viernes, 30 de octubre de 2015

La perla, John Steinbeck


Capítulo 3.


Una ciudad se parece mucho a un animal. Tiene un sistema nervioso, un cabeza, unos hombros y unos pies.
Está separada de las otras ciudades, de tal modo que no existen dos idénticas. Y  es además un todo emocional. Cómo viajan las noticias a su través es un misterio de difícil solución. Las noticias parecen ir más de prisa que la rapidez con que los muchachos pueden correr a transmitirlas, más de prisa delo que las mujeres pueden vocearlas de ventana en ventana.


John Steinbeck, La perla, Ediciones Primera Plana, S.A.
Seleccionado por Paola Moreno Díaz, Segundo de Bachillerato curso 2015-2016

El viejo y el mar, Ernest Hemingway



     Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Golf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez. En los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin haber pescado, los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y rematadamente salao, lo cual era la peor forma de mala suerte, y por orden de sus padres el muchacho había salido en otro bote que cogió tres buenos peces la primera semana. Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todos los días con el bote vacío, y siempre bajaba a ayudarle a cargar los rollos de sedal o el bichero y el arpón y la vela enrollada al mástil.

       Ernest Hemingway, El viejo y el mar, Editorial planeta, S.A.,
      Seleccionado por Julia Mateos Gutiérrez curso 2015-2016

Adiós a las armas, E. Hemingway


Me callé. Siempre me han confundido las palabras: sagrado, glorioso, sacrificio, y la expresión “en vano”. Las habíamos oído de pie, a veces, bajo la lluvia, casi más allá del alcance del oído, cuando sólo nos llegaban las palabras gritadas. Las habíamos leído en las proclamas que los que pegaban carteles fijaban desde hacia mucho tiempo sobre otras proclamas. No había visto nada sagrado, y lo que llamaban glorioso no tenía gloria, y los sacrificios recordaban los mataderos de Chicago con la diferencia de que la carne sólo servía para ser enterrada. Habían muchas palabras que no se podían tolerar y, a fin de cuentas, sólo los hombres de las localidades habían conservado cierta dignidad. Pasaba lo mismo con algunos números y algunas fechas. Los nombres de las localidades era lo único que aún parecía tener algún significado. Las palabras abstractas como gloria, honor, valentía o santidad eran indecentes, comparadas con los nombres concretos de los pueblos, con los números de las carreteras, con los nombres de los ríos, con los números de los regimientos, con las fechas. Gino era patriota. Por eso decía cosas que a veces nos distanciaban; pero era un muchacho muy agradable y comprendía su patriotismo. Había nacido patriota. Se marchó con Peduzzi en el coche para ir a Goritzia. Hizo mal tiempo todo el día. El viento azotaba la lluvia y por todas partes sólo había charcos de agua y lodo. El yeso de las casas derruidas era gris y mojado. Por la tarde cesó la Lluvia y, desde el punto número dos, podía ver la campiña de otoño, desnuda y mojada, con las nubes sobre la cima de las montañas y sobre la carretera, y los túneles de paja, mojados y goteando. El sol salió un momento antes de ponerse e iluminó los bosques desnudos más allá de la cresta. En los bosques sobre esta cresta, había muchos cañones austriacos, pero sólo algunos tiraban. Me distraje mirando las volutas de humo de los proyectiles que de repente aparecían en el cielo sobre alguna granja destruida, cerca de la línea de fuego; humaredas blancas con una centella blancoamarilla en el centro. Se veía el relámpago, se oía la detonación, después se veía cómo el penacho se deformaba y desaparecía en el viento. Las piedras de las casas estaban acribilladas por el plomo de los proyectiles. También las había en la carretera, junto a la casa derrumbada donde habían instalado el puesto de socorro; pero aquel día no bombardearon el puesto. Cargamos dos ambulancias y bajamos por la carretera que estaba protegida por las esteras mojadas, y los últimos rayos del sol se filtraban a través de las junturas de las esteras. Aún no habíamos llegado a la carretera descubierta, cuando el sol ya se había puesto. Seguimos por la carretera abierta y, al llegar al sitio donde, en un recodo, volvía a introducirse en la abertura cuadrada de un túnel de paja, se puso a llover de nuevo.


