viernes, 6 de noviembre de 2015

Desayuno en Tiffany's, Truman Capote


Capítulo 1.


Siempre me siento atraído por los lugares en donde he vivido, por las casas y los barrios. Por ejemplo, hay un edificio de roja piedra arenisca en la zona de las Setenta Este donde, durante los primeros años de la guerra, tuve mi primer apartamento neoyorquino. Era una sola habitación atestada de muebles de trastero, un sofá y unas obesas butacas tapizadas de ese especial y rasposo terciopelo rojo que solemos asociar a los trenes en día caluroso. Tenía las paredes estucadas, de un color tirando a esputo de tabaco mascado. Por todas partes, incluso en el baño, había grabados de ruinas romanas que el tiempo había salpicado de pardas manchas. La única ventana daba a la escalera de incendios. A pesar de estos inconvenientes, me embargaba una tremenda alegría cada vez que notaba en el bolsillo la llave de este apartamento; por muy sombrío que fuese, era, de todos modos, mi casa, mía y de nadie más, y la primera, y tenía allí mis libros, y botes llenos de lápices por afilar, todo cuanto necesitaba, o eso me parecía, para convertirme en el escritor que quería ser. Jamás se me ocurrió, en aquellos tiempos, escribir sobre Holly Golightly, y probablemente tampoco se me hubiese ocurrido ahora de no haber sido por la conversación que tuve con Joe Bell, que reavivó de nuevo todos los recuerdos que guardaba de ella.


Truman Capote, Desayuno en Tiffany´s, Editorial Anagrama S.A. 1990
Seleccionado por Paola Moreno Díaz, Segundo de Bachillerato, curso 2015-2016




Fiesta, Hemingway_Ernest

En fin, bajamos al bar y tomamos un whisky con soda. Cohn miraba las botellas colocadas en sus nichos por tosas las paredes.
-Es un buen sitio -dijo.
-Hay una buena cantidad de alcohol -admití.
-Oye Jake -dijo inclinándose hacia delante para apoyarse en la barra-, ¿no has tenido nunca la impresión de que tu vida se te escurre sin que tú le saques el jugo? ¿Te das cuenta de que has vivido ya casi la mitad de lo que durará tu vida?
-Sí, de vez en cuando.
-¿Sabes que dentro de treinta y cinco años habremos muerto?
-Pero, ¿qué sandeces estás estás diciendo, Robert? -exclamé.
-Hablo en serio.
-Es algo que no me preocupa.
-Pues tendría que preocuparte.

Ernest Hemingway, Fiesta, http://www.latertuliadelagranja.com/sites/default/files/Hemingway,%20Ernest%20-%20Fiesta_0.pdf.
Seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de bachillerato, curso 2015-2016.

A sangre fría, Truman Capote





   
 —Mis ojos ya no ven muy bien y me pregunto si no me habrían jugado una mala
pasada —recordaba después— Pero no. Tenía la seguridad de que no. Tenía la
seguridad de que no se trataba de un fantasma. Porque yo no creo en fantasmas.
Entonces, ¿quién podía ser? Husmeando por allá dentro, donde nadie está
autorizado a entrar más que la policía... ¿Y cómo había conseguido entrar? Con
todo cerrado a cal y canto como si la radio hubiese anunciado tornado. Eso es lo
que me intrigaba. Pero no tenía ganas de descubrirlo, por lo menos no por mi
cuenta. Interrumpí lo que estaba haciendo y me fui campo atraviesa hasta
Holcomb. En cuanto llegué, telefoneé al sheriff Robinson. Le dije que alguien
andaba dando vueltas por la casa de los Clutter. Bueno, llegaron en un santiamén.
Policía del estado. El sheriff y los suyos. Los del KBI. Al Dewey. Y justo cuando
estaban rodeando la casa, como preparándose para la acción, se abrió la puerta
principal.
       Por ella salió una persona que ninguno de los presentes había visto jamás, un
hombre de unos treinta y cinco años, de ojos apagados, pelo alborotado, que
llevaba una pistolera con una pistola de calibre 38.
        —Supongo que todos los que allí estábamos tuvimos la misma idea: éste era él, el
que había llegado y quien los había matado —continuó el señor Helm—. No hizo
movimiento alguno. Se quedó quieto. Parpadeando. Le quitaron el arma y
empezaron a hacerle preguntas.
El hombre se llamaba Adrian, Jonathan Daniel Adrian. Iba de camino hacia Nuevo
México y en el presente no tenía dirección alguna. ¿Con qué intenciones se había
introducido en casa de los Clutter y, además, cómo lo había hecho? Les explicó
cómo. (Había levantado la tapa de un pozo y se había deslizado por la tubería que
daba al sótano.) En cuanto al porqué, había leído lo ocurrido allí y sintió curiosidad
por ver qué aspecto tenía aquello.
          —Y entonces —según recordaba el señor Helm el episodio— alguien le preguntó si
viajaba haciendo auto-stop. «¿Hacer auto-stop hasta Nuevo México? No», contestó.
Tenía coche. Y estaba aparcado en la avenida, un poco más allá. Así que todos
fueron para ver el coche. Cuando encontraron lo que llevaba en él, uno de los
hombres, quizás Al Dewey, le dijo, a ese Jonathan Daniel Adrian: «Muy bien, señor,
parece que tenemos algunas cosas de que hablar.» Porque dentro del coche lo que
encontraron era un fusil calibre 12. Y un cuchillo de caza.
Una habitación de hotel en la Ciudad de México. En la habitación, una horrible
cómoda moderna con un espejo de color lavanda que tenía insertado en una
esquina un aviso impreso de la Dirección:
                         Su día termina a las 2 de la tarde
          En otras palabras, los huéspedes tenían que desalojar la habitación a la hora fijada
o pagar un día más de alojamiento, lujo que los actuales ocupantes no estaban
dispuestos a considerar. Les hubiese gustado saber más bien cómo conseguir la
suma que ya debían. Pues todo había sucedido como Perry había pronosticado:
Dick había vendido el coche y, al cabo de tres días, el dinero (algo menos de
doscientos dólares) se había esfumado. Al cuarto día, Dick partió en busca de un
trabajo honrado y esa noche le anunció a Perry:
         —¡Maldita sea! ¿Sabes cuál es la paga? ¿Qué salario dan? ¿A un mecánico
especialista? Dos dólares al día. ¡México! Ya tengo bastante, rico. Hay que largarse
de aquí. Volver a los Estados Unidos. No, esta vez no voy a escuchar nada. Ni
brillantes, ni tesoros enterrados. Anda, despierta, enano. Los cofres de oro no
existen. Ni los barcos hundidos. Y aún si los hubiera... demonios, ni siquiera sabes
nadar.



