viernes, 16 de abril de 2010

Berenice, Edgar Allan Poe

Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con este aposento y con sus volúmenes, de los cuales no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el punto. Yo estoy convencido, pero no trato de convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de formas aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales, aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, y como una sombra también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón.

En ese aposento nací. Al despertar de improviso de la larga noche de eso que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y la erudición monásticos, no es raro que mirara a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi infancia entre libros y disipara mi juventud en ensoñaciones; pero sí es raro que transcurrieran los años y el cenit de la virilidad me encontrara aún en la mansión de mis padres; sí, es asombrosa la paralización que subyugó las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión total que se produjo en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades terrenales me afectaban como visiones, y sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y entera existencia.

Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la heredad paterna. Pero crecimos de distinta manera: yo, enfermizo, envuelto en melancolía; ella, ágil, graciosa, desbordante de fuerzas; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando despreocupadamente por la vida, sin pensar en las sombras del camino o en la huida silenciosa de las horas de alas negras. ¡Berenice! Invoco su nombre... ¡Berenice! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora su imagen ante mí, como en los primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo, fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no debe ser relatada. La enfermedad -una enfermedad fatal- cayó sobre ella como el simún, y mientras yo la observaba, el espíritu de la transformación la arrasó, penetrando en su mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera más sutil y terrible llegó a perturbar su identidad. ¡Ay! El destructor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocía o, por lo menos, ya no la reconocía como Berenice.

Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por la primera y fatal, que ocasionó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, debe mencionarse como la más afligente y obstinada una especie de epilepsia que terminaba no rara vez en catalepsia, estado muy semejante a la disolución efectiva y de la cual su manera de recobrarse era, en muchos casos, brusca y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad -pues me han dicho que no debo darle otro nombre-, mi propia enfermedad, digo, crecía rápidamente, asumiendo, por último, un carácter monomaniaco de una especie nueva y extraordinaria, que ganaba cada vez más vigor y, al fin, obtuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así debo llamarla, consistía en una irritabilidad morbosa de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no se me entienda; pero temo, en verdad, que no haya manera posible de proporcionar a la inteligencia del lector corriente una idea adecuada de esa nerviosa intensidad del interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no emplear términos técnicos) actuaban y se sumían en la contemplación de los objetos del universo, aun de los más comunes.

Edgar Allan Poe, Berenice, http://www.blogger.com/img/blank.gifCuentos, http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/poe/berenice.htm. Seleccionado por Cristina Martín, segundo de Bachillerato.

Las aventuras de Tom Sawyer, Mark Twain.

Capítulo XXV.

Llega un momento en la vida de todo muchacho rectamente constituido en que siente un devorador deseo de ir a cualquier parte y excael aire de serenavar en busca de tesoros. Un día, repentinamente, le entró a Tom ese deseo. Se echó a la calle para buscar a Joe Harper, pero fracasó en su empeño. Después trató de encontrar a Ben Rogers: se había ido de pesca. Entonces se topó con Huck Finn, el de las Manos Rojas. Huck serviría para el caso. Tom se lo llevó a un lugar apartado y le explicó el asunto confidencialmente. Huck estaba presto. Huck estaba siempre presto para echar una mano en cualquier empresa que ofreciese entretenimiento sin exigir capital, pues tenía una abrumadora superabundancia de esa clase de tiempo que no es oro.

-¿En dónde hemos de cavar?

-¡Bah!, en cualquier parte.tt

-¿Qué?, los hay por todos lados.

-No, no los hay Están escondidos en los sitios más raros...; unas veces, en islas; otras, en cofres carcomidos, debajo de la punta de una rama de un árbol muy viejo, justo donde su sombra cae a media noche; pero la mayor parte, en el suelo de casas encantadas.

-¿Y quién los esconde?

-Pues los bandidos, por supuesto. ¿Qniénes creías que iban a ser? ¿Superintendentes de escuelas dominicales?

