viernes, 4 de diciembre de 2015

La naranja mecánica, Anthony Burgess


-Y- dijo mi papá- estabas como imponente en un charco de sangre y no podías contestar los golpes.
-Eso era realmente lo contrario de lo que ocurría, de modo que otra vez sonreí discretamente para mis adentros, y luego saqué todo el dengo que tenía en los carmanos, y lo hice sonar sobre el mantel de colores chillones.
-Toma, papá, no es gran cosa-le dije-. Es lo que gané anoche. Pero tal vez les alcance para una piteada de whisky que se pueden tomar los dos por ahí.
-Gracias, hijo- replicó pe- Pero ahora no salimos mucho. No nos atrevemos, en vista de que las calles están muy peligrosas. Matones jóvenes, y todo eso. De cualquier modo, gracias. Mañana traeré una botella de algo.- Y pe se metió el dengo mal habido en los carmanos del pantalón, mientras ma chistaba los platos en la cocina. Yo me marché repartiendo sonrisas cariñosas.  
Cuando llegué al pie de la escalera me sentí un poco sorprendido. Más todavía. Abrí la boca mostrando verdadero asombro. Habían venido a buscarme. Me esperaban junto a la pared garabateada, como ya expliqué: ve cos y chinas desnudos en una actitud severa exhibiendo la naga dignidad del trabajo, frente a las ruedas de la industria, y toda esa basura que es brotaba de las rotas, obra de los málchicos perversos. El Lerdo tenía en la mano una gruesa barra de color, y estaba dibujando slovos sucios muy grandes sobre todo el cuadro, y estallando en las risotadas del viejo Lerdo, bu ju ju, mientras escribía. Pero se volvió cuando Georgie y Pete me saludaron, mostrándome los subos drugos y brillantes, y trompeteó:
-Ya está aquí, ya ha venido, hurrah- e hizo una torpe pirueta que quería ser un paso de baile.

Anthony Burgess, La naranja mecánica, www.rodriguezalvarez.com/novelas/pdfs/Burgess,%20Anthony%20"A%20Clokwork%20Orange"-Xx-En-Sp.pdf
 Seleccionado por Clara Fuentes Gomez. Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.

Paris era una fiesta, Ernest Hemingway




   Antes de que llegaran los ricos a que me refiero, ya otros ricos nos habían contaminado, usando la más vieja artimaña que el mundo conoce. Consiste en lograr que una joven soltera se convierta por un tiempo en la mejor amiga de otra joven que está casada, que se ponga a convivir con la esposa y con el marido, y que, inconsciente e inocente e implacablemente, inicie una maniobra para casarse con el marido. Cuando el marido es un escritor ocupado en un trabajo arduo que le lleva mucho tiempo, y durante la mayor parte del día no puede hacer compañía ni dar apoyo a su mujer, el plan parece estar lleno de ventajas, hasta que se descubre cómo funciona el mecanismo. Al terminar su jornada de trabajo, el marido se encuentra a su alrededor con dos muchachas atractivas. Una es nueva y  desconocida, y con un poco de mala suerte el marido se encuentra enamorado de ambas a la vez.

   Entonces, en vez de los dos y su hijo, ahí tenemos a los tres.  AI principio es divertido y estimulante, y   sigue siéndolo por largo tiempo. Todas las verdaderas maldades nacen en estado de inocencia. Uno vive al día, y goza de lo que tiene y no se apura. Uno empieza a decir mentiras, y no quisiera decirlas, y empieza el desmoronamiento y cada día crece el peligro, pero uno va viviendo al día, como en la guerra. Tuve que dejar Schruns e ir a Nueva York para ponerme de acuerdo con los editores. Una vez listo el asunto en Nueva York, volví a París con el propósito de tomar el primer tren que saliera de la Gare de 1’Est para Austria. Pero la chica de quien me había enamorado estaba entonces en París, y no tomé el primer tren, ni
tampoco el segundo ni el tercero.

