lunes, 25 de abril de 2016

La línea de sombra, Conrad Joseph

                                                         La línea de sombra
                                           
                                                                       I
   
      Sólo los jóvenes conocen momentos semejantes. No quiero decir los muy jóvenes, no. Los muy jóvenes, a decir verdad, carecen de momentos. Vivir los días por anticipado, en esa magnífica continuidad de esperanza que ignora toda pausa y toda introspección, es el privilegio de la primera juventud.
      Cierra uno tras de sí la puertecilla de su infancia y penetra en un jardín encantado, cuyas mismas sombras guardan un resplandor de promesas. Cada recodo del sendero ofrece su seducción. Y no porque se trate de un país sin descubrir, pues de sobra sabe uno que toda la humanidad ha seguido ese camino. Es el encanto de una experiencia universal, de la que esperamos obtener una sensación extraordinaria y personal, la revelación de un fragmento de nuestro propio yo.
       Emocionados y expectantes, caminamos reconociendo los límites marcados por nuestros predecesores, y aceptando tal como se presentan la buena suerte y la mala - estando a las duras y a las maduras, como reza el dicho-, el pintoresco destino común que tantas posibilidades guardan para quien las merece o tiene la fortuna de su parte. Sí; uno camina y el tiempo también camina,  hasta que uno advierte ante sí una línea de sombra, señal de que también habrá que dejar atrás la región de la temprana juventud.
        Es el período de la vida en el que suelen producirse esos momentos de que hablaba. ¿Cuáles? ¡Cuáles van a ser! Son momentos de hastío, de cansancio, de descontento; momentos de inconsciencia. Es decir, esos momentos en que los todavía jóvenes tienden a comer actos irresponsables, como un matrimonio repentino o el abandono injustificado de un empleo.
         Esta no es una historia conyugal. No, no fue tan terrible como eso. Mi acto, por atolondrado que fuese, tuvo más bien en el carácter de un divorcio, casi de una deserción. Sin motivo alguno que pudiera justificarme, arrojé mi empleo por  la borda, abandoné el barco en que servía, barco del que lo peor que podía decirse es que era de vapor y quizá, por lo tanto, sin derecho a esa fidelidad ciega que... Pero de nada sirve disculpar un acto que incluso en aquel momento me pareció un simple capricho.
          Sucedió en un puerto de Oriente. Era un barco oriental, puesto que estaba inscrito en aquel puerto. Traficaba entre islas sombrías, por un mar azul sembrado de arrecifes, con el rojo pabellón ondeando a popa y, en palo mayor, la enseña de nuestra compañía naviera, roja también, pero con un ribete verde y una media luna blanca.

       Conrad Joseph, La línea de sombra, Madrid, Anaya, 1989, 219
       Seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez, primero de bachillerato, 2016/2017.



Las flores del mal, Charles Baudelaire

LVIII

CANCIÓN DE SIESTA

     Aunque tus cejas malignas
te den un aspecto raro
que no es propio de un ángel,
bruja de ojos tentadores,

     frívola mía, te adoro,
oh mi terrible pasión,
con la devoción que siente
un sacerdote por su ídolo.

     Los desiertos y los bosques
aroman tus trenzas ásperas,
y hay en tu rostro expresiones
del enigma y del secreto.

     Ronda el perfume tu carne
como en torno a un incensario,
y hechizas como el crepúsculo,
ninfa tenebrosa y cálida.

     ¡Ah, los filtros más intensos
no son como tu pereza,
y dominas la caricia
que resucita a los muertos.

     Hay amor en tus caderas
por tu espalda y por tus pechos,
y cautivas los cojines
con tus lánguidas posturas.

     A veces para calmar
tu misterioso furor,
prodigas, siempre muy seria,
la mordedura y el beso;

     me desgarras, oh morena,
con una risa burlona,
y ojos suaves como lunas
posas sobre el corazón.

     Bajo el zapato de raso,
bajo tus pies hechos seda,
pongo toda mi alegría,
lo que es mi genio y destino,

     el alma mía curada
por ti, oh luz y color.
¡Oh caluroso estallido
en mi Siberia negrísima!


     Charles Baudelaire, Las flores del malBarcelona, Editorial Planeta, Clásicos Universales Planeta, 1987, pág. 83-84.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez ,Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

Casa de muñecas, Henrik Ibsen

HELMER.-Eres una criatura singular. Lo mismito que tu padre. Te ingenias a maravilla para proporcionarte dinero; pero, apenas lo consigues, se te escurre entre los dedos y no averiguas jamás en qué lo has invertido. En fin, hay que tomarte conforme eres. Lo llevas en la sangre. Sí, Nora, esos rasgos son hereditarios, indudablemente.
NORA.-¡Bien quisiera yo haber heredado algunas cualidades de papá!
HELMER.-Y yo te quiero tal cual eres, alondra mía adorada. Pero escucha: hoy tienes un aire distinto, un aire desconcertante...
NORA.-¿Yo?
HELMER.-Sí, tú. Mírame con fijeza a los ojos (NORA  le mira.) ¿No habrá hecho la golosilla alguna escapatoria en la ciudad?
NORA.-No. ¿Por qué me lo preguntas?
HELMER.-¿De veras no habrá metido la golosilla su nariz en la confitería?
NORA.-No, Torvaldo; te lo aseguro.
HELMER.-¿Ni siquiera habrá husmeado algún dulce?
NORA.-Ni por asomo.
HELMER.-¿Ni ronchado una o dos almendras?
NORA.-Y tanto que no; te lo confirmo.
HELMER.-Bueno, bueno; estaba de broma.
NORA (Acercándose a la mesita de la derecha).-No me asaltaría la menor intención de hacer algo que te disgustara. Puedes estar bien seguro de ello.
HELMER.-De sobra me consta. ¿No me has dado tu palabra? (Se acerca a NORA.) ¡Ea!, reśervate para ti tus secretitos de Navidad, que ya los descubriremos esta noche cuando se encienda el árbol.
NORA.-¿Te has acordado de invitar al doctor Rank a cenar?
HELMER.-No, ni es necesario, puesto que está al corriente. Por lo demás, le invitaré dentro de un rato, cuando venga. He encargado un buen vino. No puedes imaginarte, Nora, con qué ilusión aguardo a que llegue la noche.
NORA.-Yo también. ¡Y cuánta alegría van a sentir los niños, Torvaldo!
HELMER.- Reconforta pensar que ha logrado una gozar de una situación estable, garantizada, para vivir con holgura. ¡Cómo tranquiliza pensarlo!
NORA.-Por supuesto, es maravilloso, igual que un sueño.
HELMER.-¿Recuerdas la Navidad pasada? Desde tres semanas antes te encerrabas hasta la medianoche larga, a fin de confeccionar flores para el árbol de Navidad y darnos numerosas sorpresas. ¡Uf!, ha sido la época más aburrida desde que tengo memoria.
NORA.-Pues yo no me aburría en modo alguno.
HELMER.-Y bastante deplorable fue el resultado, Nora.

Henrik Ibsen, Casa de muñecas, Madrid, Unidad Editorial, Colección Millenium, 1999, pág. 16-17.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez ,Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.