-No sé. Si fuera mío el dinero no lo escondería. Me lo gastaría para pasarlo en grande.

-Lo mismo haría yo; pero a los ladrones no les da por ahí: siempre lo esconden y allí lo dejan.

-¿Y no vuelven más a buscarlo?

-No; creen que van a volver, pero casi siempre se les olvidan las señales, o se mueren. De todos modos, allí se queda mucho tiempo, y se pone roñoso; y después alguno se encuentra un papel amarillento donde dice cómo se han de encontrar las señales..., un papel que hay que estar descifrando casi una semana porque casi todo son signos y jeroglíficos.

-Jero... qué?

Jeroglíficos...: dibujos y cosas, ¿sabes?, que parece que no quieren decir nada.

-¿Tienes tú algún papel de esos, Tom?

-No.

-Pues entonces ¿cómo vas a encontrar las señales?

-No necesito señales. Siempre lo entierran debajo del piso de casas con duendes, o en una isla, o debajo de un árbol seco que tenga una rama que sobresalga. Bueno, pues ya hemos rebuscado un poco por la Isla de Jackson, y podemos hacer la prueba otra vez; y ahí tenemos aquella casa vieja encantada junto al arroyo de la destilería, y la mar de árboles con ramas secas..., ¡carretadas de ellos!

-¿Y está debajo de todos?

-¡Qué cosas dices! No.

-Pues entonces, ¿cómo saber a cuál te has de tirar?

-Pues a todos ellos.

-¡Pero eso lleva todo el verano!

-Bueno, ¿y qué más da? Supónte que te encuentras un caldero de cobre con cien dólares dentro, todos enmohecidos, o un arca podrida llena de diamantes. ¿Y entonces?

A Huck le relampaguearon los ojos.

-Eso es cosa rica, ¡de primera! Que me den los cien dólares y no necesito diamantes.

-Muy bien. Pero ten por cierto que yo no voy a tirar los diamantes. Los hay que valen hasta veinte dólares cada uno. Casi no hay ninguno, escasamente, que no valga cerca de un dólar.

-¡No! ¿Es de veras?

-Ya lo creo: cualquiera te lo puede decir. ¿Nunca has visto ninguno, Huck?

-No, que yo me acuerde.

-Los reyes los tienen a espuertas.

-No conozco a ningún rey, Tom.

-Me figuro que no. Pero si tú fueras a Europa verías manadas de ellos brincando por todas partes.

-¿De veras brincan?

-¿Brincar?... ¡Eres un mastuerzo! ¡No!

-¿Y entonces por qué lo dices?

-¡Narices! Quiero decir que los verías... sin brincar, por supuesto: ¿para qué necesitaban brincar? Lo que quiero que comprendas es que los verías esparcidos por todas partes, ¿sabes?, así como si no fuera cosa especial. Como aquel Ricardo el de la joroba.

-Ricardo... ¿Cómo se llamaba de apellido?

-No tenía más nombre que ése. Los reyes no tienen más que el nombre de pila.

-¿No?

-No lo tienen.

-Pues, mira si eso les gusta, Tom, bien está; pero yo no quiero ser un rey y tener nada más el nombre de pila, como si fuera un negro. Pero dime, ¿dónde vamos a cavar primero?

-Pues no lo sé. Supónte que nos enredamos primero en aquel árbol viejo que hay en la cuesta al otro lado del arroyo de la destilería.

-Conforme.

Así, pues, se agenciaron un pico inválido y una pala, y emprendieron su primera caminata de tres millas. Llegaron sofocados y jadeantes, y se tumbaron a la sombra de un olmo vecino, para descansar y fumarse una pipa.

-Esto me gusta -dijo Tom.

Y a mí también.

-Dime, Huck, si encontramos un tesoro aquí, ¿qué vas a hacer con lo que te toque?

