viernes, 5 de febrero de 2016

Alicia a través del espejo, Lewis Carroll


                                     VII          EL LEÓN Y EL UNICORNIO


       Al momento comenzaron a acudir soldados corriendo desde todas partes del bosque,primero de a dos y de tres, luego en grupos de diez y veinte y finalmente en cohortes tan numerosas que parecían llenar el bosque entero. Alicia se refugió tras un árbol por miedo a que fueran a atropellarla y estuvo así viéndolos pasar.
      Pensó que no había visto en toda su vida soldados de pie tan poco firme: constantemente estaban tropezando con una cosa u otra de la manera más torpe, y cada vez que uno de ellos daba un traspiés , y rodaba por el suelo muchos otros más caían detrás sobre él, de forma que todo el rato todo el suelo estaba cubierto de soldados apisados en pequeños montones.
      Entonces aparecieron los caballos.Como tenían cuatro patas se las arreglaban mejor que los soldados;pero incluso aquellos tropezaban de vez en cuando y a juzgar por el resultado, parecía ser una regla bien establecida la que de cada vez un caballo su jinete debía caer al suelo en el acto.De esta manera la confusión iba aumentando por momentos y Alicia se alegro de poder salir del bosque por un lugar abierto en donde se encontró con el Rey blanco sentado al suelo muy atareado escribiendo en su cuaderno de notas.

   Lewis Carroll ,Alicia A través del espejo www.umc.es/data/
   Seleccionado por María Alegre Trujillo Segundo de Bachillerato Curso 2015-2016

La letra escarlata , Nathaniel Hawthorne


 Mientras me hallaba así, todo perplejo, pensando, entre otras cosas, que acaso esa
letra habría sido uno de los adornos que hacían uso los blancos para atraerse la atención
de los indios, me la puse casualmente sobre el pecho. El lector sin duda se sonreirá cuando
le diga, aunque es la pura verdad, que me pareció experimentar una sensación, que si no
enteramente fisica, casi era la de un calor abrasante; como si la letra no fuera un pedazo de
paño rojo, sino un hierro candente. Me estremecí, e involuntariamente la dejé caer al suelo.
La contemplación de la letra escarlata me había hecho descuidar el examen de un pequeño
rollo de papel negruzco al que servía de envoltorio. Lo abrí al Fin, y tuve la satisfacción de
hallar, escrita de puño y letra del antiguo Inspector de Aduana, una explicación bastante
completa de toda la historia. Había varios pliegos de papel de folio que contenían muchos
particulares acerca de la vida y hechos de una tal Ester Prynne, que parecía haber sido
persona notable para nuestros antepasados, allí a fines del siglo diecisiete. Algunos
individuos, muy entrados en años, que vivían aún en la época del Inspector Pue, y de
cuyos labios había éste oído la narración que confió al papel, recordaban haberla visto
cuando jóvenes, y cuando dicha Ester era ya muy anciana, aunque no decrépita, y de
aspecto majestuoso e imponente. De tiempo inmemorial era su costumbre, según decían,
recorrer el país como enfermera voluntaria, haciendo todo el bien que podía, y dando
consejos en todas las materias, principalmente en las que se relacionaban con los afectos
del corazón, lo que dio lugar a que si muchos la reverenciaban como a un ángel, otros la
consideraban una verdadera calamidad. Registrando mas minuciosamente el manuscrito,
hallé la historia de otros actos y padecimientos de esta mujer singular, muchos de los
cuales encontrará el lector en la narración titulada La Letra Escarlata , debiendo tenerse
presente, que las circunstancias principales de dicha historia son auténticas, como que
cuentan con la autoridad que les da el manuscrito del Inspector Pue. Los papeles
originales, juntamente con la letra escarlata, que diré de paso es una reliquia muy curiosa,
estaban aún en mi poder, y se mostrarán a quien quiera que, incitado por el interés de esta
narrativa, deseare verlos. Mas no por eso se crea que al compaginar esta novela, y al idear
los motivos y pasiones que influyeron en los personajes que en ella figuran, me he ceñido
servilmente a lo que reza la docena de páginas del antiguo manuscrito.

Nathaniel Hawthorne, La letra escarlata,
Seleccionado por Laura Agustín Críspulo, Segundo de bachillerato, curso 2015-2016.

