jueves, 27 de abril de 2017

La madre, Máximo Gorki

PRIMERA PARTE

1

       La sirena de la fábrica lanzaba su clamor estridente, cada día, el aire ahumado y grave del arrabal obrero. Entonces, un gentío tristón, de músculos todavía cansados, salía con rapidez de las casitas grises, corriendo como las cucarachas llenas de susto. A la media luz fría, íbanse por la calleja angosta hacia los paredones altos de la fábrica que los esperaba segura, alumbrando la calzada fangosa con sus innumerables ojos cuadrados, amarillos y viscosos. Bajo los pies chascaba el barro. Voces dormidas resonaban en roncas exclamaciones, injurias rasgaban el aire, y una oleada de ruidos sordos acogía a los obreros: el sonar pesado de las máquinas, el gruñido del vapor. Por encima del arrabal, a semejanza de bastones, sombrías y repelentes como centinelas, perfilábanse las altas chimeneas negruzcas.
       Al anochecer, cuando se ponía el sol y sus rayos rojos brillaban en las vidrieras de las casas, vomitaba la fábrica de sus entrañas de piedra toda la escoria humana, y los trabajadores, ennegrecidos de humo, volvían a desparramarse por la calle, dejando detrás húmedos relentes de grasa de máquinas, centelleándoles las dentaduras hambrientas. Había a la sazón en sus voces animación y hasta alegría; se acabaron por unas horas los trabajos forzados; cena y descanso estaban esperándole en casa.

       Máximo Gorki, La madre. Madrid, Edaf. Biblioteca Edaf, primera edición, 1982. Página 27.
       Seleccionado por Andrea Alejo Sánchez. Primero de bachillerato, curso 2016-2017.

Los sufrimientos del joven Werther, Johann W. Goethe

                                                     LIBRO PRIMERO
                                                                                                                                    4 de mayo de 1771
     ¡Qué contento estoy de haberme marchado! Amigo inmejorable, ¿qué es el corazón del hombre? Abandonarte a ti, quien quiero tanto, y de quien no me podía separar, ¡y estar contento! Ya sé que me perdonas. ¿Acaso mis demás relaciones no fueron elegidas por el destino para angustiar un corazón como el mío? ¡Pobre Leonor! Sin embargo, he sido inocente. ¿Podía remediar yo que, mientras los encantos voluntariosos de su hermana me preocupaban un agradable entretenimiento, se formase una pasión en ese pobre coraz´ñon? Pero, sin embargo, ¡soy completamente inocente? ¡No he estimulado sus sentimientos? ¿No me he divertido con las expresiones auténticas de su naturaleza, que tantas veces nos hacían reír, aunque no fueran nada risibles; no he sido yo...? ¡Ah, qué es el hombre para que se pueda acusar a sí mismo! Te aseguro, mi buen amigo, que quiero mejorarme, que no he de volver a rumiar ni el más pequeño de los males que nos depare el destino, como lo he hecho siempre; quiero disfrutar del presente, y lo pasado será pasado para mí. Ciertamente, tienes razón, mi inmejorable amigo: los dolores serían menores entre si éstos -Dios sabe por qué están hechos así- no se ocuparan con tanto ahínco de imaginación en evocar los recuerdos de los males pasados en vez de soportar un presente tolerable.
     Ten la bondad de decir a mi madre que me estoy ocupando lo mejor que puedo de su asunto y le daré en seguida noticias sobre él. He hablado con mi tía, y no la he encontrado ni con mucho como esa perversa mujer de que se habla entre nosotros. Es una mujer vivaz y vehemente, con el mejor de los corazones. Le expliqué el disgusto de mi madre por la parte de la herencia que le han retenido. me dijo sus razones y causas, y las circunstancias bajo las cuales estaría dispuesta a dejarlo todo, y aún más de lo que pedíamos. En resumen: ahora no puedo escribir nada sobre esto: di a mi madre que todo irá bien: y, mi excelente amigo, en este pequeño asunto he vuelto a comprobar que los malentendidos y la pereza quizá causan más extravíos en este mundo que la astucia y la perversidad. Al menos, estas dos últimas cosas ciertamente que son más raras.
     Por lo demás, me encuentro muy bien: la soledad es un bálsamo precioso para mi corazón en este lugar paradisíaco, y la estación de la juventud calienta con toda riqueza este corazón que se estremece tan a menudo. Cada árbol, cada matorral es un ramillete de flores, y uno querría volverse abejorro para revolotear por este mar de aromas, encontrando en él todo su alimento.
     La propia ciudad es desagradable, pero en torno de ella hay una inefable hermosura de la Naturaleza. Esto movió al difunto Conde de M... a situar a su jardín en una de las colinas que se enlazan con la más bella variedad, formando los más amenos valles. El jardín es sencillo, y se siente al entrar que no trazó su plano un sabio jardinero, sino un corazón sensible que quería aquí disfrutar de sí mismo. Ya he vertido muchas lágrimas por el difunto en el arruinado cenador, que era su lugar predilecto y lo es también para mí. Pronto seré dueño de este jardín: al jardinero le conozco sólo hace unos días, pero no se encontrará mal conmigo.