-Pues comer pasteles todos los días y beberme un vaso de gaseosa, y además ir a todos los circos que pasen por aquí.

-Bien; ¿y no vas a ahorrar algo?

-¿Ahorrar? ¿Para qué?

-Para tener algo de qué vivir con el tiempo.

-¡Bah!, eso no sirve de nada. Papá volvería al pueblo el mejor día y le echaría las uñas, si yo no andaba listo. Y ya verías lo que tardaba en liquidarlo. ¿Qué vas a hacer tú con lo tuyo, Tom?

-Me voy a comprar otro tambor, y una espada de verdad, y una corbata colorada, y me voy a casar.

-¡Casarte!

-Eso es.

-Tom, tú..., tú has perdido la chaveta.

-Espera y verás.

-Pues es la cosa más tonta que puedes hacer, Tom. Mira a papá y a mi madre. ¿Pegarse?... ¡Nunca hacían otra cosa! Me acuerdo muy bien.

-Eso no quiere decir nada. La novia con quien voy a casarme no es de las que se pegan.

-A mí me parece que todas son iguales, Tom. Todas le tratan a uno a patadas. Más vale que lo pienses antes. Es lo mejor que puedes hacer. ¿Y cómo se llama la chica?

-No es una chica..., es una niña.

-Es lo mismo, se me figura. Unos dicen chica, otros dicen niña... y todos puede que tengan razón. Pero ¿cómo se llama?

-Ya te lo diré más adelante; ahora no.

-Bueno, pues déjalo. Lo único que hay es que si te casas me voy a quedar más solo que nunca.

-No, no te quedarás; te vendrás a vivir conmigo. Ahora, a levantarnos y vamos a cavar.

Trabajaron y sudaron durante media hora. Ningún resultado. Siguieron trabajando media hora más. Sin resultado todavía. Huck dijo:

-¿Lo entierran siempre así de hondo?

-A veces, pero no siempre. Generalmente, no. Me parece que no hemos acertado con el sitio.

Escogieron otro y empezaron de nuevo. Trabajaban con menos brío, pero la obra progresaba. Cavaron largo rato en silencio. Al fin Huck se apoyó en la pala, se enjugó el sudor de la frente con la manga y dijo:

-¿Dónde vas a cavar primero después de que hayamos sacado éste?

-Puede que la emprendamos con el árbol que está allá en el monte de Cardiff, detrás de la casa de la viuda.

-Me parece que ése debe de ser de los buenos. Pero ¿no nos lo quitará la viuda, Tom? Está en su terreno.

-¡Quitárnoslo ella! Puede ser que quiera hacer la prueba. Quien encuentra uno de esos tesoros escondidos, él es el dueño. No importa de quién sea el terreno.

Aquello era tranquilizador. Prosiguieron el trabajo. Pasado un rato dijo Huck:

-¡Maldita sea! Debemos de estar otra vez en mal sitio. ¿Qué te parece?

-Es de lo más raro, Huck. No lo entiendo. Algunas veces andan en ello brujas. Puede que en eso consista.

-¡Quiá! Las brujas no tienen poder cuando es de día.

-Sí, es verdad. No había pensado en ello. ¡Ah, ya sé en qué está la cosa! ¡Qué idiotas somos! Hay que saber dónde cae la sombra de la rama a media noche ¡y allí es donde hay que cavar!

-¡Maldita sea! Hemos desperdiciado todo este trabajo para nada. Pues ahora no tenemos más remedio que venir de noche, y esto está la mar de lejos. ¿Puedes salir?

-Saldré. Tenemos que hacerlo esta noche, porque si alguien ve estos hoyos en seguida sabrá lo que hay aquí y se echará sobre ello.

-Bueno; yo iré por donde tu casa y maullaré.

-Convenido, vamos a esconder la herramienta entre las matas.

