lunes, 9 de noviembre de 2015

El fantasma de canterville

cuando el diplomático norteamericano Hiram B. otis compró la mansión de los canterville, todo el mundo le dijo que hacía una locura, porque no cabía la menor duda de que el lugar estaba encantado. Hasta el propio Lord canterville, hombre de honradez escrupulosa, se creyó en el deber de comentárselo cuando hablaron de las condiciones.
-Nosotros mismos dejamos de residir allí-dijo Lord canterville-desde que mi tía abuela, la duquesa viuda de Bolton, sufrió un ataque de nervios, del que nunca llegó a recuperarse, cuando las manos de un esqueleto se le apoyaron en los hombros mientras se vestía para la cena, y me siento obligado a advertirle, señor Otis, que al fantasma lo han visto varios miembros de la familia, lo mismo el párroco, el reverendo Augustus Dampier, miembro del King's College de cambridge. Tras el desafortunado accidente de la duquesa, la servidumbre más joven no quiso seguir con nosotros, y era frecuente que Lady Canterville no pudiera conciliar el sueño a causa de los ruidos misteriosos que venían del pasillo y de la biblioteca.
-Milord-contestó el diplomático-, por el mismo precio me quedo con el mobiliario y el fantasma. Vengo de un país moderno, donde hay de todo lo que el dinero puede comprar. Con una juventud bulliciosa como la nuestra, que se gasta el dinero a manos lleno en el Viejo continente y se lleva sus mejores actores y cantantes de ópera, estoy seguro de que, si en Europa existiera algo parecido a un fantasma, pronto lo exhibiríamos en alguno de nuestros museos o en algún espectáculo ambulante.
-Me temo que el fantasma existe-dijo Lord canterville, sonriendo-, aunque puede que se haya resistido a las ofertas de sus activos empresarios teatrales. Hace tres siglos que se sabe de él: para ser exactos, desde 1584, y siempre se presenta antes de que fallezca algún miembro de la familia.
-Bueno, lo mismo que el médico de cabecera, Lord canterville. Los fantasmas no existen, milord, e imagino que la aristocracia británica no es una excepción a las naturaleza.



Oscar wilde, el fantasma de canterville,España,vicens vives,1993,53. Seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez, primero de bachillerato,2015

Publicado por el alumno I.E.S Pérez comendador

Cuentos de fantasmas, M.R. James

               La noche a que aludo,  Stephen Elliott creyó encontrarse ante el papel de cristal. La luna iluminaba  el cuarto de baño y él pudo ver una imagen en la bañera.
               Vio algo cuya descripción me recuerda lo que yo mismo tuve ocasión de observar en las famosas criptas de la iglesia de Saint Michan, en Dublín, que poseen la atroz característica de preservar los cadáveres de la descomposición durante siglos. Una figura increíblemente delgada y patética, de un color entre terroso y plomizo, envuelta en algo similar a una mortaja, en cuyo lívido rostro los labios se curvaban en una sonrisa débil y espantosa; convulsivamente, apretaba las manos sobre el corazón.
               De sus labios, mientras Stephen la miraba, pareció brotar un gemido distante y casi inaudible, y sus brazos comenzaron a agitarse. El terror hizo retroceder a Stephen, que despertó para comprobar que, en efecto, estaba de pie sobre el helado piso de madera del pasillo, bajo la luz de la luna. Con una audacia poco común en un niño de su edad, se acercó a la puerta del baño para comprobar si la figura de su sueño realmente estaba allí. Nada vio, y regresó luego a su cama.
               Su relato, a la mañana siguiente, impresionó tanto a Mrs. Bunch que volvió a colocar de inmediato la cortina de muselina sobre la puerta del baño. Mr. Abney, por su parte, demostró vivo interés desde cuando Stephen le confió sus experiencias durante el desayuno, e hizo anotaciones en lo que él llamaba ``su libro``.


         M. R. James, Cuentos de fantasmas, Madrid, Siruela, ed. 5, página 281.
         Seleccionado por Delia Bulau, Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad

     >>¡Pobre insensato! Si hubiera dejado en paz aquel postigo... No tenía ningún autocontrol, ninguno... igual que Kurtz... era como un árbol mecido por el viento. En cuanto me hube puesto un par de zapatillas secas, le llevé a rastras afuera, después de haberle arrancado la lanza del costado, operación que confieso que realicé con los ojos bien cerrados. Sus dos talones saltaron a la vez sobre el pequeño escalón de la puerta; sus hombros oprimían mi pecho; le abracé por detrás con desesperación. ¡Oh! Era pesado, muy pesado; más pesado que ningún otro hombre sobre la tierra, me atrevería a decir. Luego le tiré por la borda sin más. La corriente lo atrapó como si fuera una brizna de hierba, y vi al cuerpo dar dos vueltas antes de perderle de vista para siempre. El director y todos los peregrinos se congregaron entonces en la cubierta entoldada, alrededor de la garita del timonel, parloteando unos con otros como una bandada de urracas excitadas, y hubo un murmullo escandalizado ante mi despiadada diligencia. No puedo imaginar para qué querían conservar aquel cuerpo por ahí rodando. Para embalsamarlo, tal vez. Pero también había oído otro murmullo, y muy ominoso, en la cubierta de abajo. Mis amigos los leñadores estaban igualmente escandalizados, y con mayor razón, aunque admito que la razón era un si misma bastante inadmisible. ¡Oh, bastante! Yo había decidido que si mi difunto timonel había de ser devorado, sólo los peces lo harían. EN vida había sido un timonel de muy segunda clase, pero ahora que estaba muerto podría haberse convertido en una tentación de primera clase, y causar posiblemente algún problema serio. Además, yo estaba ansioso por tomar el timón, ya que el hombre del pijama rosa había demostrado ser una nulidad sin esperanza en la materia.
     >> Eso es lo que hice en cuanto terminó el sencillo funeral. Íbamos a media máquina, manteniéndonos justo en el centro de la corriente, y yo escuchaba lo que se hablaba a mi alrededor. Daban por perdido a Kurtz, daban por perdida la estación; Kurtz estaba muerto y la estación había sido incendiada, y así sucesivamente. El peregrino pelirrojo estaba fuera de sí, con la idea de que al menos ese pobre Kurtz había sido debidamente vengado. "¿Qué opináis? Debemos haber hecho una buena matanza en la maleza. ¿Eh? ¿Qué pensáis? ¿Verdad que sí?" Hasta bailaba el pequeño y sanguinario mendigo pelirrojo. ¡Y casi se desmayó cuando vio al herido! No pude evitar decir: "Han producido ustedes una fantástica humareda en todo caso." Yo había visto, por el modo en que las copas de los arbustos crujían y se agitaban, que casi todos los disparos habían sido demasiado altos. No se puede hacer blanco en nada a menos que se apunte y se dispare con el arma apoyada en el hombro; pero aquellos individuos disparaban con el arma apoyada en la cadera y los ojos cerrados. La retirada, mantenía yo (y tenía razón) la había causado el pitido del silbato. Con esto se olvidaron de Kurtz y empezaron a vociferar protestas de indignación.

     Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, Madrid, Ediciones Cátedra, Colección Letras Universales, 2005, pág. 209-210.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

Madame Bovary, Gustave Flaubert

      Poco después de casados, la novela cuenta las reacciones y los pensamientos del matrimonio Bovary.
     Carlos era dichoso [...]. Hasta entonces, ¿qué había habido de bueno en su existencia? ¿Acaso el tiempo del colegio, donde permanecía encerrado entre cuatro paredes, solo, en medio de sus camaradas, más ricos o más fuertes que él, a quienes hacía reír con su tosco acento, que se burlaban de su traje, cuyas madres, cuando iban a verlos, les llevaban dulces y pasteles en el manguito? ¿Acaso más tarde, cuando estudiaba  medicina, y no tenía nunca la bolsa bastante llena para pagar la contradanza a cualquier obrerilla que hubiera podido convertir en su querida? Después había vivido durante catorce meses con la viuda, cuyos pies en la cama estaban fríos como el hielo. ¡Pero ahora!... Ahora poseía para siempre aquella preciosa mujer a quien adoraba; el universo para él estaba concentrado en el límite de su falda; se reprochaba no amarla bastante y tenía ganas de volverla a ver. Regresaba acelerado y subía la escalera golpeándose el corazón. Emma estaba peinándose, en su cuarto; él llegaba sin hacer ruido, la besaba en la espalda, y ella lanzaba un grito. No podía dejar de tocar constantemente su peine, sus sortijas, sus pañuelos; algunas veces le daba en las mejillas a boca llena grandes besos; otras eran besitos delicados a toda la longitud de su brazo desnudo, desde la punta de los dedos hasta el hombro. Ella lo rechazaba, sonriente y aburrida, como se hace con un niño que se cuelga al cuello y no acaba de dar besos. Antes de casarse había creído sentir amor; pero no, no habiéndole acudido la dicha que debía resultar de este amor, creyó haberse engañado, y pretendía saber qué se entendía en la vida por las palabras felicidad, pasión, embriaguez,que tan bonitas le habían parecido en los libros. [...]
       Cuando cumplió trece años, su padre la llevó a la ciudad para meterla en un convento. [...] Había en el convento una vieja solterona que acudía ocho días al mes a coser la ropa blanca. [...] Se había convertido en confidente de todas ellas y prestaba ocultamente a las mayores algunas novelas que siempre tenía en los bolsillos de su delantal [...]; no había en ellas más que amor, amadas, amadores, damas perseguidas que se desvanecen en pabellones solitarios, postillones a quienes se asesinaba en cada descanso, caballos que se reventaban en todas las páginas, bosques, sombríos, tormentas del corazón, juramentos, sollozos, lágrimas, besos, paseos, por el lago a la luz de la luna, ruiseñores en los bosques, caballeros bravos como leones, dulces como corderos, virtuosos como no lo es nadie, siempre elegantes y siempre llorando como sauces.Emma, que tenía  quince años, [...] hubiera deseado vivir en alguna vieja fortaleza como aquellas castellanas de largo talle que, bajo el trébol de las ojivas, pasaban sus días con el codo apoyado sobre la piedra y la barbilla sobre la mano mirando si veían venir desde el fondo del campo un caballero con plumas blancas galopando sobre un caballo negro.


Gustave Flaubert, Madame Bovary, Madrid, Anaya, Página 120.
Selecionado por Coral García Domínguez, Primero de Bachillerato, Curso 2015/2016