lunes, 31 de marzo de 2014

Cuentos de música y músicos, E.T.A. Hoffman.

La Fermata

       El alegre y vigoroso cuadro de Hummel, la reunión en una locanda italiana, se hizo famoso en la Exposición de Berlín en el otoño de 1814, en la que figuró para alegría de la vista y el espíritu de muchos. Un cenador con vegetación espesa, una mesa llena de vino y fruta, en ella dos mujeres italianas sentadas frente a frente; una de ellas canta, la otra toca la chitarra; por detrás, entre ellas, un abate, que hace de director musical. Con la batuta levantada espera el momento que la signora termine la cadencia con un largo trino que está ejecutando con la vista dirigida al cielo. Luego baja de golpe y la guitarrista ataca audazmente el acorde dominante. El abate está lleno de admiración, lleno de un placer espiritual y al mismo tiempo angustiosamente tenso. Por nada del mundo dejaría de marcar el compás correcto. Apenas se atreve a respirar. Desearía atar la boca y las alas a todas las abejas y a todos los mosquitos para que no hicieran ruido. Y mucho más funesto le parece el ocupado hostelero que le trae justo ahora, enel momento más importante, el vino que le había pedido. Se ve una terraza por la que irrumpen brillantes haces de luz. Allí está parado un jinete, al que le sirven de la terraza y a caballo una bebida fresca.
       Ante este cuadro estaban los dos amigos, Eduard y Theodor.
       -Cuanto más -dijo Eduard- miro a esta cantante algo envejecida pero verdaderamente vuirtuosa y encantadora con sus vestidos coloreados, cuanto más me recreo en el perfil serio, autenticámente romano de la bella figura  de la guitarrista, cuanto más me divierte el excelente abate, cuanto más libre y fuertemente penetra el conjunto en la vida real. En realidad está caracturizado en sentido amplio, pero lleno de serenidad y de gracia. Quisiera subir al cenador y abrir una de las botellas más preciadas que me sonríen desde la mesa. Verdaderamente me parece ya que siento algo del dulce aroma del noble vino. No, este estímulo no puede proceder de este ambiente frío y prosaico que nos rodea. Hagamos honor al magnífico cuadro, al arte, a la bella Italia, donde brota el placer de vivir y vaciemos una botella de vino italiano.
       Mientras Eduard decía esto con frases entrecortadas, Theodor había permanecido callado y profundamente ensimismado.
       - ¡Sí, hagamos eso! -dijo, como si despertara de un sueño.

        Cuentos de música y músicos, E.T.A. Hoffman. La Fermata, pags 113 y 114. Editorial: Akal literaturas, Madrid, 2003. Seleccionado por: Natalia Sánchez Martín. Curso: Segundo de bachillerato, 2013-2014.

Las aventuras de Tom Sawyer, Mark Twain

       CAPÍTULO XIV

       Cuando Tom despertó a la siguiente mañana se preguntó dónde estaba. Se incorporó, frotándose los ojos, y se dio cuenta al fin. Era el alba gris y fresca, y producía una deliciosa sensación de paz y reposo la serena calma en que todo yacía y el silencio de los bosques. No se movía una hoja; ningún ruido osaba perturbar el gran recogimiento meditativo de la naturaleza. Gotas de rocío temblaban en el follaje y en la hierba. Una capa de ceniza cubría el fuego y una tenue espiral de humo azulado se alzaba recta, en el aire. Joe y Huck dormían aún. Se oyó muy lejos, en el bosque, el canto de un pájaro; otro le contestó. Después se percibió el martilleo de una picamaderos. Poco a poco el gris indeciso del amanecer fue blanqueando, y al propio tiempo los sonidos se multiplicaban  y la vida surgía. La maravilla de la naturaleza sacudiendo el sueño y poniéndose al trabajo se mostró ante los ojos del muchacho meditabundo. Una diminuta oruga verde llegó arrastrándose sobre una hoja llena de rocío, levantando dos tercios de su cuerpo en el aire de tiempo en tiempo, y como oliscando en derredor, para luego proseguir su camino, porque estaba <>, según dijo Tom; y cuando el gusano se dirigió hacia él espontáneamente, el muchacho siguió sentado, inmóvil como una estatua, con sus esperanzas en vilo o caídas según que el animalito siguiera viniendo hacia él o pareciera inclinado a irse a cualquier otro sitio; y cuando, al fin, la oruga reflexionó, durante un momento angustioso, con el cuerpo enarcado en el aire, y después bajó decididamente sobre una pierna de Tom y emprendió un viaje por ella, el corazón le brincó de alegría porque aquellos significaba que iba a recibir un traje nuevo: sin sombra de duda, un deslumbrante uniforma pirata. Después apareció una procesión de hormigas, procedentes de ningún sitio en particular, y se afanaron en sus varios trabajos; una de ellas forcejeaba virilmente con una araña muerta, cinco veces mayor que ella, en los brazos, y la arrastró verticalmente por un tronco arriba. Una mariquita, con lindas notas oscuras, trepó la vertiginosa altura de una hierba, y Tom se inclinó sobre ella y le dijo:

                             Mariquita, mariquita, a tu casa vuela
                          En tu casa hay fuego, tus hijos se queman;

y la mariquita levantó el vuelo y marchó a enterarse; lo cual no sorprendió al muchacho, porque sabía de antiguo cuán crédulo era aquel insecto en materia de incendios, y se había divertido más de una vez a costa de su simplicidad.











Mark Twain, Las aventuras de Tom Sawyer, capítulo XIV, editorial Espasa-Calpe, S.A., colección Austral, página 73. Seleccionado por Paula Sánchez Gómez, segundo de Bachillerato, curso 2013-2014.

El primo Basilio, Eça de Queirós

El primo Basilio

La noche era cálida, y con su inquietud y agitación la ropa de la cama se le había escurridoy sólo tenía una sábana encima. De vez en cuando, el cansancio la adormecía, pero en seguida se despertaba con pesadillas. Veía montones de libras brillando vagamente, mazos de billetes para cogerlos, pero las libras se ponían a rodar y a rodar como infinitas ruedecillas que se alejasen por un piso llano, y los billetes desaparecían volando, ingrávidos, con un burlón temblor de alas. O veía que alguien entraba en la sala, se inclinaba respetuosamente, se quitaba el sombrero y comenzaba a soltarle en el regazo libras, monedas de cinco mil reis y billetes y billetes, profusa, incansablemente. Pero ella no conocía a aquel hombre que se llevaba una peluca roja y una insolente perilla. ¿Sería el diablo? ¡Qué le importaba! ¡Era rica y estaba salvada! Se puso a llamar a Juliana a voces, a buscarla por un corredor que no acababa nunca y que se iba estrechando más cada vez hasta convertirse en una angustiosa hendidura por la que ella avanzaba de lado, respirando con dificultad siempre apretando contra el pecho el montón de libras que le ponía su frio metálico sobre la piel desnuda del pecho. Despertaba sobresaltada, y el contraste entre su miseria real y aquellas riquezas del sueño hacía que aumentase su amargura. ¿Quién podría ayudarla? ¡Sebastián! Sebastián era rico y era bueno. Pero ella, la mujer de Jorge, no podía llamarle y decirle: ''Préstame seiscientos mil reis''. ''¿Para qué, querida Luisa?'' Y ella tendría que decirle: ''Para rescatar unas cartas que escribí a mi amante'' ¡Eso no era posible! ¡Estaba perdida! ¡Solo le quedaba irse a un convento!
A cada instante daba la vuelta a la almohada porque sentía que le abrasaba el rostro. Se arrancó la toca de dormir y la tiró; se desparramó su larga cabellera y la sujetó de cualquier modo con unas horquillas; y tumbada boca arriba, con las manos bajo la nuca y los brazos desnudos al aire, se puso a pensar amargamente en la novela amorosa de aquel verano: la llegada de Basilio, el paseo por Campo Grande, la primera visita al Paraíso...
¿Por dónde andaría ahora aquel infame? Seguro que estaría durmiendo tranquilamente en el vagón del tren. ¡Y ella allí! ¡Con su agonía!
Apartó la sabana q la ahogaba. Y sin taparse, apenas destacándose en la blancura de la cama, se quedó dormida cuando empezaba a amanecer.



Eça de Queirós, El primo Basilio. Editorial Planeta, Barcelona 1981, página 248.
 Seleccionado por Adrián Hernández García, segundo de bachillerato, curso 2013-2014

Cuentos de Canterbury , Geoffrey Chaucer


Cuento del cocinero.