Los chicos estaban allí a la hora convenida. Se sentaron a esperar, en la oscuridad. Era un paraje solitario y una hora que la tradición había hecho solemne. Los espíritus cuchicheaban en las inquietas hojas, los fantasmas acechaban en los rincones lóbregos, el ronco aullido de un can se oía a lo lejos y una lechuza le contestaba con un graznido sepulcral. Los dos estaban intimidados por aquella solemnidad y hablaban poco. Cuando juzgaron que serían las doce, señalaron dónde caía la sombra trazada por la luna y empezaron a cavar. Las esperanzas crecían. Su interés era cada vez más intenso, y su laboriosidad no le iba a la zaga. El hoyo se hacía más y más profundo; pero cada vez que les daba el corazón un vuelco al sentir que el pico tropezaba en algo, sólo era para sufrir un nuevo desengaño: no era sino una piedra o una raíz.

-Es inútil -dijo Tom al fin-, Huck, nos hemos equivocado otra vez.

-Pues no podemos equivocarnos. Señalemos la sombra justo donde estaba.

-Ya lo sé, pero hay otra cosa.

-¿Cuál?

-Que no hicimos más que figurarnos la hora. Puede ser que fuera demasiado temprano o demasiado tarde.

Huck dejó caer la pala.

-¡Eso es! -dijo-. Ahí está el inconveniente. Tenemos que desistir de éste. Nunca podremos saber la hora justa y, además, es cosa de mucho miedo a esta hora de la noche, con brujas y aparecidos rondando por ahí, de esa manera. Todo el tiempo me está pareciendo que tengo alguien detrás de mí, y no me atrevo a volver la cabeza porque puede ser que haya otro delante, aguardando la ocasión. Tengo la carne de gallina desde que estoy aquí.

-También a mí me pasa lo mismo, Huck. Casi siempre meten dentro un difunto cuando entierran un tesoro debajo de un árbol, para que esté allí guardándolo.

-¡Cristo!

-Sí que lo hacen. Siempre lo oí decir.

Tom, a mí no me gusta andar haciendo tonterías donde hay gente muerta. Aunque uno no quiera, se mete en enredos con ellos; tenlo por seguro.

-A mí tampoco me gusta hurgarlos. Figúrate que hubiera aquí uno y sacase la calavera y nos dijera algo.

-¡Cállate, Tom! Es terrible.

-Sí que lo es. Yo no estoy nada tranquilo.

-Oye, Tom, vamos a dejar esto y a probar en cualquier otro sitio.

-Mejor será.

-¿En cuál?

-En la casa encantada.

-¡Que la ahorquen! No me gustan las casas con duendes. Son cien veces peores que los difuntos. Los muertos puede ser que hablen, pero no se aparecen por detrás con un sudario cuando está uno descuidado, y de pronto sacan la cabeza por encima del hombro de uno y rechinan los dientes como los fantasmas saben hacerlo. Yo no puedo aguantar eso, Tom; ni nadie podría.

-Sí, pero los fantasmas no andan por ahí más que de noche; no nos han de impedir que cavemos allí por el día.

-Está bien. Pero tú sabes de sobra que la gente no se acerca a la casa encantada ni de noche ni de día.

-Eso es, más que nada, porque no les gusta ir donde han matado a uno. Pero nunca se ha visto nada de noche por fuera de aquella casa: sólo alguna luz azul que sale por la ventana; no fantasmas de los corrientes.

-Bueno, pues si tú ves una de esas luces azules que anda de aquí para allá, puedes apostar a que hay un fantasma justamente detrás de ella. Eso la razón misma lo dice. Porque tú sabes que nadie más que los fantasmas las usan.

-Claro que sí. Pero, de todos modos, no se menean de día y ¿para qué vamos a tener miedo?

-Pues la emprenderemos con la casa encantada si tú lo dices; pero me parece que corremos peligro.

