viernes, 16 de abril de 2010

Por quién doblan las campanas, Ernest Hemingway.

     »¿Y si esperases y los detuvieras un momento o consiguieras acertar al oficial? Eso sería cosa distinta. Una cosa bien hecha puede...»
Y permaneció tendido, inmóvil, intentando retener algo que sentía deslizarse dentro de él como cuando se siente que la nieve se desliza en la montaña, y se dijo: «Ahora, calma, calma. Déjame aguantar hasta que lleguen.»
     Robert Jordan tuvo suerte, porque los vio entonces, cuando la caballería salía del monte bajo y cruzaba la carretera. Los vio subir por la cuesta. Vio al soldado que se paraba junto al caballo gris y llamaba a gritos al oficial, que se acercó al lugar. Juntos, examinaron al animal. Desde luego, lo reconocieron. Tanto él como el jinete faltaban desde el día anterior.
     Robert Jordan los divisó en la cuesta, cerca de él, y más abajo del camino vio la carretera y el puente y la larga hilera de vehículos. Estaba enteramente lúcido y se fijó bien en todas las cosas. Luego alzó sus ojos al cielo. Había grandes nubarrones blancos. Tocó con la palma las agujas de los pinos, sobre las cuales estaba tumbado, y la corteza del pino contra el cual se recostaba.
Después se acomodó lo más cómodamente que pudo, con los codos hundidos entre las agujas de pino y el cañón de la ametralladora apoyado en el tronco del árbol.
     Cuando el oficial se acercó al trote, siguiendo las huellas dejadas por los caballos de la banda, pasaría a menos de veinte metros del lugar en que Robert se encontraba. A esa distancia no había problema. El oficial era el teniente Berrendo. Había llegado de La Granja, cumpliendo órdenes de acercarse al desfiladero, después de haber recibido el aviso del ataque al puesto de abajo. Habían galopado a marchas forzadas, y luego tuvieron que volver sobre sus pasos al llegar al puente volado, para atravesar el desfiladero por un punto más arriba y descender a través de los bosques. Los caballos estaban sudorosos y reventados, y había que obligarlos a trotar.
     El teniente Berrendo subía siguiendo las huellas de los caballos, y en su rostro había una expresión seria y grave. Su ametralladora reposaba sobre la montura, apoyada en el brazo izquierdo. Robert Jordan estaba de bruces detrás de un árbol, esforzándose porque sus manos no le temblaran. Esperó a que el oficial llegara al lugar alumbrado por el sol, en que los primeros pinos del bosque llegaban a la ladera cubierta de hierba. Podía sentir los latidos de su corazón golpeando contra el suelo, cubierto de agujas de pino.

Eenest Hemingway, Por quién doblan las campanas, http://www.google.es/#hl=es&q=por+quien+doblan+las+campanas+hemingway&start=10&sa=N&fp=1a66fe0fdfc50899
Seleccionado por Beatriz Curiel Lumbreras, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.

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