lunes, 11 de noviembre de 2013

Aventuras de Robinsón Crusoe, Defoe_Daniel

       Comencé a observar el movimiento regular de cada estación lluviosa o seca, y aprendí a preverlas y a tomar las precauciones necesarias; pero ese estudio me costó caro,y lo que voy a referir es una de las experiencias que me desanimó más. He dicho ya que había conservado un poco de cebada y arroz que había crecido de un modo casi milagroso; poco más o menos, tendría unas treinta espigas de arroz y unas veinte de cebada. Creí que pasada la estación de las lluvias sería el momento propicio para sembrar, entrando el Sol en el solsticio de verano y alejándose de mí.
       Cavé,pues, del mejor modo que pude y supe con mi azadón de madera un tozo de tierra, en la cual hice dos divisiones, y empecé a sembrar el grano. Afortunadamente, en medio de la operación se me ocurrió que sería conveniente no sembrarlo todo en primera vez, pues ignoraba cuál fuera estación más propia para la siembra; no aventuré, pues, más que las dos terceras partes de mi grano, reservando poco más de un puñado de cada especie.
       Fue una sabía precaución. De todo lo que había sembrado no germinó ni un solo grano, porque los meses siguientes formaban parte de la estación seca, y se hallaba la tierra privada de agua, y faltó la humedad necesaria para germinar la semilla. Nada, pues, germinó entonces ; pero cuando vino la estación lluviosa, vi crecer aquellos granos como si acabase de sembrarlos.
      Viendo que mi primera siembra había tenido mal éxito, y comprendiendo que la sequía era la única causa,busqué un terreno húmedo para hacer un segundo ensayo. Cavé una pieza de de tierra cerca de mi tienda, y sembré el resto del grano en el mes de febrero, un poco antes del equinoccio de primavera. Esta siembra, humedecida con las aguas de marzo y abril, salió perfectamente, y dio muy buena cosecha ; pero como había empleado no más que una parte de la semilla que tenía en reserva, no queriendo aventurarla toda, recogí no más que una pequeña cosecha, cerca de un celemín mitad de arroz y mitad de cebada. Por lo demás, aquella prueba me había hecho muy experto en la materia : yo sabía ya cuando era necesario sembrar, y había descubierto que podía hacer en el año dos siembras y dos recolecciones.





 Daniel Defoe, Aventuras de Robinsón Crusoe. Cápitulo VII. Espasa-Calpe, Madrid, 1981, páginas 98-99. Seleccionado por Laura Tovar García, segundo de bachillerato,curso 2013-2014.

Almas muertas, Nikolai Gogol

       Durante este tiempo Chíchikov tuvo el placer de experimentar los agradables minutos que todos los viajeros conocen, cuando la maleta está hecha y el suelo queda lleno de cuerdas, papeles y basura, cuando uno no pertenece ni al camino ni al lugar en que se encuentra, cuando ve por la ventana a las gentes que pasan hablando de sus pequeños asuntos, levantan la vista con una estúpida curiosidad, lo miran y siguen adelante, circunstancia ésta que aumenta el mal humor del pobre viajero que no viaja.
       A uno le repugna todo lo que ve: la tienda de la otra acera, la cabeza de la vieja de la casa de enfrente, que se acerca a la ventana de menguadas cortinillas, pero no se aparta. Sigue mirando, ya sin darse cuenta de lo que ve, ya con una atención embotada, mira lo que se mueve y aplasta furioso una mosca que zumba y da golpes contra el cristal.
       Pero todo tiene su fin, y así llegó el momento deseado. Todo estaba dispuesto: la delantera del coche había sido arreglada, la rueda reforzada con una llanta nueva y los caballos abrevados; los bandidos de los herreros se marcharon, contando el dinero recibido y deseándole un buen viaje. El coche fue enganchado, colocaron en él dos hogazas recién salidas del horno que acababan de comprar, Selifán guardó algo en la bolsa del pescante y, por último, nuestro héroe subió al coche despedido por el mozo de la fonda, vestido con su eterna levita de bocací, por los demás criados de la fonda y los sirvientes y cocheros de otros señores, gente que siempre aprovechaba la ocasión para asistir al espectáculo de la salida de un vehículo, y el coche aquel, del tipo como el que suelen emplear los solterones, que tanto tiempo se había detenido en la ciudad, y que acaso haya cansado al lector, salió del portal de la fonda. <<¡Gracias a Dios!>>, pensó Chíchikov, persignándose.


       Gógol, Almas muertas, ed. RBA, col. Historia de la Literatura, Barcelona, 1994, pag 196. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.

El grillo del hogar, Dickens_Charles

       El reloj holandés del rincón daba las diez cuando el recado tomaba asiento junto a la chimeneas de su casa. Estaba tan turbado y tan lleno de aflicción y de congoja que pareció asustar al cuco, el cual, abreviando sus diez melodiosos avisos todo lo posible, volvió precipitadamente al interior de su palacio moruno y cerró de golpe tras él su puertecilla, como si el inusitado espectáculo fuera algo demasiado fuerte para sus sentimientos.
       Si el segadorcito hubiera estado armado con la más afilada de las guadañas y hubiera llegado en cada envite al corazón del recadero, jamás se lo habría partido y herido como Dot lo había hecho.
       Porque era un corazón tan lleno de amor por ella, tan ligado y unido a ella por innumerables hilos de recuerdos cautivadores, forjado en la demostración cotidiana de sus muchas cualidades de mujer hacendosa; un corazón en el que ella había entronizado tan dócil, tan puro y tan sincero en su Verdad, tan firme en el bien, tan flojo para el mal, que al principio no fue capaz de abrigar sentimientos pasionales ni de venganza, y sólo había sitio en él para albergar la quebrantada imagen de su ídolo.
       Pero luego, lenta, muy lentamente, sentado el recadero al borde de su hogar, ahora frío y oscuro, con sus cavilaciones empezaron a surgir en su alma otros pensamientos más violentos, como un viento enfurecido que se levanta en la noche. El forastero estaba allí mismo, bajo su propio techo ultajado. Tres pasos le llevarían  ante la puerta de su cuarto. De un solo golpe la echarían abajo."Podríais perpetrar un asesinato antes de daros cuenta", había dicho Tackleton.¿Cómo iba a ser un asesinato, si le daba al canalla la oportunidad de enzarzarse con él a brazo partido, y si de los dos, era el otro más joven?
       Era una idea inoportuna, mala para el humor tétrico que lo dominaba. Una idea inesperada por la cólera, acicate para un acto de venganza que transformaría la casa, tan alegre hasta entonces, en un lugar maldito que evitarían de noche los viandantes solitarios, por miedo a las apariciones, y donde los más medrosos verían sombras peleando en las ruinosas ventanas cuando palideciera la luna, y oirían ruidos estremecedores en medio de la tempestad.
       ¡El otro era el más joven! Sí, claro; algún galán que había conquistado el corazón que él, en cambio, jamás había conmovido. Algún galán que la había enamorado en su juventud, objeto de sus pensamientos y de sus sueños y por el que había venido suspirando y suspirando, mientras él imaginaba tan feliz a su lado. ¡Qué tortura pensarlo!



Charles Dickens, El grillo del hogar. Tercer canto del grillo, Acento Editorial, Madrid, 1998, páginas 101-103. Seleccionado por: Paloma Montero Jiménez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.