     Johann Wolfgang Goethe, Los sufrimientos del joven Werther, Barcelona, RBA Editores, 1994, Historia de la Literatura, páginas 5-6.
     Seleccionado por Rodrigo Perdigón Sánchez, primero de bachillerato. Curso 2016-2017.

Eneida, Virgilio

LIBRO IV

No el alma infortunada de la reina fenicia.  Ni un instante se rinde al sueño
ni los ojos ni el corazón le embebe la noche. Se le doblan los pesares 
y renace su amor y embravece y se encrespa en un mar de ira.
Empieza dando vueltas y vueltas alma adentro a su pasión,
<<¡Ay! ¿Qué haré? ¿Volveré a mis antiguos pretendientes,
a servirles de mofa y a tratar suplicante de casarme con uno de esos númidas
a los que tantas veces desdeñé por esposos? ¿O seguiré las naves de los teucros
sumisa a sus más duras ordenes? ¿Es que no reconocen complacidos
la ayuda que de mí recibieron? ¿No queda bien grabado en su recuerdo
el agradecimiento al favor que les hice? Pero aunque lo quisiera,
¿me lo permitirán? ¿Acogerán a bordo de sus altivas naves a quien odian?
¡Loca! ¿No ves, no percibes todavía el perjuicio
de la raza de Laomedonte? ¿Qué entonces?
¿Me haré sola a la mala con esos marineros? ¿O, escoltada por mis tirios
y por todas mis tropas, me lanzaré tras ellos?
A unos hombres que arranqué de Sidón a duras penas
¿les forzaré otra vez a bogar por los mares, a desplegar las velas a los vientos?
¡No! Muere como mereces. Corta tus sufrimientos con la espada.
¡Hermana, has sido tú, vencida por mis lágrimas quien primero
has cargado de desdichas a mi alma enloquecida,
y me has puesto a merced de mi enemigo!
¡No haber podido yo vivir libre del yugo del amor una vida sin reproche
como los animales salvajes! ¡No haber cumplido la promesa
que empeñé a las cenizas de Siqueo!>> En tan hondos lamentos
prorrumpía el corazón de Dido.

 Virgilio, Eneida. Barcelona, Editorial Gredos, S.A., Colección Biblioteca Básica Gredos, primera edición, 2000, página 121.
     Seleccionado por Andrea Sánchez Clemente. Primero de Bachillerato. Curso 2016/2017

Hamlet, Willian Shakespeare

ESCENA II (241)
Trompetas
Entran el rey, la reina, Ronsencrantz y
Guildenstern, con acompañantes

Rey
     Bienvenidos, queridisimos Ronsencrantz y Guildenstern.
     Si bien nos causa gran alegría el veros, ha sido la necesidad de vuestro servicio la que nos movió a llamaros. Habréis oído hablar de la transformación que Hamlet ha sufrido. La llamo así porque ni externamente ni en su interior parece ser la persona que solía. Que pueda ser - sino la muerte de su padre le ha perturbado de tal modo su propio entendimiento - no pudo saberlo. Os ruego a los dos, puesto que is habéis criado juntos desde la niñez, y sois semejantes en temperamento y edad, que os digneis permanecer aquí en la corte por algún tiempo. Y, en compañía vuestra, podáis inducirlo a los placeres y descubrir, en ocasión propicia, que cosa para nosotros desconocida le causa esta afliccion que, descubierta, encuentre en nuestras manos el remedio.