Para entonces ya habían comenzado a bajar la cuesta. Allá abajo, en medio del valle, iluminado por la luna, estaba la casa encantada, completamente aisiada, desaparecidas las cercas de mucho tiempo atrás, con las puertas casi obstruidas por la bravía vegetación, la chimenea en ruinas, hundida una punta del tejado. Los muchachos se quedaron mirándola, casi con el temor de ver pasar una luz azulada por detrás de la ventana. Después, hablando en voz queda, como convenía a la hora y aquellos lugares, echaron a andar, torciendo hacia la derecha para dejar la casa a respetuosa distancia, y se dirigieron al pueblo, cortando a través de los bosques que embellecían el otro lado del monte Cardiff.

       Mark Twain, Las aventuras de Tom Sawyer, "capítulo XXV",                      http://es.wikisource.org/wiki/Las_aventuras_de_Tom_Sawyer:_Cap%C3%ADtulo_XXV.
      Seleccionado por Beatriz Curiel Lumbreras, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.

Por quién doblan las campanas, Ernest Hemingway.

     »¿Y si esperases y los detuvieras un momento o consiguieras acertar al oficial? Eso sería cosa distinta. Una cosa bien hecha puede...»
Y permaneció tendido, inmóvil, intentando retener algo que sentía deslizarse dentro de él como cuando se siente que la nieve se desliza en la montaña, y se dijo: «Ahora, calma, calma. Déjame aguantar hasta que lleguen.»
     Robert Jordan tuvo suerte, porque los vio entonces, cuando la caballería salía del monte bajo y cruzaba la carretera. Los vio subir por la cuesta. Vio al soldado que se paraba junto al caballo gris y llamaba a gritos al oficial, que se acercó al lugar. Juntos, examinaron al animal. Desde luego, lo reconocieron. Tanto él como el jinete faltaban desde el día anterior.
     Robert Jordan los divisó en la cuesta, cerca de él, y más abajo del camino vio la carretera y el puente y la larga hilera de vehículos. Estaba enteramente lúcido y se fijó bien en todas las cosas. Luego alzó sus ojos al cielo. Había grandes nubarrones blancos. Tocó con la palma las agujas de los pinos, sobre las cuales estaba tumbado, y la corteza del pino contra el cual se recostaba.
Después se acomodó lo más cómodamente que pudo, con los codos hundidos entre las agujas de pino y el cañón de la ametralladora apoyado en el tronco del árbol.
     Cuando el oficial se acercó al trote, siguiendo las huellas dejadas por los caballos de la banda, pasaría a menos de veinte metros del lugar en que Robert se encontraba. A esa distancia no había problema. El oficial era el teniente Berrendo. Había llegado de La Granja, cumpliendo órdenes de acercarse al desfiladero, después de haber recibido el aviso del ataque al puesto de abajo. Habían galopado a marchas forzadas, y luego tuvieron que volver sobre sus pasos al llegar al puente volado, para atravesar el desfiladero por un punto más arriba y descender a través de los bosques. Los caballos estaban sudorosos y reventados, y había que obligarlos a trotar.
     El teniente Berrendo subía siguiendo las huellas de los caballos, y en su rostro había una expresión seria y grave. Su ametralladora reposaba sobre la montura, apoyada en el brazo izquierdo. Robert Jordan estaba de bruces detrás de un árbol, esforzándose porque sus manos no le temblaran. Esperó a que el oficial llegara al lugar alumbrado por el sol, en que los primeros pinos del bosque llegaban a la ladera cubierta de hierba. Podía sentir los latidos de su corazón golpeando contra el suelo, cubierto de agujas de pino.

Eenest Hemingway, Por quién doblan las campanas, http://www.google.es/#hl=es&q=por+quien+doblan+las+campanas+hemingway&start=10&sa=N&fp=1a66fe0fdfc50899
Seleccionado por Beatriz Curiel Lumbreras, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.

