lunes, 21 de octubre de 2013

La metamorfosis, Kafka_Franz

       Cuando una mañana Gregor Samsa despertó de sueños intranquilos se encontró en su cama transformado en un enorme insecto. Estaba tumbado sobre su espalda, dura como un caparazón, y al levantar un poco la cabeza veía su vientre abombado, marrón, dividido por segmentos rígidos arqueados, sobre los cuales la manta, dispuesta a escurrirse del todo, apenas se podía mantener. Sus numerosas patas, penosamente delgadas en comparación con el resto del cuerpo, vibraban desvalidas delante de sus ojos.
      "¿Qué ha ocurrido conmigo?", pensó. Aquello no era un sueño. Su habitación, una habitación humana normal, tal vez un poco pequeña, seguía allí tranquilamente entre las cuatro paredes de siempre. Por encima de la mesa, sobre la que estaba extendida un muestrario de paños desempaquetados-Samsa era viajante-, colgaba el retrato que había recortado hacía poco de una revista y colgado en un bonito marco dorado. Representaba a una dama que, provista de un sombrero de piel y una boa el mismo material, estaba sentada muy derecha alzando hacia el espectador un pesado manguito, también de piel, donde había desaparecido por completo su antebrazo.
       La mirada de Gregor se dirigió entonces hacía la ventana, y el tiempo desapacible -se oían golpear gotas de lluvia sobre la chapa la ventana- le puso muy melancólico."¿Y si siguiese durmiendo un rato y olvidase todas estas locuras?", pensó, pero eso era todo imposible, pues estaba acostumbrado a dormir sobre el lado derecho y en su actual estado no podía adoptar esa postura.





Franz Kafka, La metamorfosis. Capítulo 1,  Acento editorial , Madrid , 1998, páginas 5-6.
Seleccionado por: Laura Tovar García, curso segundo de bachillerato.

Cuentos de Navidad, Charles Dickens "Quinta estrofa: El final"

       ¡Era cierto! Y la columna era de su cama. La cama era la suya, la habitación era la suya. Pero lo mejor y lo más feliz de todo era que el tiempo que le quedaba era todo suyo, ¡para corregir su vida!
      -Viviré en el pasado, en e presente y ne el futuro- repetía Scrooge, al salir de la cama-. Los tres espíritus vivirán en mí. ¡Oh, Jacob Marley! ¡Benditosea el cielo, y la fiesta de Navidad, por todo esto! Lo digo de rodillas, viejo Jacob, de rodllas.
      Estaba tan agitado y tan ferviente debido a sus buenas intenciones que su voz cascada apenas si podía responder a sus deseos. Había estado llorando copiosamente, en su lucha con el espíritu y su rostro estaba húmedo.
      -¡No me las han quitado!- gritó Scrooge, agarrando con sus brazos una de las cortinas de su cama-. ¡No me las han quitado, con anillas y todo! Están aqui; Las sombras de lo que hubiera ocurrido han desaparecido. Y así permanecerán ¡Seguro que nunca volverán a aparecer!
Sus manos se ocupaban en coger la ropa, dándole la vuelta, poniendo todo boca abajo, desgarrándola, poniéndosela mal, haciendo de ella el cómplice de todo tipo de extravagancias.
      -¡No sé lo que estoy haciendo!- gritó Scrooge, riendo y llorando al mismo tiempo, convertido gracias a sus medias, en un perfecto Laoconte-. Me siento tan ligero como una pluma, tan feliz como un ángel, tan alegre como un estudiante. Y estoytan aturdido como un borracho. ¡Feliz Navidad a todos! ¡Feliz año nuevo al mundo entero! ¡Hola! ¡Viva! ¡Hola!
Había entrado, a saltos, en la sala y se encontraba alli en pie, resoplando perfectamente.
      -¡Aquí está la cacerola de las gachas!- gritó Scrooge, comenzando de nuevo sus cabriolas y dando saltos alrededor de la chimenea-. ¡Esa es la puerta por donde entró el espectro de Jacob Marley! ¡En ese rincón estaba sentado el espectro de las Navidades actuales! ¡Esa es la ventana por dnde vi todos aquellos espíritus revoloteando! Todo es cierto. Todo es verdad. Todo ha sucedido. ¡Ja, ja, ja!
      ¡En verdad, para alguien que no lo había practicado durante tantos años, resultó una risa espléndida, una risa ilustre, la madre de una larga descendencia de risotadas brillantes!
      Fue interrumpido en sus transportes de alegría por el sonido de las campanas, con los repiques más alegres que jamás hubiera oído. ¡Tin, ton! ¡Tin, ton! ¡Tin, ton! ¡Tin, ton! ¡Oh! ¡Que maravilla! ¡Que maravilla!
      Corriendo hacia la ventana llegó a ella, la abrió y sacó la cabeza. No había niebla ni bruma; el tiempo era claro, brillante, jubiloso, punzante, frio, pidiendo a la sangre que bullera, dorada luz de sol, cielo celestial, culce aire fresco, campanas alegres, ¡Oh! ¡Glorioso todo! ¡Glorioso!


