viernes, 14 de diciembre de 2012

Demanda del Santo Grial, Anónimo

   CAPÍTULO V
Cómo un criado trajo al rey las nuevas de la espada del escalón.
     Mientras hablaban así entró un criado, que dijo al rey: ''Señor, os traigo noticias muy maravillosas.'' ''¿Cuáles?, pregunta el rey; dímelas pronto.'' ''Señor, ahí abajo, al pie de vuestro palacio, hay un gran escalón y he visto cómo flotaba por encima del agua. Venid a verlo, pues sé que es éste un acontecimiento sorprendente.'' Desciende el rey para contemplar esta maravilla y lo mismo hacen todos los demás. Al llegar al río, se encuentran el escalón de mármol rojo sobre el agua; encima del escalón estaba clavada una espada que parecía muy hermosa y rica y en cuya cruz,  que estaba hecha con una piedra preciosa, había algo escrito con letras de oro y con gran perfección. Los nobles miraron las letras que decían: ''NADIE ME SACARÁ DE AQUÍ, A NO SER QUE AQUEL DE CUYO COSTADO DEBO COLGAR. ESE SERÁ EL MEJOR DEL MUDO.''
     Cuando el rey ve estas letras le dice a Lanzarote: ''Buen señor, en legítima justicia, esta espada os corresponde, pues bien sé que sois el mejor caballero del mundo.'' Avergonzado, responde: ''Ciertamente, señor, ni ella me corresponde ni yo tendría el valor ni el atrevimiento de tocarla, pues de ninguna forma soy digno ni merecedor de tomarla; por eso, me abstendré y no la tocaré: sería una locura si pretendiera hacerme con ella.'' ''De todas formas-dice el rey-, intentaréis sacarla.'' ''Señor-contesta-, no lo haré: bien sé que cualquiera que intente hacerlo y no lo logre será castigado con alguna herida.'' ''Y vos, ¿qué sabéis?''-le dice el rey-. ''Señor-le vuelve a responder-, bien lo sé, y, además, os digo otra cosa: quiero que sepáis que en el día de hoy comenzarán las grandes aventuras y las grandes maravillas del Santo Graal.''

Anónimo, Demanda del Santo Grial, texto seleccionado por Eduardo Montes, segundo de Bachillerato, curso 2012 - 2013.

La farsa de Maese Pathelín, Anónimo.

                                                         Escena octava

(En la sala del juicio)

PATHELÍN: (Saluda al juez.) Señor, Dios os dé buena suerte y todo lo que vuestro corazón desee.

JUEZ: Sed bienvenido, señor. Cubríos. Tomad asiento.

PATHELÍN: Estoy bien situado, gracias por vuestra amabilidad, estoy más cómodo aquí.

JUEZ: Si hay algún asunto que resolver, démonos prisa, con el fin de que levante cuanto antes la sesión.

PAÑERO: Ahora viene mi abogado, está terminando lo que hacía, un asunto sin importancia, señor juez, y si os parece, os agradecería que lo esperarais.

JUEZ: ¡Empecemos! Tengo que presidir más casos. Si la parte contraria esta presente, exponed vuestro caso sin más tardanza. ¿No sois el demandante?

PAÑERO: Sí, lo soy.

JUEZ: ¿Dónde está el demandado? ¿Está aquí en persona?

PAÑERO: (Señalando al pastor.) Sí, vedlo ahí sin pronunciar palabra; ¡Dios sabe lo que piensa!

JUEZ: Ya que estáis presentes los dos, exponed vuestra reclamación.

PAÑERO: Voy a exponer lo que reclamo: señor juez, es verdad que, por Dios y por caridad, lo he educado desde su infancia, y cuando vi que ya tenía edad para trabajar en el campo lo hice mi pastor y lo puse a guardar mis bestias: pero, tan verdad como que estáis ahí sentado, señor juez, ha hecho una carnicería tal entre mis ovejas y corderos que verdaderamente...

JUEZ: Vayamos por partes: ¿Era por casualidad vuestro asalariado?

PATHELÍN: Sí, ya que, si se hubiese arriesgado a cuidarlas sin sueldo...

PAÑERO: (Reconociendo a Pathelín) ¡Reniego de Dios, si verdaderamente no sois vos!


Anónimo, La farsa de Maese Pathelín, escena octava. Seleccionado por Laura Mahíllo, segundo de Bachillerato, curso 2012-2013.

El clan del oso cavernario, Jean M. Auel.

La niña desnuda salió corriendo del cobertizo de cuero hacia la playa rocosa en el recodo del riachuelo. No se le ocurrió volver la mirada. Nada en su experiencia le daba razón alguna para poner en duda que el refugio y los que estaban dentro siguieran allí cuando regresara.
   Se echó al río chapoteando y al alejarse de la orilla, que se hundía rápidamente, sintió cómo la arena y los guijarros se escapaban bajo sus pies. Se zambulló en el agua fría y salió nuevamente, escupiendo, antes de dar unas brazadas firmes para alcanzar la escarpada orilla opuesta. Había aprendido a nadar antes de andar, y a los cinco años de edad se encontraba a gusto en el agua. En muchas ocasiones, la única manera en que se podía cruzar un río era nadando.
   La niña jugó un buen rato, nadando de un lado a otro, y después dejó que la corriente la arrastrara río abajo; cuando éste se ensanchó y empezó a hacer borbotones sobre las piedras, se puso en pie y regresó a la orilla, donde se dedicó a escoger piedrecillas. Acababa de poner una en la cima de un montoncillo de algunas especialmente bonitas, cuando la tierra comenzó a temblar.


Jean M. Auel, El clan del oso cavernario. Seleccionado por Laura Mahíllo, segundo de Bachillerato, curso 2012-2013.