La educación sentimental, Gustave Flaubert


IV
Una mañana del mes de diciembre, cuando se dirigía al curso de práctica forense, creyó observar en la calle -Saint, Jacques más animación que de ordinario. Los estudiantes salían precipitadamente de los cafés, o, por las ventanas abiertas, se llamaban de una casa a otra; los tenderos, en las aceras, miraban con inquietud; se cerraban las contraventanas, y cuando llegó a la calle Soufflot vio una gran multitud alrededor del Panteón.

Grupos desiguales de cinco a doce jóvenes se paseaban tomados del brazo y se acercaban a otros grupos mayores estacionados en diversos lugares; en el fondo de la plaza, junto a las verjas, unos hombres de blusa peroraban, mientras los guardias municipales, con el tricornio ladeado y las manos a la espalda, iban y venían a lo largo de las paredes haciendo resonar el pavimento con sus gruesas botas. Todos tenían un aire misterioso y turulato; algo se esperaba, evidentemente, y había en el borde de todos los labios una
interrogación.

Federico se encontró junto a un joven rubio, de rostro simpático, con bigote y perilla como un refinado de la época de Luis XIII. Preguntóle por la causa de aquel desorden.

-No sé nada ---contestó el otro-, ni tampoco ellos lo saben. ¡Es la moda del día! ¡Qué buena farsa!
Y se echó a reír.
Las peticiones para la Reforma que obligaban a firmar en  la guardia nacional, juntamente con el empadronamiento Humann y otros acontecimientos producían desde hacía seis meses en París tumultos inexplicables, e incluso se repetían con tanta frecuencia que los diarios ya no hablaban de ellos.

-Esto no tiene contorno ni color-continuó el vecino de Federico Tengo la impresión, señor, de que hemos degenerado. En la buena época de Luis XI, y aun en la de Benjamín Constant, había más rebeldía entre los estudiantes. Me parecen pacíficos como carneros, estúpidos como pepinillos e idóneos para horteras. ¡Pascua de Dios! ¡Y a esto se le llama juventud escolar!

Y abrió ampliamente los brazos, como Federico Lemaître en Robert Macaire.

-¡Juventud escolar, yo te bendigo!


Gustave Flaubert, La educación sentimental, www.catedras.fsoc.uba.ar/varela/archivos/Flaubert.pdf
Seleccionado por Clara Fuentes Gómez, Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.

El prínipe feliz, Oscar Wilde



      Muy alto sobre la ciudad, sobre una elevada columna, se erguía la estatua del Príncipe Feliz. Toda recubierta con delgadas hojas de oro fino, tenía por ojos dos brillantes zafiros y un gran rubí resplandecía en el pomo de su espada. Todo el mundo se detenía para admirar la figura de aquel Príncipe. —Es tan hermoso como una veleta —observó uno de los consejeros de la ciudad, que deseaba ganar prestigio como persona de gustos artísticos—, claro que no es tan útil —agregó, temiendo que la gente lo creyera poco práctico, algo que en realidad no era. —¿Por qué no puedes ser tú como el Príncipe Feliz? —le preguntó muy sensatamente una mamá a su pequeño hijo, que lloraba pidiendo la luna—. ¡Al Príncipe Feliz jamás se le ocurriría llorar así por nada! —Me alegro de que por lo menos haya alguien en el mundo que sea feliz —murmuró un desilusionado, contemplando la maravillosa estatua. —Es como un ángel —dijeron los niños del Colegio de Caridad, que salían de la Catedral luciendo sus brillantes capas escarlatas y sus delantales blancos. —¿Cómo pueden ustedes hablar sobre el aspecto de los ángeles —dijo el Maestro de Matemáticas— si jamás han visto uno? —¡Ah, pero sí los hemos visto, en nuestros sueños! —contestaron los niños, y el Maestro de Matemáticas frunció el ceño y asumió un aire muy severo, pues no estaba de acuerdo con que los niños soñaran.

      Cierta noche voló sobre la ciudad una pequeña Golondrina. Hacía ya seis semanas que sus compañeras se habían ido a Egipto, pero ella había decidido quedarse, por estar enamorada del más hermoso de los juncos. El encuentro había tenido lugar al comienzo de la primavera, cuando la Golondrina perseguía a una gran mariposa amarilla volando sobre el río; tan atraída se sintió por su fina cintura, que se detuvo a hablarle. —¿Quieres que me enamore de ti? —le dijo la Golondrina, a la que no le gustaba andar con rodeos, y el Junco le hizo una profunda reverencia. La Golondrina comenzó a volar una y otra vez a su alrededor, rozando el agua con sus alas y formando rizos que eran pequeñas ondas plateadas. Ésta era su forma de cortejar, y este cortejo duró todo el verano. —Es un noviazgo ridículo —gorjeaban las otras golondrinas—; él carece de fortuna, y tiene demasiados parientes —y era verdad, pues el río estaba lleno de juncos. Luego, al llegar el otoño, todas las golondrinas emprendieron vuelo.