Reina
     Amigos míos, tanto os nombra él a vosotros, que cierta estoy que no hay dos personas en el mundo que él más estime. Si fuera de vuestro agrado mostrarnos gentileza y buena voluntad quedandoos algún tiempo con nosotros, y alimentar así nuestra esperanza, tanta gratitud merecería vuestras atención como corresponde al rey ofrecer.

Ronsecrantz
     Vuestras majestades pueden, por la autoridad que tienen sobre nosotros, solicitar tales deseos más como mandato que como súplica.

Guildenstern
     Obedeceremos ambos, y ofrecemos, sin reservas, nuestro servicio totalmente, a vuestros pies, según queráis mandarnos.

Rey
      Gracias, gentil Rosencrantz y Guieldenstern.

Reina
     Gracias mis gentiles Guieldenstern y Ronsencrantz, os pido que al instante visitéis a nuestro hijo, ya tan otro. Que alguien acompañe a estos caballeros hasta donde está Hamlet.

Guieldenstern
   Que los cielos hagan grata nuestra presencia y utiles nuestros actos.

Reina
     Amén.
Salen Rosencrantz y Guildenstern
Entra Polonio

Polonio
     Señor, los embajadores enviados a Noruega acaban e hacer su feliz retorno.

Rey
     Siempre fuieste padre de noticias gratas.

Polonio
     ¿Eso es cierto, señor? Os aseguro, mi soberano, que mis servicios todos - así como mi alma - están consagrados por Dios y mi bondadoso rey; y pienso - a menos que mi entendimiento no haya sabido seguir el rastro tal y como solía - que he dado con la causa verdadera de la locura del principe Hamlet.

Rey
     ¡Hablad! ¡Estoy impaciente por oiros!

...

       William Shakespeare, Hamlet. Madrid. Letras Universales, Edicion: 1999. Pag 241.
       Seleccionado por Javier Arjona Piñol. Primero de bachillerato, curso 2016-2017.

Gargantúa y Pantagruel, François Rabelais


Capítulo XXI

DE CÓMO PANURGO SE ENAMORÓ DE
 UNA GRAN DAMA DE PARÍS

      Panurgo comenzó a cobrar fama en la ciudad de París por aquella disputa que tuvo con el inglés, y desde entonces hizo valer su bragueta, cuya parte superior adornó con bordados a la romana. La gente lo alababa públicamente, y hasta compusieron una canción en honor suyo que cantaban los niños que iban a comprar el vino o mostaza. Era bien recibido entre todas las damas y damiselas, de modo que se volvió jantancioso, y se propuso conseguir los favores de una gran dama de la ciudad.
      Y a tal efecto, prescindiendo de muchos de esos largos preámbulos y protestas que suelen hacer esos dolientes contemplativos amantes de cuaresma, que no tienen contactos carnales, le dijo un día:
      - Señora, sería muy útil a toda la república, deleitable para vos, honoroso para vuestro linaje y necesario para mí, el que cruzarais conmigo vuestra raza. Y creedlo, porque la experiencia ol lo demostrará.
      La dama, al oír esto, retrocedió más de cien lenguas, diciendo:
      -¡Malvado loco! ¿Cómo os atrevéis a hacerme tal proposición? ¿Con quién creéis estar hablando? ¡Idos, que no os vuelva a ver yo en mi presencia, pues en muy poco está el que os mande cortar brazos y piernas.
      - No me importaría que me cortaran los brazos y las piernas a condición de que, vos y yo, hiciéramos una partida de placer, jugando a los muñequitos en las bajas regiones; porque (mostrando su larga bragueta) aquí esta maese Juan Jueves que os tocaría una danza que os penetraría hasta la médula de los huesos. Es muy galante y sabría buscaros los rincones más ocultos y cazar los pequeños bubones inguinales en la ratonera, de modo que después de él no os quedará nada que desear.