E. Hemingway, Adiós a las armas, www.medellindigital.gov.com/Mediateca/repositorio%20de%recursos/Hemingway,%20Ernest%20(1899%20%20-%201961)/adios-a-las-armas[1].pdf, Pág. 135-136.

Seleccionado por Clara Fuentes Gómez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.

París era una fiesta, Ernest Hemingway





        El cuento se estaba escribiendo solo y trabajo me daba seguirle el paso. Pedí otro
ron Saint James y sólo por la muchacha levantaba los ojos, o aprovechaba para
mirarla cada vez que afilaba el lápiz con un sacapuntas y las virutas caían rizándose
en el platillo de mi copa.
Te he visto, monada, y ya eres mía, por más que esperes a quien quieras y aunque
nunca vuelva a verte, pensé. Eres mía y todo París es mío y yo soy de este cuaderno
y de este lápiz.

      Luego otra vez a escribir, y me metí tan adentro en el cuento que allí me perdí. Ya lo
escribía yo y no se escribía solo, y no levanté los ojos ni supe la hora ni guardé
noción del lugar ni pedí otro ron Saint James. Estaba harto de ron Saint James sin
darme cuenta de que estaba harto. Al fin el cuento quedó listo y yo cansado. Leí el
último párrafo y luego levanté los ojos y busqué a la chica y se había marchado. Por
lo menos que esté con un hombre que valga la pena, pensé. Pero me dio tristeza.
Cerré la libreta con el cuento dentro y me la metí en el bolsillo de la cartera, y pedí al
camarero una docena de portuguesas y media jarra del blanco seco que allí servían.
Al terminar un cuento me sentía siempre vaciado y a la vez triste y contento, como si
hubiera hecho el amor, y aquella vez estaba seguro de que era un buen cuento,
aunque para saber hasta dónde era bueno había que esperar a releerlo al día
siguiente.

       Comiendo las ostras con su fuerte sabor a mar y su deje metálico que el vino blanco
fresco limpiaba, dejando sólo el sabor a mar y la pulpa sabrosa, y bebiendo el frío
líquido de cada concha y perdiéndolo en el neto sabor del vino, dejé atrás la
sensación de vacío y empecé a ser feliz y a hacer planes.

       Ya que el mal tiempo había llegado, nos convenía caminar un poco París por un
lugar donde aquella lluvia fuera nieve cayendo entre pinos y cubriendo la carretera y
las laderas empinadas, a una altura bastante para que la nieve nos crujiera al andar
de vuelta a casa por la noche. Al pie de Les Avants había un chalet con una pensión
estupenda, donde estaríamos juntos y con los libros y calientes en la cama juntos por
la noche con las ventanas abiertas y las estrellas brillando. Era el lugar que nos
convenía. Viajar en tercera no es caro. La pensión cuesta poco más de lo que
gastamos en París.




Ernest,Hemingway, París era una fiesta, infotematica.com.ar 
Seleccionado por Maria Alegre Trujillo ,Segundo de bachillerato, Curso 2015-2016.

La perla, John Steinbeck


"Por la ciudad se cuenta la historia de la gran perla, de cómo fue hallada y cómo la perdieron. Cuentan la historia de Kino, el pescador, de su esposa Juana y de su bebé CoyoTito. Y tantas veces la han contado que ha quedado grabado en la mente de todos. Y, como en todos los cuentos que van de boca en boca y calan en los corazones de la gente, sólo existen los extremos: lo bueno o lo malo, lo blanco o lo negro, cosas virtuosas y malignas, y no hay posiciones intermedias-
  Si se toma esa historia como una parábola, es probable que cada uno le dé una interpretación particular y pueda aplicársela a su propio caso. Sea como fuere, dicen en la ciudad que..."

John Steinbeck, La perla, Barcelona, Vicens Vives, 2008, Pág. 27, seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.