En los ojos de un tiburón inmenso

En los ojos de un tiburón inmenso
Dios
Asaeta la procesión de olas
Las doscientas ventanas de un hotel
Transpiran trópico
Un regimiento de uniformados
Se exhibe en su celda ronroneante
Alguien se despeña
Una sirena sonríe en la vidriera
La rabia en el dolor
El círculo
¡Largo lagarto -lóbrego-
De Dios bloqueado!


(Seleccionado por Fabiola Muñoz, segundo bachillerato, curso 2009/2010)
(Fragmento seleccionado de la obra Carta al padre, de Frank Kafka, http://www.librospdf.net/carta-al-padre-kafka/1/)

El Mendigo, Victor Hugo

Era un pobre que andaba en la escarcha y el viento.
Golpeé mi cristal; se detuvo delante
de mi puerta, que abrí con un gesto cortés.

Regresaban los asnos del mercado del pueblo,
con labriegos sentados en las toscas albardas.

Era el viejo que vive en aquella casucha
que está al pie de la cuesta, y que sueña esperando,
solitario, una luz de ese cielo tan triste,
de la tierra unos céntimos, el que tiende sus manos
hacia el hombre y las junta conversando con Dios.

Le grité: Puede entrar y caliéntese un poco.
Quise saber su nombre. Él tan sólo me dijo:
Yo me llamo el mendigo. Le cogí de la mano:

Adelante, buen hombre. Y ordené que trajeran
una jarra de leche. El anciano temblaba
por el frío; me hablaba, mientras yo, pensativo,
aunque hablándole, no conseguía escucharle.

Viene todo empapado, dije, tienda su ropa
aquí junto al hogar. Se arrimó más al fuego.

Vi su abrigo comido por polillas, que antaño
fuera azul, desplegado al calor de las llamas,
con mil puntos brillantes agujeros de luz
que mostraba el fulgor, ante la chimenea
como un cielo nocturno salpicado de estrellas.

Y entretanto secaba sus andrajos, chorreantes
de la lluvia y del agua de las hondas barrancas,
le veía como alguien que rebosa oraciones
y miraba, insensible a lo que ambos decíamos,
su sayal, refulgente de mil constelaciones.

Victor Hugo, "El Mendigo", http://www.poemasyrelatos.com/poemas/e/143_el_mendigo_hugo-victor.php. Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, Curso 2009-2010, segundo de Bachillerato.

Fernando Pessoa, Lisbon revisited

Lisbon Revisited

Fernando Pessoa, llamado Álvaro de Campos

[1923]
Em português

No: no quiero nada.
Ya dije que no quiero nada.

¡No me vengáis con conclusiones!
La única conclusión es morir.

¡No me traigáis estéticas!
¡No me habléis de moral!
¡Quitadme de aquí la metafísica!
No me prediquéis sistemas completos, no me ensartéis conquistas de las ciencias (¡de las ciencias, Dios mío, de las ciencias)
¡De las ciencias, de las artes, de la civilización moderna!

¿Qué mal les hice yo a los dioses todos?

Si tenéis la verdad, ¡guardadla!

Soy un técnico, pero tengo técnica sólo dentro de la técnica.
Fuera de eso soy loco, con todo el derecho de serlo.
Con todo el derecho de serlo, ¿oísteis?

¡No me molestéis, por el amor de Dios!

¿Me queríais casado, fútil, cotidiano y tributable?
Me queríais lo contrario de esto, lo contrario de cualquier cosa?
Si yo fuese otra persona, os daría, a todos, por el gusto.
Así, como soy, ¡tened paciencia!
¡Iros al diablo sin mí,
o dejadme ir solo al diablo!
¿Para qué habremos de ir juntos?

¡No me cojáis el brazo!
No me gusta que me cojan el brazo. Quiero ser solitario.
¡Ya he dicho que soy solitario!
¡Ah, qué lata que queráis que yo pertenezca al grupo!

