Muy alto sobre la ciudad, sobre una elevada columna, se erguía la estatua del Príncipe Feliz. Toda recubierta con delgadas hojas de oro fino, tenía por ojos dos brillantes zafiros y un gran rubí resplandecía en el pomo de su espada.
Todo el mundo se detenía para admirar la figura de aquel Príncipe.
—Es tan hermoso como una veleta —observó uno de los consejeros de la ciudad, que deseaba ganar prestigio como persona de gustos artísticos—, claro que no es tan útil —agregó, temiendo que la gente lo creyera poco práctico, algo que en realidad no era.
—¿Por qué no puedes ser tú como el Príncipe Feliz? —le preguntó muy sensatamente una mamá a su pequeño hijo, que lloraba pidiendo la luna—. ¡Al Príncipe Feliz jamás se le ocurriría llorar así por nada!
—Me alegro de que por lo menos haya alguien en el mundo que sea feliz —murmuró un desilusionado, contemplando la maravillosa estatua.
—Es como un ángel —dijeron los niños del Colegio de Caridad, que salían de la Catedral luciendo sus brillantes capas escarlatas y sus delantales blancos.
—¿Cómo pueden ustedes hablar sobre el aspecto de los ángeles —dijo el Maestro de Matemáticas— si jamás han visto uno?
—¡Ah, pero sí los hemos visto, en nuestros sueños! —contestaron los niños, y el Maestro de Matemáticas frunció el ceño y asumió un aire muy severo, pues no estaba de acuerdo con que los niños soñaran.
Oscar Wilde, El príncipe feliz, www.curriculumenlineamineduc.cl/605/articles-23587_recurso_pdf.pdf
Seleccionado por Clara Fuentes Gómez, Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.
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