Stevenson, Robert Louis , el extraño caso del dr Jekyll y mr Hyde, http://web.uchile.cl/archivos/uchile/revistas/autor/rstevenson/jekyll01.pdf, seleccionado por Paola Moreno Díaz, segundo de bachillerato, curso 2015-2016.
Un lugar común de los estudiantes de Literatura Universal donde publicamos una antología de textos seleccionados por nosotros mismos con el fin de aprender a conocernos mejor a través de los más variados personajes que pueblan el universo literario.
viernes, 18 de diciembre de 2015
El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Robert Louis Stevenson
Stevenson, Robert Louis , el extraño caso del dr Jekyll y mr Hyde, http://web.uchile.cl/archivos/uchile/revistas/autor/rstevenson/jekyll01.pdf, seleccionado por Paola Moreno Díaz, segundo de bachillerato, curso 2015-2016.
Lewis Carroll, Alicia a través des espejo
Capitulo II. El jardín de las flores vivas.
_Veré mucho mejor cómo es el jardín-se dijo Alicia- si puedo subir a la cumbre de aquella colina; y aquí veo un sendero que conduce derecho allá arriba...; bueno, lo que es derecho, desde luego no va...-aseguró cuando al andar unos cuantos metros se encontró con que daba toda clase de vueltas y revueltas-...pero supongo que llegará allá arriba al final. Pero¡qué de vueltas nos dará este camino!¡Ni que fuera un sacacorchos! Bueno, al menos esta curva parece que va en dirección a la colina. Pero no, no es así.¡Por aquí vuelvo derecho a la casa! Bueno, probaré entonces por el otro lado.
Y así lo hizo, errando de un lado para otro, probando por una curva y luego por otra; pero siempre acababa frente a la casa, hiciera lo que hiciese. Incluso una vez, al doblar la esquina con mayor rapidez que las otras, se dio contra la pared antes de que pudiera detenerse.
Lewis Carroll, Alicia a través del espejo, http://www.ucm.es/data/cont/docs/119-2014-02-19-Carroll.ATravesDelEspajo.pdf.
Seleccionado por Julia Mateos Gutiérrez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.
Las elegías de Duino, Rainer Maria Rilke
Segunda Elegía
Terrible es todo ángel.
No obstante, a sabiendas yo os invoco y nombro,
Pájaros mortales casi para el alma.
¡Qué lejos los tiempos de Tobías, cuando
frente a la sencilla puerta de la choza
levantábase uno de los más radiantes
disfrazado apenas para el viaje, a punto de no ser temible.
Joven para el joven:
¡con qué ojos curiosos miraba a lo lejos!
Si ahora, imponente, llegara el arcángel tras de las estrellas
y hacia acá tan sólo descendiera un paso:
latiendo a su encuentro
los golpes del corazón ansioso
nos abatirían.
Primeras criaturas perfectas, mimados del mundo,
líneas en alturas, rojizas crestas matinales
de todo lo creado, polen de la divinidad floreciente,
espacios de la esencia, escudos de gozo,
bravíos tumultos de impetuosos éxtasis
y de pronto, aislados
espejos que en ondas vuelcan la belleza
y la reproducen en su propio rostro.
Pues, para nosotros sentir es diluirnos.
¡Ay! Nos exhalamos y nos disipamos.
Y de brasa en brasa damos un perfume cada vez más débil.
Entonces alguno nos dice:
“Pasas a mi sangre... esta sala y esta primavera
se llenan contigo”.
Pero, ¿de qué vale? No puede él tenernos
y en él y en su torno desapareceremos.
¿Y a ésos que son tan bellos? ¡Oh! ¿Quién los retiene?
A su rostro sube de modo constante la apariencia y váse.
Como de la hierba temprana el rocío,
Trasciende lo nuestro de nosotros, como
de un manjar caliente trasciende el calor.
¿Sonreír? ¿Adónde? Levantar los ojos:
una nueva y cálida onda que del propio
corazón se escapa.
¡Ay de mí! No obstante, somos eso. ¿Acaso
tiene el universo donde nos diluimos un sabor humano?
¿No toman los ángeles
realmente lo suyo, lo que de ellos mana?