Wilde, Oscar, El príncipe feliz, http://www.curriculumenlineamineduc.cl/605/articles-23587_recurso_pdf.pdf
seleccionado por Paola Moreno Díaz, segundo de bachillerato,curso 2015-2016

Ana Karenina, L. Tólstoi


IX
–¡El coche de Oblonsky! –gritó, con voz de bajo profundo, el portero.El carruaje se adelantó hasta la entrada del Círculo y Levin y Esteban Arkadievich subieron a él y se dirigieron a la casa de Ana.

Solamente algunos momentos más –en tanto que el coche salía del zaguán– le duró a Levin la sensación de bienestar que había experimentado en el Círculo. Apenas el carruaje salió a la calle y sintió las sacudidas que daba rodando sobre un pavimento desigual, y oyó los gritos de un cochero de alquiler con el que se cruzaron, y percibió, a la luz tenue de lois faroles la muestra roja de un café y tienda de comestibles,aquella sensación placentera se le desvaneció. 

Reflexionó ahora sobre los hechos de aquel día y se preguntó si hacía bien yendo a la casa de Ana ¿Qué iba a decir de esto Kitty?
pero Esteban Arkadievich no le dejó que se preocupara, y, como si hubiese adivinado sus pensamientos, le dijo:
–No sabes lo que me alegra que vayas a ver a Ana. ¿Sabes? Dolly hacía tiempo que lo deseaba. Lvov estuvo ya en su casa y ahora la visita de vez en cuando. Aunque es mi hermana, puedo decir que es una mujer inteligente,y agradable, muy interesante. Su situación, sin embargo, es muy penosa, sobre todo ahora...
–¿Y por qué lo es sobre todo ahora?
– Porque llevamos unas negociaciones con su marido para tramitar el divorcio. Él está conforme, pero hay complicaciones a causa del hijo. Y el asunto, que debió quedar terminado en poco tiempo, dura ya más d etres meses. En cuanto se termine el divorcio, Ana se casará con Vronsky. ¡Qué tonta es esta antigua costumbre de andar a vueltas con los cánticos! «Regocíjate, Isaías.» Nadie cree ya en el divorcio, Ana vive en Moscú. Aquí todos les conocen a él y a ella.Y no sale a ninguna parte, ni ve a parientes ni amigas, excepto Lvov y Dolly, porque, ¿comprender?, estas cosas estorban la felicidad de la gente. Entonces, casada ya con Vronsky, la posición de Ana será tan regular como la tuya y la mía.

Leon Tólstoi, Ana Karenina, www.ataun.net/BIBLIOTECAGRATUITA/Clásicos%20en%20Español/León%20Tolstoi/Ana%20Karenina.pdf
Seleccionado por Clara Fuentes Gómez, Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.

Poemas Saturnianos, Paul Verlaine

NOCHE DEL WALPURGIS CLÁSICO

Era más bien el sabbat del segundo Fausto,
 Un rítmico sabbat, rítmico, extremadamente
 Rítmico. Imaginaos un jardín de Lenôtre,
Correcto, ridículo y encantador.
Unas rotondas; en el centro, los surtidores; unas avenidas
Muy rectas, silvanos de mármol, dioses marinos
De bronce, aquí y allá, unas Venus expuestas;
Unos tresbolillos, unos arriates;
Castaños, plantíos de flores formando dunas;
Aquí, unos rosales enanos que un docto gusto alinea;
Más allá, unos tejos tallados en triángulos. La luna
De una noche de verano sobre todo esto.
Suena la medianoche y despierta en el fondo del parque áulico
Una aire melancólico, un sordo, lento y dulce aire
De caza, tan dulce, lento, sordo y melancólico
Como el aire de caza de Tannhauser
Cantos velados de lejanos cuernos de caza, donde la ternura
De los sentidos abraza el espanto del alma de los acordes
Armoniosamente disonantes de la embriaguez;
Y ya la llamada de las trompas
se entrelaza de repente a unas formas muy blancas,
diáfanas, y que el claro de luna las hace
opalinas entre la sombra
verde de las ramas:
  -¡Un Watteau soñado por Raffet!-
Se entrelazan entre las sombras verdes de los árboles
Con un gesto de decaído, lleno de profunda desesperación;
Luego, alrededor de los macizos, de los bronces y de los mármoles,
Muy lentamente bailan un corro.
Estos espectros agitados, ¿son pues el pensamiento
Del poeta ebrio o son su lamento, o su remordimiento,
Esos espectros agitados en turba cadencia
O, simplemente, no son más que muertos?
¿Son tus remordimientos, oh desvarío que invita
al horror, son tu lamento o tu pensamiento, todos
esos espectros que un vértigo irresistible agita,
o son sólo muertos que estuvieron locos?
¡No importa van siempre, los febriles fantasmas,
llevando su ronda grande y triste, a trompicones,
como en un rayo de sol los átomos,
y evaporándose al instante.
Húmeda y pálida, el alba silencia una tras otra
Las trompas, de tal modo que no queda absolutamente
Nadaabsolutamentemás que un jardín de Lenôtre,
Correcto, ridículo y encantador