François Rabelais, Grargantúa y Pantagruel, editorial RBA coleccinables SA, año 1995en Barcelona, capítulo XXI, página 277
Seleccionado por Andrea Martín Bonifacio, primero de bachillerato, curso 2016/2017.

Dafnis y Cloe, Longo


LIBRO PRIMERO

       Mitilene es una ciudad de Lesbos, grande y bella, pues está dividida por canales, circulando en su interior el mar, y la engalanan puentes de pulida y blanca piedra. Cabría pensar que se ve no una ciudad, sino una isla.
       A unos doscientos  estadios de esta ciudad de Mitilene había una finca de un hombre adinerado, la más bonita propiedad: montes criaderos de caza, llanadas de trigales, colinas de viñedos, pastos para el ganado. Y a lo largo de una playa dilatada, de muelle arena, batía el mar.
       Cuando en esta finca apacentaba el rebaño un cabrero, por nombre Lamón, encontró un niño al que una de las cabras daba de mamar. Había un encinar y maleza corriendo de continuo iba a desaparecer una y otra vez y, dejando a su chivo abandonado, se demoraba junto a la criatura.
       Atento está Lamón a estas idas y venidas, compadecido del chivo descuidado. Y en el apogeo del mediodía, yendo en pos del rastro, ve a la cabra que cautelosamente lo tiene con sus patas rodeado, para, al pisar, no ocasionarle con las pezuñas ningún daño, y al niño que, como del seno mismo de su madre, el hilo de leche succionaba. Con el asombro que era natural, se les acerca y descubre a un varoncito, robusto y lindo, entre pañales mejores que la suerte de un niño abandonado. Pues había una mantilla de púrpura, un broche de oro y una espadita con empuñadura de marfil.
       A lo primero se le ocurrió, llevándose tan solo las prendas de identificación, no atender a la criatura. Luego, avergonzado de no imitar en humanidad ni aun a una cabra, y esperando la llegada de la noche, lleva todo, las prendas y el niño y hasta la propia cabra, ante Mírtale, su mujer. Y a ella, estupefacta ante la idea de que las cabras paran niños, todo se lo explica: cómo lo encontrara abandonado, cómo lo viera alimentarse, cómo se avergonzó de dejarlo para que muriese allí, Siendo ella de igual parecer, esconden los objetos que acompañaban al expósito, aceptan la criatura como suya y confían a la cabra su crianza. Y a fin de que también el nombre del niño pareciese el de un pastor, acordaron ponerle Dafnis.


      Longo, Dafnis y Cloe. Madrid, 2002, Editorial Gredos, S.A., Colección Biblioteca Básica Gredos, páginas 5 y 6.
     Seleccionado por Andrea Sánchez Clemente. Primero de Bachillerato. Curso 2016/2017

Las aventuras de Tom Sawyer, Mark Twain

Capítulo 15

       Unos minutos después Tom se encontraba en el agua poco profunda del banco, vadeando hacia la orilla de Illinois. Antes de que el agua le llegara a la cintura ya estaba a medio camino; la corriente ya no le permitía vadear, así que confiadamente se echo a nadar los cien metros restantes. Nadó al sesgo aguas arriba, pero la corriente le arrastraba hacia abajo más rápido de lo que había supuesto. Sin embargo, alcanzó al fin la ribera y se dejó arrastrar hasta que encontró un lugar donde el banco era bajo, y trepó la tierra. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, encontró a salvo su trozo de corteza, y luego se adentró por el bosque, siguiendo paralelo a la orilla, con la ropa chorreando agua. Poco antes de las diez llegó a un claro situado frente a la aldea y vio el transbordador amarrado bajo la sombra de los árboles y de la escarpada orilla. Todo estaba en silencio bajo las centelleantes estrellas. Bajó a gatas hasta la orilla, vigilando con los ojos bien abiertos, se tiró al agua, nadó tres o cuatro brazadas y trepó al esquife que servía de yola, amarrado a la popa del transbordador. Se escondió debajo de los bancos transversales y esperó, jadeante.


       Mark Twain, Las aventuras de Tom Sawyer. Madrid, Anaya. Laurin, primera edición, 1984. Página 122.
       Seleccionado por Andrea Alejo Sánchez. Primero de bachillerato, curso 2016-2017.