viernes, 23 de noviembre de 2012

El manipulador "Capítulo III", Frederick Forsyth

Martes

-Se trata del cuarto de baño, tiene que ser el cuarto de baño -dijo el comisario Schiller, pocos segundos después de las siete de la mañana, cuando se adelantaba el soñoliento y malhumorado Wiechert para entrar en el apartamento.
-Pues a mí todo me pareció en orden -refunfuñó Wiechert-. A fin de cuentas, los chicos del equipo forense lo han registrado todo.
-Ellos buscaban huellas dactilares, no proporción en las medidas -replicó Schiller-. Fíjate en este armario empotrado en la pared del pasillo. Tiene dos metros de ancho. ¿No es así?
-Sobre poco más o menos.
-Ese lado de allá está al mismo nivel que la puerta del dormitorio de la puta. La puerta está al mismo nivel que la pared y el espejo que hay encima de la cabecera de la cama. Y ahora fíjate en que la puerta del cuarto de baño está más allá del armario empotrado. ¿Qué deduces de todo esto?
-Que tengo hambre -contestó Wiechert.
-Cállate. Observa que cuando entras al cuarto de baño y te vuelves hacia la derecha, tendría que haber dos metros hasta la pared del cuarto de baño.Ésa es la anchura exterior del armario, ¿correcto? Bien,compruébalo.
Wiechert entró en el cuarto de baño y miró hacia su derecha.

Frederick Forsyth, El manipulador "Capítulo III". Seleccionado por Sara Isabel Miranda Hernández, segundo de Bachillerato. Curso 2012/2013.

Cuentos de Canterbury, Geoffrey Chaucer

   En el tiempo en que las suaves lluvias de abril, penetrando hasta las entrañas la sequedad de marzo, hacen brotar las flores con el riego de su vivificante licor; en el tiempo en que Céfiro, con su grato aliento, anima los renuevos de todo árbol y planta; en el tiempo en que el Sol ha recorrido en Aries la segunda mitad de su curso; en el tiempo, en fin, en que las aves cantan, y estimuladas por la Naturaleza, pasan toda la noche sin cerrar los ojos; en ese tiempo, digo, suelen las gentes ir en peregrinación a remotos y célebres santuarios de apartados países. Y es entonces cuando, desde los límites de todos los condados de Inglaterra, acuden muchos romeros a Canterbury, a fin de visitar el sepulcro del santo y bienaventurado mártir que en sus enfermedades les acorrió

Geoffrey Chaucer, Cuentos de Canterbury , editorial Planeta. Seleccionado por Beatriz Iglesias, segundo curso de bachillerato. Curso 2012-2013

Middlemarch, George Eliot

   La señorita Brooke poseía esa clase de belleza, que parece resaltar con la sencillez del vestido. Sus manos y muñecas estaban tan finamente formadas que podía llevar unas mangas tan sencillas como aquellas con las que los pintores italianos solían retratar a la Virgen; y su perfil así como su estatura y su porte parecían ganar dignidad con la sencillez de sus ropas, que al lado de la moda de provincias la hacían semejante a una bella cita, sacada de la Biblia o de algunos de nuestros más antiguos poetas, e incluserta en un periódico de hoy. Decían de ella que era extraordinariamente inteligente, pero que su hermana Celia tenia mas sentido común. A pesar de que Celia apenas llevaba algún aderezo más, para los más observadores su forma de vestir difería de la de su hermana en un matiz de coquetería y en la forma de llevarlo. La sencillez con que vestía la señorita Brooke se debía a diversos motivos, la mayor parte de los cuales compartía su hermana. El orgullo de ser damas tenía algo que ver en esto: los parientes de los Brooke, aunque no exactamente aristócratas, eran sin lugar a dudas gente de buena posición.



George Eliot, Middlemarch, Editora Nacional, Texto seleccionado por Laura Mahillo, Segundo de bachillerato, 2012/13

Hamlet (Escena III), William Shakespeare

Entran el rey, Rosencrantz y Guildenstern

Ni me agrada, ni es prudente
dar rienda suelta a su demencia. Preparaos,
que yo os proporcionaré credenciales,
y él habrá de acompañaros a Inglaterra.
No puede nuestro estado permitirse el peligro
que, ominoso, crece hora a hora
con su locura.

Guildenstern

Estaremos dispuestos,
pues es sacrosanto deber dar protección
a tantos súbditos a quienes Vuestra Majestad
gobierna y da sustento.

Rosencrantz

Si es especial obligación de los hombres
velar, con todo su talento, vigor y armas, por su vida,
mayor será el deber cuando de esa vida
dependen otras muchas. Cuando la Majestad muere
no muere sola, sino que arrastra, como torbellino,
cuanto le es próximo. Es como esa rueda poderosa
colocada en lo más alto de un monte,
de cuyo eje pendieran, ensambladas,
diez mil piezas pequeñas. Al caerse,
cada una de las pequeñas piezas
-sean o no insignificantes- sigue
ese mismo ruinoso destino. No, nunca
suspiró un rey sin que gimiera con él el universo todo.

Rey

Preparaos de inmediato para este viaje de urgencias,
pues hemos de poner freno a ese temor
que ahora anda sin cadenas.

Rosencrantz y Guildenstern

Estaremos preparados.