¿O también, a veces, hay al mismo tiempo, como por descuido,
siquiera una parte de la esencia nuestra?
¿Acaso en sus rasgos estamos mezclados
tanto cual lo vago lo está en el semblante de mujer encinta?
¡Cómo lo sabrían!
Los que aman podrían, si lo comprendieran,
decir en la noche palabras extrañas.
Contempla los árboles: son. Y todavía
subsisten las casas en donde vivimos.
Tan sólo nosotros pasamos delante de todas las cosas como aire furtivo.
Y para acallarnos todo se concierta, medio por vergüenza
tal vez y otro tanto como una inefable esperanza.
¡Oh, amantes, vosotros que os bastáis a solas! A vosotros quiero
preguntar qué somos. Os tomáis las manos. ¿Poseéis las pruebas?
Mirad: me acontece que entre sí mis manos
se saben o en ellas mi rostro gastado se halaga.
Y así, soy un tanto conciente de mí.
Mas, ¿quién osaría ser por esto sólo?
Vosotros, en cambio,
que en el éxtasis del otro os agrandáis
hasta que él os ruega, subyugado: ¡Basta!...
los que entre las manos os hacéis más plenos,
cual los años las uvas;
los que muchas veces desaparecéis
sólo porque el otro prevalece en todo,
de nuevo os pregunto: ¿Qué somos?... Lo sé:
hay en vuestros besos beatitud tan grande
porque la caricia retiene, y el sitio
que vuestra ternura recubre, persiste;
porque en el hechizo del amor la pura duración sentís.
Tanto que al abrazo lo creéis promesa de una eternidad.
Y, no obstante, cuando
os habéis repuesto del susto del primer encuentro
y de la nostalgia junto a la ventana
y de ese paseo,
el único, juntos a través del huerto:
¡Oh, amantes!... Entonces, ¿lo sois todavía?
Cuando el uno al otro os alzáis en brazos
bebiendo en la boca... sorbo contra sorbo...
¡con qué extraña prisa se evade del acto luego el bebedor!
¿No habéis contemplado con asombro sobre las estelas áticas
toda la prudencia del humano gesto?
¿Sobre las espaldas el Amor no estaba
y el Adiós posados, tan ligeros como
hechos e materia distinta a la nuestra?
Recordaos cómo descansan sus manos ingrávidas
por más que en los torsos el vigor perdura.
Dueños de sí mismos, ellos bien lo sabían:
Hasta aquí llegamos... Lo nuestro es rozarnos así.
Con más fuerza en nosotros presionan los dioses.
Pero éste es asunto que concierne a ellos.
Ojalá nosotros también encontráramos
siquiera una escasa, duradera y pura porción de lo humano,
una franja nuestra de tierra fecunda
entre río y roca, Pues, aún el propio
corazón, como ellos, sin cesar se eleva
por sobre nosotros. Y nuestra miradas no pueden seguirlo
hasta en las imágenes que lo tranquilizan,
ni aún en los cuerpos divinos en donde,
más grande, se calma.
Rainer Maria Rilke, Las elegías de Duino, medicinayarte.com/img/rilke_elegias_duino.pdf
Seleccionado por Clara Fuentes Gómez, Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.
El libro de la selva. Rudyard Kipling
Por su parte, Baloo y Bagheera se sentían consumir de furor. Bagheera subió hasta los árboles más
altos. En más de una ocasión se rompieron las ramas. Lo que hacía era una temeridad que jamás había cometido. Cuando caía al suelo solía llevar las garras llenas de corteza. Tenía que aminorar el golpe de la caída agarrándose a las ramas y al tronco.
––¿Por qué no pusiste al cachorro humano sobre aviso? ––decía en un tremendo rugido a Baloo,
que con su trote pesado esperaba adelantarse a la loca carrera de los monos––. Fue una estupidez matarlo
casi a golpes y, en cambio, no ponerle en guardia contra este peligro.
––Date prisa. Es posible que los alcancemos ––decía Baloo extenuado.
––Creo que llevamos un paso que podría seguir cómodamente hasta una vaca. Gran Maestro de la
Ley de la Selva, azotacachorros. Bastaría una corta distancia para hacerte reventar. Descansa y piensa.