A sangre fría, Truman Capote


Capítulo I
Mientras tanto, el señor Ewalt había decidido que quizá no debió haber dejado entrar a las chicas solas en la casa. Bajaba del coche para reunirse con ellas cuando oyó los alaridos. Pero antes de que pudiera llegar a la casa, las jóvenes corrían ya a su encuentro. Su hija gritaba:
—¡Está muerta! —y refugiándose en sus brazos, añadió—: De verdad, papá. ¡Nancy está muerta!
Susan se volvió contra ella:
—No, no está muerta. Y no lo digas. No te atrevas a decirlo. Sólo es que le sale sangre de la nariz. Le ocurre muchas veces, le sangra la nariz muchísimo y no le pasa nada más.
—Hay demasiada sangre por las paredes. No te has fijado bien.
—No conseguía entender lo que decían —testimonió posteriormente Ewalt—. Imaginé que quizá la chica estuviera herida. Se me ocurrió que había que llamar una ambulancia. La señorita Kidwell, Susan, me dijo que había un teléfono en la cocina. Lo encontré exactamente donde ella me dijo. Pero el auricular estaba descolgado, y cuando lo levanté vi que el hilo había sido cortado.
Larry Hendricks, profesor de inglés de veintisiete años, vivía en el último piso de la casa del Profesorado. Quería escribir pero su apartamento no era el refugio ideal para un aspirante a escritor, pues era más pequeño que el de las Kidwell y además lo compartía con su esposa y tres niños vivarachos, amén de una televisión siempre en marcha. («Es el único sistema de tener a los niños quietos.») Si bien hasta ahora no ha publicado nada, el joven Hendricks, ex marino muy viril, nacido en Oklahoma, que fuma en pipa, lleva bigote y posee un indomable pelo negro, tiene aspecto de literato, en realidad se parece mucho a Ernest Hemingway, el escritor que él más admira, en las fotografías de joven. Para redondear su sueldo de profesor conduce además el autobús del colegio.
A veces hago noventa kilómetros al díale dijo a un conocido. Lo cual no me deja mucho tiempo para escribir. A no ser los domingos. Pues bien, aquel domingo, 15 de noviembre, estaba yo en el apartamento leyendo los periódicos. La mayor parte de las ideas para escribir un cuento las saco de los periódicos, ¿sabe? Bueno, la televisión estaba en marcha y los niños estaban más bien bulliciosos, pero aun así, pude oír voces. Abajo. En el apartamento de la señora Kidwell. Pero pensé que no era asunto mío ya que yo era nuevo aquí, pues llegué a Holcomb a principios de curso. Pero entonces Shirley, que estaba afuera tendiendo ropa, mi esposa Shirley, entró corriendo y dijo:
»—Cariño, será mejor que bajes. Están todos histéricos.
»Las dos chicas, desde luego, estaban en pleno ataque de histeria. Si quiere que les diga lo que pienso, Susan nunca se recobró del todo. Ni nunca se recobrará. Ni la pobre señora Kidwell. Es de poca salud; siempre está nerviosa. No dejaba de decir, claro, yo no entendí de qué se trataba hasta mucho después, no dejaba de decir: "Oh, Bonnie, Bonnie, ¿qué ha ocurrido? Pero si estabas tan contenta, si me dijiste que todo había terminado y que no volverías a estar mala." Y cosas así. Hasta el señor Ewalt estaba tan alterado como puede estarlo un hombre así. Hablaba por teléfono con el despacho del sheriff, el sheriff de Garden City, y le decía que sucedía "algo absolutamente impropio en casa de los Clutter". El sheriff prometió que iría inmediatamente y el señor Ewalt le contestó que iría hacia la autopista a su encuentro. Shirley bajó para quedarse con las mujeres y tratar de calmarlas, como si alguien hubiera podido. Y yo fui con Ewalt a la autopista a esperar al sheriff Robinson. Por el camino me contó lo que había sucedido. Cuando llegó a lo de haber descubierto que el hilo telefónico estaba cortado, entonces, me dije: "¡Huy! Mejor será que tengas los ojos bien abiertos y tomes nota de todos los detalles. Por si acaso has de declarar ante un tribunal."

