viernes, 9 de abril de 2010

Anna Karenina, León Tolstói

Séptima parte. Capítulo XXXI.
Sonó un toque de campana. Algunos jóvenes presumidos, groseros, pero con ganas de causar impresión, se adelantaron a los andenes. Piotr, enfundado en su librea y sus botas, atravesó la salida con aire estúpido y se puso al lado de Anna dispuesto a escoltarla hasta el vagón. Los hombres que charlaban a la entrada callaron al verla pasar, y uno de ellos murmuró al oído de su vecino unas palabras, sin duda alguna atrevida.
Anna escaló el estribo y se acomodó en un compartimiento vacío. El maletín, al colocarlo a su lado, rebotó sobre el asiento de muelles, cuyo forro deshilachado debió haber sido blanco algún día. Con su idiota sonrisa, Piotr levantó su sombrero galoneado a guisa de despedida. Un empleado mal encarado cerró la puerta violentamente. Una señora deforme, ridículamente ataviada, a quien Anna desnudó mentalmente para tener el placer de asustarse con su fealdad, corría a lo largo del andén seguida de una niña que reía con afectación.
-Katerina Andrievna lo tiene todo, ma tante! -gritó la pequeña.
«Esta niña ya es amanerada y presumida», se dijo Anna, y para no ver a nadie fue a sentarse al otro extremo del asiento. Un hombrecillo sucio y feo, tocado con un gorro bajo el cual asomaban sus desgrañados cabellos, andaba paralelamente a la vía, inclinándose sin cesar sobre las ruedas.
«Esta vil figura no me es desconocida», se dijo Anna. De pronto se acordó de su pesadilla, y estremeciéndose de espanto, retrocedió hasta la otra puerta, que el revisor abría para dejar subir a un caballero y una dama.
-¿Quiere usted bajar? -le preguntó aquel hombre.
Anna no respondió, y nadie pudo observar bajo su velo el terror que la tenía helada. Volvió al rincón de antes. La pareja ocupó el lado opuesto del compartimento y se puso a examinar con discreta curiosidad los detalles de su vestido. Aquellos dos seres le inspiraron también una repulsión profunda. Deseando entablar conversación, el marido le pidió permiso para encender un cigarillo. Habiéndolo obtenido, empezó a hablar con su mujer en francés de cosas intrascendentes. En realidad, no tenía más ganas de hablar que de fumar, pero quería atraer la atención de su vecina a toda costa. Anna vio claramente que estaban hartos el uno del otro, que se detestaban cordialmente. ¿Podían, acaso, vivir sin odiarse dos tipos semejantes?
El ruido, el transporte de equipajes, los gritos, las risas que siguieron a la segunda campanada, incomodaron a Anna de tal modo que le entraron deseos de taparse los oídos. ¿Qué motivos había para aquellas risas? Por fin, sonó la tercera campanada, luego el toque de silbato del jefe de estación, al que respondió el de la locomotora, arrancó el tren y el caballero hizo la señal de la cruz.
«Tengo curiosidad por saber qué significación atribuye a ese gesto», se preguntó Anna, dirigiéndole una mirada malévola, que trasladó, sobre la cabeza de la señora, a las personas que habían acudido a acompañar a los viajeros y que ahora parecían retroceder en el andén. El vagón avanzaba lentamente traqueteando a intervalos regulares al pasar sobre las junturas de los rieles. Dejó atrás el andén, una pared, un disco, una hilera de vagones de otro convoy... Se aceleró el movimiento. Los rayos del sol poniente tiñeron de púrpura la portezuela. Una brisa juguetona agitó las cortinas. Mecida por la marcha del tren, Anna olvidó a los compañeros de viaje, respiró el aire fresco y reanudó el curso de sus reflexiones.
«¿En qué estaba pensando? En que mi vida, como quiera que me la represente, no puede ser más que dolor. Todos estamos llamados a sufrir, lo sabemos y queremos disimularlo de una manera o de otra. Pero cuando vemos la verdad, ¿qué hacer?»
-La razón se ha dado al hombre para librarse del tedio -dijo la señora en francés, muy orgullosa de haber encontrado esa frase.
Sus palabras parecieron hallar eco en el pensamiento de Anna.
«¡Librarse del tedio!» -repitió ésta, mentalmente. Una ojeada lanzada sobre aquel caballero, subido de color, y su cara y escuálida mitad, le hizo comprender que ésta debía considerarse como una criatura incomprendida: su marido, que sin duda la engañaba, no se tomaba la molestia de combatir aquella opinión. Anna creía adivinar todos los detalles de su historia, penetraba hasta los lugares más recónditos de sus corazones, pero aquello carecía de interés y se puso otra vez a reflexionar.
«Pues sí, yo también estoy sufriendo gravemente del tedio, y puesto que lo exige la razón, mi deber es librarme de él. ¿Por qué no apagar la luz cuando no hay nada que ver, cuando el espectáculo resulta odioso...? Pero ese empleado, ¿por qué corre por el estribo? ¿Qué necesidad tienen esos jóvenes de compartimiento vecino, de gritar y de reír? ¡Si todos son males e injusticias, mentira y fraude...!»