Piensa un plan. Sería peligroso hasta que los alcanzáramos. Asustados, lo podrían dejar caer.
––¡Brrr! Es posible incluso que ya lo hayan hecho, cansados de llevarlo. ¿Quién se puede fiar de
los monos? Corona mi cabeza con murciélagos muertos. Aliméntame solamente a base de huesos viejos.
Hazme caer de cabeza en una colmena de abejas furiosas que me piquen hasta matarme. Y, luego, entié-
rrame cerca de la madriguera de una hiena. Soy el oso más desgraciado que haya nacido. ¡Brrr! ¡Ah!
¡Mowgli! ¡Mowgli! ¿Por qué fui tan estúpido y, en vez de golpearte, no te previne contra los monos? Es
posible incluso que mis golpes le hayan sacado de la cabeza mis lecciones y en estos momentos se encuentre en la Selva desamparado, al no acordarse de las Palabras Mágicas.
Baloo metió la cabeza entre las patas delanteras y se convirtió en un puro sollozo.
––Ten en cuenta que a mí me las dijo correctamente hace muy poco tiempo todavía ––dijo Bagheera impaciente––. Baloo ––continuó––, has perdido completamente la cabeza y el respeto a ti mismo.
Ponte en mi lugar y juzga lo que pensaría la Selva si me hiciera una bola como Ikki, el puerco espín, y me
dedicará a lamentarme.
––Nada me importa lo que piense la Selva de mí. Es posible que a estas horas Mowgli ya haya
muerto. ––Sólo por pereza o por juego lo dejarían caer. Pero no hay que temer demasiado por el cachorro
humano. Es listo, está bien formado y nadie es capaz de aguantar su mirada. Pero hay que reconocer que la
situación es grave. Está en poder de los monos. Nadie puede llegar hasta donde ellos viven. A nadie temen
––Bagheera mordisqueaba nerviosamente una de sus patas delanteras.
––¡Tonto y necio de mí! No soy más que un desenterrador de raíces ––dijo Baloo enderezándose
de un salto––. Es una verdad evidente lo que afirma el sabio Hathi, el elefante, cuando dice: Cada uno tiene
su propio miedo. El miedo de los monos es Kaa, la serpiente de la Roca. Sube a los árboles tan bien como
ellos; les roba sus crías por la noche. Cuando oyen su nombre les castañetean los dientes. Vamos a hacer
una visita a Kaa.
––¿Para qué? No es de nuestro pueblo, porque no tiene patas. Y está claro que es un saco de maldad. Lo lleva escrito en los ojos ––dijo Bagheera.
––Tan vieja como astuta. Y siempre hambrienta. Prométele un rebaño entero de cabras ––dijo Baloo lleno de esperanza.
––Sabes como yo que en cuanto come una se pasa durmiendo un mes entero. Es posible incluso
que en estos momentos se encuentre durmiendo. Y es posible también que prefiera cazar ella misma las
cabras ––Bagheera, que desconocía casi por completo a Kaa, desconfiaba de todo lo que concernía a la serpiente.
––Entre nosotros dos, viejo amigo, somos capaces de convencerla ––Baloo frotó amistosamente
con su paletilla la piel de la pantera. Y los dos juntos se fueron en busca de Kaa, la pitón que vive en la
Roca.
La encontraron tendida al sol en el saliente de un peñasco. Contemplaba con admiración su propia
piel, hermosa y brillante, nueva. Le había costado diez días cambiarla. Lo había hecho en el retiro más absoluto. Parecía una enorme joya, con su cabeza roma y su cuerpo de nueve metros enroscado en fantásticos
anillos. Soñaba con su próxima presa.
Rudyard Kipling,El libro de la selva, http://livros01.livrosgratis.com.br/bk000310.pdf,
Seleccionado por Daniel Carrasco Carril, Segundo de Bachillerato, Curso 2015-2016.
Seleccionado por Daniel Carrasco Carril, Segundo de Bachillerato, Curso 2015-2016.