Charles Dickens, Cuentos de Navidad, Quinta estrofa, León, Evergráficas,2005, páginas 91-92.
Seleccionado por: Adrián Hernández García, segundo de bachillerato, curso 2013-2014

Germinal, Zola_Émile

       En la llanura lisa, bajo la noche sin estrellas, de una oscuridad y un espesor de tinta, un hombre avanzaba solo por la carretera de Marchiennes a Montsou, diez kilómetros de empedrado que cortaba todo recto a través de los campos de remolacha. Delante de él no veía siquiera el suelo negro ni tenía la sensación del inmenso horizonte llano más que por el soplo del viento de marzo, ráfagas amplias como las que se producen sobre un mar, heladas por haber barrido leguas de marismas y de tierras desnudas. Ninguna sombra de árbol manchaba el cielo, el empedrado se extendía con la rectitud de una escollera, en medio de la bruma cegadora de las tinieblas.
       El hombre había salido de Marchiennes hacia las dos. Caminaba con paso largo, tiritando bajo el delgado algodón de su chaqueta y de su pantalón de veludillo. Anudado en un pañuelo de cuadros, un paquete pequeño le molestaba, y lo apretaba contra sus costados, ahora con un codo, luego con el otro, para meter hasta el fondo de sus bolsillos las dos manos a la vez, manos entumecidas que los latigazos del viento de Este hacían sangrar. Una sola idea llenaba su cabeza vacía de obrero sin trabajo y sin techo, la esperanza de que el frío sería menos vivo tras el alba. Hacía una hora que caminaba así cuando a la izquierda, a dos kilómetros de Montsou, divisó unas fogatas rojas, tras braseros ardiendo en pleno aire, y como colgados. Al principio vaciló, asaltado por el miedo; luego no pudo resistir a la necesidad dolorosa de calentarse un momento las manos.




     Émile Zola, Germinal. Parte primera, Alianza Editorial, Madrid, 2005, páginas 7-8.
     Seleccionado por: Paloma Montero Jiménez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.




Cuentos de Canterbury. "Cuento de la mujer de Bath", Geoffrey Chaucer

       En los antiguos tiempos del rey Arturo, de quien los bretones hablan con gran reverencia, toda esta tierra se hallaba llena de huestes de hadas. La reina de ellas, con su alegre acompañamiento, danzaba muy a menudo en las verdes praderas. Tal era la creencia antigua, según he leído. Hablo de muchos cientos de años ha; mas ahora ya no puede ver nadie ningún hada, pues en estos tiempos la gran caridad y las oraciones de los mendicantes y otros santos frailes, que recorren todas las tierras y todos los ríos con tanta frecuencia como motas de polvo en el rayo de sol, bendiciendo salones, cámaras, cocinas, alcobas, ciudades, pueblos, castillos, altas torres, aldeas, granjas, establos y lecherías son causa de que no haya hadas. Porque allí donde acostumbraban pasear las hadas, va ahora el mendicante, mañana, y tarde, rezando sus maitines y sus santas preces mientras visita su demarcación. Pueden las mujeres caminar con seguridad en todas direcciones, por todos los matorrales, o bajo cualquier arboleda; que allí no hay otro ser sino el fraile, quien no les hará afrenta alguna.
       Sucedió, pues, que el rey Arturo alojaba en su mansión a un alegre caballero. Éste, cierto día, volviendo a caballo desde el río, vio a una muchacha que caminaba delante de él tan sola como había nacido. Y, asaltando a la doncella inmediatamente, y a pesar de todo cuanto ella hizo, la despojó de su virginidad a viva fuerza. Por cuya violación levantose tal clamor y tales instancias cerca del rey Arturo, que el caballero fue condenado a muerte según las leyes. En virtud de las reglas de entonces, hubiera perdido la cabeza si no fuese porque la reina y otras damas pidieron de tal modo gracia al rey, que éste, en aquel punto, perdonó al ofensor la vida, sometiéndole por completo a la voluntad de la reina, para que ella eligiera si quería salvarle o hacerle perecer.


Geoffrey Chaucer, Cuentos de Canterbury, ed. Planeta, col. Clásicos Universales Planeta, Barcelona, 1984, página 200. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.


Cartas de mi molino, Alphonse Daudet

       
 LAS NARANJAS.


