viernes, 5 de febrero de 2016

David Copperfield, Charles Dickens


CAPÍTULO XIV
MI TÍA ME SORPRENDE

  En cuanto fuimos novios Dora y yo, escribí a Agnes. Le escribí una carta muy larga, en la que trataba de hacerle comprender lo dichoso que era y lo que valía Dora. Le suplicaba que no considerase aquello como una pasión frívola, que podría ceder su lugar a otra, ni que lo comparase lo más mínimo a las fantasías de niño sobre las que acostumbraba a bromear. Le aseguraba que mi amor era un abismo de una profundidad insondable, y expresaba mi convicción de que nunca se había visto nada semejante. No sé cómo fue; pero mientras escribía a Agnes, en una hermosa tarde, al lado de mi ventana abierta, con el recuerdo, presente en mis pensamientos, de sus ojos serenos y limpios y de su dulce rostro, sentí una extraña dulzura que calmaba el estado febril en que vivía desde hacía algún tiempo y que se mezclaba en mi felicidad misma haciéndome
llorar. Recuerdo que apoyé mi cabeza en la mano cuando estaba la carta a medio escribir y que me puse a soñar pensando que Agnes era naturalmente uno de los elementos necesarios en mi hogar. Me parecía que en el retiro de aquella casa, que su presencia hacía para mí sagrada, seríamos Dora y yo más dichosos que en cualquier otro lado. Me parecía que en el amor, en la alegría y en la pena, la esperanza o la decepción en todas sus emociones, mi corazón se volvía naturalmente hacia ella como hacia su refugio y su mejor amiga.
No le hablé de Steerforth; nada más le dije que había tenido muchas penas en Yarmouth a consecuencia de la pérdida de Emily, y que había sufrido doblemente a causa de las circunstancias que la habían acompañado. Ella con su intuición adivinaría la verdad, y sabía que no me hablaría nunca de ello la primera.
Recibí a vuelta de correo contestación a mi carta. Al leerla me parecía oírla hablar; creía que su dulce voz resonaba en mis oídos. ¿Qué más puedo decir? Durante mis frecuentes ausencias Traddles había
venido a verme dos o tres veces. Había encontrado a Peggotty: ella no había dejado de decirle, como a
todo el que quería oírla, que era mi antigua niñera, y él había tenido la bondad de quedarse un momento
para hablar de mí con ella. Al menos eso me había dicho Peggotty. Pero yo temo que la conversación
no fuera toda de su parte y de una duración desmesurada, pues era muy difícil atajar a la buena mujer(que Dios bendiga) cuando había empezado a hablar de mí. Esto me recuerda no solamente que estaba esperando a Traddles un día que él me había fijado, sino que mistress Crupp había renunciado a todas las
particularidades de su oficio (excepto el salario), mientras Peggotty no dejara de presentarse en mi casa. Mistress Crupp, después de haberse permitido muchas conversaciones sobre la cuenta de Peggotty, en alta voz, en la escalera, con algún espíritu familiar que sin duda se le aparecía (pues, a la vista, estaba completamente sola en aquellos monólogos), decidió dirigirme una carta en la que me desarrollaba sus ideas. Empezaba con una aclaración de aplicación universal, y que se repetía en todos los sucesos de su vida, a saber: que «ella también era madre»; después me decía que había visto días mejores, pero que en todas las épocas de su existencia había tenido una antipatía invencible por los espías, los indiscretos y los chismosos. No citaba nombres; decía que yo podría adivinar a quién se referían aquellos títulos; pero ella había sentido
siempre el más profundo desprecio por los espías, los indiscretos y los chismosos, particularmente
cuando esos defectos se encontraban en una persona que llevaba el luto de viuda (esto subrayado).Si a un caballero le convenía ser víctima de los espías, de los indiscretos y de los chismosos (siempre sin citar nombres), era muy dueño. Tenía derecho a hacer lo que me conviniera; pero ella, mistress Crupp, lo único que pedía era que no la pusieran en contacto con semejantes personas. Por esta causa deseaba ser dispensada de todo servicio en las habitaciones del segundo hasta que las cosas hubieran recobrado su antiguo curso, lo que era muy de desear. Añadía que su cuaderno se encontraría todos lo sábados por la mañana en la mesa del desayuno, y que pedía el pago inmediato con el objeto caritativo de evitar confusiones y dificultades a «todas las partes interesadas».

Charles Dickens, David Copperfield,ww.ataun.net/BIBLIOTECAGRATUITA/Clásicos%20en%20Español/Charles%20Dickens/David%20Copperfield.pdf, texto seleccionado por Daniel Carrasco Carril, segunde de bachillerato, curso 2015-2016.

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