El proceso, Frank Kafka
––Que el escrito judicial no esté terminado se puede deber a múltiples causas justificadas –
–dijo el comerciante––. Por lo demás, en lo que respecta a mis escritos resultó que no habían tenido ningún valor. Yo mismo he leído uno de ellos gracias a un funcionario judicial. Era erudito pero sin contenido alguno. Ante todo mucho latín, que yo no entiendo, también interminables apelaciones generales al tribunal; adulaciones a determinados funcionarios, que, aunque no eran nombrados, cualquier especialista podía deducir fácilmente de quién se trataba; un elogio de sí mismo del abogado, humillándose como un perro ante el tribunal y, finalmente, algo de jurisprudencia. Las diligencias, por lo que pude comprobar, parecían haber sido hechas con todo cuidado. Tampoco quiero juzgar en base a ellas el trabajo del abogado; además, el escrito que leí no era más que uno entre muchos, aunque, en todo caso, y de eso quiero hablar ahora, no percibí el más pequeño progreso en mi causa.
––¿Qué progreso quería usted ver? ––preguntó K.
––Sus preguntas son muy razonables ––dijo el comerciante sonriendo––, raras veces se pueden ver progresos en este procedimiento. Pero eso no lo sabía al principio. Soy comerciante, y antaño lo era más que ahora; yo quería ver progresos tangibles, todo tenía que aproximarse al final o, al menos, tomar el camino adecuado. En vez de eso sólo había interrogatorios, casi siempre con el mismo contenido. Las respuestas ya las tenía preparadas, como una letanía. Varias veces a la semana venían ujieres a mi negocio, a mi casa o a donde pudieran encontrarme, eso era una molestia––hoy, con el teléfono, es mucho mejor––, además, se empezaron a difundir rumores sobre mi proceso entre amigos de negocios y, especialmente, entre mis parientes, sufría perjuicios por todas partes, pero no había el más mínimo signo de que se fuera a producir en un tiempo prudencial la primera vista. Así que fui a ver al abogado y me quejé. Él me dio largas explicaciones, pero rechazó con decisión hacer algo en mi favor, nadie tenía poder, según él, para influir en la fijación de la fecha de la vista. Insistir sobre ello en un escrito, como yo pedía, era algo inaudito y nos llevaría a los dos a la ruina. Yo pensé: «Lo que este abogado ni quiere ni puede, es posible que otro abogado lo quiera y pueda». Así que busqué otro abogado. Se lo voy a anticipar: nadie ha impuesto o solicitado la fijación de la vista principal, eso es imposible, con una excepción de la que le hablaré a continuación. Respecto a ese punto el abogado no me había engañado. Pero tampoco tuve que lamentar haberme dirigido a otro abogado. Ya habrá oído algo sobre los abogados intrusos a través del Dr. Huld, él se los habrá presentado como seres bastante despreciables y así son en la realidad. Pero cuando habla de ellos y se compara siempre omite un pequeño detalle. Denomina a los abogados de su círculo los «grandes abogados». Eso es falso, cada cual puede llamarse, naturalmente, si le place, «grande», pero en este caso sólo deciden los usos judiciales. Este abogado y sus colegas son, sin embargo, los pequeños abogados, los grandes, de los que sólo he oído hablar y a los que no he visto nunca, están en un rango comparablemente superior al que ocupan éstos respecto a los despreciables abogados intrusos.
––¿Los grandes abogados? ––preguntó K––. ¿Quiénes son? ¿Cómo se puede establecer
contacto con ellos?
––Así que usted aún no ha oído hablar de ellos ––dijo el comerciante––. Apenas hay un acusado que después de haber conocido su existencia no sueñe largo tiempo con ellos. Pero no se deje seducir por la idea. Yo no sé quiénes son los grandes abogados y no tengo ningún acceso a ellos. No conozco ningún caso en el que se pueda decir con seguridad que han intervenido. Defienden a algunos, pero no se puede lograr su defensa por propia voluntad, sólo defienden a los que quieren defender. Sin embargo, los asuntos que aceptan ya tienen que haber pasado de las instancias inferiores. Por lo demás, es mejor no pensar en ellos, pues de otro modo todas las entrevistas con los otros abogados, todos sus consejos y ayudas, aparecerán como algo completamente inútil, yo o lo he experimentado, a uno le entran ganas de arrojarlo todo r la borda, irse a casa, meterse en la cama y no querer saber nada más asunto. Pero eso sería, una vez más, una gran necedad, tampoco en cama se podría gozar por mucho tiempo de tranquilidad.