Salen Rosencrantz y Guildenstern

Hamlet, William Shakespeare, editorial El Catedra. Seleccionado por Esther Hernández Calvo, segundo de Bachillerato, curso 2012/2013

César Imperial, Rex Warner

I.
Llegada a las Galias.
 Yo hubiera deseado hallarme en mi provincia a principios de año, pero tuve que demorarme dos meses y medio cerca de Roma, después de dejar mi consulado el 1 de enero. Una vez en mi provincia no podría abandornarla legalmente por un espacio de cinco años (de hecho, pasaron diez años antes de que abandonara las Galias y entonces lo hice, si debo ser franco, ilegalmente). Entretanto era indispensable que antes  de dirigirme hacia el norte protegiera las disposiciones que había tomado durante mi primer consulado.

César Imperial, Rex Wagner, editorial El País. Seleccionado por Eduardo Montes, segundo de bachillerato, curso 2012/2013.

Copérnico , John Banville.

Al principio no tenía nombre. Era el objeto mismo, algo vivo, y era su amigo. En los días de viento, danzaba, enloquecido, agitaba sus brazos con vehemencia; o en el silencio de la tarde se adormecía y soñaba mientras se balanceaba en el aire azul y dorado. Ni siquiera se iba por las noches; arropado en la cama, él podía oír sus tenebrosos movimientos, fuera, en la oscuridad durante toda la noche. Había otros, más cerca de él  y todavía más vivos, que iban y venían, hablando; pero lo eran totalmente familiares, casi como si formaran parte de sí mismo, mientras que éste, inmutable y lejano, pertenecía al misterioso exterior, al viento, al tiempo y al aire azul y dorado. Formaba parte del mundo, pero aun así era amigo suyo.


John Banville, Copérnico, pág. 11,  segundo de Bachillerato, curso 2012/2013.


El tercer hombre "Capítulo 3", Graham Greene

Lo que ocurrió luego no me lo contó Paine, sino Martins, mucho tiempo después, cuando reconstruía la cadena de acontecimientos que, desde luego -aunque no de la manera que él esperaba-, me dejaron en ridículo. Paine le acompañó simplemente hasta el mostrador de la conserjería y allí explicó:
-Este caballero llegó en el avión de Londres. El coronel Caloway dice que le den una habitación. -Después de esta aclaración, dijo-: Buenas tardes,señor -y se marchó.
Probablemente estaba un poco avergonzado por el labio ensangrentado de Martins.
-¿Tiene usted reserva, señor? -preguntó el conserje.
-No. No creo -dijo Martins con voz apagada, con un pañuelo sobre la boca.
-Pensé que sería usted el señor Dexter. Tenemos una habitación reservada para una semana a nombre del señor Dexter.
-Ah, sí, yo soy el señor Dexter -dijo Martins.
Más tarde me contó que se le había ocurrido que Lime podía haber reservado una habitación para él con ese nombre, porque tal vez fuera a Buck Dexter y no a Rollo Martins a quien iba a emplear con fines propagandísticos. Una voz a su lado dijo:
-Lamento no haberle recibido en el aeropuerto, señor Dexter. Me llamo Crabbin.
El que hablaba era un hombre regordete, en el principio de la edad madura, con una tonsura natural y con unas gafas de concha con los cristales más gruesos que había visto nunca Martins.

Graham Greene, El tercer hombre "Capítulo 3", edit. Millenium.
Seleccionado por Sara Isabel Miranda Hernández, segundo de Bachillerato. Curso 2012/2013.

Dublineses, James Joyce

   North Richmond Street, por ser un callejón sin salida, era una calle callada, escepto a la hora en que la escuela de los Hermanos Cristianos soltaba sus alumnos. Al fondo del callejón había una casa de dos pisos deshabitada y separada de sus vecinas por su terrero cuadrado. Las otras casas de la calle, conscientes de las familias descendientes que vivían en ellas, se miraban unas a otras con imperturbables caras pardas.
   El inquilino anterior de nuestra casa, sacerdote de él, había muerto en la saleta interior. El aire, de tiempo atrás enclaustrado, permanecía estancado en toda la casa, y el cuarto de desahogo detrás de la cocina estaba atiborrado de viejos papeles inservibles. Entre ellos encontré muchos libros forrados en papel,  con sus páginas dobladas y húmedas: El abate, de Walter Scott; La devota comunicante y Las memorias de Vidocq. Me gustaba más este último porque sus páginas eran amarillas. El jardín silvestre detrás de la casa tenía un manzano en el medio y unos cuantos arbustos desparramados, debajo de uno de los cuales encontré una bomba de bicicleta oxidada que perteneció al difunto. Era una cura caritativo; en su testamento dejó todo su dinero para obras pías, y los muebles de la casa, a su hermana.





Dublineses, James Joyce, de la editorial Alianza Editorial, Texto seleccionado por Laura Mahíllo, Segundo de bachillerato, 2012/13

Alejandro Magno, Gisbert Haefs

I.
La mentira de Aristóteles.

 Al este de la carretera de Arcanania se veía un grupo de esclavos acrreando y arrastrando la basura de Atenas hacia una hondonada oculta entre peñascos, al pie de la colina. El suelo estaba anegado a causa de la lluvia de la noche anterior; algunos de los hombres se encontraban tan cubiertos de barro que no se distinguía ni su piel clara ni las lechuzas marcadas con hierro candente en sus hombros. Cuatro arqueros escitas, guardias mercenarios de la ciudad, los vigilaban.