lunes, 18 de enero de 2016

La llamada de lo salvaje, Jack London

                                                              Capítulo 3

             La dominante bestia primitiva arraigó mucho en Buck y, con crueles condiciones de vida en las pistas, se fue acrecentando aún más , aunque en secreto. Su recién adquirida astucia le dio aplomo y control. Estaba demasiado ocupado adaptándose a la nueva vida como para sentirse tranquilo, por lo que no sólo no se metía en peleas si no que procuraba evitarlas siempre que le fuera posible. Su actitud se caracterizaba por una cierta deliberación. No era propenso a la temeridad y a la precipitación; y a pesar del odio feroz que había entre él y Spittz, no daba muestras de impaciencia y evitaba ofenderlo.
            Por otra parte , tal vez porque intuía que Buck era un rival peligroso, Spitz nunca perdía la ocasión de mostrarle los dientes. No cesaba de intimidarlo, buscando continuamente la ocasión de iniciar una pelea que sólo podría acabar con la muerte de uno de los dos. Ese combate pudo haberse librado al principio del viaje de no ser por un inesperado accidente. Al final de un día duro la marcha acamparon en un lugar desolado y sombrío a orillas del lago Le Barge. La tormenta de nieve, un viento que cortaba  como un cuchillo al rojo vivo y la oscuridad los habían forzado a buscar a tientas un lugar de acampada. La elección no pudo haber resultado peor. A sus espaldas se levantaba un muro vertical de roca, así que Perrault y François se vieron obligados a encender una fogata y a desplegar sus sacos de dormir sobre el mismísimo lago helado. Habían dejado la tienda en Dyea para viajar más ligeros. Un poco de leña les permitió encender una fogata que el hielo no tardó en apagar, de manera que tuvieron que cenar a oscuras.
           Buck cavó su cobijo bajo la pared rocosa que los resguardaba. Estaba tan abrigado y calentito que le costó un gran esfuerzo abandonarlo cuando François comenzó a repartir el pescado que había descongelado con antelación en la fogata. Pero cuando Buck se terminó su ración y regresó a él, se encontró con que su cobijo   estaba ocupado. Un gruñido amenazador le reveló que el intruso era Spitz. Hasta ese momento Buck había evitado enfrentarse a su enemigo, pero aquello ya era demasiado. La bestia que había en él rugió. Se abalanzó sobre Spitz, pues la experiencia le había demostrado que su rival era un perro extraordinariamente tímido que se imponía a los demás sólo por su gran peso y tamaño.

     Jack London, La llamada de lo salvaje, Barcelona, Vicens Vives, 1988, página 153
     Seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez, Primero de Bachillerato, curso 2015-2016

El viejo y el mar, Ernest Hemingway

     —Está subiendo —dijo—. Vamos, mano. Ven, te lo pido.
     El sedal se alzaba lenta y continuamente. Luego la superficie del mar se combó delante del bote y salió el pez- Surgió interminablemente y manaba agua por sus costados. Brillaba al sol y su cabeza y lomo eran de un púrpura oscuro y al sol las franjas de sus costados lucían anchas y de un tenue color rojizo. Su espalda era tan larga como un palo de béisbol, yendo de mayor a menor como un estoque. El paz apareció sobre el agua en toda su longitud y luego volvió a entrar en ella dulcemente, como un buzo, y el viejo vio la gran hoja de guadaña de su cola sumergiéndose y el sedal comenzó a correr velozmente.
     —Es dos pies más largo que el bote —dijo el viejo.
     El sedal seguía corriendo veloz pero gradualmente y el pez no tenía pánico. El viejo trataba de mantener con ambas manos el sedal a la mayor tensión posible sin que se rompiera. Sabía que si no podía demorar al pez con una presión continuada, el pez podría llevarse todo el sedal y romperlo.
     «Es un gran pez y tengo que convencerl —pensó—. No debo permitirle jamás que se dé cuenta de su fuerza ni de los que podría hacer si rompiera a correr. Si yo fuera él echaría ahora toda la fuerza y seguiría hasta que algo se rompiera. Pero, a Dios gracias, los peces no son tan inteligentes como los que matamos, aunque son más nobles y más hábiles.»
     El viejo había visto muchos peces grandes. Había visto muchos que pesaban más de mil libras y había cogido dos de aquel tamaño en su vida, pero nunca solo. Ahora, solo, y fuera de la vista de tierra, estaba sujeto al pez más grande que había visto jamás, más grande que cuantos conocía de oídas, y su mano izquierda estaba todavía tan rígida como las garras convulsas de un águila.
     «Pero ya se soltará —pensó—. Con seguridad que se le quitará el calambre para que pueda ayudar a la mano derecha. Tres cosas se pueden considerar hermanas: el pez y mis dos manos. Tiene que quitársele el calambre.» El pez había aminorado de nuevo su velocidad y seguía a su ritmo habitual.
     «Me pregunto por qué habrá salido a la superficie —pensó el viejo—. Brincó para mostrarme lo grande que era. Ahora ya lo sé —pensó—. Me gustaría demostrarle qué clase de hombre soy. Pero entonces vería la mano con calambre. Que piense que soy más hombre de lo que soy, y lo seré. Quisiera ser el pez —pensó— con todo lo que tiene frente a mi voluntad y mi inteligencia solamente.»
     Se acomodó confortablemente contra la madera y aceptó sin protestar su sufrimiento. Y el pez seguía nadando sin cesar y el bote se movía lentamente sobre el agua oscura. Se estaba levantando un poco de oleaje con el viento que venía del este y a mediodía la mano izquierda del viejo estaba libre del calambre.