Frank Kafka, El proceso, www.edu.mec.gub.uy
Seleccionado por Maria Alegre Trujillo. Segundo de bachillerato, Curso 2015-2016.
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El proceso,
Kafka_Franz (1883-1924)
Pelando la cebolla, Günter Grass
Ella, que no tenía tiempo para una pedagogía precavida que considerase todas las repercusiones —cuando se trataba de una pelea entre mi hermana y yo que resultara demasiado ruidosa, les decía a los clientes: «Un momentico», salía apresurada de la tienda y no preguntaba: «Quién ha empezado», sino que abofeteaba en silencio a sus dos hijos y volvía a ocuparse, amable, de la clientela—; ella, cariñosamente tierna, calurosa, fácil de conmover hasta las lágrimas; ella, a la que, cuando tenía tiempo, le gustaba perderse en ensoñaciones y calificaba todo lo que consideraba hermoso de «auténticamente romántico»; ella, la más preocupada de todas las madres, dio a su hijo un día el cuadernillo y me ofreció el cinco por ciento, en florines y centavos, de las deudas que cobrara si estaba dispuesto a visitar, armado sólo de buena labia —¡la tenía!— y de aquella libreta llena de cifras en hileras, todas las tardes, o cuando encontrara tiempo al margen de aquel servicio, en su opinión pueril, de la Jungvolk, a los clientes morosos, a fin de que se vieran abocados, si no a saldar sus deudas, al menos a pagarlas a plazos.
Luego me aconsejó que pusiera especial celo la tarde de un día de la semana determinado: «Los viernes las empresas pagan, y entonces hay que ir y cobrar».
De esa forma, con diez u once años, siendo alumno de primero o segundo de secundaria, me convertí en recaudador de deudas astuto y en definitiva con éxito. A mí no se me podía despedir con una manzana o unos caramelos. Se me ocurrían palabras para ablandar el corazón de los deudores. Hasta sus excusas piadosas y untadas con vaselina me resbalaban por los oídos. Aguantaba las amenazas. Cuando alguien quería cerrar de golpe la puerta desu casa, se encontraba con mi pie interpuesto. Los viernes, aludiendo al salario semanal abonado, me mostraba especialmente exigente. Ni siquiera los domingos eran para mí sagrados. Y durante las vacaciones, cortas o largas, trabajaba el día entero.
Pronto liquidé sumas que, por razones pedagógicas, indujeron a la madre a reducir las desmesuradas ganancias de su hijo, del cinco al tres por ciento. Yo lo acepté refunfuñando. Sin embargo me dijo: «Para que no te crezcas demasiado».
En fin de cuentas, sin embargo, disponía de más fondos que muchos de mis compañeros de colegio que vivían en el Uphagenweg o el Steffensweg, en villas de doble tejado con portal de columnas, terraza abalconada y entrada de servicio, y cuyos padres eran abogados, médicos, comerciantes en cereales o, incluso, fabricantes o navieros. Mis ingresos netos se acumulaban en una caja de tabaco vacía, escondida en el nicho de la ventana. Me compraba blocs de dibujo en grandes cantidades y libros: varios volúmenes de La vida de los animales de A. E. Brehm. Al apasionado espectador le resultaba ahora asequible ir a los «palacios del cine» más alejados del barrio viejo, incluso el Roxi, cerca del parque del palacio de Oliva, incluida la ida y vuelta en tranvía. No se le escapaba ningún programa.
Entonces, en la época del Estado Libre, pasaban todavía el noticiario Fox Tönende Wochenschau, antes del documental y el largometraje. A mí me fascinaba Harry Piel. Me reía con el Gordo y el Flaco. A Charlot buscador de oro lo vi comerse un zapato, incluidos los cordones. A Shirley Temple la encontraba tonta y sólo moderadamente monilla. Me llegó el dinero para ver varias veces una película muda de Buster Keaton, cuya comicidad me entristecía y cuya tristeza me hacía reír.
Günter Grass, Pelando la cebolla, Madrid, Santillana, Ediciones generales, páginas 36-38.
Seleccionado por Clara Fuentes Gómez, Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.
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