Al descender del tren, Anna, evitando el contacto de los otros viajeros como si fuesen apestados, quedose rezagada en el andén para preguntarse qué debía hacer. Todo le parecía ahora de una ejecución difícil. En medio de aquella ruidosa muchedumbre, coordinaba mal sus ideas. Los maleteros le ofrecían sus servicios, los jóvenes mequetrefes la atravesaban con sus miradas, hablando en voz alta y haciendo sonar sus tacones.
Recordando de pronto su propósito de continuar la ruta si no encontraba respuesta en la estación, preguntó a un empleado si no había visto, por casualidad, algún cochero que llevase una carta al conde Vronski.
-¿Vronski? Hace poco han venido de su casa a recoger a la princesa Sorókina y su hija. ¿Qué aspecto tiene ese cochero?
En aquel momento vio Anna adelantarse a su mensajero, el cochero Mijaíl: colorado, alegre, con su hermoso uniforme azul atravesado por una cadena de reloj, parecía orgulloso de la misión que había cumplido. Entregó a su señora un sobre que ésta abrió, con el corazón angustiado. Vronski escribía con mano negligente:
Lo siento mucho, pero su nota no me encontró en Moscú.
Volveré a las diez.
-Lo que me esperaba -comentó ella, con sonrisa sardónica. Con voz apenas perceptible, porque las palpitaciones de su corazón no la dejaban respirar, se dirigió a Mijaíl:
-Gracias, ya puedes volver.
Sumida de nuevo en sus pensamientos, prosiguió: «¡No, ya no te permitiré que me hagas sufrir así!»
Esta amenaza no se la dirigía a sí misma, sino al causante de su tortura.
Se puso a pasear a lo largo del andén. Dos mujeres que también deambulaban para matar el tiempo se volvieron para examinar su atuendo.
-Son de verdad -dijo una de ellas en voz alta, indicando los encajes de Anna.
Los jóvenes lechuguinos la divisaron de nuevo, y con voz afectada cambiaron ruidosas impresiones. El jefe de estación le preguntó si subía otra vez al tren. Un muchacho vendedor ambulante de «kvas» no apartaba los ojos de ella.
«¿Dónde huir, Dios mío?», se decía sin dejar de andar.
Casi al final del andén, unas señoras y unos niños charlaban riendo con un señor de gafas que habían venido a recibir. Al aproximarse Anna, el grupo se calló para contemplarla. Apresuró el paso y se detuvo junto a la escalera que de la bomba descendía a los rieles. Se acercaba un tren de mercancías que hacía retemblar el andén. Se creyó de nuevo dentro de un tren en marcha.
De pronto se acordó del hombre aplastado el mismo día de su encuentro con Vronski, y comprendió lo que tenía que hacer. Con paso ligero y resuelto, descendió los escalones y colocándose cerca de la vía, escrutó la estructura baja del tren que pasaba casi rozándola, procurando medir a simple vista la distancia que separaba las ruedas de delante de las de atrás.
-Ahí -musitó, clavando los ojos en aquel hueco oscuro donde sobresalían los travesaños llenos de arena•y polvo-. Ahí en medio, sí, es donde él será castigado y yo me libraré de mí misma y de todos. El maletín rojo, del que le costó trabajo desprenderse, la hizo perder el momento de arrojarse bajo el primer vagón. Forzoso le fue esperar al segundo. Se apoderó de ella una sensación análoga a la que experimentaba en otro tiempo, antes de hacer una inmersión en el río, e hizo la señal de la cruz. Este gesto familiar despertó en su alma multitud de recuerdos de la infancia y de la juventud. Los minutos más felices de su vida centellearon un instante a través de las tinieblas que la envolvían. Pero no quitaba los ojos del vagón, y cuando apareció el espacio entre las dos ruedas, arrojó el maletín, hundió la cabeza en los hombros y adelantando las manos se echó de rodillas bajo el vagón, como si se dispusiera a levantarse otra vez. Tuvo tiempo de sentir miedo.
«¿Dónde estoy? ¿Qué hago? ¿Por qué?», musitó, haciendo un esfuerzo para echarse hacia atrás.
Pero una masa enorme, inflexible, la golpeó en la cabeza y la arrastró por la espalda.
«¡Señor, perdonacime!», balbució ella.
Un hombrecillo con barba murmuraba algo ininteligible, a la vez que daba golpes en el hierro por encima de ella. Y la luz que para la infortunada había iluminado el libro de la vida, con sus tormentos, sus traiciones y sus dolores, brilló de pronto con esplendor más vivo, iluminó las páginas relegadas hasta ahora en la sombra, crepitó, vaciló y se extinguió para siempre.
Lev Tolstoi, Anna Karénina, Madrid, Cátedra, Letras Universales,47,1986, edición de Josefina Pérez Sacristán.
(Fragmento seleccionado por Nazaret Martín Mahíllo)