¡Oh cielo azul —el mismo de mi infancia—
eterna verdad vacía y perfecta!
¡Oh suave Tajo ancestral y mudo,
pequeña verdad en donde el cielo se refleja!
¡Oh pesar revisitado, Lisboa de otrora de hoy!
Nada me dais, nada me quitáis, nada sois que yo me sienta.

¡Dejadme en paz! No tardo, que yo nunca tardo...
¡Y mientras tarda el Abismo y el Silencio quiero estar solo!

Pessoa, ''Lisbon revisited'', http://www.analitica.com/bitblio/pessoa/lisbon_espanol1923.asp

(Seleccionado por Beatriz Curiel Lumbreras, Segundo de Bachillerato, curso 2009-2010)

Lise, Victor Hugo

Yo tenía doce años; dieciséis ella al menos.
Alguien que era mayor cuando yo era pequeño.
Al caer de la tarde, para hablarle a mis anchas,
esperaba el momento en que se iba su madre;
luego con una silla me acercaba a su silla,
al caer de la tarde, para hablarle a mis anchas.

¡Cuánta flor la de aquellas primaveras marchitas,
cuánta hoguera sin fuego, cuánta tumba cerrada!
¿Quién se acuerda de aquellos corazones de antaño?
¿Quién se acuerda de rosas florecidas ayer?
Yo sé que ella me amaba. Yo la amaba también.
Fuimos dos niños puros, dos perfumes, dos luces.

Ángel, hada y princesa la hizo Dios. Dado que era
ya persona mayor, yo le hacía preguntas
de manera incesante por el solo placer
de decirle: ¿Por qué? Y recuerdo que a veces,
temerosa, evitaba mi mirada pletórica
de mis sueños, y entonces se quedaba abstraída.

Yo quería lucir mi saber infantil,
la pelota, mis juegos y mis ágiles trompos;
me sentía orgulloso de aprender mi latín;
le enseñaba mi Fedro, mi Virgilio, la vida
era un reto, imposible que algo me hiciera daño.
Puesto que era mi padre general, presumía.

Las mujeres también necesitan leer
en la iglesia en latín, deletreando y soñando;
y yo le traducía algún que otro versículo,
inclinándome así sobre su libro abierto.
El domingo, en las vísperas, desplegar su ala blanca
sobre nuestras cabezas yo veía a los ángeles.

De mí siempre decía: ¡Todavía es un niño!
Yo solía llamarla mademoiselle Lise.
Y a menudo en la iglesia, ante un salmo difícil,
me inclinaba feliz sobre su libro abierto.
Y hasta un día, ¡Dios mío, Tú lo viste!, mis labios
hechos fuego rozaron sus mejillas en flor.

Juveniles amores, que duraron tan poco,
sois el alba de nuestro corazón, hechizad
a aquel niño que fuimos con un éxtasis único.
Y al caer de la tarde, cuando llega el dolor,
consolad nuestras almas, deslumbradas aún,
juveniles amores, que duraron tan poco.

Victor Hugo, "Lise", Versión de Enrique Uribe White, http://www.poemasde.net/lise-victor-hugo/. Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, Curso 2009-2010, segundo de Bachillerato.

La vida solitaria "Canto XVI", Giacomo Leopardi

La lluvia matinal, cuando las alas
batiendo, salta alegre la gallina
en la cerrada estancia, y el labriego
sale al balcón, y la naciente aurora
vibra su rayo trómulo, esmaltando
las transparentes gotas, en mi albergue
dulcemente llamando, me despierta.
Salgo, y la leve nubecilla, el canto
primero de las aves, la aura grata
y de las playas la quietud bendigo.
Harto os he conocido, infaustos muros
de la ciudad, en donde el odio sigue
y acompaña al dolor: ¡que en la desgracia
vivo y he de morir, quizás en breve!
Un resto de piedad tienes, Natura,
para mí en estos sitios hay! un tiempo
más compasivos a mi mal. Tú apartas
del triste la mirada, y desdeñando
los dolores y afanes, a la reina
Felicidad te humillas. El que sufre
no halla en cielo ni tierra amiga mano,
ni otro refugio encontrará que el hierro.