Verlaine, Paul, Poemas satunianos, (pdf),.
Seleccionado por Paola Moreno Díaz, segundo de bachillerato, curso 2015-2016.

Oscar Wilde, La importancia de llamarse Ernesto.


ARCHIBALDO.- Sí. Pero ¿por qué tu tía te llama aquí tío suyo? “Recuerdo de la pequeña Cecilia, con todo su cariño, a su querido tío Juan.” Comprendo que no hay nada que impida a una tía ser pequeña; pero que una tía, sea del tamaño que sea, llame tío a su propio sobrino, es cosa para mí ininteligible. Además, tú no te llamas Juan, sino Ernesto. 
GRESFORD.- No, señor; yo no me llamo Ernesto; me llamo Juan. 
 ARCHIBALDO.- Tú siempre me has dicho que te llamabas Ernesto. Yo te he presentado a todo el mundo como Ernesto. Tú respondes al nombre de Ernesto. Es completamente absurdo que niegues llamarte Ernesto. En tus tarjetas está. (Sacando una de su cartera.) “ERNESTO GRESFORD, Albany, 4”. La conservaré como prueba de que tu nombre es Ernesto, si alguna vez tratas de negármelo, a mí, o a Susana, o a quien sea. (Se guarda la tarjeta en el bolsillo.) 
 GRESFORD. - Bueno, sea; me llamo Ernesto en Londres y Juan en el campo; y esa pitillera me la regalaron en el campo. ¿Estás ya satisfecho? 
 ARCHIBALDO.- Sí; pero eso no explica lo más mínimo que tu pequeña Cecilia, que vive en Tunbridge Wells, te llame querido tío. Créeme: harías mejor en desembucharlo todo de una vez. 
 GRESFORD. - ¡Querido, estás hablando como un sacamuelas, cosa vulgarísima cuando no se es un sacamuelas! Te aseguro que causa mala impresión. 
 ARCHIBALDO. - Como la causan siempre los sacamuelas. Pero, te lo repito: harías bien en confesarme la verdad. Te advierto que hace ya tiempo que abrigaba la sospecha de que eras un consumado bunburysta en secreto; y ahora no me cabe la menor duda. 
 GRESFORD. - ¿Un bunburysta? ¿Qué demonios quieres decir con eso de bunburysta?
 ARCHIBALDO.- Te revelaré el sentido de esa incomparable expresión, en cuanto tengas la bondad de explicarme por qué te llamas Ernesto en Londres y Juan en el campo. 
 GRESFORD. - Bueno; pero dame antes la pitillera. ARCHIBALDO. - Aquí la tienes. (Entregándosela.) Ahora, venga la explicación, y procura que no sea inverosímil. (Se sienta en el sofá.) 
 GRESFORD.- Hijo mío, mi explicación no tiene nada de inverosímil. No puede ser más sencilla. El difunto míster Thomas Morris me adoptó cuando yo era un niño, y me nombró en su testamento tutor de su nieta Cecilia. Ésta, que por motivos de respeto que tú eres incapaz de comprender, me llama tío vive en el campo, con su admirable institutriz miss Prism. 
ARCHIBALDO.- ¿Sí?... ¿Y en qué sitio viven, puede saberse? 
 GRESFORD.- Te advierto que no pienso incita a que nos hagas una visita... Lo que sí puedo decir con toda franqueza es que no viven por Shropshire 
Oscar Wilde, La importancia de llamarse Ernesto, http://www.moreliain.com/secciones/CULTYTRAD/libros/Oscar%20Wilde%20-%20La%20Importancia%20de%20llamarse%20Ernesto.pdf. Seleccionado por Julia Mateos Gutiérrez, segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.