El demonio de la perversidad;Edgar Allan Poe

La inducción a posteriori hubiera llevado a la frenología a admitir, como principio innato y primitivo de la acción humana, algo paradójico que podemos llamar perversidad a falta de un término más característico. En el sentido que le doy es, en realidad, un móvil sin motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos sin objeto comprensible, o, si esto se considera una contradicción en los términos, podemos llegar a modificar la proposición y decir que bajo sus incitaciones actuamos por la razón de que no deberíamos actuar. En teoría ninguna razón puede ser más irrazonable; pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte. Para ciertos espíritus, en ciertas condiciones llega a ser absolutamente irresistible. Tan seguro como que respiro sé que en la seguridad de la equivocación o el error de una acción cualquiera reside con frecuencia la fuerza irresistible, la única que nos impele a su prosecución. Esta invencible tendencia a hacer el mal por el mal mismo no admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un impulso radical, primitivo, elemental. Se dirá, lo sé, que cuando persistimos en nuestros actos porque sabemos que no deberíamos hacerlo, nuestra conducta no es sino una modificación de la que comúnmente provoca la combatividad de la frenología. Pero una mirada mostrará la falacia de esta idea. La combatividad, a la cual se refiere la frenología, tiene por esencia la necesidad de autodefensa. Es nuestra salvaguardia contra todo daño. Su principio concierne a nuestro bienestar, y así el deseo de estar bien es excitado al mismo tiempo que su desarrollo. Se sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado al mismo tiempo por algún principio que será una simple modificación de la combatividad, pero en el caso de esto que llamamos perversidad el deseo de estar bien no sólo no se manifiesta, sino que existe un sentimiento fuertemente antagónico.

Si se apela al propio corazón, se hallará, después de todo, la mejor réplica a la sofistería que acaba de señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta a todas las preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical. No es más incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en algún período no lo haya atormentado, por ejemplo, un vehemente deseo de torturar a su interlocutor con circunloquios. El que habla advierte el desagrado que causa; tiene toda la intención de agradar; por lo demás, es breve, preciso y claro; el lenguaje más lacónico y más luminoso lucha por brotar de su boca; sólo con dificultad refrena su curso; teme y lamenta la cólera de aquel a quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que puede engendrar esa cólera con ciertos incisos y ciertos paréntesis. Este solo pensamiento es suficiente. El impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta un ansia incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y desafiando todas las consecuencias) es consentida.

Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida velozmente. Sabemos que la demora será ruinosa. La crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces, energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la tarea, y en la anticipación de su magnífico resultado nuestra alma se enardece. Debe, tiene que ser emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para mañana; y ¿por qué? No hay respuesta, salvo que sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin comprensión del principio. El día siguiente llega, y con él una ansiedad más impaciente por cumplir con nuestro deber, pero con este verdadero aumento de ansiedad llega también un indecible anhelo de postergación realmente espantosa por lo insondable. Este anhelo cobra fuerzas a medida que pasa el tiempo. La última hora para la acción está al alcance de nuestra mano. Nos estremece la violencia del conflicto interior, de lo definido con lo indefinido, de la sustancia con la sombra. Pero si la contienda ha llegado tan lejos, la sombra es la que vence, luchamos en vano. Suena la hora y doblan a muerto por nuestra felicidad. Al mismo tiempo es el canto del gallo para el fantasma que nos había atemorizado. Vuela, desaparece, somos libres. La antigua energía retorna. Trabajaremos ahora. ¡Ay, es demasiado tarde!

Edgar Allan Poe,El demonio de la perversidad, http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/poe/demonio.htm.
Seleccionado por Cristina Martín Bonifacio, segundo bachillerato, curso 2009-2010.

El gato negro; Edgar Allan Poe

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.


Edgar Allan Poe, El gato negro, (http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/poe/gato.htm, Seleccionado por Fabiola Muñoz Hinojal