Tal vez me asiento en solitaria parte,
sobre una altura que domina un lago
coronado de plantas taciturnas;
allí, cuando al cenit radiante asciende
el sol, refleja su tranquila imagen,
y ni hoja o yerba se conmueve al viento;
no se ve ni se siente a la redonda
encresparse las olas; ni su canto
entonar la cigarra; ni las plumas
el pájaro agitar entre las hojas,
o retozar la mariposa leve.
Calma profunda envuelve aquella orilla,
donde yo, inmóvil, reposando, casi
del mundo odioso y de mi ser me olvido;
y pienso que mis miembros se desatan,
que se extingue el sentir y que mi antigua
calma con la del sitio se confunde.

¡Amor, amor! ha tiempo abandonaste
este mi corazón, que antes ardúa
hasta abrasar. Con su aterida mano
oprimiole el pesar, y en duro hielo
en la flor de mis años, convirtióse.
Acuérdome del tiempo en que viniste
a habitar en mi pecho. Era aquel dulce
e irrevocable tiempo, cuando se abre
al ojo juvenil la triste escena
del mundo, cual soñado paraíso.
El tierno corazón ledo palpita
de virgen esperanza y de deseos,
y se lanza a la acción, como pudiera
al juego y a la danza. Mas tan pronto
como pude entreverte, la Fortuna
mi existencia rompió, y a mis pupilas
tocó por suerte sempiterno lloro.
Si alguna vez por los abiertos campos
en la callada aurora, o cuando brillan,
al sol techos, collados y llanuras
miro de hermosa jovenzuela el rostro;
si alguna vez, en la serena calma
de estiva noche, el paso vagabundo,
de la ciudad en derredor guiando,
la hosca tierra contemplo, y de afanosa
niña, que activa nocturnal faena,
oigo sonar en la apartada estancia
el canto melodioso, se conmueve
mi corazón de piedra; pero torna
pronto el férreo sopor, que es ¡ay! extraña
toda suave emoción al pecho mío.

Oh cara luna a cuya luz tranquila
danzan las liebres en el bosque, dando
enojo al cazador, que a la mañana
halla intrincadas las falaces huellas
que del cubil lo alejan: ¡salve, oh reina
benigna de las noches! Importuno
entra tu rayo por selvosos riscos
o en ruinoso edificio, iluminando
el puñal del ladrón, que escucha atento
fragor de ruedas y de cascos duros
y rumor de pisadas en la vea,
y saliendo de pronto, con estruendo
de armas y roncas voces, y el ceñudo
aspecto, hiela al tímido viandante
a quien desnudo y semivivo, deja
entre las piedras. Importuno baja
también tu blanco rayo a las ciudades
sobre el vil corruptor que se desliza
de los muros al pie, y en las espesas
sombras se oculta, y párase y se asusta
de la luz que difunden los abiertos
balcones. Importuno a los malvados,
a mí siempre benigno, tu semblante
aquí seré, do sólo me descubres
risueñas cuestas y espaciosos campos.
En otro tiempo, lleno de inocencia,
tus bellos rayos acusar solía,
cuando me denunciaban de los hombres
a la mirada, en la ciudad, o cuando
ver me dejaban el humano aspecto.
Ora celebrarlos, ya te mire
envolverte entre nubes, ya serena
dominadora del etéreo campo,
esta morada mísera contemples.
A menudo verásme, solo y mudo,
errar por bosques y por verdes ribas,
o yacer en la yerba, satisfecho,
si aún el poder de suspirar me queda.

Giacomo Leopardi, La vida solitaria, http://amediavoz.com/leopardi.htm#La%20vida%20solitaria. Seleccionado por Fabiola Muñoz, segundo ballicherato, curso 2009/2010.