Crimen y castigo, Fedor Dostoyevski

Capítulo IV.
Raskolnikof se fue derecho a la casa del canal donde habitaba Sonia. Era un viejo edificio de tres pisos pintado de verde. No sin 
trabajo, encontró al portero, del cual obtuvo vagas indicaciones sobre el departamento del sastre Kapernaumof. En un rincón del patio 
halló la entrada de una escalera estrecha y sombría. Subió por ella al segundo piso y se internó por la galería que bordeaba la fachada.
Cuando avanzaba entre las sombras, una puerta se abrió de pronto a tres pasos de él. Raskolnikof asió el picaporte maquinalmente.

-¿Quién va? -preguntó una voz de mujer con inquietud.
-Soy yo, que vengo a su casa -dijo Raskolnikof.
Y entró seguidamente en un minúsculo vestíbulo, donde una vela ardía sobre una bandeja llena de abolladuras que descansaba 
sobre una silla desvencijada.
-¡Dios mío! ¿Es usted? -gritó débilmente Sonia, paralizada por el estupor.
-¿Es éste su cuarto?
Y Raskolnikof entró rápidamente en la habitación, haciendo esfuerzos por no mirar a la muchacha.
Un momento después llegó Sonia con la vela en la mano. Depositó la vela sobre la mesa y se detuvo ante él, desconcertada, presa 
de extraordinaria agitación. Aquella visita inesperada le causaba una especie de terror. De pronto, una oleada de sangre le subió al 
pálido rostro y de sus ojos brotaron lágrimas. Experimentaba una confusión extrema y una gran vergüenza en la que había cierta 
dulzura. Raskolnikof se volvió rápidamente y se sentó en una silla ante la mesa. Luego paseó su mirada por la habitación.
Era una gran habitación de techo muy bajo, que comunicaba con la del sastre por una puerta abierta en la pared del lado izquierdo. 

En la del derecho había otra puerta, siempre cerrada con llave, que daba a otro departamento. La habitación parecía un hangar. Tenía 
la forma de un cuadrilátero irregular y un aspecto destartalado. La pared de la parte del canal tenía tres ventanas. Este muro se 

prolongaba oblicuamente y formaba al final un ángulo agudo y tan profundo, que en aquel rincón no era posible distinguir nada a la 
débil luz de la vela. El otro ángulo era exageradamente obtuso.



Fedor Dostoyevski, Crimen  y castigo http://www.dominiopublico.es/libros/D/Fiodor_Dostoyevski/Fi%C3%B3dor%20Dostoyevski%20-%20Crimen%20y%20Castigo.pdf
Seleccionado por Laura Agustín Críspulo, Segundo de bachillerato, curso 2015-2016.







