lunes, 14 de diciembre de 2015

Los viajes de Gulliver, Jonathan Swift

                     Capítulo X de Viaje a Laputa, Balnibarbi, Glubbdubdrib, Luggnagg y Japón

            
            Elogio a los luggnuggianos. Descripción detallada de los struldbruggs, con numerosas conversaciones entre el autor y algunas personas eminentes acerca de este asunto.
            Los luggnuggianos son gente amable y generosa, y aunque no carecen en alguna medida de aquel orgullo que es peculiar a todos los países orientales, se muestran no obstante corteses con los extranjeros, especialmente con aquellos a quienes la corte da trato de favor. Hice amistad con muchas personas y de la mayor distinción, y siempre acompañado de mi intérprete, mantuvimos conversaciones nada desagradables.
            Hallándome un día entre muy selecta concurrencia, me preguntó una persona distinguida si había visto a algunos de sus struldbruggs o inmortales. Le dije que no y le rogué que me explicara qué quería decir tal denominación aplicada a una criatura mortal. Me contó que algunas veces, aunque muy de tarde en tarde, acontecía que en una familia nacía un niño con un lunar redondo rojo en la frente, exactamente encima de la ceja izquierda, lo que era una señal infalible de que nunca moriría. El lunar, según su descripción, era aproximadamente como el círculo de una moneda de tres peniques de plata, pero con el paso del tiempo se agrandaba y cambiaba de color. Porque a los doce años se hacía verde, y así continuaba hasta los veinticinco, cuando se volvía azul oscuro; a los cuarenta y cinco tornábase negro carbón y del tamaño de un chelín inglés, pero ya no sufría ninguna nueva mutación. Dijo que eran tan raros estos nacimientos, que creía que no habría más de mil cien struldbruggs de ambos sexos en todo el reino, de los cuales calculaba que unos cincuenta en la metrópolis, y que entre los demás se encontraba una niña nacida hacía unos tres años. Y que tales criaturas no eran privativas de familia alguna, sino un puro efecto del azar; y los mismos hijos de los struldbruggs eran tan mortales como el resto de la gente.


  Jonathan Swift, Los viajes de Gulliver, Madrid, Millenium, ed.72, Las 100 joyas del milenio, página 190.
  Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.



Robinson Crusoe, Daniel Defoe

     Tras adaptar el mástil y la vela y probar el bote, descubrí que navegaba muy bien. Entonces construí pequeños armarios o cajas a ambos extremos para guardar provisiones, suministros y munición y mantenerlo todo seco, tanto de la lluvia como de las salpicaduras del mar. Tallé un hueco pequeño y alargado en el interior del bote donde guardar la escopeta, con una tapa para mantenerla también seca.
     También fijé la sombrilla en el soporte del mástil a popa, como otro mástil, de modo que se mantuviera sobre mi cabeza y me protegiera del calor del sol como una tienda. Y con esto, de vez en cuando, efectuaba un pequeño viaje por el mar, pero nunca adentrándome a mar abierto ni demasiado lejos del pequeño arroyo. Aunque, finalmente, ansioso por ver el diámetro de mi pequeño reino, me decidí a emprender el viaje y aprovisioné la embarcación en consecuencia, cargando dos docenas de hogazas (mejor las llamaría tortas) de pan de cebada, un pote de barro lleno de arroz seco, alimento que comía en cantidad, una pequeña botella de ron, media cabra, pólvora y balas para matar más, y dos grandes capotes de guardia de los que, como he mencionado antes, había rescatado de los arcones de los marineros, y que tomé, uno para tenderme encima y el otro para cubrirme por la noche.
     Era el 6 de noviembre del sexto año de mi reinado, o de mi cautiverio, como quiera decirse, cuando emprendí este viaje, que resultó mucho más largo de lo que había esperado, ya que, pese a que la isla en sí no era muy grande, cuando llegué al lado oriental de ella, encontré un gran arrecife de rocas que se extendía hasta más de dos leguas mar adentro, algunas por encima del agua, otras por debajo; y más allá de él un banco de arena que se prolongaba media legua más, de modo que me vi obligado a penetrar un buen trecho mar adentro para doblar la punta.
     Cuando los descubrí estuve a punto de abandonar mi empresa y volver, puesto que no sabía cuánto tendría que adentrarme en el mar; y por encima de todo porque dudaba de cómo podría volver; así que eché el ancla, pues había construido una especie de ancla con una pieza de un arpeo roto que había obtenido del barco.
     Una vez asegurado el bote, tomé la escopeta y fui a la orilla, donde subí a una colina que parecía dominar aquella punta, desde donde vi toda su extensión, y decidí aventurarme.
     Al observar el mar desde aquella colina divisé una fuerte corriente, muy furiosa, que avanzaba hacia el este, e incluso llegaba cerca de la punta. La observé atentamente porque vi que en ella podría haber algún peligro, puesto que cuando llegara a ella podía verme arrastrado a mar abierto por su misma fuerza y no ser capaz de regresar de nuevo a la isla. Si no hubiera subido primero a aquella colina, creo que así hubiera sido, porque había la misma corriente al otro lado de la isla, sólo que ésta a una mayor distancia, y vi que había un fuerte remolino bajo la orilla, de tal modo que apenas evitara la primera corriente me vería metido en el remolino.

Daniel Defoe, Robinson Crusoe, Madrid, Unidad Editorial, S.A. , Colección Millenium, 1999, pág. 150-151.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

Los novios, Alessandro Manzoni

CAPÍTULO XI
Como los perros, después de haber corrido inútilmente una liebre, vuelven al lado de su amo jadeando, con la cola caída y las orejas gachas, del mismo modo en aquella alborotada noche volvieron los bravos al palacio de don Rodrigo. Éste estaba a oscuras, dando paseos en una pieza deshabitada del último piso, que daba a la explanada. Parábase de cuando en cuando a oír y mirar por las rendijas d las toscas ventanas con gran impaciencia y no sin inquietud, no tanto por lo dudoso del éxito, cuanto por las consecuencias que pudieran muy bien tener, porque la empresa era la más grave y arriesgada que hasta entonces había intentado el audaz caballero. Sin embargo, se iba animando con las precauciones que se habían tomado para que no quedase indicio alguno del hecho. "En cuanto a las sospechas- pensaba-, me río de ellas.Quisiera saber quién será el valiente que se atreva a venir aquí, para averiguar si hay o no una muchacha. Que venga cualquiera, que será bien recibido. Que venga el fraile, que venga. ¿La vieja? La vieja, que vaya a Bérgamo. ¿La justicia? ¡Qué la justicia! El podestá no es ni un muchacho, ni un loco. ¿Y en Milán? ¡Milán! ¿quién se cuida en Milán de tales gentes? ¿Quién le dará oídos?Nadie sabe siquiera que existen; son como gentes perdidas sobre la haz de la tierra; ni tienen siquiera un amo que pueda clamar por ellas. ¡Vaya, vaya, fuera miedo! ¡Cómo se quedará por la mañana el conde Attilio! Ahí verá si soy yo hombre de chapa. Y además... si hubiese algún tropiezo...¿Qué sé yo?... Si algún enemigo quisiese aprovechar la ocasión... En ello se interesa el honor de toda la familia."

Alessandro Manzoni, Los Novios, texto seleccionado por Edith González Ramos, primero de bachillerato, curso 2015-2016