Truman Capote, A sangre fría diskokosmiko.mx
Seleccionado por  María Alegre Trujillo, Segundo de bachillerato, curso 2015-2016.

A sangre fría, Truman Capote

A sangre fría, Truman Capote. Obra completa

Desayuno en Tiffany`s, Truman Capote. Obra completa

Desayuno en Tiffany`s, Truman Capote. Obra completa

El ruido y la furia, William Faulkner


La metí a rastras en el comedor. Se le desabrochó el quimono que flotaba a su alrededor, dejándola casi desnuda, la muy... Dilsey nos siguió
renqueando. Me volví y le cerré la puerta en las narices de
una patada.
«Fuera de aquí», digo.
Quentin estaba apoyada en la mesa ciñéndose el
quimono. La miré.
«Ahora», digo, «quiero saber qué pretendes, escapándote de la escuela y contándole mentiras a tu abuela y
falsificando su firma en las notas y matándola a disgustos.
¿Qué pretendes con todo eso?».
Ella no dijo nada. Estaba cerrándose el quimono
alrededor del cuello ajustándoselo, mirándome. Todavía
no había tenido tiempo de pintarse y tenía aspecto de haberse frotado la cara con una bayeta. Me acerqué y la cogí de la muñeca.
 «¿Qué pretendes?», digo.
«No es asunto tuyo», dice. «Suéltame.»
Dilsey apareció en la puerta.
 «Eh, Jason», dice.
«Sal ahora mismo de aquí como te he dicho», digo, sin volverme. «Quiero saber adónde vas cuando haces
novillos», digo. «¿O es que ni pisas la calle? Porque yo te
vería. ¿Con quién te escapas? ¿Es que te vas al bosque con
alguno de esos asquerosos niñatos? ¿Es eso?»
«¡Eres un... eres un...!» dice. Intentó soltarse pero la sujeté. «Eres un pedazo de...», dice.
«Yo te enseñaré», digo. «Quizás puedas asustar a una vieja, pero ya te enseñaré yo quién manda aquí ahora.» La sujeté con una mano, entonces dejó de forcejear y
me observó con los ojos negros abiertos de par en par.
«¿Qué vas a hacer?», dice.
«Espera a que me quite el cinto y lo verás», digo
quitándome el cinturón. Entonces Dilsey me cogió del
brazo.
«¡Jason!», dice. «Jason, ¿es que no le da vergüenza?»
«Dilsey», dice Quentin, «Dilsey».
«No se lo permitiré», dice Dilsey, «no te preocupes, preciosa». Me tenía cogido del brazo. Entonces saqué
el cinturón y me solté y la eché a un lado. Chocó contra la
mesa. Era tan vieja que apenas podía moverse. Pero no
importa: necesitamos que alguien en la cocina se coma lo
que los jóvenes desprecian. Se interpuso torpemente entre
nosotros, intentando volver a sujetarme. «Pues pégueme a
mí», dice, «si lo único que quiere es pegar a alguien, pé-
gueme a mí», dice.
«¿Crees que no sería capaz de hacerlo?», digo.
«No hay nadie peor que usted», dice. Entonces oí
a Madre en la escalera. Debería haberme imaginado que
no estaba dispuesta a mantenerse al margen. La solté.

W.Faulkner, El ruido y la furiahttp://www.serlib.com, pdf.pág 188-189
Seleccionado por Daniel Carrsasco Carril, Segundo de bachillerato, Curso 2015-2016

Lolita, V. Nabokov

Lolita, Vladimir Nabokov. Obra completa.