Durante este tiempo Chíchikov tuvo el placer de experimentar los agradables minutos que todos los viajeros conocen, cuando la maleta está hecha y el suelo queda lleno de cuerdas, papeles y basura, cuando uno no pertenece ni al camino ni al lugar en que se encuentra, cuando ve por la ventana a las gentes que pasan hablando de sus pequeños asuntos, levantan la vista con una estúpida curiosidad, lo miran y siguen adelante, circunstancia ésta que aumenta el mal humor del pobre viajero que no viaja.
A uno le repugna todo lo que ve: la tienda de la otra acera, la cabeza de la vieja de la casa de enfrente, que se acerca a la ventana de menguadas cortinillas, pero no se aparta. Sigue mirando, ya sin darse cuenta de lo que ve, ya con una atención embotada, mira lo que se mueve y aplasta furioso una mosca que zumba y da golpes contra el cristal.
Pero todo tiene su fin, y así llegó el momento deseado. Todo estaba dispuesto: la delantera del coche había sido arreglada, la rueda reforzada con una llanta nueva y los caballos abrevados; los bandidos de los herreros se marcharon, contando el dinero recibido y deseándole un buen viaje. El coche fue enganchado, colocaron en él dos hogazas recién salidas del horno que acababan de comprar, Selifán guardó algo en la bolsa del pescante y, por último, nuestro héroe subió al coche despedido por el mozo de la fonda, vestido con su eterna levita de bocací, por los demás criados de la fonda y los sirvientes y cocheros de otros señores, gente que siempre aprovechaba la ocasión para asistir al espectáculo de la salida de un vehículo, y el coche aquel, del tipo como el que suelen emplear los solterones, que tanto tiempo se había detenido en la ciudad, y que acaso haya cansado al lector, salió del portal de la fonda. <<¡Gracias a Dios!>>, pensó Chíchikov, persignándose.
Gógol, Almas muertas, ed. RBA, col. Historia de la Literatura, Barcelona, 1994, pag 196. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.
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