Cuando Dorian despertó, hacía ya un buen rato que el medio día había quedado atrás. Su camarero personal había entrado a la habitación de puntillas en varias ocasiones para ver si se movía, extrañado de ver dormir a su señor hasta tan altas horas de la mañana. Por fin hizo sonar la campanilla y Victor apareció sigilosamente en la habitación con una taza de té y un montón de cartas sobre una pequeña bandeja de vieja porcelana de Sèvres y descorrió las cortinas de satén de color verde aceituna forradas de azul brillantes que cubrían los tres ventanales.
-Monsieur ha dormido bien esta mañana -dijo embozando una sonoriza.
-¿Que hora es, Victor? -preguntó Dorian, todavía adormilado.
-La una y cuatro, monsieur.
¡Que tarde era! Dorian se sentó en la cama y, tras haber tomado unos sorbos de té, echó una mirada a las cartas. Una de ellas era de Lord Henry, que habían entregado en mano esa misma mañana. Dudó por un instante y la separó del resto. Luego, abrió las demás sin demasiado interés. Contenían la serie habitual de tarjetas, invitaciones a cenas, entradas a exposiciones privadas, programas de conciertos benéficos y cosas de la suerte que reciben los jóvenes elegantes todas las mañanas de la temporada. Encontró también una factura de importe considerable. El objeto de la compra era un juego de tocador de plata cincelada estilo Luis XV que aún no había tenido el valor de enviar a sus tutores, gente chapada a la antigua e incapaz de comprender que vivíamos en una época en que las cosas superfluas no son necesarias, y había también unas cuantas notas de prestamistas de Jermyn Street, redactadas en obsequiosos términos, que le ofrecían adelantarle, a interés más que razonable, cualquier suma que pudiera necesitar.
Unos diez minutos más tarde se levantó por fin y, después de ponerse un elaborado batín de lana de cachemir bordada en seda, pasó al cuarto de baño, una sala con el suelo de ónice. El agua fría le refresco tras las largas horas de sueño. Parecía haber olvidado todo lo que había vivido la noche anterior. En un par de ocasiones le embargó una leve sensación de haber participado en una extraña tragedia, aunque un recuerdo contenía toda la irrealidad propia de un sueño.
En cuanto se vistió, se dirigió a la biblioteca y se sentó a disfrutar de un ligero desayuno francés servido en una mesita redonda junto a la ventana abierta. Hacía un día perfecto. El aire cálido del mediodía parecía impregnado de especias. Entro una abeja y empezó a revolotear alrededor del jarrón azul con forma de dragón y lleno de rosas de color azul sulfuroso que tenía delante. Se sentía inmensamente feliz.
De pronto se fijó en el biombo con el que había cubierto el retrato y se sobresaltó.
-¿Demasiado frío para monsieur? -preguntó el camarero al tiempo que dejaba una tortilla encima de la mesilla-.¿Desea que cierre la ventana?
-no, no tengo frío -murmuro Dorian.
¿Era cierto entonces? ¿De verdad había cambiado el retrato o era solo su imaginación la que le había llevado a ver una expresión de maldad allí donde había una expresión de alegría? Un lienzo pintado no podía alterarse así, sin más. Qué idea tan absurda. Sin duda era una historia que algún día debería compartir con Basil, le haría sonreír con ella.
Oscar Wilde, el retrato de Dorian Gray, penguin, 1891, clásicos, 156-157-158.
Seleccionado por: Jorge Egüez Yabita, primero de bachilerato,curso 2017-2018