     Cuando al fin vi a mi mujer de pie junto a las vías, mientras el tren entraba en la estación entre grandes pilas de troncos, antes hubiera querido haberme muerto que haberme enamorado de otra. Ella sonreía, el sol daba en su hermosa cara morena por la nieve y el sol, y su cuerpo era hermoso, y centelleaba el sol en el oro rojizo de su pelo que era hermoso y había crecido cu desorden todo el invierno, y de pie a su lado estaba Mr. Bumby, rubio y corpulento y con sus mejillas rojas por el invierno, con el aspecto de un buen hijo del Vorarlberg.

—Oh Tatie mío —dijo ella entre mis brazos—, qué suerte que estés de vuelta y que le hayan salido tan bien los negocios con los editores. Te quiero tanto y te eché tanto de menos. Yo la quería y no quería a nadie mas, y el tiempo que pasamos solos fue de mágica maravilla. Trabajé a gusto y juntos hicimos grandes excursiones, y me creí de nuevo invulnerable, y el otro asunto no volvió a empezar hasta que, a fines de la primavera, dejamos las sierras y volvimos a París. Aquello fue el final de la primera parte de París. París no volvería nunca a ser igual, aunque seguía siendo París, y uno cambiaba a medida que cambiaba la ciudad.
Nunca volvimos al Vorarlberg, ni tampoco volvieron los ricos. París no se acaba nunca, y el recuerdo de cada persona que ha vivido allí es distinto del recuerdo de cualquier otra. Siempre hemos vuelto, estuviéramos donde estuviéramos, y sin importarnos lo trabajoso o lo fácil que fuera llegar allí. París siempre valía la pena, y uno recibía siempre algo a trueque de lo que allí dejaba. Yo he hablado de París según era en los primeros tiempos, cuando éramos muy pobres y muy felices.


Ernest Hemingway, Paris era una fiesta, www.infotematica.com
Seleccionado por Maria Alegre Trujillo Segundo de bachillerato, Curso 2015 -2016 

El cuaderno dorado, Doris Lessing

«Estáis siendo indoctrinados. Todavía no hemos encontrado un sistema educativo que no sea de indoctrinación. Lo sentimos mucho, pero es lo mejor que podemos hacer. Lo que aquí se os está enseñando es una amalgama de los prejuicios en curso y las selecciones de esta cultura en particular. La más ligera ojeada a la historia os hará ver lo transitorios que pueden ser. Os educan personas que han sido capaces de habituarse a un régimen de pensamiento ya formulado por sus predecesores. Se trata de un sistema de autoperpetuación. A aquellos de vosotros que sean más fuertes e individualistas que los otros, les animaremos para que se vayan y encuentren medios de educación por sí mismos, educando su propio juicio. Los que se queden deben recordar, siempre y constantemente, que están siendo modelados y ajustados para encajar en las necesidades particulares y estrechas de esta sociedad concreta.»

Doris Lessing, El cuaderno dorado, https://ferrusca.files.wordpress.com/2013/11/el-cuaderno-dorado_dorislessing.pdf. Seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.

Muerte en Venecia, Thomas Mann

Capítulo V.

Eso sucedía hacia el mediodía. Después, de comer, Aschenbach se fue por mar a
Venecia, a pesar de la calma y del calor, acosado por la manía de perseguir a los
hermanos polacos, a quienes había visto tomar el camino del embarcadero con su
institutriz. No encontró a su ídolo en San Marcos. Pero, estando sentado a una de las.
mesitas instaladas en la parte sombreada de la playa, ante su taza de té, advirtió de
pronto en el aire un aroma peculiar. Le pareció que aquel aroma venía envolviéndolo
todos los días, sin él haberse dado cuenta; un olor dulzón, oficial, que hacía pensar en
plagas y pestes y en una sospechosa limpieza. Lo examinó y reconoció poniéndose
pensativo; y, terminando su colación, abandonó la plaza por el lado frontal del templo.
Al penetrar en las calles estrechas, el olor se hizo aún más agudo. En las esquinas se
veían pegados bandos de alarma, en los cuales se advertía a la población que debía
privarse de ostras y mariscos, así como del agua de canales, a consecuencia de
ciertos desarreglos gástricos que el calor hacía muy frecuentes. El carácter de tales
admoniciones era patente. En los puentes y plazas había silenciosos grupos de gente
del pueblo mientras el forastero se paraba junto a ellos inquisitivo y caviloso.