  Ernest Hemingway, El viejo y el mar, Barcelona, Editorial Planeta, S.A. , Colección Millenium, 1997, pág. 69-71. 
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

Saladino: El unificador del Islam, Geneviéve Chauvel

        Salimos de Damasco por la puerta de Sudán. Estábamos en el mes de chumada I (abril de 1164), y el alba iba enrojeciendo el cielo detrás de las colinas. A la cabeza marchaban las oriflamas y la música armando un gran alboroto. Luego venía mi tío en su uniforme de gala recamado en oro, abriendo la marcha al frente de su guardia kurda y mil jinetes con el sable desvainado. Montando su purasangre lujosamente enjaezado, era el «León de la Fe» y no le temía a nada.
        A su lado cabalgaba Chawar en su atuendo de visir, que esperaba hacer valer muy pronto. ¡Inch' Alá! ¡Si Dios lo quería! Pues el asunto distaba mucho de estar resuelto. Teníamos que atravesar una Palestina repleta de ciudadelas erizadas de cruces. Y la ruta más segura, la que Chircouh había elegido, era la del desierto, ardiente y desprovisto de pozos. Nos seguían los camellos, que además de nuestra impedimenta y pertrechos, llevaban cientos de odres llenos de agua. Según una estrategia aprobada por el consejo de los emires, teníamos que viajar divididos en pequeños grupos, porque un ejército con todo su material de guerra desplegado, como lo aconsejaban la sabiduría y la prudencia, hubiera despertado el recelo del enemigo.
        Avanzamos a marchas forzadas hacia las mesetas de Moab, siguiendo la orilla oriental de Jordán, al sur del Mar Muerto. Chircouh nos hizo girar hacia el oeste para cruzar el río y atravesar el Sinaí a toda marcha. Todo transcurrió sin incidentes. Dos semanas más tarde llegamos a las puertas de Bilbéis, edificada sobre el brazo más oriental del Nilo, sin haber visto ni la sombra de un «infiel». Cierto es que para despistarlos, Nour-ed-Din había lanzado sus tropas contra algunas plazas cristianas de Siria del norte, dándoles muchos más sobresaltos que nuestra pequeña caravana que aparecía aquí y allá, acampaba en silencio y volvía a perderse discretamente entre los arenales.


       Geneviéve Chauvel, Saladino: El unificador del Islam, Barcelona, El País, 2005, ed. 40, pág 47.
       Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

La casa de los espíritus, Isabel Allende

CAPÍTULO XI: EL DESPERTAR.
       

       Alrededor de los dieciocho años Alba abandonó definitivamente la infancia. En el momento preciso en que se sintió mujer, fue a encerrarse en su antiguo cuarto, donde todavía estaba el mural que había comenzado muchos años atrás. Buscó en los viejos tarros de pintura hasta que encontró un poco de rojo y de blanco que todavía estaban frescos, lo mezcló con cuidado y luego pintó un gran corazón rosado en el último espacio libre de las paredes. Estaba enamorada. Después tiró a la basura los tarros y los pinceles y se sentó un largo rato a contemplar los dibujos, para revisar la historia de sus penas y alegrías. Sacó la cuenta que había sido feliz y con un suspiro se despidió de la niñez.
       Ese año cambiaron muchas cosas en su vida. Terminó el colegio y decidió estudiar filosofía, para darse el gusto, y música, para llevar la contra a su abuelo, que consideraba el arte como una forma de perder el tiempo y predicaba incansablemente las ventajas de las profesiones liberales o científicas. También la prevenía contra el amor y el matrimonio, con la misma majadería con que insistía para que Jaime se buscara una novia decente y se casara, porque se estaba quedando solterón. Decía que para los hombres es bueno tener una esposa, pero, en cambio, las mujeres como Alba siempre salían perdiendo con el matrimonio. Las prédicas de su abuelo se volatilizaron cuando Alba vio por primera vez a Miguel, en una memorable tarde de llovizna y frío en la cafetería de la universidad.
      Miguel era un estudiante pálido, de ojos afiebrados, pantalones desteñidos y botas de minero, en el último año de Derecho. Era dirigente izquierdista. Estaba inflamado por la más incontrolable pasión: buscar la justicia. Eso no le impidió darse cuenta de que Alba lo observaba. Levantó la vista y sus ojos se encontraron. Se miraron deslumbrados y desde ese mismo instante buscaron todas las ocasiones para juntarse en las alamedas del parque, por donde paseaban cargados de libros o arrastrando el pesado violoncelo de Alba. Desde el primer encuentro ella notó que él llevaba una pequeña insignia en la manga: una mano alzada con el puño cerrado. Decidió no decirle que era nieta de Esteban Trueba y, por primera vez en su vida, usó el apellido que tenía en su cédula de identidad: Satigny. Pronto se dio cuenta que era mejor no decírselo tampoco al resto de sus compañeros. En cambio, pudo jactarse de ser amiga de Pedro Tercero García, que era muy popular entre los estudiantes, y del Poeta, en cuyas rodillas se sentaba cuando niña y que para entonces era conocido en todos los idiomas y sus versos andaban en boca de los jóvenes y en el graffiti de los muros.

       Isabel Allende, La casa de los espíritus, Barcelona, Delibes, 1998, página 210  
       Seleccionado por Edith González Ramos, primero de bachillerato.