En París, las naranjas tienen el desolado aspecto de los frutos caídos, recogidos bajo el árbol. En la época en que llegan, en pleno invierno lluvioso y frío, su deslumbrante cortezay su perfume, que se ve exagerado en estos países de sabores apagados, les dan un aspecto exótico, algo bohemio. En los atardeceres brumosos se extienden tristemente a lo largo de las aceras, apiladas en los carricoches ambulantes, al fulgor mortecino de un farolillo de papel rojo. Un grito monótono y agudo las escolta, perdido entre la circulación de los coches y el fragor de los ómnibus:
       "¡A dos perras la de Valencia!"
       Para las tres cuartas partes de los parisienses ese fruto cosechado lejos, trivial en su redondez, que no conserva del árbol más que un delgado rabillo verde, está estrechamente relacionado con las golosinas y dulces. El papel de seda que le envuelve y las fiestas en las que se le encuentra contribuyen a esta impresión. Al acercarse enero especialmente, los millares de naranjas diseminadas por las calles, todas esas cortezas arrastrándose en el barro de las cunetas, nos sugieren un gigantesco árbol de Navidad que hubiera sacudido sobre París sus ramas cargadas de frutos artificiales. No hay un solo rincón donde no se las encuentre. En las claras vitrinas de los escaparates, seleccionadas y colocadas en orden: en las puertas de las prisiones y hospicios, entre los paquetes de bizcochos y los montones de manzanas; a la entrada de los bailes y espectáculos domingueros. Y su exquisito perfume se mezcla con el olor a gas, el ruido de la charanga y el polvo de las banquetas del gallinero. Acabamos olvidando que son necesarios los naranjos para la producción de naranjas, ya que mientras que el fruto nos llega directamente de las regiones meridionales en remesas de cajas, el árbol, podado, transformado, disfrazado, del tibio invernadero en el que pasa el invierno, no hace más que una fugaz aparición al aire libre de los jardines públicos.
      

  Alphonse Daudet, Cartas a mi molino. Capítulo vigésimo primero, Las Naranjas, Editorial: Magisterio Español, Madrid, 1976, páginas  138-139.
Seleccionado por: Natalia Sánchez Martín, curso segundo bachillerato

La Metamorfosis, Kafka_Franz

       La grave herida de Gregor, de la que tardó más de un mes en recuperarse -la manzana siguió incrustada en su carne como un recuerdo visible, ya que nadie se atrevía a retirarla-, parecía haber hecho recordar, incluso al padre, que Gregor era, a pesar de su triste y repugnante aspecto actual, un miembro de la familia a quien no se podía tratar como a un enemigo y que era el deber de la familia reprimir la repulsión y tener resignación, nada más que resignación.
       Y aunque Gregor había perdido a causa de su herida, y probablemente para siempre, parte de su movilidad y, de momento, necesitaba largos minutos para atravesar su habitación, como un viejo inválido     -trepar por la pared impensable-, obtuvo por este empeoramiento de su estado un compensación, según él, completamente suficiente, por el hecho de que siempre al anochecer la puerta del cuarto de estar, que él solía observar atentamente una o dos horas antes, se abría, de manera que, echado en la oscuridad de su habitación, podía escuchar sin ser visto, por así decirlo, con el permiso general, es decir, de una manera muy distinta de la de antes, a toda la familia que charlaba alrededor de la mesa iluminada.


Franz Kafka, La Metamorfosis. Capítulo 3, Acento Editorial, Madrid, 1998, páginas 66-67. Seleccionado por: Paloma Montero Jiménez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.

Robinsón Crusoe. Capítulo 7, Daniel Defoe

CAPÍTULO VII

       Mientras que mi trigo crecía, hice un descubrimiento, que después me fue de mucha utilidad. Tan pronto como pasaron las lluvias y el tiempo comenzó a ser bueno, que fue hacia el mes de noviembre, hice una visita a mi casa de verano. Después de una ausencia de varios meses, lo encontré todo en el mismo estado que lo había dejado. No sólo se conservaba en buen estado la doble empalizada que había formado, sino que las estacas que había cortado de algunos árboles cercanos habían echado largas ramas, como habría podido suceder con los sauces que se hubiesen podado de nuevo. Ignoro el nombre de los árboles de donde había cortado las estacas. Sorprendido y encantado de ver la rapidez con que habían crecido aquellos jóvenes árboles, los podé lo mejor que me fue posible. Es difícil dar idea de su belleza al cabo de tres años: aunque el nuevo cercado tenía cerca de veinticinco varas de diámetro, aquellos árboles, pues ya podía darles este nombre, formaron pronto una sombra bastante espesa para guarecerme en ella durante las épocas de los calores.



Daniel Defoe, Aventuras De Robinsón Crusoe, Capítulo VII, Espasa Calpe S.A., Colección Austral, página 99. Seleccionado por Paula Sánchez Gómez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.