Thomas Mann, Muerte en Venecia, https://ia601701.us.archive.org/23/items/LaMuerteEnVeneciaThomasMann/La%20Muerte%20en%20Venecia%20-%20Thomas%20Mann.pdf
Seleccionado por Laura Agustín Críspulo, Segundo de bachillerato, curso 2015-2016.


El señor de las moscas, William Golding


             La gran marea del Pacífico se disponía ya a subir y a cada pocos segundos las aguas de la laguna, relativamente tranquilas, se alzaban y avanzaban un par de centímetros. Ciertas criaturas habitaban en aquella última proyección del mar, seres diminutos y transparentes que subían con el agua a husmear en la cálida y seca arena. Con impalpables órganos sensorios examinaban este nuevo territorio. Quizás hallasen ahora alimentos que no habían encontrado en su última incursión; excrementos de pájaros, incluso insectos o cualquier detrito de la vida terrestre. Extendidos como una miríada de diminutos dientes de sierra llegaban los seres transparentes a la playa en busca de desperdicios. Aquello fascinaba a Henry. Hurgó con un palito, también vagabundo y desgastado y blanqueado por las olas, tratando de dominar con él los movimientos de aquellos carroñeros. Hizo unos surcos, que la marea cubrió, e intentó llenarlos con esos seres. Encontró tanto placer en verse capaz de ejercer dominio sobre unos seres vivos, que su curiosidad se convirtió en algo más fuerte que la mera alegría. Les hablaba, dándoles ánimos y órdenes. Impulsados hacia atrás por la marea, caían atrapados en las huellas que los pies de Henry dejaban sobre la arena. Todo eso le proporcionaba la ilusión de poder. Se sentó en cuclillas al borde del agua, con el pelo caído sobre la frente y formándole pantalla ante los ojos, mientras el sol de la tarde vaciaba sobre la playa sus flechas invisibles. También Roger esperaba.
 
      William Golding, El señor de las moscas, https://cidetac.files.wordpress.com/2015/08/golding-william-el-senor-de-las-moscas.pdf
      Seleccionado por Julia Mateos Gutiérrez, segundo de bachillerato curso 2015-2016

El corazón de las tinieblas J.Conrad


    Todo aquello era grandioso,
esperanzador,  mudo,  mientras  aquel  hombre  charlaba  banalmente
sobre  sí  mismo.  Me  pregunté  si  la  quietud  del  rostro  de  aquella
inmensidad que nos contemplaba a ambos significaba un buen presagio
o  una  amenaza.  ¿Qué  éramos  nosotros,  extraviados  en  aquel  lugar?
¿Podíamos dominar aquella cosa muda, o sería ella la que nos manejaría
a nosotros? Percibí cuán grande, cuán inmensamente grande era aquella
cosa que no podía hablar, y que tal vez también fuera sorda. ¿Qué había
allí? Sabía que parte del marfil llegaba de allí y había oído decir que el
señor Kurtz estaba allí. Había oído ya bastante. ¡Dios es testigo! Pero sin
embargo aquello no producía en mí ninguna imagen; igual que si me
hubiesen dicho que un ángel o un demonio vivían allí. Creía en aquello
de la misma manera  en que  cualquiera de  vosotros podría  creer que
existen habitantes en el planeta Marte.

 Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, http://mural.uv.es/deladel/El%20corazon%20de%20las%20tinieblas.pdf
Seleccionado por Daniel Carrasco Carril, segundo de bachillerato,curso 2015/2016

El mito de Sísifo, Albert Camus




      No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, vienen a continuación. Se trata de juegos; primeramente hay que responder. Y si es cierto, como pretende Nietzsche, que un filósofo, para ser estimable, debe predicar con el ejemplo, se advierte la importancia de esa respuesta, puesto que va a preceder al gesto definitivo. Se trata de evidencias perceptibles para el corazón, pero que se debe profundizar a fin de hacerlas claras para el espíritu. Si me pregunto en qué puedo basarme para juzgar si tal cuestión es más apremiante que tal otra, respondo que en los actos a los que obligue. Nunca vi morir a nadie por el argumento ontológico. Galileo, que defendía una verdad científica importante, abjuró de ella con la mayor facilidad del mundo, cuando puso su vida en peligro. En cierto sentido, hizo bien. Aquella verdad no valía la hoguera. Es profundamente indiferente saber cuál gira alrededor del otro, si la tierra o el sol. Para decirlo todo, es una cuestión baladí.