Truman Capote, A Sangre Fría, www.elejendria.com/libros/fichas/Capote,%20Truman/A%20sangre%20fría/24

Seleccionado por Daniel Carrasco Carril. Segundo de Bachillerato, curso 2015-2016.



El gran Gatsby, F. Scott Fitzgerald



-El césped se ve bien, si a eso es a lo que te refieres.  
-¿Qué césped? -preguntó inexpresivo-.  Ah, el del jardín. 
Se asomó por la ventana pero, a juzgar por su expresión, creo que nada vio.  
-Se ve muy bien -anotó vagamente-. Uno de los diarios dijo que creían que dejaría de llover hacia las 
cuatro. Creo que fue el Journal. ¿Lo tienes todo dispuesto para servir el... el té? 
Lo llevé a la despensa, donde miró con gesto adusto a la finlandesa. Juntos revisamos los doce pasteles 
de limón de la salsamentaria. 
-¿Serán suficientes? -pregunté. 
-¡Claro, claro! ¡Están perfectos! -y añadió con voz hueca ... viejo amigo. 
La lluvia cedió, un poco después de las tres y media, dejando una neblina húmeda, a través de la cual 
nadaban ocasionales gotitas como de rocío. Gatsby miraba con ojos ausentes una copia de la Economía de 
Clay, sobresaltado por los pasos de la finlandesa que sacudían el piso de la cocina y mirando de vez en 
cuando hacia las empacadas ventanas como si una serie de acontecimientos invisibles pero alarmantes 
estuvieran teniendo lugar afuera. Al cabo se levantó  y me informó con voz insegura que se marchaba a 
casa.  
-¿Y eso por qué? 
-Nadie va a venir a tomar el té. ¡Está demasiado tarde! - miró su reloj como si tuviera algo urgente que 
hacer en otra parte-.  No puedo esperar todo el día. 
-No seas tonto; sólo faltan dos minutos para las cuatro. 
Se sentó, sintiéndose miserable, como si yo lo hubiese empujado, en el preciso instante en que se oyó 
el ruido de un motor que daba la vuelta por el camino hacia la casa.  Ambos brincamos y, un poco inquieto 
yo también, salí al prado. 
Bajo los desnudos árboles de lila, que aún goteaban, un auto grande subía por el sendero. Se detuvo.  
El rostro de Daisy, ladeado bajo un sombrero color lavanda de tres picos, me miro con una brillante 
sonrisa de éxtasis. 
-¿Es éste el mismísimo lugar donde vives, querido mío? 
El estimulante rizo de su voz era un salvaje tónico en la lluvia. Tuve que seguir su sonido por un 
momento, alto y bajo, sólo con mi oído, antes de que salieran las palabras. Un mechón de pelo mojado caía 
como una pincelada de pintura azul en su mejilla, y su mano estaba húmeda de brillantes gotas cuando le 
di la mía para ayudarla a bajar del carro. 
-¿Estás enamorado de mí? -me dijo en voz baja al oído-, o, ¿por qué tenía que venir sola? 
-Este es el secreto del Castillo Rackrent. Dile a tu chofer que se vaya lejos y deje pasar una hora. 
-Regresa dentro de una hora, Ferdie -entonces, con un solemne murmullo-.  Su nombre es Ferdie. 
-¿Le afecta la gasolina la nariz? 
-No creo dijo inocente-. ¿por qué? 
Entramos. Quedé anonadado por la sorpresa al ver que la sala estaba desierta. 
-Pero, ¡esto sí es gracioso! 
 -¿Qué es gracioso? 

F. Scott Fitzgerald, El gran Gatsby, iesvelesevents.edu.gva.es/wptemp/wp-content/uploads/2013/03/Scott-Fitgerald.-El-gran-Gatsby.pdf, Pág. 42.
Seleccionado por Clara Fuentes Gómez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.