David Copperfield, Charles Dickens


CAPÍTULO XIV
MI TÍA ME SORPRENDE

  En cuanto fuimos novios Dora y yo, escribí a Agnes. Le escribí una carta muy larga, en la que trataba de hacerle comprender lo dichoso que era y lo que valía Dora. Le suplicaba que no considerase aquello como una pasión frívola, que podría ceder su lugar a otra, ni que lo comparase lo más mínimo a las fantasías de niño sobre las que acostumbraba a bromear. Le aseguraba que mi amor era un abismo de una profundidad insondable, y expresaba mi convicción de que nunca se había visto nada semejante. No sé cómo fue; pero mientras escribía a Agnes, en una hermosa tarde, al lado de mi ventana abierta, con el recuerdo, presente en mis pensamientos, de sus ojos serenos y limpios y de su dulce rostro, sentí una extraña dulzura que calmaba el estado febril en que vivía desde hacía algún tiempo y que se mezclaba en mi felicidad misma haciéndome
llorar. Recuerdo que apoyé mi cabeza en la mano cuando estaba la carta a medio escribir y que me puse a soñar pensando que Agnes era naturalmente uno de los elementos necesarios en mi hogar. Me parecía que en el retiro de aquella casa, que su presencia hacía para mí sagrada, seríamos Dora y yo más dichosos que en cualquier otro lado. Me parecía que en el amor, en la alegría y en la pena, la esperanza o la decepción en todas sus emociones, mi corazón se volvía naturalmente hacia ella como hacia su refugio y su mejor amiga.
No le hablé de Steerforth; nada más le dije que había tenido muchas penas en Yarmouth a consecuencia de la pérdida de Emily, y que había sufrido doblemente a causa de las circunstancias que la habían acompañado. Ella con su intuición adivinaría la verdad, y sabía que no me hablaría nunca de ello la primera.
Recibí a vuelta de correo contestación a mi carta. Al leerla me parecía oírla hablar; creía que su dulce voz resonaba en mis oídos. ¿Qué más puedo decir? Durante mis frecuentes ausencias Traddles había
venido a verme dos o tres veces. Había encontrado a Peggotty: ella no había dejado de decirle, como a
todo el que quería oírla, que era mi antigua niñera, y él había tenido la bondad de quedarse un momento
para hablar de mí con ella. Al menos eso me había dicho Peggotty. Pero yo temo que la conversación
no fuera toda de su parte y de una duración desmesurada, pues era muy difícil atajar a la buena mujer(que Dios bendiga) cuando había empezado a hablar de mí. Esto me recuerda no solamente que estaba esperando a Traddles un día que él me había fijado, sino que mistress Crupp había renunciado a todas las
particularidades de su oficio (excepto el salario), mientras Peggotty no dejara de presentarse en mi casa. Mistress Crupp, después de haberse permitido muchas conversaciones sobre la cuenta de Peggotty, en alta voz, en la escalera, con algún espíritu familiar que sin duda se le aparecía (pues, a la vista, estaba completamente sola en aquellos monólogos), decidió dirigirme una carta en la que me desarrollaba sus ideas. Empezaba con una aclaración de aplicación universal, y que se repetía en todos los sucesos de su vida, a saber: que «ella también era madre»; después me decía que había visto días mejores, pero que en todas las épocas de su existencia había tenido una antipatía invencible por los espías, los indiscretos y los chismosos. No citaba nombres; decía que yo podría adivinar a quién se referían aquellos títulos; pero ella había sentido
siempre el más profundo desprecio por los espías, los indiscretos y los chismosos, particularmente
cuando esos defectos se encontraban en una persona que llevaba el luto de viuda (esto subrayado).Si a un caballero le convenía ser víctima de los espías, de los indiscretos y de los chismosos (siempre sin citar nombres), era muy dueño. Tenía derecho a hacer lo que me conviniera; pero ella, mistress Crupp, lo único que pedía era que no la pusieran en contacto con semejantes personas. Por esta causa deseaba ser dispensada de todo servicio en las habitaciones del segundo hasta que las cosas hubieran recobrado su antiguo curso, lo que era muy de desear. Añadía que su cuaderno se encontraría todos lo sábados por la mañana en la mesa del desayuno, y que pedía el pago inmediato con el objeto caritativo de evitar confusiones y dificultades a «todas las partes interesadas».

Charles Dickens, David Copperfield,ww.ataun.net/BIBLIOTECAGRATUITA/Clásicos%20en%20Español/Charles%20Dickens/David%20Copperfield.pdf, texto seleccionado por Daniel Carrasco Carril, segunde de bachillerato, curso 2015-2016.

El hombre que fue jueves, G.K.Chesterton



Capitulo XI

Syme apuró otro vaso de vino y se puso a  estudiar  el  método.  Tenía  una  facilidad  anormal para los acertijos y los juegos de manos, y no tardó mucho en aprender a formular  mensajes elementales con lo que no parecía ser más que un jugueteo ocioso sobre la mesa  o la rodilla. Pero el vino y la compañía siempre le dejaban en un estado de ánimo juguetón y  travieso, y pronto el Profesor tuvo que hacer esfuerzos para dominar  la  energía  que  el  cerebro ardiente de Syme comunicaba al nuevo lenguaje. 

      —Conviene —dijo Syme afectando mucha  seriedad—,  conviene  que  establezcamos  algunos signos para palabras enteras, palabras que se nos puedan ofrecer con frecuencia  finos matices de significación. Por ejemplo, mi palabra favorita es "coetáneo". ¿Cuál es la de  usted? 

      —Déjese usted de burlas —imploró el Profesor—; no se da usted cuenta de lo serio que  es esto. 

      —También  hace falta la palabra "lusch" —continuó Syme con aire sagaz—. Sí,  necesitamos la palabra "lusch" que quiere decir "jugoso, lozano, fácil de arar", y que, como  usted sabe, se aplica al pasto. 

       —¿Pero  se está usted figurando que vamos a hablar de pastos al Dr. Bull? * —gritó el  otro furioso. 