      Una vez vivía un aprendiz en nuestra ciudad que trabajaba en un comercio de comestibles. Era más alegre un jilguero suelto por el bosque. Era un muchachote guapo, pero algo bajito, muy moreno y llevaba su pelo negro y elegantemente peinado.
      Bailaba tan bien y tan animadamente, que le apodaban Jaranero Perkin. Toda chica que se juntaba a él hacía suerte, pues él estaba lleno de amor y lascivia como una colmena de miel.
      Bailaba y cantaba en todas las bodas y tenía más afición a la taberna que a la tienda, pues siempre que había una procesión por Cheapside salía disparado de la tienda tras ella y no regresaba hasta que había bailado lo suyo y había visto todo lo que había que ver. Alrededor de sí reunió a una banda de tipos como él, para bailar, cantar y divertirse. Se reunía en una calle o en otra para jugar a los dados; pues no había ningún aprendiz en la ciudad que echase los dados mejor que Perkin. Además, de hurtadillas, era un derrochador. Esto lo descubrió su dueño a sus expensas, pues muchas veces se encontró con el cajón del dinero vacío. Podéis estar seguros que cuando un aprendiz lo pasa tan bien echando los dados, jugando y con mujeres, es el dueño de la tienda el que lo paga con sus caudales, aunque no comparta el jolgorio. Aunque el aprendiz sepa tocar el violín y la guitarra, sus juergas y juego los paga el robo. Pues, como podéis ver, la honradez y la buena vida siempre andan disociados, cuando se trata de gente pobre.
       Aunque le regañaba noche y día y algunas veces era llevado a bombo y platillo a la cárcel de Newgate, el alegre aprendiz permaneció con su dueño, hasta que casi terminó su aprendizaje, se acordó del proverbio que reza: "Más vale arrojar la manzana podrida que dejarla que pudra a las demás." Lo mismo ocurre con el criado protestón: es mejor dejarle marchar que permitirle que estropee a los demás criados de la casa. De modo que el dueño le dejó libre y le ordenó que se marchara, con maldiciones sobre su cabeza. Así fue cómo el alegre aprendiz consiguió su libertad. Ahora podía hacer hacer jarana toda la noche, si así le apetecía. Pero, como sea que no hay ladrón que no tenga un compinche que le empuje a saquear y estafar al que ha robado estrujado, Perkin inmediatamente envió su cama y el resto de su ajuar a casa de un compañero inseparable que era tan aficionado a los dardos, al jolgorio y a la disipación como él. La esposa de este amigo inseparable tenía una tienda para cubrir las apariencias, pero se ganaba la vida traficando con su cuerpo.



Geoffrey Chaucer, Cuentos de Canterbury, ed.Letras Universales,col.Cátedra, Madrid, 1987, páginas 161-162. Seleccionado por Paloma Montero Jiménez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.


                                   

Cartas de mi molino, Alphonse Daudet

La cartera de Bixiou      

       Al ratito, continuó hablando:
       -¿Sabéis que me resulta todavía más terrible? No poder leer ya los periódicos. Hay que estar metido en la profesión para poder comprender esto... Algunos días, al anochecer, cuando vuelvo a casa me compro uno, simplemente por sentir ese aroma a papel húmedo y a noticias frescas... ¡Es tan agradable! ¡Y no tener a nadie que me las lea! mi mujer podría hacerlo, pero no quiere; según ella, en la sección de sucesos siempre se habla de cosas poco decentes... ¡Ah!, estas antiguas queridas, una vez casadas, son de lo más mojigato que hay. Desde que la he convertido en señora de Bixiou, ¡se ha vuelto de un místico!... Pues, ¿no quería darme en los ojos fricciones de agua de Lourdes? Y, además, el pan bendito, las cuestaciones, la Santa Infancia, las Misiones... ¡y qué sé yo cuántas cosas más!... Estamos hundidos hasta el cuello en las buenas obras... Sin embargo, una buena obra sería la de leerme el periódico. Pues bien, eso no, se niega totalmente... Si mi hija viviera con nosotros, ella sí me lo leería; pero, desde que me he quedado ciego la he internado en Notre-Dame-des-Arts, a fin de tener una boca menos que alimentar...
       -¡Y ésa es otra que también me procura satisfacciones! No hace todavía nueve años que ha venido al mundo, y ya ha tenido todas las enfermedades habidas y por haber... ¡Y qué triste!, ¡y qué fea!, más fea que yo, si cabe... ¡Un monstruito! ¡Qué le voy a hacer!, no he sabido hacer otra cosa en mi vida que caricaturas... Pero, ¡vaya!, ¡pues sí que estoy yo bueno, contándoos mis chismes familiares! ¿Qué puede importaros todo ello?... ¡Ea!, pasadme un poco, De aquí me voy a ir a Educación, y sus ordenanzas no tienen la sonrisa fácil. Todos ellos son antiguos profesores.
       Le serví su aguardiente. Empezó a paladearlo a pequeños sorbos, con gesto enternecido... De repente, no sé qué mosca le picaría, se levantó con su vaso en la mano, paseó un momento en torno suyo su cabeza de víbora ciega, con la amable sonrisa del señor que se dispone a pronunciar un discurso, y, con voz estridente, como el que va a arengar en un banquete de doscientos cubiertos, exclamó:
       -¡A las artes! ¡A las letras! ¡A la prensa!
       Y se sumergió en un brindis de diez minutos, la más frenética y maravillosa improvisación que jamás haya salido de aquel cerebro de payaso.