Fiesta, E. Hemigway


Capítulo IX
      El combate de boxeo entre Ledoux y Kid Francis fue la noche del veinte de junio. Fue un
buen combate. El día siguiente por la mañana, recibí una carta de Robert Cohn, escrita desde
Hendaya. Decía que estaba pasando una temporada muy tranquila: se bañaba, jugaba un poco
al golf y mucho al bridge. Hendaya era una playa estupenda, pero estaba ansioso de empezar
la excursión de pesca. ¿Cuándo iría yo? Si le compraba un sedal de dos hebras me lo pagaría
cuando llegara.
      Aquella misma mañana, desde la oficina, escribí a Cohn que Bill y yo nos marcharíamos
de París el 25, a no ser que le telegrafiara volviéndome atrás, y que nos encontraríamos en
Bayona; allí tomaríamos un autobús que cruzaba las montañas y que nos llevaría hasta
Pamplona. El mismo día por la tarde, hacia las siete, me detuve en el Select para ver a Michael
y a Brett. Como no estaban allí, me fui al Dingo, donde los encontré sentados a la barra.
      —Hola, querido —dijo Brett.
      —Hola, Jake —dijo Mike—. Ya me doy cuenta de que ayer por la noche estaba borracho.
      —¡Vaya si lo estabas! —dijo Brett—. ¡Qué asunto tan vergonzoso!
      —Oye, ¿cuándo te vas a España? —preguntó Mike—. ¿Te importaría que fuéramos
contigo?
      —Sería estupendo.
      —¿De veras no te importaría? Yo ya he estado en Pamplona, pero Brett tiene unas ganas
locas de ir. ¿Seguro que no seríamos un estorbo?
      —No digas estupideces.
      —Estoy un poco bebido, ¿sabes? No te lo preguntaría de esta forma si no lo estuviera.
¿Seguro que no te importa?
      —¡Oh, cállate, Michael! —dijo Brett—. ¿Cómo va el hombre a decir ahora que le molesta?
Pregúntaselo más adelante.
      —Pero a ti no te importa, ¿verdad?
      —No me lo preguntes otra vez si no quieres hacerme poner de mal humor. Bill y yo
marchamos el 25 por la mañana.
      —Por cierto, ¿dónde está Bill? —preguntó Brett.
      —Cena con una gente en Chantilly.
      —Es un buen chico.
      —Un chico espléndido —dijo Mike—. Vaya si lo es.
      —Tú no te acuerdas de él.
      —Sí que me acuerdo. Le recuerdo perfectamente. Oye, Jake, nosotros nos iremos el 25
por la noche. Brett no es capaz de levantarse por la mañana.
      —¡Por supuesto que no!
      —Si nuestro dinero llega, y si es seguro que a ti no te importa.
      —Sí que va a llegar. Yo me ocuparé de eso.
      —Dime qué equipo tengo que enviar a buscar.
      —Compra dos o tres cañas con carretes, sedales y algunas moscas.
      —Yo no voy a pescar —dijo Brett interviniendo.
      —Entonces compra dos cañas; así Bill no tendrá que comprar ninguna.
      —Bueno —dijo Mike—, enviaré un telegrama al administrador.
      —¿Verdad que será magnífico? —dijo Brett—. ¡España! ¡Qué bien lo vamos a pasar!
      —¿En qué cae el 25?
      —En sábado.
      —Tendremos que prepararnos ya.
      —Oye —dijo Mike—, voy a la barbería.
      —Yo tengo que bañarme —dijo Brett—. Ven conmigo hasta el hotel, Jake. Sé buen chico.
      —Tenemos el más adorable de los hoteles —dijo Mike—. Creo que es un burdel.
      —Cuando llegamos, dejamos las maletas aquí, en el Dingo, y en el hotel nos preguntaron
si queríamos una habitación sólo para la tarde. Parecieron tremendamente complacidos
cuando dijimos que íbamos a quedarnos durante toda la noche.


E. Hemingway, Fiesta, www.latertuliadelagranja.com/sites/default/files/Hemingway,%20Ernest%20-%20Fiesta_0.pdf, Pág. 44-45.

Seleccionado por Clara Fuentes Gómez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.