       —Mire usted: hay muchas maneras de abordar la cuestión —dijo Syme, reflexionando—.  Y muchas maneras de introducir una palabra sin que parezca  forzada. Por  ejemplo: "Dr.  Bull,  usted,  como  buen revolucionario, recordará que hubo un tirano que nos aconsejó  comer  pasto.  Y  en  verdad,  muchos  de nosotros, al contemplar los lozanos pastos  primaverales..." 

    —¿Pero  se da usted cuenta de que esto es tragedia y no saínete? —le interrumpió el  otro. 

    —Sí, señor. Y en una tragedia hay que ser cómico. De otro modo ¿qué diablos va uno a  hacer? Me gustaría que este lenguaje convencional ganara un poco  de  amplitud.  ¿No  podríamos extenderlo de los dedos de las manos a los de los pies? Esto implicaría el tener 
que quitarse durante la conversación las botas y los calcetines: lo cual, hecho con disimulo... 

    —¡Syme! —exclamó su amigo con enérgica sencillez—. ¡A la cama! 
 Pero Syme, sentado en la cama, se estuvo ensayando un rato en el  nuevo  código.  Cuando despertó, al siguiente día, todavía el Oriente estaba sumergido en la sombra. Junto  a su cama, como un duende, le esperaba ya su aliado, el de las canosas barbas. 

Syme  se incorporó parpadeando, recobró poco a poco la conciencia de su situación, y  arrojando al fin los cobertores saltó de la cama. Y le pareció, por singular caso, que con la  ropa de la cama había apartado de sí toda la alegre  seguridad, toda la  sociabilidad de la noche anterior, y que se quedaba como en mitad del aire, frío y desamparado, expuesto al  peligro. Con todo, su fe, su lealtad para con el compañero no habían disminuido un punto;  pero era como una confianza entre dos hermanos de patíbulo. 

G.k.Chesterton, El hombre que fue jueves, /://www13.shu.edu/catholic-mission/upload/El-Hombre-Que-Fue-Jueves.pdf
Seleccionado por María Alegre Trujillo ,Segundo de Bachilerato .Curso 2015-2016

La isla del tesoro, Robert Louis Stevenson

 Capitulo 4: El cofre.

  No perdí ya entonces más tiempo en decirle a mi madre todo lo que sabía y que sin duda hubiera debido poner mucho antes en su conocimiento. Inmediatamente nos dimos cuenta de lo difícil y peligroso de nuestra situación. Parte del dinero que aquel hombre pudiera esconder -si es que algo guardaba- nos pertenecía con toda justicia, pero no era probable que los compañeros de nuestro capitán, sobre todo los dos ejemplares que yo había visto, «Perronegro» y el mendigo ciego, estuvieran dispuestos a perder una parte del botín, y para saldar las cuentas del difunto. Tampoco podía yo cumplir el encargo del capitán de cabalgar en busca del doctor Livesey, dejando a mi madre sola y sin protección. Ni siquiera nos parecía posible a ninguno de los dos seguir por más tiempo en la hostería. El chisporroteo de los leños en el fogón, el tic-tac del reloj, todo nos llenaba de espanto. Por todas partes nos parecía oír pasos sigilosos que se acercaban. El cuerpo muerto del capitán seguía tendido en el suelo de la habitación. Yo no paraba de pensar en el siniestro ciego, al que suponía rondando la casa y pronto a aparecer. El miedo me ponía la carne de gallina. Había que tomar una decisión inmediatamente; y se me ocurrió como única salida que nos marchásemos de la hostería para buscar auxilio en el cercano caserío. Y dicho y hecho. Tal como estábamos, sin siquiera cubrirnos, mi madre y yo echamos a correr en la oscuridad, cada vez más densa, de aquel helado atardecer. El caserío sólo distaba unos cientos de yardas y teníamos la ventaja de que, en cuanto traspusiéramos la ensenada, ya no se nos vería; también me tranquilizaba que se hallara en dirección opuesta a aquella por donde había venido el ciego y por la que probablemente se había marchado. Recorrimos el camino en pocos minutos, y eso contando que nos detuvimos alguna vez para escuchar. Pero no se oía ruido alguno desacostumbrado, sólo el suave batir de las olas en la playa y el graznar de los cuervos en el bosque.