Alphonse Daudet, Cartas de mi molino, ed. Magisterio Español, col. Novelas y Cuentos, Madrid, 1976, páginas 110-111. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.

Trabajos de amor perdidos Mucho ruido por nada, William Shakespeare

 


                                        Acto segundo
                                     
                                        Escena primera


Entran la Princesa de Francia, Rosalinda, María, Catalina, Boyet, Nobles y Acompañantes.

BOYET.     Ahora, señora, concentrad vuestros mejores ánimos: considerad a quien envía el Rey vuestro padre, ante quién la envía y cuál es su embajada:

Nana, Emile Zola

IX

       Se ensayaba La duquesita en el Variétés. Acababan de leer el primer acto e iban a empezar el segundo. En proscenio, sentados en viejas sillas, Fauchery y Bordenave discutían mientras el apuntador, el tío Cossard, un jorobado muy bajito, hojeaba el manuscrito, sentado en una silla de paja, con un lápiz entre los labios.
       -¡Bueno!¿A qué esperamos? -gritó de pronto Bordenave, dando furiosos golpes en las tablas con la punta de su grueso bastón-. Barillot, ¿por qué no empiezan?
       -Falta el señor Bosc, ha desaparecido -contestó Barillot, que hacía de segundo regidor.
       Estalló entonces una verdadera tormenta. Todo el mundo llamaba a Bosc. Bordenave renegaba.
       -¡Maldita sea! Siempre pasa lo mismo. Ya pueden sonar timbres, que nadie está en su sitio... Y luego, a protestar, si hay que quedarse, pasadas las cuatro.
       Pero llegaba Bosc tan campante.
       -¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué quieren? ¡Ah, que me toca a mí! Haberlo dicho... Venga, Simonne, da la entrada: "Llegan los invitados", y entro... ¿Por dónde entro?
       -¿Por dónde va a ser? ¡Por la puerta! -exclamó Fauchery irritado.
       -Sí, pero ¿dónde está la puerta?
       Bordenave la tomó esta vez con Barillot, empezando a renegar y a hundir de nuevo las tablas con el bastón.
       -¡Maldita sea! Había dicho que pusieran una silla ahí, para figurar la puerta. Todos los días estamos igual... ¡Barillot! ¿Dónde está Barillot? ¡Otro que se larga! ¡Aquí se larga todo Dios!
       Sin embargo, fue el propio Barillot a colocar la silla, mudo, encogido bajo el temporal. Y empezó el ensayo. Simonne, con sombrero y envuelta en sus pieles, hacía ademanes de criada que limpia los muebles. Se interrumpió para decir:
       -¿ Sabéis que no hace nada de calor? Yo no saco las manos del manguito.
       Luego, cambiando de voz, recibió a Bosc con un ligero grito:
       -¡Ay! Si es el señor conde. Es usted el primero, señor conde, y se alegrará mucho la señora.
       Bosc llevaba un pantalón sucio de barro, un enorme gabán amarillo y una inmensa bufanda enrollada al cuello. Con las manos en los bolsillos y la cabeza cubierta con un sombrero viejo, dijo, son declamar, con voz sorda y cansina:
       -No molestes a su señora, Isabelle; quiero darle una sorpresa.
       Siguió el ensayo. Bordenave, ceñudo, hundido en su butaca, escuchaba con aire de fastidio. Fauchery, nervioso, cambiaba de postura, a cada momento le entraban ganas de interrumpir, pero se aguantaba. Oyó cuchicheos detrás, en la sala oscura y vacía.
       -¿Ha venido? -pregunto, inclinándose hacia Bordenave.
       Éste respondió afirmativamente, bajando la cabeza. Nana, antes de aceptar el papel de Géraldine que le ofrecía, había querido ver la obra, pues no estaba muy decidida a hacer otro papel de cocotte. Ella soñaba con un papel de mujer honrada. Se escondía en la oscuridad de un palco de platea, con Labordette, que la ayudaba cuanto podía cerca de Bordenave. Fauchery echó una ojeada y volvió a atender al ensayo.


Emile Zola, Nana, editorial Planeta, colección Clásicos Universales Planeta, Barcelona, 1985, páginas 221-223. Seleccionado por Paloma Montero Jiménez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.