde luego estas callejuelas tienen muy poca lógica -decía Gringoire, perdido en esos mil caminos, que venían a desembocar en ellos mismos, y que la joven daba la impresión de conocer tan bien, moviéndose entre ellos con pasos ligeros sin la más pequeña duda.
     En cuanto a él, no habría tenido la menor idea del lugar en donde se encontraba, si no hubiera sido porque, al paso, a la vuelta de una calleja, descubrió la masa octogonal de la picota del mercado, cuyo tejadillo abierto destacaba vivamente su silueta negra contra una ventana iluminada aún en la calle Verdelet.
     Hacía ya un ratito que la joven se había dado cuenta de que la seguían y varias veces había vuelto hacia él su cabeza con cierta preocupación. Incluso una vez se había parado en seco y, aprovechando un rayo de luz que se escapaba de la puerta entreabierta de una panadería, le había mirado fijamente de arriba a abajo.
     Después Gringoire había visto hacer a la gitana la mueca aquella que debía resultarle familiar, y había seguido su camino.
     La mueca dio que pensar a Gringoire pues había burla y desdén en aquel gesto, hasta cierto punto gracioso, y por eso comenzó a bajar la cabeza y a contar los adoquines, siguiendo a la joven a una distancia mayor cuando, al doblar una calle, en donde momentáneamente la había perdido de vista, oyó un grito penetrante.
     Apresuró el paso. La calle estaba totalmente a oscuras; sin embargo, una lamparita que ardía en una hornacina a los pies de la Virgen, en un rincón de la calle permitió a Gringoire distinguir a la gitana debatiéndose en los brazos de dos hombres que procuraban ahogar sus gritos. La cabritilla, asustada, bajaba los cuernos y se ponía a balar.
     -¡Socorro! ¡A mí la ronda! ¡Socorro, guardianes! -gritó Gringoire al mismo tiempo que se dirigía valientemente hacia allí. Uno de los que sujetaban a la joven se volvió hacia él; era la formidable figura de Quasimodo.
     Gringoire no emprendió la huida pero tampoco dio un paso más adelante.
     Quasimodo se llegó hasta él y de un revés lo lanzó a cuatro pasos contra el empedrado; luego se adentró rápidamente hacia la oscuridad llevándose a la joven bajo el brazo como si fuera un echarpe de seda, seguido de su compañero; mientras la pobre cabra corría tras ellos balando quejumbrosa.
     -¡Asesinos! ¡Socorro! -gritaba la desdichada gitana.
     -¡Alto ahí, miserables! ¡Soltad a esa mujer! -dijo con voz de trueno un caballero que surgió de repente de una plazuela próxima. Se trataba de un capitán de los arqueros, armado de pies a cabeza y con un espadón en la mano.
     Arrancó a la bohemia de los brazos de Quasimodo, estupefacto; la colocó de través en la silla de montar y en el momento en que el terrible jorobado, recuperado de la sorpresa, se lanzaba sobre él para recuperar a su presa, surgieron quince o más arqueros que seguían a su capitán armados todos con espadas.
     Se trataba de un escuadrón de la guardia real que hacía la contrarronda por orden de micer Roberto d'Estouteville, guardián del prebostazgo de París.
     Entre todos cercaron a Quasimodo, lo cogieron y lo ataron. Rugía, echaba espuma por la boca, mordía y, si no hubiera sido de noche, podemos estar seguros de que su horripilante cara, más repulsiva aún por hallarse encolerizado, habría puesto en fuga a todo el escuadrón. Pero, por la noche, carecía de su arma más temible; su fealdad.
     Su compañero se escabulló durante la refriega.
     La gitana se irguió con elegancia en la silla del oficial, apoyó sus dos manos en los hombros del capitán y le miró fijamente durante unos segundos, como encantada de su atractivo aspecto y de la ayuda que acababa de prestarle. Después, rompiendo a hablar la primera, le dijo haciendo más dulce aún su dulce voz:    -¿Cómo os llamáis, señor gendarme?
     -Capitán Febo de Cháteaupers para serviros, preciosa respondió el capitán irguiéndose.
     -Gracias -le dijo.
     Y mientras el capitán se entretenía atusándose su bigote a la borgoñona, ella se deslizó hasta el suelo, desde el caballo, como una flecha que cae a tierra y huyó tan rápidamente, que un relámpago habría tardado más en desvanecerse.
     -¡Por el ombligo del papa! -dijo apretando las ligaduras de Quasimodo-. A fe mía que habría preferido quedarme con la mozuela.
     -¡Qué queréis capitán! -dijo uno de los guardias-. La pájara ha levantado el vuelo pero nos queda el murciélago.

Victor Hugo, Nuestra señora de París, http://www.pdf-libros.com/2015/07/nuestra-senora-paris-pdf.html
Seleccionado por Clara Fuentes Gómez, Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016

Los miserables, Victor Hugo


V


Noche que deja entrever el día

Oyendo llamar a la puerta, Jean Valjean dijo con voz débil:
-Entrad, está abierto.
Aparecieron Cosette y Marius. Cosette se precipitó en el cuarto. Marius permaneció de pie en el umbral.
-¡Cosette! -dijo Jean Valjean y se levantó con los brazos abiertos y trémulos, lívido, siniestro, mostrando una alegría inmensa en los ojos.
Cosette, ahogada por la emoción, cayó sobre su pecho, exclamando:
-¡Padre!
Jean Valjean, fuera de sí, tartamudeaba:
-¡Cosette! ¡Es ella! ¡Sois vos, señora! ¡Eres tú! ¡Ah, Dios mío!
Y sintiéndose estrechar por los brazos de Cosette, añadió:
-¡Eres tú, sí! ¡Me perdonas, entonces!
Marius, bajando los párpados para detener sus lágrimas, dio un paso, y murmuró:
-¡Padre!
-¡Y vos también me perdonáis! -dijo Jean Valjean.
Marius no encontraba palabras y el anciano añadió:
-Gracias.
Cosette se sentó en las rodillas del anciano, separó sus cabellos blancos con un gesto adorable, y le besó la frente. Jean Valjean extasiado, no se oponía, y balbuceaba:
-¡Qué tonto soy! Creía que no la volvería a ver. Figuraos, señor de Pontmercy, que en el mismo momento en que entrabais, me decía: "¡Todo se acabó! Ahí está su trajecito; soy un miserable,y no veré más a Cosette". Decía esto mientras subíais la escalera. ¿No es verdad que me había vuelto idiota? No se cuenta con la bondad infinita de Dios. Dios dijo: "¿Crees que lo van a abandonar, tonto? No. No puede ser así. Este pobre viejo necesita a su ángel". ¡Y el ángel vino, y he vuelto a ver a mi Cosette, a mi querida Cosette! ¡Ah, cuánto he sufrido!

Victor Hugo, Los miserables, http://www.claseshistoria.com/general/pdf/miserables.pdf

Seleccionado por Laura Agustín Críspulo, Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016