Robert Louis Stevenson, La isla del tesoro, http://getafe.es/wp-content/uploads/Stevenson-Robert-Louis-La-Isla-Del-Tesoro.pdf. Seleccionado por Julia Mateos Gutiérrez, segundo de bachilletaro. Curso 2015-2016

Casa de muñecas, Henrik Ibsen

ACTO TERCERO

Escena I
CRISTINA (Sentada cerca de la mesa, hojea distraídamente un libro). De vez en cuando mira con inquietud hacia la puerta y escucha atentamente.
CRISTINA (Mirando su reloj): No viene, y, sin embargo, ha pasado ya la hora. Con tal que... (Vuelve a escuchar). ¡Ah! ¡Es él! (Va al recibidor y abre suavemente la puerta exterior. En voz baja). Entre usted, estoy sola.
 KROGSTAD (En la puerta): He recibido una carta de usted. ¿Qué desea?
 CRISTINA: Tengo necesidad absoluta de hablarle.
 KROGSTAD: ¿Sí? Y la entrevista, ¿ha de ser aquí, precisamente?
CRISTINA: No podía recibirle en mi casa, porque no hay puerta independiente. Venga usted; estaremos solos. Los Helmer están de baile en el segundo piso.
 KROGSTAD (Entrando): ¡Cómo! ¿Los Helmer están de baile esta noche? ¿De veras?
CRISTINA: ¿Que tiene eso de particular?
KROGSTAD: Nada.
 CRISTINA: Krogstad, tenemos que hablar.
 KROGSTAD: ¿Nosotros dos? ¿Qué podremos decimos todavía?
CRISTINA: Muchas cosas.
KROGSTAD: No lo hubiera creído jamás.
CRISTINA: Es que usted no me ha comprendido bien nunca.
KROGSTAD: No había mucho que comprender; esas cosas ocurren diariamente. La mujer sin corazón despide al hombre con quien está en relaciones cuando encuentra otro partido más ventajoso.
 CRISTINA: ¿Me cree usted, pues, falta de corazón enteramente? ¿Supone que no me costó nada el rompimiento?
 KROGSTAD: Sin duda.
 CRISTINA: ¿Ha creído eso realmente, Krogstad?
 KROGSTAD: Si no era así, ¿por qué me escribió usted como lo hizo?
CRISTINA: No podía actuar de otro modo. Decidida a romper, debía arrancar de su corazón todo lo que sintiera por mí.
KROGSTAD (Frotándose las manos): ¡Ah! ¡Eso es!... Y todo por el vil interés.
CRISTINA: No debe usted olvidar que yo tenía entonces que sostener a mi madre y a dos hermanos pequeños. No podíamos esperar a usted, que sólo tenía entonces esperanzas tan remotas...
 KROGSTAD: Aun suponiendo que fuera así, usted no tenía derecho a rechazarme por otro.


Ibsen, Henrik, Casa de muñecas, http://www.colombiaaprende.edu.co/html/mediateca/1607/articles-65462_archivo.pdf,
seleccionado por Paola Moreno Díaz, segundo de bachillerato, curso 2015-2016.


El príncipe feliz, Oscar Wilde


Muy alto sobre la ciudad, sobre una elevada columna, se erguía la estatua del Príncipe Feliz. Toda recubierta con delgadas hojas de oro fino, tenía por ojos dos brillantes zafiros y un gran rubí resplandecía en el pomo de su espada.
Todo el mundo se detenía para admirar la figura de aquel Príncipe.
—Es tan hermoso como una veleta —observó uno de los consejeros de la ciudad, que deseaba ganar prestigio como persona de gustos artísticos—, claro que no es tan útil —agregó, temiendo que la gente lo creyera poco práctico, algo que en realidad no era.
—¿Por qué no puedes ser tú como el Príncipe Feliz? —le preguntó muy sensatamente una mamá a su pequeño hijo, que lloraba pidiendo la luna—. ¡Al Príncipe Feliz jamás se le ocurriría llorar así por nada!
—Me alegro de que por lo menos haya alguien en el mundo que sea feliz —murmuró un desilusionado, contemplando la maravillosa estatua.
—Es como un ángel —dijeron los niños del Colegio de Caridad, que salían de la Catedral luciendo sus brillantes capas escarlatas y sus delantales blancos.
—¿Cómo pueden ustedes hablar sobre el aspecto de los ángeles —dijo el Maestro de Matemáticas— si jamás han visto uno?
—¡Ah, pero sí los hemos visto, en nuestros sueños! —contestaron los niños, y el Maestro de Matemáticas frunció el ceño y asumió un aire muy severo, pues no estaba de acuerdo con que los niños soñaran.


Oscar Wilde, El príncipe feliz, www.curriculumenlineamineduc.cl/605/articles-23587_recurso_pdf.pdf
Seleccionado por Clara Fuentes Gómez, Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.