Albert Camus, el mito de sísifo,http://www.correocpc.cl/sitio/doc/el_mito_de_sisifo.pdf,
seleccionado por Paola Moreno Díaz, segundo de bachillerato,curso 2015-2016





Últimos poemas W.B.Yeats

Los hombres mejoran con los años.

Estoy cansado de sueños; 
Un tritón de mármol, gastado por el clima
en los riachuelos; 
Y durante todo el día observo 
la belleza de esta dama 
como si hubiese hallado en un libro 
una belleza imaginada, 
satisfecho de tener repletos mis ojos 
o mis oídos que perciben, 
encantado de no ser más que sabio, 
pues los hombres mejoran con los años; 
Pero aún así, aún así, 
¿Es ese mi sueño, o la verdad? 
Oh, ¡cómo quisiera que nos hubiésemos conocido 
cuando yo tenía mi ardiente juventud! 
Pero envejezco entre sueños, 
un tritón de mármol, gastado por el clima 
en los riachuelos.


Últimos poema,shttp://www.dim.uchile.cl/~anmoreir/escritos/yeats.html#menimprove,Seleccionado por Daniel Carrasco Carril, segundo de bachillerato,curso 2015/2016

El señor de las moscas, William Golding


Al otro lado de la pantalla de hojas, el sol vertía sus rayos y en el centro del espacio libre las mariposas seguían su interminable danza. Se arrodilló y le alcanzaron las flechas del sol. La vez anterior el aire parecía  simplemente vibrar de calor; pero ahora le amenazaba. No tardó en caerle el sudor por su larga melena lacia. Se movió de un lado a otro, pero no había manera de evitar el sol. Al rato sintió sed; después una sed enorme.
Permaneció sentado.
En la playa, en una parte alejada, Jack se encontraba frente a un pequeño grupo de muchachos. Parecía radiante de felicidad.
- A cazar - dijo. Examinó a todos detenidamente. Portaban los restos andrajosos de una gorra negra, y, en tiempo lejanísimo, aquellos muchachos habían formado en dos filas ceremoniosas para entonar con sus voces el canto de los ángeles.
- Nos dedicaremos a cazar y yo seré el jefe. Asintieron, y la crisis pasó imperceptiblemente.
- Y ahora... en cuanto a esa fiera... Se agitaron; todas las miradas se volvieron hacia el bosque.
- Os voy a decir una cosa. No vamos a hacer caso de esa fiera.
Les dirigió un ademán afirmativo con la cabeza:
- Nos vamos a olvidar de la fiera.
- ¡Eso es!
- ¡Eso!
- ¡Vamos a olvidarla!
Si Jack sintió asombro ante aquel fervor, no lo demostró.
- Y otra cosa. Aquí ya no tendremos tantas pesadillas. Estamos casi al final de la isla.
Desde lo más profundo de sus atormentados espíritus, asintieron apasionadamente.
- Y ahora, escuchad. Podemos acercarnos luego al peñón del castillo, pero ahora voy a apartar de la caracola y de todas esas historias a otro de los mayores. Luego mataremos un cerdo y podremos darnos una comilona.
Hizo un silencio y después continuó con voz más pausada:
- Y en cuanto a la fiera, cuando matemos algo le dejaremos un trozo a ella. Así a lo mejor no nos molesta. Bruscamente se puso en pie.
- Ahora, al bosque, a cazar.

William Golding, El señor de las moscas, Madrid, Alianza editorial (versión digital), https://cidetac.files.wordpress.com/2015/08/golding-william-el-senor-de-las-moscas.pdf.
 Seleccionado por Clara Fuentes Gomez. Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.